El estigma del fuego, el stigma de la palabra

Michael y Teri Williams

La quemadura apareció cuando tenía catorce años, en el invierno en que los incendios resurgieron en la península.

Desperté con un grito desgarrador, mi cara inmersa en fuego, las mantas desperdigadas fuera de la cama. Los perros salieron corriendo de la cabaña, atropellándose, aullando de manera atroz. Madre estuvo al instante junto a mí, envuelta en su propia manta, el pálido cabello despeinado, sus ojos desorbitados por el terror.

La quemadura se extendía por el cuello y la espalda, el dolor era espantoso, flagelante, y me aferré a su mano, a sus hombros, y volví a gritar. Madre dio un respingo y farfulló quedamente, con los dedos apretados fuerte, demasiado fuerte, contra mis labios agrietados.

Y entonces subimos a la narria y nos internamos por el bosque a toda velocidad, en medio de la noche.

La gélida lluvia se clavaba como agujas en mis llagas siseantes, en mi cuello y en mi rostro.

«Calla, mi paloma, querido mío, o te oirán en el pueblo», dijeron sus manos con gestos veloces.

Avanzamos sobre la resbaladiza y brillante nieve, entre enebros y arbustos perennes, y mi aliento se hacía vaho y se cristalizaba en las pieles amontonadas, y los perros gruñían y ladraban arrastrando tras de sí la narria.

Después llegó la luz, y me encontré tumbado sobre un duro jergón, en una caverna seca y abovedada.

A mi lado, la druida L’Indasha Yman susurraba, envuelta en hojas secas y brotes de acebo, como un alarde de finales de otoño. Era joven para la medicina, joven incluso para la adivinación, y yo me quedé impresionado con sus oscuros ojos y su cabello, castaño rojizo, porque sólo tenía catorce años y era la edad en que esas cosas empiezan a impresionarte.

Me dio beatha para aliviar el dolor, y sabía a humo y a cebada. El ardor se trasladó de mis heridas a mi garganta, y a continuación al vacío de mi estómago.

—Las cicatrices del chico han madurado —le dijo a mi madre. Se volvió hacia mí, expectante y con una mirada intensa, esperando nuestras preguntas.

Las manos de madre se agitaron y ondearon.

—Madre quiere saber… cuánto tiempo… —traduje, con voz ronca.

—Siempre —dijo la druida, desestimando la pregunta con un ademán brusco—. ¿Y tú, Trugon? —inquirió—. ¿Qué quieres que te conteste esta vez?

Debería haberlo sabido. Varias estaciones atrás, las cicatrices habían aparecido de la noche a la mañana, sin causa aparente, sin previo aviso. Durante un año se habían tupido poco a poco, endureciéndose como la piedra de las paredes de la choza, extendiéndose hasta que todo mi cuerpo quedó cubierto con una red de callosidades. Ya era imposible adivinar mi edad por mi aspecto. De manera paulatina, parecía más y más una monstruosidad, y nadie sabía el motivo.

—Por qué. Me gustaría saber por qué, señora. —Era mi pregunta de siempre y ya había perdido la esperanza de que la respondiera.

Los gestos de madre se volvieron más amplios, más frenéticos, y yo no quise mirarla. Pero cuando L’Indasha habló de nuevo, se levantó mi ánimo y escuché con un interés fiero.

—Es a causa de tu padre —dijo la señora. Un puñado de bayas rojas como la sangre contrastaba con la corona de su cabello.

—Eso ya lo sé —respondí, a la par que daba un respingo porque madre me estaba propinando empellones frenéticos. El dolor se me hincaba en los hombros, pero seguí sin volver mis ojos a su gesticulación—. Quiero saber el resto, lady Yman. Qué fue lo que hizo para causar esto y por qué.

Las hojas crujieron cuando la druida se puso de pie y se deslizó hacia la entrada de la cueva. Allí había un cubo, sin duda para recoger el agua de lluvia, pues estaba medio lleno y relucía con una fina capa de hielo en la superficie. La druida lo rompió, levantó el pozal y lo trajo a mi lado; sus largos dedos estaban rojizos y mojados con el agua gélida. Susurró y murmuró algo sobre el líquido.

