En sombras, en luz

Richard A. Knaak

El caballero avanzaba cauteloso por el infernal paisaje, con la espada en la mano. La niebla no lograba ocultar la desolación que lo rodeaba. Arboles retorcidos y tierra abrasada eran un panorama demasiado familiar, después de tanto tiempo.

Este mundo, este maldito mundo, era siempre igual: terreno seco y resquebrajado, ausencia de sol, de sombras, de refugio, de vida; sólo una devastación infinita y, en alguna parte, entre la niebla, los que lo perseguían en todo momento.

La fiebre era abrasadora, pero, como siempre, se obligó a resistir el sufrimiento. El sudor le empapaba el rostro y le corría por debajo de la armadura. La peste que invadía su ser nunca descansaba. Curiosamente, había formado parte de él durante tanto tiempo que probablemente se habría sentido perdido sin ella.

La oxidada armadura crujió mientras el caballero remontaba con esfuerzo el pequeño cerro. Bajo la herrumbre de su peto todavía se atisbaba un deteriorado emblema que lo señalaba como un caballero de la Orden Solámnica. Rara vez miraba la desdibujada enseña, pues era una mofa de su vida, un recordatorio del porqué había sido condenado a esta clase de existencia.

El precio de su traición había sido más oneroso de lo que imaginó.

En el momento en que empezaba a descender por la ladera opuesta del asolado cerro, el caballero atisbó al o extraño, algo que estaba fuera de lugar en ese mundo desolado. Parecía relucir, a despecho ge la ausencia del sol, y para el fatigado caballero tenía más valor que una montaña de oro. Un arroyo de agua pura y cristalina corría a pocos metros de distancia.

Sonrió; un raro gesto de esperanza. El caballero avanzó a trompicones, tan deprisa como le fue posible, haciendo caso omiso del dolor, la fatiga, el temor. ¿Cuánto hacía que no bebía un trago de agua? Ni siquiera se acordaba.

Se arrodilló junto al regato y cerró los ojos.

—¡Mi señor Paladine, te lo suplico! ¡Escucha esta sencilla plegaria! ¡Permíteme beber esta vez! ¡Un único sorbo, es cuanto pido!

El caballero se agachó, alargó la mano hacia el arroyo… y retrocedió horrorizado al contemplar el espejo de su superficie.

—Paladine me valga —susurró. Despacio, se inclinó de nuevo hacia adelante y miró de hito en hito la imagen reflejada en el agua.

Su faz estaba blanca como la de un cadáver, descarnada, casi esquelética. El cabello lacio, que podía verse bajo el yelmo, estaba pegado en pastosos mechones sobre su cabeza. Los ojos carecían de color; ¿habían sido siempre así? Una leve sonrisa sarcástica cruzó fugaz por su semblante.

—Parezco un fantasma. ¡Qué apropiado! —dijo a su reflejo.

El agua seguía corriendo, y el caballero recordó el propósito por el que se había detenido a la orilla del regato. De nuevo tendió la mano, protegida con el guantelete. El agua podía oxidar el metal, pero al sediento caballero no le importaba. Todo cuanto contaba era la esperanza de que esta vez, sólo esta vez, le fuera permitido tomar un sorbo.

Las puntas de sus dedos llegaron a la superficie del pequeño arroyo, y pasaron a través de ella sin tocarla.

El caballero maldijo a los dioses que lo habían condenado a esta miserable existencia. Llevado por la frustración, hundió la mano en la corriente hasta donde le fue posible. El agua siguió fluyendo. Ni siquiera se formó una onda en la lisa superficie.

Con creciente desesperación, el caballero zambulló la otra mano en el agua. Intentó coger algo de líquido, pero, una y otra vez, sus manos salieron vacías del arroyo. En lo concerniente a él, esta zona podía ser un desierto, considerando el agua que podía beber.

Hundió la cabeza en el pecho. El sonido de una risa burlona llegó hasta él, pero no supo si era real o sólo producto de su imaginación. Nunca lo había sabido.

—¿Durante cuánto tiempo habré de pagar? —demandó el caballero a su invisible torturador—. ¿Qué tengo que hacer para merecerme un sorbo de agua?

Golpeó el suelo con el puño, pero hasta ese pequeño consuelo le estaba negado. Su mano no podía tocar la tierra. Siempre había una pequeña distancia entre el mundo y él. Como todo lo demás, el suelo rehusaba aceptar su contacto, le negaba la paz.

—¡Estoy muerto! —bramó al aire—. ¡Dejadme descansar!

Muerto. Ahora sólo era un fantasma; un fantasma sentenciado a pagar en la muerte los tenebrosos actos llevados a cabo en vida. Ahora y por siempre, el Abismo era su morada, su recompensa por llevar aquella vida.

¿Cuánto hacía que había muerto? No tenía la más remota idea. El tiempo carecía de significado en ese lugar. Pero suponía que la Segunda Guerra de los Dragones debía de haber finalizado mucho tiempo atrás. ¿Qué estaría ocurriendo ahora en su mundo natal, Krynn? ¿Habrían transcurrido siglos desde que su espíritu había sido exiliado a este plano fantasmal donde no existía nadie más que él mismo y aquellos que buscaban venganza? ¿O sólo habían pasado días?

El sonido metálico de una armadura lo puso sobre aviso de que ya no estaba solo. Sus perseguidores lo habían encontrado de nuevo. El caballero llevó la mano a su espada, pero lo que tenía en mente era la huida. El combate era un recurso último, desesperado; estaba predestinado a perder cualquier batalla.

Entonces empezaron los susurros.

Rennard… ¡Vamos por ti!

Su nombre. Después de tanto tiempo sin escucharlo, lo olvidaba a menudo. No obstante, allí estaban ellos para recordárselo. Nunca podrían olvidar el nombre del responsable.

¡Rennard!

Traidor…

Quebrantador de juramentos…

Rennard podía haber olvidado su nombre, pero los demás recuerdos eran demasiado terribles para alejarlos de su memoria.

Sus perseguidores tenían que estar muy cerca. A despecho del peligro que corría, el caballero maldito no pudo evitar echar una última mirada desesperada al fresco y transparente arroyo.

—Un sorbo —rogó, alargando la mano hacia el agua una vez más—. ¿Acaso es mucho pedir?

Y entonces… Fue como si el mundo, todos los mundos, lanzaran un alarido de agonía y empezaran a sacudirse.

Rennard se encontró atrapado en medio de un invisible torbellino, en un nuevo e ingenioso tormento de los dioses.

Los susurros cesaron. El caballero se preguntó si sus perseguidores habrían sido arrojados también a este caos. Se puso de pie. El desolado reino que era su morada, su prisión, empezó a desvanecerse ante sus ojos. Captó un atisbo de figuras sombrías, espadas y ojos atormentados; después fueron borrándose hasta perderse en la nada. Escuchó un sonido, algo tan fuera de lugar que no podía dar crédito a sus oídos.

El honor de Huma perdura.

La gloria de Huma perdura.

¡Escuchad, dragones!

El aliento solámnico

cobra vida. ¡Escuchad!

Mi espada está falta de dragones.

Era una voz humana cantando. Y el nombre que escuchaba… ¿Huma? ¿Cómo era eso posible? ¿Qué significaba? La melodía atrajo al caballero. Sin reparar en ello, Rennard fue hacia ella, la siguió… Y se encontró de pie en una tierra desolada, envuelta en niebla.

«Hay algo diferente —pensó Rennard—. ¡Esto no es el Abismo!».

La canción se perdió en la distancia, pero el caballero apenas lo advirtió. Contempló fijamente el entorno. Alguna clase de hecatombe espantosa había destruido esa región. Los gigantescos árboles yacían rotos sobre el suelo. Lo que una vez había sido una calzada concurrida ahora aparecía quebrada y medio enterrada bajo los escombros. Espesos nubarrones encapotaban el cielo. Un mortal habría pensado que ese paisaje era alguna variación del infernal Abismo, pero Rennard sabía bien que no. El bosque que luchaba por sobrevivir, un pájaro revoloteando en lo alto, los sonidos que percibía: todo hablaba de vida.

Cayó de hinojos.

—¡Krynn! —susurró Rennard—. ¿Cómo he llegado aquí? ¿Es de verdad el mundo real?

Una parte de su ser temía que se tratara de un sueño, que, de un momento a otro, se encontrara de nuevo huyendo de sus incansables y siempre presentes enemigos.

—¿Es esto Krynn? ¿O simplemente he entrado en una nueva fase de mi castigo? —preguntó con amargura.

Una queda risa —¿o fue el viento?— se mofó de él. El caballero espectral giró sobre sus talones, buscando la fuente del sonido.

—Morgion, oscuro Dios de la Enfermedad y la Podredumbre, dueño de mi desdicha, ¿todavía te sirvo de diversión? —gritó.

No hubo respuesta.

