Capítulo 7

Nikol y Michael pasaron la noche en una cueva que encontraron en las montañas. Acurrucados uno contra el otro en busca de calor, su sueño fue intranquilo; de nuevo tenían la sensación de que alguien los vigilaba. Se levantaron con el alba, y emprendieron el regreso a Palanthas con premura, si bien lo que iban a hacer una vez que estuvieran allí era una incógnita sin resolver.

—Si pudiésemos encontrar los discos sagrados, entonces todo se arreglaría —dijo Michael en más de una ocasión.

—Podemos advertir a Astinus del peligro que corre la biblioteca —sugirió Nikol—. Y podemos poner a salvo los Discos de Mishakal.

—Lo que quieres decir es que se los llevaremos a Soth, ¿no? —preguntó Michael en voz queda.

—Nos salvó en la torre. Estamos en deuda con él. Si puedo poner fin a su tormento, lo haré. Es un auténtico caballero —añadió mientras lanzaba una mirada triste y pensativa hacia las montañas que dejaban atrás—. Me lo dice el corazón.

Su marido guardó silencio. Soth los había salvado, ¿pero por bien de quién? ¿De ellos o de él mismo? ¿Había sido condenado injustamente o su horrible destino lo había fraguado con sus pasiones desmedidas? Michael sólo podía repetir lo que se había convertido en una letanía: los sagrados discos lo aclararían todo, lo arreglarían todo.

A ninguno de los dos caminantes les preocupaba mucho la idea de entrar de nuevo en la ciudad. Conociendo el desorden que reinaba en las puertas de acceso, dudaban que los guardias recordaran siquiera que tenían que estar alerta a la aparición de un caballero barbilampiño y un clérigo de túnica azul. Planearon su llegada al mediodía, cuando el trasiego de gente estuviera en pleno apogeo.

Pero, cuando alcanzaron Palanthas, encontraron vacía la calzada, y las puertas, abiertas de par en par.

Alarmados por el súbito cambio inexplicable, se agazaparon en el bosquecillo de árboles achaparrados y esperaron, vigilando las puertas un rato.

—Algo va muy mal —dijo Nikol mientras echaba un vistazo a las murallas—. No he visto ningún centinela haciendo su ronda. Vamos, entremos. —Se ajustó la espada y cerró bien la capa.

Ningún mendigo les salió al paso. Ningún guardia les dio el alto. Nadie les preguntó qué asunto los llevaba allí. Las murallas estaban desiertas, las avenidas vacías. El único ser vivo que vieron fue un perro callejero que llevaba entre los dientes una gallina muerta; al parecer, había aprovechado la situación para meterse en un gallinero desprotegido.

La pareja avanzó presurosa por el distrito comercial de la Ciudad Nueva, cuyas calles deberían haber estado abarrotadas de gente a esa hora del día. Los puestos estaban cerrados. Los escaparates de las tiendas con las rejas puestas y echadas las contraventanas.

—Tiene el aspecto de una ciudad preparándose para una fiesta —comentó Michael.

—O para una guerra —acotó Nikol con gesto ceñudo. Caminaba con la mano apoyada en la empuñadura de la espada—. Mira. Mira eso.

Una de las tiendas no estaba cerrada. Había sido destruída, y los escaparates destrozados. Las mercancías, sedas de las tierras elfas qualinestis tintadas con vivos colores, yacían esparcidas y desgarradas por la calle. Feos epítetos habían sido escritos con sangre en las paredes. Tirado ante la tienda estaba el cuerpo de una mujer elfa. La habían degollado, y un niño yacía muerto a su lado.

—Que los dioses los perdonen —musitó Michael.

—Espero que tus discos puedan explicar esto —dijo Nikol con acritud.

Siguieron caminando y pasaron por otros lugares con señales de una destrucción brutal e inútil, de absurdos actos de violencia. Palanthas había escapado de los estragos del Cataclismo, pero las almas de sus habitantes se habían resquebrajado.