Entonces me senté, y el calor descendió ardiente por mis brazos.

—Mira en el espejo roto, Trugon —musitó mientras se arrodillaba junto a mí.

Retiré de mi hombro con brusquedad la mano desesperada y disuasoria de mi madre, y bajé la vista al remolino de luz quebrada.

Había un hombre muerto, colgado. Su sombra se mecía atrás y adelante en un cuarto de madera y piedra, y veteaba el suelo bajo él con oscuridad, luego luz, otra vez oscuridad. Sus finas ropas ondearon y su capucha se levantó un poco. Vi su rostro…, sus brazos…

—Esas cicatrices… Lady Yman, son como las mías. ¿Quién es ese hombre?

—Orestes —contestó, al tiempo que removía el agua—. Pyrrhus Orestes. Tu padre, ahorcado con la cuerda de un arpa.

—¿Y… quién lo…? —pregunté, sintiendo una súbita necesidad de venganza tan penetrante y abrasadora como el beatha, como la quemadura.

—Por su propia mano —dijo L’Indasha—. Cuando pensó que no podía redimirse ni… perpetuar el linaje.

¿Redimir? ¿Perpetuar? Aquello era muy confuso y yo estaba aturdido por la poción y el dolor.

El hielo fracturado del cubo se reflejaba en la faz de L’Indasha y cambiaba su aspecto; ahora su rostro parecía más viejo, herido, un mapa de tierras perdidas.

—No te lo dijeron. Pero Orestes logró su deseo y ahora las cicatrices han madurado.

Madre me apretó el hombro. El dolor se había aplacado algo.

—¿Qué deseo? Señora, esto es un acertijo.

Un acertijo al que la druida dio respuesta, allí, en la cueva abovedada, mientras el tiempo se tornaba más y más frío en el exterior, en una noche como esas en que los pescadores afirman que se puede caminar desde Caergoth hasta Eastport a través de las aguas congeladas.

Me contó que mi padre, Orestes, se había dirigido hacia el oeste, desesperado, mientras la península ardía a manos de los invasores. Cabalgó con saqueadores —hombres de Neraka y goblins de Throt—, unos tipos duros, pero había atravesado Caergoth sin sufrir daño. Ninguno de ellos supo que era el hijo de Pyrrhus Alectos, «el Portador del Fuego», como se llamaba a mi abuelo en las canciones.

—¿Por qué no…? ¿Por qué permitió…? —empecé. Sólo tenía catorce años.

La druida comprendió lo que quería preguntar y levantó la mano.

—Era sólo uno, y joven. Y había una razón más poderosa. Orestes, no tu abuelo, había traído el fuego a la península. Verás, asesinó a su maestro. Tu abuela había alentado su aprendizaje con Arion de Coastlund. Le enseñó desde niño que debía reivindicar el honor de su padre a toda costa. El honor de tu abuelo. Así pues, mató a Arion, para que no volviera a interpretar el canto que difamaba a su padre.

Los dedos de madre se apretaron con más fuerza sobre mi hombro. Me sacudí, rechazándola de nuevo. Y, de nuevo, las cicatrices de mi cuello y de mi rostro se tomaron punzantes como agujas.

—Prosigue.

—Entonces vinieron los goblins, cuando oyeron la nueva canción que interpretaba Orestes…

Cuando vio lo que sus palabras habían originado, huyó. Fue en el último pueblo costero, Endaf, donde el litoral se precipita en el cabo de Caergoth, cuando Orestes ya no pudo soportar por más tiempo el saqueo y la destrucción. Caergoth ardía a sus espaldas, y Ebrill, donde los bandidos habían acampado por primera vez, después Llun y Mercher, habían desaparecido para siempre bajo las antorchas goblins.

Sólo era un hombre, y joven, pero aun así la situación lo avergonzaba tanto como lo enfurecía.