¿Era aquello una torre alta, de bronce, lo que veía en la distancia, cernida al borde de un precipicio? ¿Un monumento dedicado a Morgion, utilizado por quienes le servían? El caballero escudriñó con atención, pero todo cuanto vio fue un solitario árbol apoyado de manera precaria contra el borde de un reciente precipicio. No era el santuario de la malévola deidad.

Perplejo, confundido, miró a su alrededor e hizo un amargo descubrimiento. La tierra embarrada sobre la que se arrodillaba estaba intacta. A despecho del peso de su abultada armadura, Rennard no se había hundido ni un centímetro en el bendito suelo de Krynn. No había dejado en él ni la más mínima impronta.

El caballero se puso de pie y maldijo a los dioses que lo habían sentenciado a este nuevo destino. Estaba libre de su prisión, pero no de su condena. Ansalon —si es que era Ansalon—, le brindaba tan poco como el plano demoníaco del que acababa de ser expulsado. Rennard alzó el puño al cielo encapotado y deseó que nunca hubiesen existido dioses.

Sonidos familiares, temibles —trapaleo de cascos, golpeteo metálico de armaduras—, lo sobresaltaron. ¡Sus perseguidores habían ido en pos de él!

El caballero se giró hacia la procedencia del sonido y lo que vio intensificó su miedo.

Un caballero, con señales de batalla en su armadura, iba hacia él, cabalgando sobre un corcel negro. El animal, que soltaba espumarajos por el esfuerzo de mantener la enloquecida carrera, cubría a pasos agigantados la distancia que lo separaba de Rennard. El jinete, agachado sobre su montura, la azuzaba con gritos ásperos e ininteligibles.

El corcel cargó directamente contra Rennard, pero no era un espectro demoníaco. Era un caballo de carne y hueso, al igual que su jinete, un hombre cuya armadura lo señalaba como un Caballero de Solamnia.

Contemplar un ser vivo, aunque fuera uno que llevaba la armadura de aquellos a quienes había traicionado, fue una impresión tan fuerte que Rennard no podía aceptar que fuera cierto. El fantasmal caballero extendió una mano vacilante hacia el hombre que se dirigía hacia él. Anhelaba tocar una persona viva.

El caballo se espantó y estuvo a punto de desmontar a su jinete. El otro caballero maldijo e hizo que su montura girara de vuelta al camino; un camino donde se erguía Rennard. El corcel miró aterrorizado al espectro y después reemprendió el galope.

Rennard tardó varios segundos en comprender la verdad. El caballo, incapaz de desviarse, había pasado a través de él. El fantasma contempló al caballero y su negro corcel mientras se alejaban galopando enloquecidos por la ruinosa calzada.

Rennard tenía que seguirlos. Era la primera persona viva que había visto desde su muerte, ¡y un caballero, por añadidura! Aunque había traicionado a la Orden, Rennard sentía afinidad con el guerrero. Además, cabía la posibilidad de descubrir por qué había regresado a Ansalon.

—Tengo que darle alcance… Pero es demasiado tarde. Nunca podré mantener el paso de ese veloz animal.

Mientras echaba a andar camino adelante, pareció que el mundo fluctuara a su alrededor. El fantasma se encontró de repente en un nuevo lugar, varios metros por delante del jinete.

El otro caballero pasó de largo, cabalgando, y Rennard lo siguió. De nuevo, el mundo fluctuó, y Rennard apareció en una posición más adelantada que la del mortal.

De repente, el jinete sofrenó su montura y la obligó a desviarse de la calzada.

Rennard se reunió con el mortal.

Un cuerpo, el de un anciano, un campesino a juzgar por sus ropas, yacía entre los arbustos; llevaba muerto menos de un día.

El caballero no consiguió obligar al corcel a aproximarse más. Rennard cayó en cuenta de que era culpa suya. El animal notaba la presencia del fantasma, al contrario que su amo. Rennard retrocedió unos pasos, poniéndose fuera del alcance de la vista. El asustado animal se tranquilizó poco a poco.

El jinete desmontó y se acercó al cuerpo. A Rennard le hizo gracia ver que el caballero desenvainaba su espada, en precaución de que la infeliz figura se levantara de entre los muertos. Al cabo de unos segundos, Rennard comprendió que, tal vez, el caballero no era tan necio como él había pensado. Su misma presencia demostraba que todo era posible.

El caballero alzó la visera de su yelmo, se agachó para examinar los restos, y comprobó cuidadosamente la dirección en la que el anciano había estado viajando. Rennard aprovechó el tiempo para estudiar a su vez al caballero. Era joven, aunque lo bastante mayor para llevar el símbolo de la Orden de la Rosa en su peto.

Rennard hizo una mueca sarcástica. Arrogante y dedicada a su propio servicio, así era la Orden de la Rosa. La mayor parte de las altas jerarquías de la Orden Solámnica procedían de las filas de la Rosa.

Rennard había matado a uno de ellos, y allí estaba la personificación del guerrero heroico y apuesto que poblaba las historias de bardos y los sueños de doncellas: rasgos perfectos, bien definidos; ojos oscuros y melancólicos; mandíbula firme; cabello negro y ondulado, que asomaba bajo el yelmo; un bigote acicalado al estilo todavía tradicional entre los Caballeros de Solamnia.

El fantasma tocó sus propios rasgos estragados. Tenía ante sí la representación de todo cuanto Rennard nunca había sido. Mejor sería que mirase al cadáver, al que el caballero también estudiaba con un interés más que superficial.

Aunque, evidentemente, el desdichado campesino había sufrido muchas fatigas, era la enfermedad lo que había acabado con él. Rennard, que sabía de ello, podía ver los síntomas.

—Ah, buena gente de Ansalon —musitó el fantasma mientras miraba al cadáver—. ¡Qué bien os tratan los dioses!

El joven caballero había perdido interés en el cuerpo y ahora miraba fijamente la calzada.

El campesino no había estado solo. Las huellas de más de una docena de personas y uno o dos animales hablaban de un viaje largo y azaroso de un grupo de gente que llevaba mucha prisa. Rennard veía en ellas un periplo interminable, muy semejante al que él había hecho en una ocasión. Uno por uno, los componentes del grupo habían ido cayendo y, como éste, habían sido dejados atrás por quienes estaban demasiado asustados para detenerse y enterrar a sus muertos.

El joven caballero empezó a hablar, y, al principio, Rennard se preguntó si no habría otro fantasma rondando por esa región, ya que no había nadie que pudiera responderle.

—Un día, Lucien, no mucho más. Van a pie. Sin duda les daré alcance mañana. ¡Entonces te vengaré! —El joven caballero propinó una patada al cadáver con el tacón de su bota; lo pateó una y otra vez hasta que se cansó. Entonces, con la faz contraída por un gesto de amargura y cólera, se dio media vuelta.

¿Venganza? Si a Rennard no le fallaba la memoria, no era un acto aprobado por la hermandad.

Virtuoso de cara al exterior, depravado por dentro. Rennard había sido un traidor y un asesino, cierto, pero hubo otros en la hermandad que también cargaban con su parte de oscuros secretos. Contempló al mortal con creciente desagrado.

—¿Cuáles son tus secretos, gran Caballero de la Rosa con Espinas? —musitó.

Su cofrade vivo se puso tenso y volvió la vista en la dirección que estaba el fantasma; un atisbo de desconcierto se reflejaba en los rasgos del joven caballero. Era evidente su agotamiento. Rennard reparó en las oscuras ojeras; los ojos tenían el aspecto hundido del hombre que ha viajado sin descanso durante días. Transcurridos unos instantes, en los cuales Rennard habría contenido el aliento si todavía hubiese respirado, el joven guerrero se frotó los ojos, giró sobre sus talones, y reanudó la inspección del cadáver y del sendero.

Dio unos cuantos pasos, siguiendo la dirección de las huellas de los pies del hombre muerto. Cada paso era más inseguro que el anterior. Estaba casi demasiado agotado para continuar. Quizás, al darse él mismo cuenta de esta circunstancia, el joven caballero regresó hasta su montura y se recostó en el cansado animal.

—Mañana, Lucien. Los encontraré mañana. —Apretó los puños—. ¡Pagarán por lo que hicieron, carroña asesina! Pagarán centuplicada tu vida. ¡Como que me llamo Erik Dornay, juro que así será!

No sin esfuerzo, Dornay montó en el caballo. No echó una segunda ojeada al cadáver, pero durante un breve instante sus ojos volvieron hacia el área donde estaba el fantasma, observándolo. Con el entrecejo fruncido, Erik espoleó al corcel para que reanudara la marcha sendero adelante. El animal no necesitaba que lo azuzaran y salió a trote ligero, estimulado por su evidente deseo de alejarse lo más posible de Rennard.

Los desesperados esfuerzos del caballo fueron vanos. Este joven caballero interesaba demasiado al espectro para dejarlo en paz. El mortal podía saber dónde estaba Rennard y por qué. Y el fantasmal caballero estaba demasiado ansioso por descubrir las razones que había tras la venganza que inducía al joven solámnico a quebrantar el Código y la Medida.

