Capítulo 3
El invierno, gélido y desapacible, hizo su aparición poco después del Cataclismo. Sus escasas provisiones menguaron con rapidez. El arroyo en el que Michael pescaba desapareció durante los terremotos, tragado por la tierra. Una helada mortal marchitó las plantas que habían sobrevivido al fuego.
Entonces, un día, un pequeño grupo de viajeros humanos, procedente del sur, les ofreció carne de caza a cambio de alojamiento. El castillo, dijeron mientras miraban la construcción con asombro, era uno de los pocos edificios en la región que se mantenía en pie. Michael aceptó el trato, y se vio obligado a comer la carne de animales para seguir vivo. Esperaba que, considerando las circunstancias, la diosa lo perdonaría.
Pero, cuando hubieron descansado y enterrado a sus muertos, los refugiados partieron, buscando nuevos terrenos de caza. Esa mañana, Michael cayó en la cuenta de que había secado carne y bayas para disponer de provisiones varios días, suficientes para emprender un viaje. Hacia el sur, al menos aparentemente, había caza en los bosques y las llanuras. Además, Michael sentía una apremiante nostalgia por su hogar.
—Xak Tsaroth —dijo.
—¿Qué pasa con Xak Tsaroth? —le preguntó Nikol.
—El Templo de Mishakal está allí, como también sus discos sagrados. ¿Cómo no se me ocurrió antes? —Empezó a pasear de un lado a otro de la habitación con excitación.
—¿Qué discos? ¿De qué estás hablando?
—Los Discos de Mishakal. Toda la sabiduría de los dioses está recopilada en esos discos. ¿No lo comprendes, cariño? ¡En uno de ellos será donde hallemos las respuestas!
—Si es que las hay —acotó Nikol con el entrecejo fruncido—. Ayer enterramos un niño. ¡Un pequeñín! ¿Qué tenía que ver esa criatura con lo que el Príncipe de los Sacerdotes o los clérigos hacían? ¿Por qué castigaron los dioses a los inocentes?
—Si encontramos los discos, sabremos las respuestas —insistió Michael.
—¡En Xak Tsaroth! —se mofó Nikol—. ¿Es que has olvidado lo que esos refugiados nos dijeron sobre Xak Tsaroth?
—No lo he olvidado. —Michael se dio media vuelta y echó a andar, alejándose de la joven. Había nacido y crecido en Xak Tsaroth y escuchó con incredulidad las historias de destrucción relatadas por los refugiados. Tenía que verlo con sus propios ojos.
Nikol corrió tras él y le posó la mano en el brazo con actitud arrepentida.
—Lo siento, querido. De verdad. Hablé sin pensar, olvidando que fue tu hogar en el pasado. Emprenderemos viaje hacia allí mañana. Aquí no queda nada que nos retenga. De todas formas, habríamos tenido que marcharnos muy pronto.
Al salir del castillo, Nikol tiró de las pesadas puertas de roble para cerrarlas. De pronto cambió de opinión.
—No —dijo, abriéndolas de par en par—. Esta casa está bendita, como dijo el caballero Soth. Que sirva de refugio a quienes lleguen aquí. En cualquier caso, tengo el presentimiento de que no volveré a verla.
—No pronuncies palabras que encierran malos presagios —advirtió Michael.
—No es un mal presagio —repuso Nikol quedamente mientras lo miraba y esbozaba una triste sonrisa—. Creo que nuestro camino se halla lejos de aquí.
Posó la mano en la fría piedra del muro, en una silenciosa despedida; después, ambos recogieron sus escasas pertenencias y echaron a andar calzada adelante, hacia el sur.
Si hubiesen sabido lo largo que sería su viaje, o las penalidades y peligros que les aguardaban, nunca se habrían marchado del castillo. Habían sido advertidos de la terrible destrucción existente más al sur, pero no estaban preparados para los tremendos cambios acontecidos, y uno de los más trascendentales era la existencia de un mar donde antes no lo había.
Al llegar a Caergoth se quedaron perplejos al ver que la tierra se había hundido. Las aguas del mar de Sirrion se habían precipitado sobre la zona y habían cubierto las cicatrices de la resquebrajada tierra. Se vieron forzados a hacer un alto en el viaje y trabajar para pagar el pasaje en una burda balsa, manejada por un grupo de ergothianos de mala catadura, que habían quedado aislados de su tierra natal por el mar.