Fue en la muralla de la Ciudad Vieja donde escucharon los primeros sonidos de la chusma, el tumulto de millares de personas enloquecidas, que, amparadas en el anonimato de la multitud, se habían lanzado a cometer crímenes que, de manera individual, habrían sentido vergüenza incluso de planteárselos. El ruido era aterrador, inhumano, y a Michael se le puso de punta el pelo de la nuca y sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal.

Detrás de las murallas de la Ciudad Vieja se alzaban columnas de humo. A su amparo, Michael y Nikol cruzaron sigilosos las puertas sin atraer la atención de nadie. Ya al otro lado, se detuvieron, sin dar crédito a sus ojos. Nada, ni el panorama de destrucción, ni el tumulto que rugía a su alrededor, los había preparado para lo que estaban viendo. Varias casas grandes y hermosas habían sido incendiadas y eran pasto de las llamas. Montones de gente embriagada bailaban ante el fuego, vitoreando, agitando al aire botellas y otros trofeos más espantosos. Pero la mayor concentración de personas estaba más adelante, arremolinada ante la Gran Biblioteca.

Allí, la muchedumbre estaba más o menos callada, estirando el cuello para ver y oír. Una voz se levantaba, exhortándolos a cometer más actos de terror. Nikol se subió por un canalón de desagüe adosado a la pared de una casa, y se encaramó al tejado para tener mejor vista.

—El Hijo Reverendo está en la escalinata de la biblioteca —informó, tras bajar de nuevo a donde la esperaba su esposo—. Sus hombres lo acompañan. Están armados con garrotes y hachas, y llevan antorchas. Está… —sus palabras quedaron ahogadas por el rugiente clamor que hizo vibrar los cristales de las ventanas.

—¡Debemos entrar en la biblioteca! —Michael tuvo que chillar para hacerse oír. Empezaba a sentirse dominado por el pánico. La idea de que los discos sagrados pudieran caer víctimas de ese horrendo caos lo anonadaba.

—¡Tengo una idea! —respondió Nikol a gritos, a la vez que hacía un ademán para que la siguiera.

Eludieron a la multitud, se metieron por un callejón, y corrieron por él. Al llegar al final, se detuvieron y se asomaron sigilosos por la esquina. Estaban justo enfrente de una de las alas de la biblioteca. La chusma, atenta a las palabras del orador, obstruía la fachada del edificio, pero no los laterales.

—Podemos trepar y colarnos por una ventana —dijo Nikol.

Se encaminaron hacia la arboleda que les había proporcionado refugio la última vez que habían estado allí. Buscando la cobertura de las sombras, cruzaron por encima de parterres de flores marchitas y atravesaron setos, antes podados, que ahora crecían libremente. Una estrecha franja de césped los separaba de la biblioteca. Abandonando el refugio de los árboles, cruzaron a toda carrera el verde prado y se detuvieron bajo una ventana del piso bajo. Se pegaron contra la pared del edificio, intentando no ser vistos por la multitud.

—Probablemente la ventana está guardada —apuntó Michael.

Nikol corrió el riesgo de asomarse por el saliente.

—No se ve a nadie. Ni siquiera a los Lectores de Libros —añadió, utilizando el término popular por el que se conocía a los miembros de la Orden de los Estetas, seguidores del dios Gilean, que habían dedicado su vida a la recopilación y salvaguarda del conocimiento.

A pesar de ello, la joven desenvainó la espada.

—¡Deprisa! —susurró.

Un golpe del bastón de Michael rompió el cristal, que saltó hecho añicos. Nikol trepó al alféizar y, apartando los restantes fragmentos, saltó al interior con la espada enarbolada. Miró atentamente en derredor y, no viendo a nadie, se volvió para ayudar a Michael.

El clérigo saltó por la ventana y se quedó parado. Toda su vida había oído hablar de la Gran Biblioteca, pero nunca la había visto, y lo que tenía ante sus ojos superaba cuanto había imaginado. Una vasta sala contenía hilera tras hilera de estanterías, cada una de ellas repleta de volúmenes encuadernados con piel, colocados por orden, y limpios de polvo. Su corazón se estremeció con un súbito anhelo por el saber almacenado entre esas paredes, agobiado ante la idea de que todo ese conocimiento irremplazable estuviera amenazado por tan terrible peligro.