Rennard tenía otra razón más, una que no le gustaba admitir. La noche se aproximaba deprisa, y la noche —en su mente— traía a los perseguidores. ¿Cerrarían el círculo estando cerca de un ser viviente?

Tal vez no.

Mejor era la compañía de un Caballero de la Rosa que otro enfrentamiento con las almas amargadas que debían su perdición a Rennard.

El fantasma aferró con fuerza la empuñadura de su espada y desapareció tras la figura de Erik Dornay, que se empequeñecía en la distancia.

Poco después de caer la noche, Domay se detuvo y acampó en un pequeño soto de árboles retorcidos. Si Rennard sabía interpretar las expresiones, la parada no era producto de una iniciativa, sino de la necesidad. La respiración del caballo era irregular; sin duda, el infortunado animal no habría durado mucho más sin descansar. El propio Dornay estuvo a punto de desplomarse cuando desmontó, pero el joven caballero se ocupó de su montura, le dio de comer y la ató con un ronzal. Luego hizo una pequeña hoguera, sobre la que puso un trozo de carne para que se asara.

El aroma de la carne cocinándose llegó hasta Rennard. El olor despertó en él un ansia terrible por la comida. Sin pensarlo, se acercó al fuego. El caballo, percibiendo su presencia, relinchó tiró del ronzal al que estaba atado.

Erik, que acababa de quitarse el yelmo, echó una inquieta mirada en derredor. Haciendo caso omiso del caballero, el fantasma se agachó junto a la hoguera y contempló la carne fijamente. Casi olvidó la agonía de la peste que lo atormentaba de manera continua.

—Paladine, Kiri-Jolith, Morgion, Takhisis…, Gilean… —pronunció Rennard en una rápida sucesión—. ¡Si hay uno que todavía vela por mí, permíteme comer! Déjame probarlo…

La carne chisporroteaba. El fantasmal caballero extendió la mano. Sus dedos pasaron a través de ella, igual que había ocurrido anteriormente con el agua.

—¡Otra vez, no! —Frustrado, Rennard propinó un manotazo al improvisado asador.

Carne, espetón, y todo lo demás, se desplomaron sobre el fuego.

Rennard miró su mano de hito en hito. Erik se adelantó con un brinco e intentó rescatar su cena. Maldiciendo entre dientes, el joven caballero limpió de ceniza y tierra el trozo de carne y lo puso de nuevo a asar.

—¿He hecho eso? —se maravilló el fantasma. Alargó la mano otra vez, pero, para su desencanto, los dedos no lograron tocarla. Tuvo que limitarse a observar cómo Dornay retiraba la carne caliente un minuto o dos después, y empezaba a comer. Rennard envidió cada bocado.

—¡Esto es una locura! —maldijo Rennard—. ¡Prefiero los estragos de la peste o las cuchilladas de miles de espadas que soportar esta hambre!

Retrocedió, dispuesto a marcharse, pero, al mismo tiempo, reacio a hacerlo.

Dornay se llevó un frasco de a los labios.

El fantasma se alejó deprisa del campamento. ¿Había cambiado la eterna huida por esto? ¿Que era peor, el miedo o el ansia?, se preguntó.

Un dolor agudo o hizo tambalearse: la siempre presente tortura de la peste. Rennard apretó los dientes y se esforzó por mantenerse de pie. La calentura consumía su carne ya muerta. Los escalofríos sacudían un cuerpo que no existía.

Entonces, una melodía llegó hasta él, una música que pareció aliviar el tormento de la peste. Rennard se recobró poco a poco, y, a medida que se recuperaba, su atención se centró en la canción.

Dragón-Huma

dame templanza.

Dragón-Huma

concédeme gracia y amor.

Cuando el corazón de la Orden

se agita con la duda,

concédeme esto, noble guerrero.

—Huma… —susurró. Era el mismo canto que lo había conducido a través del caos hasta el plano de los vivos. El cantante era Erik Dornay.

El fantasma desanduvo sus pasos hacia el campamento mientras escuchaba los versos.

Los héroes sólo existían en los cuentos, no en la vida real. Eran producto de las gentes ignorantes que no tenían otra esperanza. La propia hermandad de caballeros era una prueba de ello, en opinión de Rennard. Ningún héroe. Más oscuridad que luz.

Aun así, ni siquiera Rennard podría negar el valor de Huma, su honor, su compasión… por alguien que lo había traicionado.

Paso a paso, el fantasma fue acercándose al fuego. Erik Dornay cantaba quedamente, con una ternura y una reverencia que parecían fuera de lugar después del modo brutal con que había tratado al cadáver, y su juramento de venganza.

Rennard contempló fijamente al joven caballero. Dornay había clavado su espada en el suelo y estaba arrodillado ante ella, mientras cantaba. El fantasma comprendió que era el medio al que recurría el joven caballero para tranquilizar su mente, preparándose para los rituales vespertinos que eran parte integral del entrenamiento de un caballero.

El honor es Huma.

La gloria es Huma.

El caballero solámnico Huma perdura.

El ensalzado Huma

excede a la vida. ¡Escuchad!

Huma. Erik empezó a rezar, refiriéndose a él como Huma el Lancero; mencionó una lanza que había ganado la Segunda Guerra de los Dragones y expulsado del mundo a la Reina de la Oscuridad.

Viendo a Erik bajo el tenue resplandor de la hoguera, Rennard casi podía imaginar a su antiguo camarada arrodillado allí. Huma y Erik Dornay tenían un notable parecido, incluso prescindiendo de la influencia hipnotizadora de la canción.

—Así pues, Huma, joven escudero, mi pariente, te has convertido en un héroe. Un héroe. —Al fantasma no le pasó inadvertida la ironía. Había traicionado a la Orden, a Huma, una de las pocas personas que Rennard consideraba digna de los ideales del Código y la Medida—. Y fui yo quien contribuyó a tu entrenamiento, ignorando que provocarías mi caída.

¿Era esta la razón por la que estaba allí?, se preguntó el condenado caballero. ¿Algo que atañía al mortal que tenía ante él? ¿O era una mera coincidencia?

El canto y las oraciones cesaron. Dornay se encontraba ahora de pie, y la espada, que había permanecido enhiesta como un monumento, estaba en su mano; un arma mortal en poder de alguien muy experimentado en su uso.

—¿Quién está ahí? ¿Quién ha hablado? ¡Basta! ¡Te he oído antes! ¡Dejate ver!

Alarmado, Rennard miró a su alrededor para comprobar si sus perseguidores se habían presenta o mientras él estaba sumido en sus recuerdos. Por un instante, las sombras de la noche se convirtieron en los cazadores, pero el fantasma no tardó en descubrir que no había nadie más, vivo o muerto, aparte de Dornay y él mismo.

—¿Me oyes, pues, Caballero de la Rosa con Espinas? —preguntó Rennard, sin esperar que le respondiera.

—¡Te oigo muy bien, perro! ¡Sal de tu escondrijo! ¡Déjate ver, o mi acero te encontrará!

Dornay se movió para ponerse de cara a la posición donde se encontraba el fantasma.

Rennard estaba perplejo.

—No te gustaría verme, mortal —replicó, poniéndolo a prueba—. Y tu espada sufriría una profunda decepción.

—¿Dónde estás? —A pesar de su agotamiento, Dornay estaba tranquilo, alerta—. ¡Deduzco tu posición por el sonido de tu voz, pero no veo nada en ese punto!

Rennard avanzó lentamente hacia su joven cofrade.

—Pues hay algo en este punto, caballero de la Rosa, pero no es algo que puedas tocar, ni siquiera el menor vestigio de huesos. El envoltorio físico que llevé antaño se consumió poco después de que me di muerte a mí mismo, hace mucho tiempo.

—¿Darte muerte a ti mismo? —Los ojos de Erik se abrieron de par en par—. Es decir, que afirmas ser un fantasma. ¡Mientes! ¡Lo más probable es que seas un hechicero bajo un conjuro de invisibilidad! ¡Sí, eso debes de ser!

—No soy mago, Erik Dornay —dijo Rennard, sacudiendo la cabeza en un gesto de negación—. ¿Recuerdas el cadáver que encontraste no muy lejos de aquí? ¿El de un anciano? Te estuve observando. Te pareció oír algo…, incluso viste algo, ¿no es cierto?

El semblante de Dornay estaba casi tan pálido como el de su horripilante compañero. El joven caballero retrocedió despacio, con la espada extendida ante sí. Rennard podía imaginar parte de lo que Erik debía de estar pensando. El agotamiento afectaba la mente, sobre todo la de alguien avasallado por la pena y un ardiente deseo de venganza. Probablemente Dornay se estaba cuestionando qué era peor: la idea de que se había vuelto loco, o la perspectiva de encontrarse ante un espíritu del más allá.