En Endaf paró y dio media vuelta, hacia la batalla. Desmontó, irrumpió entre los goblins, y se unió a unas gentes que intentaban rescatar a una mujer atrapada en una posada incendiada. Le mandaron que subiera al tejado, o tal vez se ofreció él mismo. Las vigas cedieron con su peso, y los goblins, que lo estaban observando, se rieron al verlo caer en el ático, que se desplomó sobre él en aquel infierno rugiente.

Pero sobrevivió. Quedó marcado por el fuego, odiado por los hombres, y a partir de entonces lo reconocerían por sus cicatrices. Las quemaduras habían sido profundas, y su rostro sufrió un cambio definitivo, tornándose una rígida máscara de sufrimiento. Fue un fugitivo y un vagabundo en Krynn, y se lo rechazaba donde quiera que viajara. Estuvo en Kayolin y en Garnet; por el norte llegó hasta el lejano alcázar de Thelgaard, y por el sur, hasta la costa de Abanasinia. En todas partes, sus cicatrices y su historia lo precedían: la historia de un bardo que, con un simple verso de un canto, había provocado la destrucción y la ruina de su país.

Se casó con una mujer de Mercher, a quien la invasión había dejado huérfana y que había perdido el habla por la conmoción de presenciar la atrocidad de los goblins, que a su paso incendiaban y asesinaban. Orestes se la llevó a los bosques de Lemish, donde vivieron aislados doce años, con estrecheces y penalidades.

Doce años, dijo la druida, en los que el hijo que esperaban nunca llegó.

Esa parte la conocía. Madre me lo había contado cuando era muy pequeño, el suave gesto de su mano asegurándome lo mucho que habían esperado, planeado e imaginado.

Esa parte la conocía. Y madre había compartido el dolor de la muerte del hombre amado sólo conmigo. Pero nunca supe cómo había muerto.

—Desesperado —me dijo lady Yman, mientras los perfiles de la cueva se desdibujaban en las sombras al interponerse sus ropajes pardos ante la luz de la lumbre y el reflejo del hielo—. Desesperado porque su país seguía ardiendo, y porque ningún hijo suyo extinguiría esos fuegos. No sabía que ibas a nacer. Tu madre vino a mí y, cuando se lo confirmé, regresó gozosa a la cabaña para decírselo.

»Encontró lo que acabas de ver. Orestes no podía esperar más. Tu madre me trajo la nota que dejó, para que se la leyera: “Maté a Arion, y los incendios nunca cesarán. La tierra esta maldita. Yo estoy maldito. Mi linaje está maldito. Quiero morir”.

L’Indasha me sujetó al ver que me tambaleaba; veía la cueva borrosa a través de mis ardientes lágrimas.

—Trugon… ¡Trugon!

«Ni redimir ni perpetuar». Ahora lo entendía; entendía su rabia, su culpabilidad, y el espanto por la cosa tan terrible que había hecho. El beatha recorrió mis venas, y el ardor reapareció y se agudizó.

—¿Por qué me lo has contado ahora? —pregunté.

—Para salvarte la vida —respondió la señora. Pasó la mano sobre el hielo quebrado, y vi un futuro donde los fuegos prendían sin motivo y ardían con una fuerza antinatural, y mis cicatrices abrasaban también, devorando mi piel, mi rostro, borrando todo razonamiento y recuerdo hasta que el dolor se desvanecía, así como mi vida.

—¿Así…, así será, señora?

—Quizá. —Se agachó a mi lado; el roce de su mano era fresco en mi cuello, y el efecto sedante se extendió por mi rostro y mis miembros—. Quizá. Pero el futuro puede cambiarse. Como el pasado.

—¿El pasado? —El dolor había desaparecido, totalmente.

—Oh, sí, el pasado puede cambiarse, Trugon —afirmó L’Indasha, moviéndose de la luz de la lumbre a las sombras—, porque el pasado es mentira, y las mentiras pueden cambiarse.

Se estaba acercando al final de una respuesta y al principio de otro acertijo.

—Pero ahora preocúpate del presente —advirtió, y ondeó la mano sobre el agua agitada.

Vi cuatro hombres avanzando por un bosque helado; sus pasos eran inseguros, a pesar de que estaban equipados con calzado para nieve, e iban armados con espada y ballesta.