A las afueras de Caergoth los ergothianos los habían asaltado, exigiendo que les entregaran víveres y objetos de valor. Nikol, disfrazada de caballero, se negó. Se produjo una lucha que finalizó sin que nadie saliera gravemente herido, pero con la que Nikol se ganó el respeto de los hombres. Miraban la túnica azul de Michael con expresión desconfiada y burlona, pero aceptaron la explicación de Nikol de que «su hermano» había prometido a su moribunda madre mantenerse fiel a la diosa.
Al final resultó que los ergothianos eran unos tipos básicamente honrados, a quienes las precarias condiciones que habían tenido que soportar habían vuelto crueles. Nikol, conservando su apariencia de caballero, los ayudó a aniquilar a una partida de goblins que había estado atacando sus chozas. Michael les enseñó las plantas y hierbas que podían utilizar como suplemento de lo que había sido una dieta de pescado. A cambio, los ergothianos los transportaron a través de lo que llamaban «Nuevo Mar», y se comprometieron a llevarlos de vuelta a Caergoth si es que tenían intención de regresar, lo que, según afirmaron Michael y Nikol, harían pronto, una vez que hubiesen visto qué había pasado en Xak Tsaroth.
Ya en la otra orilla, la joven pareja no tardó en perderse y deambuló por las montañas durante semanas. Ningún mapa era fiable. La tierra había sufrido unos cambios que la hacían irreconocible; calzadas que antaño conducían a alguna parte, ahora finalizaban en un punto muerto… o cosas peores. La supervivencia era una lucha en sí. Las piezas de caza escaseaban. Las tierras de labranza estaban calcinadas o agostadas o inundadas por las corrientes de nuevos ríos. El hambre y la enfermedad empujaban a la gente a abandonar sus hogares y pueblos derruidos en busca de una vida mejor que, según los rumores, siempre se encontraba al otro lado de la próxima montaña. Incluso los hombres y mujeres buenos se volvían violentos por la desesperación de escuchar los llantos de sus hijos hambrientos. Se comentaba que varias ciudades elfas del cercano Qualinost habían sido atacadas por humanos.
Este último rumor debía de ser cierto pues, cuando Michael y Nikol llegaron a las fronteras de ese país, una andanada de flechas elfas los obligó a retroceder.
La joven llevaba la espada a la vista, de manera ostensible, y el mortecino y frío sol se reflejaba en la hoja de acero. Su armadura y el aire de seguridad que ofrecía bajo el disfraz de caballero amedrentaron a muchos. La mayoría de los ladrones no eran más que rufianes que querían llenar el estómago con comida, no con un afilado acero. Pero, de vez en cuando, ella y Michael toparon con otros que iban bien armados y no temían a un «caballero barbilampiño».
La joven pareja luchaba cuando estaba acorralada, y huía cuando el enemigo la superaba en número. El clérigo se había acostumbrado a llevar un sólido bastón que aprendió a manejar con eficacia, ya que no con destreza. Combatía por la vida de Nikol, no por la suya. Abrumado por el caos que reinaba en el mundo, se habría dejado arrastrar al mismo final que tuvieron muchos otros, de haberse encontrado solo.
Nikol le atribuía el mérito de haberla mantenido viva durante los tenebrosos días anteriores al Cataclismo, y ahora era ella quien le devolvía el favor. Sólo el amor de la joven lo sostenía para continuar. Michael había dejado incluso de pedir perdón a Mishakal cuando partía alguna cabeza con su bastón. Por fin, tras muchos meses de agotador viaje, alcanzaron su punto de destino.
—«La gran ciudad de Xak Tsaroth, cuya belleza os rodea…». —Michael leía en voz baja la inscripción del obelisco derrumbado, siguiendo con el dedo las palabras esculpidas en la piedra. Su voz enmudeció antes de terminar la cita. Agachó la cabeza, avergonzado de estar llorando.
Nikol le dio unas palmaditas en el hombro. Su mano estaba endurecida, con la piel llena de asperezas y callosidades, agrietada y sangrante a causa del frío, y marcada con cicatrices de los combates, pero su tacto era cálido y afectuoso.
—No sé por qué lloro —dijo Michael con voz ronca mientras se limpiaba las lágrimas antes de que se congelaran en sus mejillas—. Hemos visto muchas cosas terribles: muertes brutales, sufrimientos horrendos… Esto… —señaló el obelisco caído—, esto no es más que un trozo de piedra. Y, sin embargo, recuerdo…
Hundió el rostro en las manos mientras unos sollozos desgarradores le sacudían el cuerpo. Creía que estaba preparado. Creía que era lo bastante fuerte para regresar, pero la devastación era excesiva, demasiado espantosa.