—Un ardid —musitó.

—Soy real, Erik Dornay. Tan real como la armadura que llevas puesta, pero tan insustancial como tu fe en los votos que hiciste cuando te invistieron con el manto de caballero. —Rennard se echó a reír.

Erik se llevó la mano al pecho y tocó el símbolo de la rosa.

—¿Por qué me acosas, espectro? ¿Por qué te manifiestas ahora? ¡Déjame! ¡Regresa a tu eterno descanso!

—¿Eterno descanso? —Las palabras atravesaron a Rennard como una espada afilada—. ¡No puedo descansar! ¡No me está permitido! —Se adelantó a grandes zancadas hasta casi tocar al otro caballero, que continuaba mirando enloquecido a su alrededor—. ¡De buena gana pondría fin a esta infausta existencia mía! ¡De buena gana me daría descanso!

Erik retrocedió otro paso al advertir que, fuera lo que fuese lo que lo acosaba, se encontraba justo frente a él, pero sin saber qué hacer ante esta situación.

Para Rennard era un gran alivio el poder descargar en alguien la cólera contenida durante siglos.

—¡Ojalá pudiera mostrarme ante ti, Caballero de la Rosa Marchita, para que así vieras el destino al que estoy condenado!

Y entonces, Erik Dornay, mudo de terror, con los ojos desorbitados, estuvo a punto de dejar caer su espada y huir, pues el fantasma, sin saberlo, se había hecho visible.

—¡Un caballero! Eres… un caballero…

Dornay miraba fijamente el rostro consumido del espectro: la piel blanca macilenta, las llagas supurantes, las manchas escarlatas.

—¡La peste! —El brazo armado de Erik se extendió al máximo—. ¡Apártate de mí!

Rennard se acercó.

—¿Dónde está tu preocupación fraternal por un compañero que sufre? —se mofó—. Estoy necesitado. La peste prospera todavía en mi interior, me corroe incluso después de muerto. Sin duda, ayudarás a un camarada. —Abrió los brazos, como si fuera a estrechar a Dornay.

—¡Que los dioses me perdonen! —Erik se apartó de un salto hundió su espada entre el yelmo el peto de Rennard.

El golpe del joven caballero fue certero, tanto que el fantasma esperó sentir la mortal cuchillada. Mas, para amarga diversión de Rennard e incredulidad de Erik, el acero pasó sin obstrucción.

El joven solámnico dejó caer la espada miró su mano de hito en hito, como si, de algún modo, tuviera la culpa del increíble suceso que acababa de presenciar.

—Si hubiese dependido de mí —dijo Rennard—, ese acero habría separado mi cabeza de los hombros, ¡acabando de una vez por todas con esta maldita existencia!

—¡Paladine me asista! —gritó Erik.

—Paladine no puede salvarte. A mí no me salvó —siseó el fantasmal caballero—. De eso se ocupó otra deidad más tenebrosa. Fue Morgion quien por fin escuchó mi súplica, pero exigió un alto precio.

—¿Quién…? —El joven caballero recobró la compostura—. ¿Quién eres, espectro? ¿Por qué tu trágica existencia me acosa ahora, en mi hora de mayor pesar?

—Deberías saberlo. Fuiste tú quien me llamó… con tu canción.

—¿Mi… canción? —Erik observó al fantasma con una expresión más perpleja que asustada. Frunció el entrecejo—. ¡No soy un perverso nigromante, como los seguidores de Chemosh!

—Aun así, fue tu canción. —Rennard caminó en torno a Dornay, sin apartar los ojos del mortal—. La que habla de… Huma.

—¿Huma? ¿Huma el Lancero?

—Para mí, sólo Huma, un caballero con fe, y, por tenerla, luchó como muy pocos serían capaces de hacerlo. Lo conocí bien, ¿sabes?, incluso colaboré en su instrucción. Eso fue antes de…

Los ojos de Erik tenían una expresión cauta. No se alcanza la categoría de la Orden de la Rosa sin ser capaz de adaptarse a lo desconocido, incluso si ello incluye a los muertos vivientes. Rennard adivinó lo que pensaba.

—Si sabes algún modo, mortal, para librarte de mí, te animo a que lo intentes. Recibiría de buen grado el descanso, después de tanto tiempo. Estoy cansado de huir, de combatir en vano. —Por fin, Rennard fue incapaz de ocultar su desesperación—. Cansado de soportar el dolor.

—Tu nombre, ser etéreo. Todavía no lo has dicho.

Las danzantes llamas de la pequeña hoguera atrajeron la atención del fantasma. Alargó la mano y la pasó a través del fuego.

—¿Has visto? Nada, ni siquiera ahora. —Se ¿Mi nombre, preguntas? No creo que lo conozcas. Estoy convencido de que lo borraron de los documentos cuando la verdad de mi traición salió a la luz. Al fin y a la postre, asesiné a un Gran Maestre y atenté contra la vida de su sucesor. Aunque muchos servidores de la Reina Oscura cayeron bajo mi espada, traicioné los planes de la hermandad cada vez que me fue posible y causé la muerte de muchos hombres con mis actos, todo ello en nombre de Morgion, temible Dios de la Enfermedad y la Putrefacción.

Dornay dio un respingo.

—¡Sé quién eres! —exclamó—. ¡Conozco las historias que se cuchichean, incluso hoy en día! —Su atractivo semblante se contrajo con una mueca de desprecio—. ¡Rennard, el Quebrantador de Juramentos!

El fantasma hizo una burlona reverencia.

—Creía que había sido olvidado. Sí, tengo el deshonor de ser él.

Erik recogió su espada, tirada en el suelo, con un ademán brusco. Sus ojos eran meras rendijas; su respiración, acelerada. Empezó a mascullar entre dientes. Rennard reconoció la letanía y le resultó divertido.

—¿Exorcizando demonios? No eres muy experto, para haber alcanzado el rango que ostentas. Dudo que sea tan fácil deshacerse de mí, aun en el caso de que dieras con la fórmula adecuada.

—¿Por qué el fantasma de un traidor y asesino me visita? ¿Acaso piensan los dioses que me impedirás seguir el curso que me he marcado? ¡La muerte de Lucien demanda justicia! ¡Fue asesinado inútilmente, y me ocuparé de que los culpables paguen por ello! ¡Y ahora, vete!

Rennard volvió su espantoso rostro hacia el mortal.

—Me encantaría marcharme, Erik Dornay, pero no al lugar donde he estado desde mi muerte. Sólo pido el reposo… Reposo y un sorbo de agua. —Contempló fijamente las llamas mientras evocaba el pasado—. No tengo interés en ti, pero algo me ha traído hasta aquí. Esta no es la primera vez que he oído la canción que has interpretado esta noche, una canción acerca de él. Huma nunca lo habría creído. Habría sacudido la cabeza…

—¡No pronuncies su nombre! —Erik apuntó al fantasma con su inútil espada, como si todavía intentara atravesar con ella a Rennard—. ¡Fue todo lo que tú no fuiste, traidor! ¡Fue todo cuanto yo habría deseado ser!

«¿Deseado?», pensó el fantasma.

—Es decir, ¿que ya no quieres ser como él?

El joven caballero se puso tenso, después bajó la espada.

—No puedo. Ya no, una vez que los haya matado. —Su mirada recorrió los árboles del bosque—. Todo ha cambiado desde el Cataclismo. Al principio, nos pedían ayuda. Después, con una velocidad que ni el viento podría igualar, empezaron los rumores. A algunos no les faltaba fundamento, pero culpar a la hermandad en su conjunto es inconcebible. ¡Si se nos había evitado el peor golpe del desastre, ello significaba que éramos los elegidos de Paladine! Deberíamos haber sido sus guías en el camino de la recuperación. En lugar de eso, la escoria que intentábamos proteger se revolvió contra nosotros. «¡Mirad!», gritaban, «¡Ansalon se sacude y tiembla, la gente muere, y los caballeros están indemnes!». —El joven solámnico soltó una seca carcajada.

»Algunos afirmaban incluso que habíamos conspirado con los dioses, pues fue Ergoth, nuestro ancestral tirano, e Istar, nuestro magnífico rival actual, los que más sufrieron. Lucien trató de razonar con ellos; ¡y esa chusma ignorante, esa escoria, lo desmontó de su caballo y lo asesinó!

Para Rennard, nada de aquello tenía sentido.

—¿Y fue la Orden la responsable de ese…, ese Cataclismo? —inquirió.

—¿Cómo puedes preguntar algo así? —Erik estaba encolerizado—. ¡Fuiste un caballero!

—Sí, fui un caballero —dijo el fantasma con tono cortante.

—¡Juro que no tuvimos culpa alguna! —A Dornay le temblaba la voz—. ¡Es imposible!

—Ya veo.

—¿De verdad lo conociste? —preguntó Erik, tras una pausa.