—¡Michael! —llamó Nikol con tono de alarma.

Un monje, vestido con túnica y manejando una espada, había salido de las sombras de una de las estanterías, y les interceptaba el paso.

—No…, no os mováis —balbució el Esteta—. Que… quedaos donde estáis.

El monje era delgado y debía de pesar menos que el vetusto espadón que intentaba sostener lo mejor que podía, sujetándolo con las dos manos. Su semblante estaba pálido, el sudor le corría por la cabeza afeitada, y temblaba de tal modo que los dientes le castañeteaban. Pero, a pesar de su evidente terror, parecía determinado a no retroceder. Faltó poco para que Nikol soltara una carcajada, mas, al recordar a la brutal chusma, cuyas manos ya estaban manchadas de sangre, la risa se tornó en profundo suspiro.

—Vamos a ver —dijo mientras adelantaba un paso hacia el aterrorizado monje, que la miraba con los ojos desorbitados—. Estás sosteniendo mal la espada. —Hizo que las manos del pobre hombre soltaran el arma y después se las volvió a colocar—. Esta mano aquí, y la otra aquí. Eso es. Ahora tienes una oportunidad de herir a alguien más aparte de a ti mismo.

—Gr… gracias —musitó el Esteta mientras su mirada perpleja iba de la espada a Nikol. De repente, levantó el arma y apuntó con ella al cuello de la joven—. Ahora… t… te sugiero que… te marches.

—¡Por el amor de Paladine! Estamos de vuestra parte —exclamó Nikol exasperada, al tiempo que apartaba la afilada punta de un manotazo. En el exterior se oía el clamor de la muchedumbre respondiendo a la arenga del Hijo Venerable.

—Queremos ayudaros —intervino Michael mientras adelantaba un paso—. No queda mucho tiempo. Buscamos los discos…

—¿Que pasa aquí, Malaquias? —pregunto una voz severa—. Oí el ruido de cristales rotos.

Un hombre ataviado con túnica, que parecía viejo pero cuya faz era tersa, sin arrugas e inexpresiva, entró en la sala. Reposado, con actitud serena, se dirigió al pasillo entre estantería y estantería, donde estaban os tres.

—R… rompieron la ventana para entrar, m… maestro —tartamudeó el monje.

La severa mirada del hombre se volvió hacia la pareja.

—¿Sois los responsables de esto? —dijo señalando los cristales rotos.

—Eh… bueno, sí, maestro —contestó Michael, asombrado de sentir que enrojecía, avergonzado—. Pero lo hicimos porque no era posible entrar por delante.

—No queremos haceros daño alguno —aseguró Nikol—. Debéis creernos. De hecho, querríamos ayudaros, maestro…

—Astinus —la interrumpió el hombre con frialdad—. Soy Astinus. ¿Estabais diciendo que veníais buscando los Discos de Mishakal? —Su mirada se dirigió al pecho de Michael.

El clérigo había puesto buen cuidado en ocultar el medallón bajo su túnica, pero los ojos intemporales de este hombre parecían capaces de ver a través del tejido.

—Todos los clérigos verdaderos abandonaron Krynn —observó Astinus, con el entrecejo fruncido.

—Se me ofreció la oportunidad de hacerlo —contestó Michael a la defensiva—. Elegí quedarme. No podía marcharme…

—Sí, sí. Todo está registrado por escrito. Habéis venido por los discos. Este…

Un griterío se levantó en el exterior. Gritos de cólera y rabia resonaron contra las paredes de la biblioteca como el embate de un mar embravecido. El monje, al oír el espantoso ruido, pareció estar a punto de desmayarse. Respiraba a bocanadas, y sus ojos, marcados con profundas ojeras, se pusieron vidriosos.