Desde este lugar, en el pasado, se divisaba la ciudad de Xak Tsaroth, se escuchaban los gritos de comerciantes y vendedores ambulantes, las risas penetrantes de los niños, el bullicio de sus calles abarrotadas. El silencio era lo que le había impresionado. El silencio y el vacío. Le habían dicho que Xak Tsaroth había desaparecido, hundiéndose en la tierra donde había sido construida, pero no les había creído. Había mantenido viva la esperanza; una esperanza que ahora maldecía con amargura.
Nikol le apretó el brazo en un gesto de silenciosa comprensión y después se apartó de él. Su aflicción era algo íntimo y la joven notaba que ni siquiera ella tenía derecho a compartirla. Con la mano apoyada en la empuñadura de la espada, montó guardia, recorriendo con la mirada las ruinas que rodeaban el obelisco, escudriñando atenta las sombras que se agazapaban más allá.
Poco a poco, los sollozos de Michael cesaron. Nikol lo oyó inhalar hondo, temblorosamente.
—¿Quieres seguir adelante? —le preguntó, adoptando a propósito un tono tranquilo y frío.
—Sí. Hemos viajado mucho para llegar aquí. —Suspiró—. Una cosa es ver en ruinas ciudades desconocidas, y otra muy distinta ver el hogar de uno.
Nikol se subió al obelisco, utilizándolo como un puente para cruzar las aguas pantanosas. Tras una breve vacilación, Michael la siguió. Sus pies pisaron la inscripción:
«Que los dioses nos recompensen por la gracia de nuestro hogar». Gracia. La tierra estaba yerma, casi desértica, sus árboles reducidos a tocones chamuscados, y sus flores y arbustos convertidos en meros montones de ceniza. No había rastro de seres vivientes, ni siquiera huellas de animales.
Michael miró por encima de las ruinas de los suburbios de la ciudad.
—No puedo creerlo —musitó para sí mismo—. ¿Por qué he venido? ¿Qué esperaba encontrar aquí?
—A tu familia —repuso Nikol con voz queda.
La miró en silencio un momento; luego, lentamente, asintió con la cabeza.
—Sí, tienes razón. Qué bien me conoces.
—Quizá los encontremos —dijo ella, esbozando una sonrisa forzada—. Tal vez queda gente viviendo todavía por los alrededores.
Nikol intentaba dar a sus palabras un tono animoso, por bien de Michael, pero no creía lo que decía, y comprendió que no lo había engañado. El silencio era opresivo, quizá porque no había un verdadero silencio. Una tenue corriente subterránea de sonidos alteraba la quietud de la superficie. Podía decirse a sí misma que se trataba del viento, que susurraba al pasar entre las ramas quebradas de los árboles muertos, pero la tristeza de aquel murmullo partía el corazón. Michael sacudió la cabeza.
—No, si hubiesen sobrevivido, cosa que dudo, habrían huido a las llanuras. El pueblo de mi madre es de allí. Habría regresado para buscarlos y reunirse con ellos.
Nikol hizo una pausa, insegura de la dirección a tomar.
—¿Sabes qué me impresiona? Casi me da la sensación de que Xak Tsaroth está embrujada, que se escucha el lamento de sus muertos.
Michael hizo un enérgico gesto negativo con la cabeza.
—Si alguno de sus muertos deambula por las calles, son aquellos que no pueden o no quieren pasar al más allá y someterse a la misericordia de los dioses.
«¿Qué misericordia?», estuvo a punto de preguntar Nikol con acritud, pero se mordió la lengua guardó silencio. Durante estos duros meses transcurridos, su relación se había hecho más profunda. El amor ya no era esa espléndida y perfecta vestidura matrimonial. El tejido estaba desgastado, pero se amoldaba mejor y era mucho más confortable. Ninguno de los dos podía imaginar una noche lejos del refugio de los brazos del otro, pero había varios desgarrones en el brillante tejido.
Las cosas terribles que habían visto habían dejado su marca en ambos. Cuando esos jirones estuvieran cosidos, servirían para hacer más fuerte el matrimonio, pero ahora las discusiones eran cada vez más agrias, y habían infligido heridas que todavía estaban muy sensibles al tacto.
—Es media tarde —dijo Nikol con brusquedad—. No nos queda mucho tiempo si queremos aprovechar la luz del día para hacernos más fácil la búsqueda. ¿Qué dirección tomamos?