—Y muy bien. —Rennard guardó silencio, con la mente perdida en un torbellino de recuerdos. Miró al mortal que estaba ante él y vio a Huma. Las similitudes eran algo más que un simple parecido físico.

«¿Y se espera de mí que lo conduzca de vuelta al buen camino? —interrogó Rennard a quienquiera que lo hubiese enviado—. Fui una marioneta en vida. ¿Acaso he de serlo también en la muerte? ¡Más vale que elija su propio destino, sean cuales sean las consecuencias! ¡Al menos, la elección será suya!».

Para su sorpresa, Rennard reparó en que el joven Caballero de la Rosa lo miraba fijamente, sin temor ni desprecio, sino con una desesperada necesidad.

—Huma… ¿Cómo habría actuado él? ¿Habría mostrado comprensión? Lucien era mi amigo. Más que mi amigo: lo quería más que a un hermano. Por favor, espectro, dime, ¿qué habría hecho Huma en mi…?

—Huma habría hecho lo que Huma habría hecho —lo interrumpió Rennard con brusquedad. Pensar en él removía recuerdos y emociones que el fantasma rehusaba albergar—. Del mismo modo que tú harás lo que harás.

—¡Esa no es una respuesta! —replicó, furioso, Dornay—. ¿Habría entendido él mi deseo de venganza? ¡Respóndeme!

«¡No me prestaré a esto! —dijo Rennard, a quienes lo hubiesen enviado—. ¡Dornay debe recorrer su propio camino! ¡El curso que tome su vida, ha de ser el que él mismo escoja, no el elegido por alguna deidad metomentodo!».

Al fantasma le pareció escuchar entonces unos susurros, pero quizás eran sus propios pensamientos, que le contestaban.

¿Condenarías a cualquiera, aún a tu peor enemigo, a un destino como el tuyo?

«¿Un destino como el mío? El ansia de venganza de Erik difícilmente puede ser un crimen equiparable a los míos. Pero —Rennard no pudo menos que reconocerlo—, una vez que haya cometido asesinato, podría caer aún más bajo. Un día, podría encontrarse a sí mismo atrapado en una vana huida de aquellos a quienes mató y a los que, por culpa suya, les será negado el descanso eterno».

La «Canción de Huma» acudió a su mente.

—Huma —susurró. El hombre que ahora era una leyenda, jamás lo había abandonado, incluso lo había respetado. Huma, el hombre, no la leyenda, había estado con él en el final, tratando de salvarlo de sí mismo. Pero él, en lugar de arrostrar las consecuencias de sus actos, había tomado el camino del cobarde: se había degollado. Rennard alzó brevemente los ojos hacia el tenebroso cielo—. Lo haré por ti, Huma… el Lancero. Por ti, no por los dioses. Por ellos, jamás.

Estrechó los pálidos ojos y se volvió hacia el joven caballero.

—Habría entendido muy bien lo que estás haciendo, Erik Dornay —respondió a su pregunta—. Tienes mi palabra. A diferencia de ti, sin embargo, Huma habría comprendido también las implicaciones y consecuencias. Y, por ende, nunca habría tenido en cuenta el oscuro rumbo tomado por ti. —El fantasma cambió de posición, como para permitir que el resplandor del fuego iluminara sus rasgos—. Huma habría comprendido que un camino así sólo conduce a un destino… como el mío. Cada vida que tomé, me persigue, me castiga. —Rennard se estremeció; las sombras danzantes causadas por el fuego le conferían un aspecto muy real en ese momento—. Su número todavía me horroriza, cuando empiezan a reunirse.

—¡Pero mataron a Lucien! ¡No merecen vivir! Tengo que…, tengo… —Al retroceder, Dornay tropezó con su caballo. Desató al animal y montó torpemente por el cansancio, sin reparar en que su yelmo seguía tirado en el suelo.

—Puedes negarme, mortal. Incluso puedes negar a Huma, a quien dices que admiras. Pero ¿puedes negarte a ti mismo?

Erik Dornay no respondió. Hizo dar media vuelta a su corcel y lo espoleó con un fuerte taconazo en los ijares.

Rennard se materializó delante de él.

—Huma, el escudero a quien entrené, el caballero con quien luché, a su lado y en su contra, la leyenda que te condujo a la Orden Solámnica, nos observa. Tiene algo que influye en los demás, Erik Dornay, incluso en mí. Por eso, y sólo por eso, no permitiré que esto acabe así. Te perseguiré día y noche, si es preciso.

El Caballero de la Rosa espoleó de nuevo a su caballo, obligándolo a pasar a través de Rennard.

El fantasma se desvaneció y volvió a aparecer delante del espantado animal. El caballo intentó dar media vuelta, pero Erik lo obligó a mantener el rumbo marcado. Resoplando de frustración y ansiedad, la montura paso a través de la aparición y galopó camino adelante.

Rennard fue tras ellos. Esperaría hasta que el caballo fuera incapaz de continuar, lo que no tardaría mucho en suceder. ¿Qué haría Erik cuando comprendiera que le era imposible escapar del fantasma? Rennard lo ignoraba. El deseo de venganza del joven caballero empezaba a tambalearse, pero era en esa encrucijada emocional donde estaba el mayor peligro. Erik podía seguir adelante con su plan por el mero hecho de probarse a sí mismo que no era un hombre que tomara decisiones a la ligera, que no se echaba atrás de las promesas hechas a sus amigos. El fantasma sabía muy bien lo que la gente era capaz de hacer por razones de menos peso.

La huida de Dornay los condujo a la espesura del bosque. Unos cuantos árboles estaban arrancados de raíz, pero la mayoría había sobrevivido más o menos intacta. La floresta no tenía por qué guardar algún significado para el fantasma. No obstante, por alguna razón que no entendía, le recordaba a Morgion. Rennard se tornó más cauto, incluso desenvainó su espada, por si acaso.

Un poco más adelante, el Caballero de la Rosa sofrenó bruscamente a su caballo. El terreno llano daba paso otra vez a ondulantes colinas.

Había una hoguera de campamento en la distancia.

¿Los refugiados? ¿La gente a la que perseguía? Era evidente que Dornay lo creía así, pues empezó a avanzar con más sigilo.

Rennard debatió consigo mismo el curso a tomar. Contempló fijamente la hoguera en la distancia y decidió que sería prudente echarle un vistazo más de cerca. Erik tardaría aún unos minutos en llegar al campamento, en tanto que el fantasma podría ir y volver en menos que se tarda en contarlo.

Fue sencillo elegir un punto cercano, pero no demasiado, al campamento. Como medida de precaución, Rennard tuvo la cautela de esconderse tras un roble retorcido, en previsión de que fuera visible para todos, no sólo para Erik.

A la tenue luz de Solinari, el fantasma vio la «terrible horda» que había matado al caballero Lucien.

Esas miserables gentes parecían poco más vivas que el propio Rennard. La apariencia que ofrecían no encajaba con la de un grupo peligroso: ancianos enfermos, jóvenes desesperados, mujeres agotadas, niños sollozantes. Sin disponer de lo suficiente para comer y abrigarse, estaban perdidos; no tenían conocimientos de la supervivencia en campo abierto;

«No llegarán vivos al final de su viaje. Si Erik no los mata, vagarán en círculos hasta que todos caigan por la enfermedad, el frío a la intemperie, y la inanición».

Con sólo no levantar un dedo, el caballero podía sentenciarlos a muerte a todos. Con su ayuda, el grupo podría sobrevivir.

Rennard regresó junto a Dornay y se materializó a su lado. El joven caballero había encontrado otro cadáver.

A la luz de la luna, el semblante del hombre muerto ofrecía un aspecto casi tan espantoso como el del fantasma. Rennard se estremeció, pero no a causa del miedo. Resultaba evidente que el campesino, un hombre mucho más joven y fornido que el anterior cadáver, no había tenido una muerte fácil. Había luchado hasta el final.

—¡No lo toques! —ordenó Rennard.

Erik levantó la vista, bien que su sorpresa dio paso enseguida a la irritación y al nerviosismo.

—¿Qué haces aquí, fantasma?

—Salvarte. Este hombre murió por la peste.

De inmediato, Dornay retrocedió a una respetable distancia. Rennard se aproximó y reparó en los rasgos contraídos del hombre, las manchas rojas de sus manos y rostro. En la faz, vuelta hacia arriba, se marcaba una película de polvo y sudor, que brillaba levemente a la luz de la luna. Había sido una muerte cruel.

—¿Lo has tocado? —preguntó Rennard.

—No, gracias le sean dadas a Paladine, pero estaba a punto de hacerlo.

El fantasma dio la espalda al cadáver, un legado de Morgion.

¿Legado? Rennard se volvió de nuevo hacia el cuerpo.

Consideraba que toda enfermedad tenía su origen en el oscuro dios, pero algunas tenían una procedencia más humana que divina. Rennard se agachó más y estudió detenidamente la película que cubría la faz del desdichado hombre. Incluso con la tenue luz de la luna, se advertía que el polvo emitía un brillo metálico.