—Siéntate, Malaquías. Pon la cabeza entre las rodillas —aconsejó Astinus—. Y, por el amor de los dioses, tira esa espada antes de que te cortes un dedo del pie. Cuando te sientas mejor, trae una escoba y barre esos cristales. Alguien podría herirse con ellos. Y ahora, si hacéis el favor de acompañarme… —añadió, dirigiéndose a la pareja.

Nikol lo miró de hito en hito.

—¡Estúpido viejo! —exclamó—. ¡Escucha a esa chusma! ¡Están clamando sangre! ¡Tu sangre! Deberíais estar preparando la defensa. Mira, podemos cerrar estas ventanas con barricadas. Volcaremos las estanterías y las pondremos contra…

—¡Volcarlas estanterías! —bramó Astinus, alterada por fin su plácida calma—. ¿Estás loca, joven? Contienen miles de volúmenes, catalogados por fechas y lugares. ¿Te das cuenta cuanto tiempo tardaríamos en volver a poner cada libro en su sitio correspondiente? Por no mencionar el daño que podrías causar a los textos más antiguos. La encuadernación es frágil, y el método de hacer el papel entonces no era tan avanzado…

—¡Se disponen a incendiar el edificio hasta los cimientos, anciano! —replicó Nikol a gritos—. ¡No te va a quedar nada que catalogar!

Astinus hizo caso omiso de Nikol y volvió la mirada hacia Michael.

—Supongo que tú, clérigo de Mishakal, no estarás aquí con la intención de volcar las estanterías, ¿verdad?

—No, maestro —se apresuró a contestar Michael.

—Muy bien. Puedes venir conmigo. —Astinus giró sobre sus talones y fue hacia la puerta.

—Perdón, maestro —dijo Michael con tono sumiso—, si mi esposa pudiera acompañarnos…

—¿Sabrá comportarse bien? —demandó el cronista, al tiempo que dirigía una mirada dubitativa a Nikol.

—Lo hará —afirmó Michael—. Guarda la espada, cariño.

—¡Estáis todos locos! —rezongó la joven, cuyos ojos iban de uno a otro.

Michael arqueó las cejas y sus labios articularon unas palabras sin sonido: «Complace al anciano. Síguele la corriente».

Nikol suspiró y enfundó su arma. El monje, Malaquías, estaba sentado en el suelo, con los dedos crispados todavía en torno a la empuñadura de la enorme espada.

Astinus los condujo fuera de la sala hacia una zona principal de la biblioteca. Caminaba con paso tranquilo, sin prisa, señalando esta o aquella sección mientras pasaban por delante. En el exterior se oían los gritos enloquecidos de la muchedumbre. El humo, que se había colado por la ventana rota, flotaba en el quieto aire del edificio.

Michael caminaba como en sueños; nada le parecía real. Dentro de la librería reinaba el silencio, la calma, en un ambiente tan impertérrito como el propio Astinus. De vez en cuando, atisbaban a algún monje corriendo por un pasillo, con cara de susto, llevando en los brazos algún volumen. Al ver a su maestro, sin embargo, frenaba la carrera. Luego, con la vista gacha ante el ceñudo gesto de Astinus, el monje en cuestión reanudaba la marcha con un paso decoroso.

Dejaron atrás lo que el cronista informó que eran las salas de lectura para el público, cruzaron un pequeño vestíbulo, y subieron dos tramos de escalones que los llevaron a la sección privada del edificio. Aquí, algunos de los Estetas trabajaban sentados ante altas escribanías; el suave raspar de las plumas sobre el papel contrastaba fuertemente con el rugiente clamor del exterior. Pero unos pocos habían dejado el trabajo y estaban apiñados junto a una ventana, contemplando asustados la furiosa muchedumbre que ocupaba la plaza.

—¿Qué significa esto? —bramó Astinus.

Cogidos por sorpresa, los monjes lanzaron miradas de disculpa al maestro y se apresuraron a regresar a sus escritorios. Las plumas se deslizaron diligentes sobre el papel. El trabajo normal se reanudó.