Él notó la frialdad de su voz, y supo lo que estaba pensando, con tanta claridad como si lo hubiese dicho en voz alta.
—En línea recta. Llegaremos a un gran pozo y, un poco más adelante, al Templo de Mishakal.
—Si es que aún está en pie.
—Tiene que estarlo —dijo Michael con firmeza—. Allí encontraremos las respuestas a tus preguntas y a las mías.
Los restos de lo que un día había sido una ancha calle los condujeron a una plaza abierta, pavimentada. En el lado este se alzaban cuatro columnas inmensas que no sostenían nada; el edificio estaba en ruinas, completamente desmoronado. Un muro circular de piedra, de más de un metro de altura, que se erguía en el centro, había sido en otros tiempos un pozo. Nikol se detuvo, se asomó al agujero, y se encogió de hombros. No se veía más que oscuridad. Michael pasó la mano sobre el pretil, acariciándolo.
—Solíamos salir del templo entre clase y clase, y nos sentábamos en este muro, charlando sobre los planes que teníamos, de cómo cambiaríamos el mundo, con la ayuda de los dioses, para hacer de él un sitio mejor.
—Evidentemente, los dioses no os estaban escuchando. —Nikol echó un vistazo en derredor—. ¿Es ése el templo? —preguntó, señalando.
Ahora fue Michael quien tuvo que morderse los labios para contener las palabras que, de otro modo, habrían iniciado una nueva discusión.
—Sí. Ese es el templo.
—Veo que ha salido indemne de la destrucción —comentó la joven con tono amargo.
Michael caminó hacia el edificio que le era tan familiar, con sus blancas paredes brillando puras y frías, y que, al mismo tiempo, le resultaba tan extraño. Quizá se debía a la falta de otros edificios que ahora sólo eran ruinas desmoronadas; a la ausencia de montones de gente yendo y viniendo por la plaza, reuniéndose junto al pozo para intercambiar las últimas noticias. Remontó los peldaños y se acercó a las inmensas puertas dobles ornamentadas que conducían al interior del templo. Eran de oro y brillaban fríamente con el sol invernal. Michael las empujó.
No se abrieron.
Empujó de nuevo, con más fuerza. Las puertas permanecieron firmemente cerradas. Retrocedió un paso y las contempló perplejo.
—¿Qué pasa? —inquirió Nikol desde su posición, al pie de la escalinata.
—Las puertas no se abren. —contestó Michael.
—Estarán atrancadas. Encárgate un momento de vigilar, ¿quieres? —Nikol remontó los peldaños y estudió las hojas doradas—. Deberían ser fáciles de abrir.
—No están atrancadas. No es posible. No tienen cerraduras. El templo estaba abierto siempre…
—Esto es ridículo. Tiene que haber un modo de entrar.
Nikol apoyó el hombro contra las puertas y empujó.
No se movieron. La joven las miró frustrada, furiosa.
—¡Tenemos que entrar! ¿Hay otra puerta?
—Este es el único acceso.
—¡Entonces, lo abriré! —Desenvainó la espada y se disponía a introducir el acero entre las dos hojas cuando Michael la sujetó por el brazo.
—No, Nikol. Te lo prohíbo.
—¿Que me lo prohíbes? —exclamó ella, mirándolo encolerizada—. ¡Soy hija de un Caballero de Solamnia! ¿Cómo osas darme órdenes tú, que no eres más que un…?
—Clérigo —concluyó la frase Michael—. Y ahora, ni siquiera eso. —Se llevó la mano al medallón que colgaba de su cuello, el símbolo de la diosa, mientras contemplaba el templo con tristeza—. Ella no me abrirá las puertas.
—Ahora no es el momento —intervino una voz.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Nikol, al tiempo que enarbolaba la espada.
—Baja tu arma, hija de un caballero —repuso la voz mansamente—. No pretendo hacerte daño alguno.
Una mujer de mediana edad, vestida con ropas deshilachadas, estaba sentada al pie de la escalinata. La sombra de una columna rota se proyectaba sobre ella y, al estar tan quieta, su presencia pasaba inadvertida. Tal vez por eso ni Michael ni Nikol habían reparado en ella hasta ahora. La joven envainó la espada, pero no apartó la mano de la empuñadura. El Cataclismo no había acabado con los magos, o, al menos, era lo que se rumoreaba. Esta mujer, aparentemente inofensiva, podía ser una hechicera disfrazada.