—De modo que aún duran algunas prácticas execrables —masculló Rennard entre dientes.

La víctima no había muerto por la peste. A los que ignoraban ciertas cosas, podría parecerles así, pero Rennard reconocía el polvo. También los otros síntomas encajaban, ahora que sabía la verdad.

Ciertamente, el legado de Morgion había matado a este hombre, pero habían sido manos humanas las que habían hecho el trabajo, valiéndose de un maligno polvo, un veneno, cuyos síntomas imitaban los de la peste. El fantasma conocía muy bien su uso. El polvo era el arma predilecta de aquellos que servían al Señor de la Torre de Bronce. Era sagrado para ellos, como si tuvieran en sus manos el mismísimo poder de su dios. El veneno podía ser creado por cualquiera que tuviera los conocimientos. El Dios de la Putrefacción no era una deidad fiable, ni siquiera para sus seguidores. Sólo los más devotos aprendían los secretos de sus ritos. Los poderes de Morgion estaban reservados para aquellos que guiaban el culto: el Amo de la Noche y sus acólitos.

La lealtad debida por Rennard a su pavoroso señor había muerto junto con su cuerpo. Morgion recompensaba el fracaso con la muerte, y Rennard había fracasado en su intento de matar a Huma, el guerrero solámnico que había descubierto que había un traidor entre ellos.

El fantasma sabía la suerte que les aguardaba a los campesinos. Morirían, unos pocos cada vez, en nombre del dios sin rostro al que, en un tiempo, él había llamado señor.

—¿Qué ves, espectro? —demandó Erik.

—Veo que tu espada sería un compasivo final para esas gentes, Erik Dornay. Han sido seleccionadas para el sacrificio en el nombre de Morgion.

El Caballero de la Rosa aferró con fuerza la empuñadura de su espada.

—¿Estás seguro?

—Por completo. Los pobres desgraciados son fácil presa para los seguidores del culto. Fíjate en esto. Ni siquiera les quedan fuerzas para enterrar a sus muertos.

El pálido semblante del joven caballero tenía una expresión severa. Envainó la espada y, despacio, regresó junto a su caballo.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Rennard.

—Me marcho. —Dornay no miró al fantasma—. No es preciso que me quede. Deberías sentirte satisfecho. No los mataré.

Mientras el Caballero de la Rosa montaba, el fantasma apareció ante él.

—No has perdonado la vida a esa gente. Te limitas a dejar en manos de otros su muerte.

—No son de mi incumbencia. —El joven solámnico tiró de las riendas, dispuesto a partir—. Renuncio a la hermandad, Quebrantador de Juramentos. He recitado la «Canción de Huma» por última vez.

Se mostraba resuelto, pero estaba temblando. Rennard se dio cuenta de que, en el interior del joven caballero, se libraba una batalla; una lucha que, en cierto sentido, era tan dolorosa como la que el propio Rennard libraba constantemente.

—Está bien —le dijo, dispuesto a llevar a cabo lo único que se le ocurría, rogando para que, tanto el recuerdo como el espíritu de Huma, que parecía tener algo que ver en este asunto, lo guiaran—. No me inmiscuiré más.

Erik empezó a alejarse a un trote lento. Cuando pasaba ante el fantasma, no obstante, Rennard empezó a cantar:

¡La muerte de Huma me llama!

¡Su muerte!

¡Que esa muerte me dé templanza!

¡Paladine, señor dios de los caballeros!

¡La vida de Huma es toda nuestra vida!

¡El Dragón-Huma perdura!

Dornay se detuvo. El caballero condenado siguió cantando, descubriendo que los versos —o los suficientes versos— le eran dados. La melodía permanecería indeleble en su mente para siempre.

Erik les dio un fuerte tirón a las riendas, hizo que el caballo se girara, y miró al fantasma de hito en hito. Rennard seguía cantando quedamente, y sus propios recuerdos de Huma prestaron a la epopeya una fuerza vibrante que le hizo tomar vida, pues sus evocaciones estaban imbuidas de verdad, sin la distorsión del tiempo y la leyenda.

—Tú… —empezó Dornay.

Una piedra salió silbando de la oscuridad y golpeó al joven caballero en la sien.

Erik soltó un gemido y se cayó del caballo. El animal vaciló, pero, cuando Rennard dejó de cantar y se dirigió hacia el caído caballero, el aterrado corcel se espantó.

Rennard se quedó de pie junto a Dornay, preguntándose qué habría pasado, qué ayuda podía prestar un fantasma. Aun en el caso de que pudiera tocar al mortal, le haría más mal que bien. Cabía la posibilidad de contagiarle la peste. ¡Cómo lo haría reír eso a Morgion!

Cuando las sombras empezaron a moverse, el fantasma desenvainó su espada, dispuesto a enfrentarse a sus propios enemigos. Entonces cayó en la cuenta de que estos no eran los que lo perseguían a él, sino hombres mortales, duchos en pasar inadvertidos a sus víctimas.

—El de la armadura ha caído —dijo uno.

Alguien más habló, pero sus palabras eran tan quedas que el fantasma no logró entenderlas. Se oyó la respuesta.

—¡Loco o no, es un Caballero de Solamnia! No, tengo en mente algo distinto para él. Quizá sea del agrado de nuestro señor.

Siete figuras, más semejantes a fantasmas que el propio espectro, rodearon al caballero caído. No vieron a Rennard, que estaba entre ellos.

—Cogedlo —dijo uno, cuya voz era rasposa, áspera. Se volvió hacia otro, que intentaba coger las riendas del caballo—. ¡Olvídate del animal! ¡Si causa problemas, un poco de polvo lo arreglará! —La figura encapuchada dio la vuelta al cuerpo de Dornay y contempló la armadura—. ¡Un Caballero de la Orden de la Rosa! ¡El que un servidor del Gran Enemigo caiga en nuestras manos tan fácilmente, tiene que ser una señal! Nuestro infernal señor, Morgion, ha de encontrar satisfactorio este sacrificio.

—¿Qué pasa con los otros, Amo de la Noche?

Los recién llegados iban cubiertos de la cabeza a los pies con capas y embozos. Sólo eran visibles los rasgos del Amo de la Noche. Tenía un rostro alargado, vulpino, con la piel llena de manchas.

—Este morirá hoy. El resto son ovejas, y serán sacrificados a medida que sea menester. El caballero es de importancia capital. Debemos planear una muerte ceremonial para él; una muerte lenta, debilitante, con uno de los venenos más complejos y de efectos más retardados.

—Pero, Amo de la Noche —objetó otro—, ya lo intentamos anteriormente y fracasamos. Hay quien dice que todos los dioses han abandonado Krynn…

—¡Blasfemia! —El grito del cabecilla silenció al interpelador. Bajo la funesta mirada del clérigo, los acólitos se agacharon y cogieron al caballero.

—Amordazadlo y tapadle los ojos… por si acaso.

Los ayudantes obedecieron con fría eficiencia.

Desesperado, Rennard arremetió con su espada al que tenía más cerca, pero el arma atravesó al hombre sin causarle daño alguno. El fantasma se miró la mano, pensando cuán inútil era a despecho del pesado guantelete que la cubría. «¡Para cualquier ser viviente, soy menos que un soplo de viento!».

Una oleada de agonía lo hizo caer de rodillas. Su frustración lo había hecho vulnerable a la maldición. La peste se propagaba por su cuerpo. Luchó por sobreponerse al dolor. A través de los ojos vidriosos, Rennard vio a los sectarios llevarse a Dornay.

—Paladine…, gran señor…, ¡tú no puedes desear que esto ocurra! ¡Yo no lo deseo, y tampoco Huma, tu más leal servidor! ¿Vas a entregar otra víctima al repugnante y anónimo Señor de la Torre de Bronce?

Mas su súplica, que él supiera, no fue escuchada. Los sectarios habían dicho algo acerca de un rumor de que los dioses habían abandonado Krynn. ¿Sería cierto? ¿No había nadie, pues, que pudiera salvar al joven solámnico?

¿Nadie… salvo un fantasma…?

—¡Al parecer, siempre estoy en inferioridad de condiciones para hacer frente a los acontecimientos! A fin de salvar mi vida, tuve que entregarme a Morgion. Después, acabé con mi vida, en presencia de Huma. Ahora, he de dejar morir a Erik.

De manera espontánea, la «Canción de Huma» acudió a su mente. Por mucho que lo intentara, no conseguía apartar la melodía de su memoria.

—Huma —musitó el fantasma—, ¿por qué has de ser tú, precisamente, el que aún tiene fe en mí?

Se incorporó con esfuerzo y fue en pos del grupo; cada movimiento era una espantosa tortura, cada músculo muerto, cada órgano largo tiempo putrefacto, ardían con el dolor y la fiebre. No sabía qué estaba a su alcance hacer, pero de lo que sí estaba seguro era de que no se daba por vencido.