Astinus pasó entre ellos, lanzando breves y penetrantes ojeadas aquí y allí. El maestro de la biblioteca hizo un alto junto a un hombre mayor, de semblante muy pálido, y contempló atentamente el manuscrito.

—Hay una mancha de tinta, ]ohann —señaló.

—Sí, maestro, lo siento.

—¿Qué significa esa mancha, Johann?

—Es… estoy asustado, maestro. ¡Temo que todos vamos a morir!

—Si hemos de morir, espero que sea con limpieza. Repite esa página.

—Sí, maestro.

El Esteta quitó la ofensiva página y puso otra limpia en su lugar. Se inclinó sobre el pupitre, y a Michael no le pasó inadvertido que se había mitigado su miedo. De hecho, estaba sonriendo. Debía de estar pensando que, si a Astinus le preocupaba una mancha de tinta en esos momentos, sin duda el peligro no podía ser tan grande.

A Michael también le habría gustado creerlo, pero cada vez estaba más convencido de que el maestro de la biblioteca estaba ebrio, o loco, o ambas cosas.

Dejaron la parte central del edificio y entraron en lo que Astinus llamó el área de alojamientos y dependencias. Los condujo por largos pasillos, pasando ante las pequeñas y austeras celdas donde residían los monjes.

—Mi estudio —dijo el cronista, haciéndolos pasar a una habitación pequeña donde había un escritorio, una silla, una alfombra, una lámpara y poco más. Los libros cubrían las paredes—. No suelo recibir visitantes aquí, pero hoy haré una excepción ya que parecéis estar excesivamente inquietos con el ruido de la calle. Tú puedes sentarte ahí —indicó a Michael. Luego miró a Nikol con el entrecejo fruncido—. Y tú quédate de pie en la puerta y no toques nada, ¿entendido? ¡No toques nada! Volveré enseguida.

—¿Adónde vais? —preguntó Nikol. Astinus la miró fijamente—. Maestro —añadió la joven en un tono más respetuoso.

—Preguntasteis por los Discos de Mishakal —contestó Astinus mientras salía del cuarto.

—¡Por fin! —exclamó Michael. Tomó asiento, agradecido de poder descansar—. Pronto tendremos los discos y las respuestas…

—Si es que vivimos lo bastante para leerlos —puntualizó Nikol enfadada. Se apartó de la puerta y empezó a pasear por la reducida estancia mientras movía las manos con agitación—. ¡Ese viejo es un estúpido! Dejará que los maten a él y a esos pobres monjes, y que derriben la biblioteca sobre su cabeza. Cuando tengamos los discos, Michael, los cogemos y nos marchamos. Y, si ese viejo intenta detenernos, le…

—Nikol —la interrumpió Michael, sobrecogido—. Mira…, mira esto.

—¿Qué? —La joven dejó de caminar, sobresaltada por el tono de su marido—. ¿Qué es?

—Un libro que ha dejado abierto aquí, en su escritorio.

—¡Michael, no es el momento de ponerse a leer!

—Nikol, es acerca del caballero Soth —repuso el clérigo con voz queda.

—¿Qué dice? ¡Vamos, dimelo! —gritó, inclinándose sobre él.

Michael leyó el texto en silencio, para sí.

—¿Y bien? —lo apremió la joven, impaciente.

El clérigo alzó la vista hacia su esposa.

—Es un asesino, Nikol, y cosas aún peores. Todo está aquí. Cómo se enamoró de una joven doncella elfa, una sacerdotisa virgen. Se la llevó al alcazar de Dargaard, —y asesino a su primera esposa para quitarla de en medio.

—¡Mentiras! —La joven tenía pálidos los labios—. ¡No lo creo! ¡Ningún caballero de verdad faltaría así a sus compromisos! ¡Ningún caballero de verdad haría algo tan monstruoso!

—Y, sin embargo, hubo uno que lo hizo —dijo una voz profunda.

El caballero Soth estaba en la habitación.