La pareja bajó la escalera, despacio, con cautela. Al aproximarse a la mujer, Nikol le vio el rostro con más claridad. Las huellas de tristeza impresas en la arrugada piel partían el corazón. La mano de Nikol resbaló de la empuñadura de la espada y colgó fláccida a su costado; las lágrimas acudieron a sus ojos, a pesar de que no había llorado una sola vez en todos los meses de arduo viaje.
—¿Quién eres? —inquirió con suavidad Michael, arrodillándose al lado de la mujer, que no se había movido—. ¿Cómo te llamas?
—No tengo nombre —contestó quedamente—. Sólo soy una madre, nada más.
Sus ropas eran ligeras, no llevaba capa, y temblaba con el fresco aire del anochecer. Michael se quitó la suya y la echó sobre los hombros de la mujer.
—No puedes quedarte aquí —dijo—. Pronto será de noche.
—Oh, pero tengo que quedarme. —No parecía haber reparado en la prenda de abrigo que ahora la protegía—. ¿Cómo sabrán mis hijos, si no, dónde encontrarme?
Nikol se arrodilló. Su voz, que había sonado tan estridente mientras discutía con Michael, tenía ahora un tono dulce y rebosante de compasión.
—¿Dónde están tus hijos? Te llevaremos con ellos.
—Allí —respondió la mujer, señalando con la barbilla la ciudad derruida.
Nikol contuvo el aliento y miró a Michael.
—¡Se ha vuelto loca! —Articuló las palabras sin hacer ruido.
—¿Cuánto tiempo llevas esperando aquí? —preguntó él.
—Desde aquel día —repuso la mujer, y ellos no tuvieron que preguntar a qué día se refería—. No los abandoné. Ellos me dejaron a mí, ¿sabéis? Se suponía que se reunirían conmigo aquí, pero no vinieron. Seguiré esperándolos. Algún día, regresarán.
Nikol se pasó la mano por los ojos. Michael miró fijamente a la mujer. No sabía qué hacer. No podía dejar a esa pobre demente allí, abandonada. Sin duda, moriría. Pero era evidente que sólo podría alejarla del templo a la fuerza, y la impresión podría matarla. Quizá, si conseguía alejar de su mente la tragedia, hacerla pensar en otra cosa…
—Mujer, soy un clérigo de Mishakal. He vuelto al templo en busca de los discos que se guardaban aquí. Dijiste que ahora no era el momento de entrar. ¿Cuándo se abrirán las puertas doradas?
—Cuando la muerte de negras alas emerja del pozo. Cuando la Vara de Cristal Azul brille. Cuando el Mal se extienda sobre la tierra. Entonces vendrán mis hijos. Entonces se abrirán las puertas.
—¿Y cuándo será eso?
—Dentro de mucho, mucho tiempo. —La mujer parpadeó aturdida. El velo de enajenación desapareció de sus ojos y pareció volver a la realidad—. ¿Buscáis los discos? No están aquí.
—¿Dónde están, pues? —inquirió, anhelante, Michael.
—Algunos dicen que en Palanthas —musitó la mujer—. Astinus. La Gran Biblioteca. Id a Palanthas. Allí encontraréis las respuestas que buscáis.
—¡Palanthas! —Michael se sentó sobre los talones, descorazonado. La idea de pasar varios meses más viajando, de volver a aventurarse en zonas agrestes, casi lo llevó a sumirse en el mismo estado que la patética mujer que tenía delante.
Por el contrario, los ojos de Nikol relucieron.
—¡Palanthas! La Torre del Sumo Sacerdote, el bastión de los Caballeros de Solamnia. Sí, allí es donde hallaremos las respuestas. Vamos, Michael —dijo mientras se incorporaba con prontitud—. Todavía falta una hora para que se ponga el sol y podremos recorrer un buen trecho.
Michael se levantó de mala gana.
—¿Estás segura de que no quieres venir con nosotros? —interrogó a la mujer.
—Éste es mi puesto —contestó ella mientras acariciaba la tela de la capa—. ¿Cómo iban a saber, si no, dónde encontrarme? Pero te agradezco esta prenda de abrigo. Ahora no tendré frío mientras espero.
Michael empezó a alejarse y sintió una dolorosa punzada en el corazón. Volvió la cabeza y miró a la mujer. De pronto, le pareció muy familiar. Quizá la conocía; tal vez fuera una vecina, o una amiga de la familia.
—¿Cómo voy a abandonarte aquí?
Ella esbozó una sonrisa extraña, triste.
—Ve con mis bendiciones, hijo. Algún día, tú también regresarás. Y, cuando lo hagas, estaré esperándote.