Oyó retazos de la conversación susurrante de los acólitos.

—…muerte de otro caballero…

—…reinos de Morgion…

—…otra alma que sumar a su colección…

Rennard redobló sus lacerantes esfuerzos por mantener el paso con ellos. Por fortuna, el peso del cuerpo y la armadura de Erik obstaculizaban el avance de los servidores e Morgion.

Poco después, el Amo de la Noche indicaba a sus acólitos que se pararan.

—Este sitio servirá. —El cabecilla señaló un parche de terreno despejado, junto a un arroyo.

Los servidores de Morgion preferían la soledad para llevar a cabo su trabajo. No convenía que algún campesino topara con ellos por casualidad. Podría escapar y poner sobre aviso a los demás.

El Amo de la Noche empezó a entonar una letanía que trajo a la memoria de Rennard los borrosos recuerdos de unas ruinas impregnadas de un apestoso hedor y las prácticas tenebrosas ejecutadas en nombre de la despótica deidad a quien pertenecían. No tardaría en consumarse el sacrificio. La muerte de un Caballero de la Rosa representaba un gran regalo para el maligno dios. No era de extrañar, pues, que el Amo de la Noche lo considerara suficiente para, al fin, reunir a los sectarios con su señor.

Rennard se había hecho visible al joven caballero porque lo había deseado. Ahora, el fantasma intentó hacer otro tanto con los sectarios, esperando que su horrenda apariencia los hiciese huir. Cómo lo había conseguido la primera vez, era algo que ignoraba. Una intensa necesidad, rabia, amargura…

Al principio, creyó que había fracasado, pues, de otro modo, alguno de ellos habría reparado en él; entonces, uno de los acólitos levantó la cabeza. Sus ojos se detuvieron en el punto donde estaba el fantasma.

Su respingo alertó a los demás. Las capuchas se movieron a medida que los servidores de Morgion se volvían para ver qué había causado el gran sobresalto de su compañero. Los acólitos retrocedieron rápidamente ante la presencia de un caballero armado, pero el Amo de la Noche se mantuvo firme.

—¿Has venido en busca de tu compañero, Caballero de Solamnia? Ven y cógelo… o, mejor, únete a él. Morgion se sentirá doblemente complacido, sí. —La tenebrosa figura extendió las manos, con la intención, probablemente, de demostrar que no iba armado.

Rennard se adelantó, sin perder de vista al Amo de la Noche.

Una nube de polvo salió disparada de la mano del cabecilla sectario. Rennard se detuvo. Los asesinos se inclinaron hacia adelante, expectantes, aguardando la horrible muerte que le sobrevendría muy pronto al caballero.

Rennard no tuvo que mirar para saber que el veneno había terminado por posarse en el suelo, bajo sus pies.

—Tus mortíferas argucias no tienen efecto sobre mí, mortal. El polvo envenenado sólo afecta a quienes aún respiran. Hace mucho que estoy más allá de eso.

Avanzó más, permitiéndoles que, aun con la tenue luz de Solinari, lo vieran con claridad.

No muy convencidos de que la visión que contemplaban era algo real, dos de los acólitos sacaron sus dagas. Si las cosas no habían cambiado, Rennard sabía que las hojas debían de estar impregnadas con una sustancia ponzoñosa del culto.

El que estaba más cerca arremetió con el arma al cuello del fantasma. La daga no encontró sustancia material en su camino.

El acólito dejó caer su arma, se dio media vuelta y huyó.

Otro fue tras él. _

—¿Quién eres, espectro? —demandó el Amo de la Noche.

—Alguien que conoce vuestras mañas, servidor de Morgion. Alguien a quien hubo un tiempo en que se lo conoció como Rennard.

Su nombre no significaba nada para los acólitos que no se habían dado a la fuga, pero el Amo de la Noche reaccionó con alegría.

—Rennard… ¡al que todavía se lo llama el Quebrantador de Juramentos entre los caballeros! ¡Él te ha enviado a mí como una señal! Nuestra labor no ha sido en vano. ¡Nuestro señor Morgion no nos ha abandonado! ¡Esto prueba que es mentira que los dioses hayan dejado Krynn! ¡Todos los sacrificios, todas las vidas que entregamos a nuestro señor, han atraído por fin su atención! —Contempló la figura inmóvil de Dornay con satisfacción—. Tenemos que hacer algo muy especial contigo, señor caballero.

Rennard tuvo visiones de más y más sacrificios hechos en nombre de Morgion… Muertes, todas ellas, de las que sería responsable. Más sombras que lo perseguirían.

—No enviado a ti… ¡sino que vengo por ti! —Actuando de manera instintiva, olvidando, en su cólera, que no era un ser de carne y hueso, Rennard saltó sobre el confiado clérigo, con intención de agarrarlo por el cuello.

La mano del fantasma tocó carne y tela.

La impresión fue tan grande, que estuvo a punto de soltar al Amo de la Noche. La capucha del hombre resbaló hacia atrás mientras el fantasma tiraba hacia sí de su cautivo. El rostro, pálido y estragado, era casi tan espantoso como el del espectro, pero Rennard estaba acostumbrado a esta clase de visiones, ya que había sido uno de ellos.

Cuando habló, lo hizo lenta, cuidadosamente, con una voz fría como la propia muerte.

—No hay Morgion. El Dios de la Putrefacción nos ha abandonado, no lo dudes. —El espectro sintió que su dolor remitía—. No habrá más sacrificios.

El cabecilla de los sectarios se estremeció y, al principio, el fantasma creyó que los temblores eran producto del miedo. Entonces reparó en el sudor del hombre, en las manchas de la inflamada piel que daban a la enfermedad su nombre: la Peste Escarlata.

Rennard había contagiado su espantoso mal al Amo de la Noche… y, al igual que la llama en la yesca, éste se propagaba veloz.

—¡Por favor! —suplicó el hombre. Sabía lo que estaba pasando. Nadie entiende mejor el veneno que el envenenador—. ¡Suéltame, antes de que sea demasiado tarde!

Una torva satisfacción inundó a Rennard.

—Querías a Morgion, ¿no? Pues aquí tienes su legado. Deberías estar contento, Amo de la Noche.

Arrojó al contagiado clérigo contra sus restantes acólitos, que contemplaban la escena boquiabiertos, paralizados por el terror. Cayeron en un revoltijo de cuerpos, a pesar de que los subordinados intentaban, frenéticos, separarse su infectado cabecilla. Pero era tarde para ellos. Habían sido contagiados en el mismo instante en que el Amo de la Noche los tocó, pues tal era la virulencia de la enfermedad con que los dioses habían castigado al caballero traidor después de su muerte. Por primera vez, que él recordara, Rennard se alegraba de la rapidez del contagio de la peste. Dudaba mucho que ninguno de ellos estuviera vivo para ver el próximo amanecer.

En algún momento, durante la refriega, Erik Dornay se había recobrado del golpe que lo había dejado inconsciente. Miró de hito en hito a los vociferantes acólitos y después volvió la vista hacia su espectral camarada.

—¿Rennard? —llamó, todavía aturdido por la contusión.

El Amo de la Noche se incorporó y dio un paso hacia Erik. El fantasma se movió, interponiéndose ante el asesino. El clérigo retrocedió a trompicones. Sus restantes seguidores salieron huyendo. Cuando el Amo de la Noche trató de hacer lo mismo, no obstante, se encontró con el espíritu plantado ante él. Rennard desenvainó la espada.

—Lamento no poder dejarte a la suerte que mereces. No quiero correr riesgo alguno, mortal.

El fantasmal caballero hundió el acero en el pecho del hombre. Los efectos fueron los de un arma sólida, real.

—¿Por qué lo has matado? —preguntó Erik mientras se esforzaba por liberarse de las ataduras—. A juzgar por su rostro… parecía estar a punto de morir.

Rennard bajó la vista al cuerpo tendido en el suelo.

—Los otros correrán de vuelta a su templo, y suplicarán a Morgion que los salve. No lo hará. No le es posible. Cuando mueran, la Plaga Escarlata sucumbirá, pues es así como funciona. Este otro, sin embargo, habría servido a su señor hasta el final. Los Amos de la Noche son elegidos entre los más fanáticos seguidores de Morgion. Si lo hubiese dejado marchar, quizás habría intentado contagiar el mal a esas pobres gentes del campamento.

—Tienes… mi gratitud por salvarme.

—Agradéceselo a Huma, no a mí —puntualizó Rennard, que pensaba en la canción. Envainó la espada y se acercó al lado de Erik; intentó coger una de las dagas del joven caballero para cortar las cuerdas, pero su mano pasó a través del arma, sin tocarla.

Por fin, Dornay se las ingenió para soltarse. Se puso de pie, miró fijamente el cadáver del clérigo, y luego volvió la cabeza en dirección al campamento.

—Tenías razón. Estos malvados iban tras ellos.

—Sí, esos aduladores de Morgion los estaban sacrificando uno a uno, con la esperanza de atraer la atención del Sin Rostro. Vamos, hay algo que quiero mostrarte.

—¿El qué? .

—A los asesinos de tu amigo.

Les llevó varios minutos llegar a pie a los aledaños del campamento. Evidentemente, alguno había escuchado los ruidos de la breve y fiera reyerta, pues el grupo se había apiñado alrededor del fuego. Cuatro de los que estaban en mejores condiciones físicas se mantenían en vigilancia. Las mujeres abrazaban a los llorosos niños. Los hombres manejaban palos a falta de otras armas. Todos parecían aterrorizados.

—Ahí los tienes —dijo Rennard—. ¿Qué piensas hacer?

—Parecen… —Erik vaciló.

—¿Desmoralizados? ¿Desesperados? En la Segunda Guerra de los Dragones, vi a muchos con ese mismo aspecto.

Erik miró de arriba abajo al fantasma.

—¿Me estás pidiendo que vaya con ellos, que los ayude? Pero ¡si el peligro ha pasado!

—Si los sectarios no han acabado con ellos, entonces lo harán los bandidos o el hambre. Míralos, Erik Dornay. Necesitan tu compasión, no tu odio. Huma habría intentado socorrerlos. Habría comprendido que la exasperación los había convertido en una turba enloquecida. Su deber habría sido devolverles su humanidad.

El Caballero de la Rosa seguía indeciso.

—Si me acerco a ellos, me atacarán. ¡Me veré obligado a matarlos! ¡Yo no soy Huma! El era un…

—Un hombre. —Rennard advirtió un movimiento y echó un vistazo en derredor. Las sombras parecieron hacerse más densas, cobrar vida.

—¿Qué ocurre? —Dornay dio un paso hacia él. El fantasma le impidió acercarse interponiendo su espada.

—No te aproximes más. Ya te he puesto en peligro una vez. Si pude contagiar la peste a esos perros, también te la contagiaría a ti.

Erik retrocedió, aunque de mala gana.

Rennard reparó en que las sombras estaban cobrando forma, perfilándose.

—Es hora de que te marches, Erik Dornay.

—Pero ¿y tú?

Rennard no había oído todavía los susurros, pero estaba seguro de que los ojos de los perseguidores se clavaban ardientes en él. El fantasma aprestó su acero y se alejó más del campamento.

—Debo atender asuntos propios.

—¿Asuntos…? —Erik miró las sombras—. ¡Paladine nos asista! ¿Qué son?

—Te dije que incluso los fantasmas pueden ser acosados por fantasmas, Erik Dornay. Estos son los míos: las sombras de cada caballero que murió por mi propia mano o a causa de mis actos. No pueden descansar y, por tanto, yo tampoco.

—¿Qué harán? —susurró el mortal, sobrecogido.

—Perseguirme, combatirme y matarme. Entonces, cuando su sed de venganza quede satisfecha, me levantaré de nuevo, y toda la tragedia dará comienzo una vez más.

—¡Eso es monstruoso!

—Es justo. Incluso yo lo sé.

—¿Qué puedo hacer? —Dornay movió la mano hacia la empuñadura de la espada.

—Ayuda a esas gentes.

—¡Quiero decir por ti!

El fantasma se echó a reír.

—Así que ahora tengo dos campeones: ¡Huma y tú! ¡Ambos intentando salvarme de lo que soy! —Rennard sacudió la cabeza—. Hay algo que puedes hacer por mí…, amigo mío. Ve con aquellos a quienes te proponías matar. Muéstrame que he llevado a cabo mi tarea.

Dornay echó otro vistazo a las sombras de los caballeros muertos largo tiempo atrás, que se agrupaban para el ataque; luego volvió los ojos hacia su proyectada víctima.

Por fin, cuadró los hombros y alzó la espada frente a su rostro, en el tradicional saludo de los caballeros.

—Rezaré por ti, capitán Rennard.

Las sombras no habían hecho el menor movimiento. Ellos también esperaban.

—Una vez que hayas partido, no mires atrás —dijo Rennar—, lo prefiero así.

Erik asintió con un cabeceo y giró sobre sus talones. El fantasma lo contempló mientras se alejaba, olvidados su renovado padecimiento y las cercanas sombras acechantes. El joven solámnico avanzó entre los árboles y, sin hacer pausa alguna, entró en el campamento. Los refugiados se asustaron y lo miraron con incertidumbre. Los que manejaban armas esperaron a que el caballero atacara.

El Caballero de la Rosa plantó su espada en la tierra y levantó una mano en un gesto de paz. Dijo algo que Rennard no alcanzó a oír, pero, como respuesta a ello, los campesinos bajaron las armas.

Uno de ellos se adelantó. Erik tendió la mano, y el hombre se la estrechó con actitud agradecida.

Rennard movió la cabeza arriba y abajo, satisfecho. Dio la espalda a los mortales y se enfrentó a las sombras que aguardaban, al otro lado del arroyo. La niebla empezó a envolverlo, y supo que este breve viaje a Krynn sería muy pronto sólo un recuerdo.

¿Había sido todo una mera coincidencia? ¿O acaso los dioses que habían abandonado Krynn, tenían todavía un modo de velar por quienes les interesaban?

Los perseguidores seguían sin hacer el menor movimiento, a pesar de que los sonidos de los mortales se habían desvanecido en la bruma. Rennard se puso tenso. A su alrededor, la niebla se espesó.

—¿A qué esperáis? —gritó—. ¿Por qué ahora?

No respondieron. Rennard cayó en la cuenta de que sus amenazadores susurros eran preferibles a aquel silencio.

El sonido de una espada golpeando un escudo se oyó a su espalda. El caballero condenado se volvió y dio un paso en el arroyo.

Se escuchó un chapoteo. Su bota había tocado la superficie y se había hundido.

Rennard miró de hito en hito la corriente. Tiró la espada y se puso de rodillas. Temerosamente, el fantasmal caballero alargó la mano.

Se formaron unas pequeñas ondas en torno a sus dedos; las puntas tocaban el agua. Rennard hundió las manos en el líquido y las juntó a guisa de copa.

Sus propias palabras retomaron a su mente: «¿Qué tengo que hacer para merecerme un sorbo de agua?».

Rennard llevó el líquido a sus agrietados labios y bebió. Por primera vez desde su muerte, la perpetua sed que lo atormentaba se calmó.

Bajó las manos de nuevo hacia el arroyo. Otro sorbo. Necesitaba otro sorbo.

Pero, esta vez, todo volvió a ser como siempre había sido. La corriente fluyó a través de sus dedos, como si no estuvieran allí…, como, de hecho, no estaban.

Las sombras se movieron. Le habían concedido este sorbo de agua. Ahora, era hora de regresar al Abismo.

Entonces Krynn se desvaneció por completo. El arroyo desapareció ante sus ojos. En su lugar, surgió el familiar terreno plano y yerto.

Rennard cogió su espada y empezó a retroceder ante los caballeros que avanzaban hacia él. Cosa curiosa, no estaba tan asustado como antes, incluso sabiendo que este combate, como tantos otros, finalizaría con su caída.

Una pregunta acudió a su mente, la misma que había planteado anteriormente sin que hubiera en ella la menor esperanza.

—Me gané el sorbo de agua. ¿Me haré también merecedor del descanso?

Las sombras cerraron el círculo. Rennard creyó oír los acordes distantes de una canción.

Canción de Huma

Tracy Hickman

Sularus Humah durvey. El honor de Huma perdura.
Karamnes Humah durvey. La gloria de Huma perdura.
¡Draco! ¡Escuchad, dragones!
Solamnis na fai tarus. El aliento solámnico cobra vida.
¡Mithas! ¡Escuchad!
Est paxum kudak draco. Mi espada está falta de dragones.
Draco-Humah, Dragón-Huma,
oparu sae. dame templanza.
Draco-Humah, Dragón-Huma,
coni parl ai fam. concédeme gracia y amor.
Saat mas Solamnis Cuando el corazón de la Orden
vegri nough, se agita con la duda,
coní est Lor Tarikan. concédeme esto, noble guerrero.
Sularus Humah. El honor es Huma.
Karram Humah. La gloria es Huma.
Solamnis Humah durvey. El caballero solámnico Huma perdura.
Karamnes Hurnah durvey. El ensalzado Huma
¡Mirhas! excede a la vida. ¡Escuchad!
¡Humah dix karai! ¡La muerte de Huma me llama!
¡Ex dix! ¡Su muerte!
¡Oparu est dix! ¡Que esa muerte me dé templanza!
¡Solamnis Lor Alan Paladine! ¡Paladine, señor dios de los caballeros!
¡Humah míthas est mithasah! ¡La vida de Huma es toda nuestra vida!
¡Draco-Humah durvey! ¡El Dragón-Huma perdura!