—Bandidos —dijo L’Indasha—. Trabajan a las órdenes de Firm Mano Negra.

—El rey de los bandidos de Endaf —dije, con un escalofrío.

La druida asintió con un cabeceo.

—Están buscando a Pyrrhus Orestes. Recuerda que sólo tu madre y tú sabéis que está muerto. Lo buscan a causa de los incendios resurgidos en la península. Tienen la misión de capturar a tu padre y llevarlo a la bestia, ya que ahora se tiene la creencia de que ningún hombre puede matar a un bardo sin sufrir por ello consecuencias terribles, sin que caiga sobre él y sus hijos una maldición. En el fondo, tal vez, sea verdad.

Me miró y esbozó una sonrisa triste, irónica, antes de añadir:

—Por consiguiente, los bandidos están convencidos de que Orestes debe morir para detener los incendios.

Madre me ayudó a ponerme de pie.

—No…, no entiendo —dije—. Todo ha terminado. Acabó con su vida y una maldición cayó sobre mí.

L’Indasha hizo un ademán para que me callara.

—No fue su suicidio lo que te causó la maldición. Fueron las palabras, lo que dijo antes de morir. Ahora debes marcharte de aquí. A cualquier parte, cuanto más lejos, mejor. Pero no vayas al Oído de Finn, la plaza fuerte del rey de los bandidos, en la costa de Caergoth.

—¿Por qué he de marcharme? —pregunté—. Buscan a mi padre, no a mí. Todavía no lo entiendo.

—Tus cicatrices —respondió con un tono enfático, impaciente—. Todo el mundo te confundiría con él por culpa de las cicatrices.

—¡Les diré quién soy! —protesté, pero la druida se limitó a sonreír.

—No te creerán. Verán sólo lo que esperan ver. Apresúrate. Encuentra la verdad sobre Orestes. Su hallazgo te salvará la vida y hará que el pasado sea… invariable.

Le di las gracias por la curación y el oráculo; ella me dio un último regalo: su sabiduría.

—Aunque ahora lamentes tu linaje, recuerda que eres el hijo de un bardo. Hay poder en las palabras, y especialmente en las tuyas.

Aquello era un enigma aún más desconcertante.

Madre y yo subimos a la narria, y avanzamos veloces sobre la gruesa capa de hielo, de regreso a la choza. Madre se quedó dormida y yo guié a los perros mientras miraba el cielo despejado, donde Solinari y Lunitari recorrían el arco descendente en la bóveda nocturna. Entre ellas, en alguna parte, se encontraba el negro disco de Nuitari, aunque yo no podía verlo.

La luna negra era como el pasado: un vacío esperando ser colmado. Y mirando el cielo, mientras los cuatro perros gruñían y aullaban al divisar la cabaña, empecé a comprender mis cicatrices y mi herencia.

Recogí precipitadamente unas cuantas prendas en la choza y entretanto mi madre me contó más cosas: que mi abuelo, Pyrrhus Alecto, no era un hombre malvado. Se había mantenido fiel al Código Solámnico, había caído en la Séptima Rebelión de Caergoth, el año doscientos quince después del Cataclismo. Me enseñó el poema más antiguo, el que Arion había adaptado y transformado. El viejo pergamino era elocuente. Lo leí en voz alta:

Lord Pyrrhus Alecto,

faro de la costa,

brazo de Caergotb,

padre de sueños,

murió a manos de los campesinos

en el tiempo de la Destrucción,

murió en la vanguardia

de sus resplandecientes ejércitos,

y en sus moribundos ojos

giraron las constelaciones,

la balanza rota de Hiddukel

cabalgando al oeste de la ciudad fortificada.

—¿Y esto es todo? ¿Todo este sufrimiento por un poema? —pregunté. Odiaba la poesía.

Vocalicé en alto los gestos veloces de las manos de mi madre, mientras sus palabras pasaban de sus dedos a mi boca y a mi voz: «No, Trugon, por ese poema, no. Por el otro».

Ella no sabía los versos de la otra poesía. Ni siquiera los había oído. Eran el origen del problema, insistió, mientras se ponía en cuclillas junto a la puerta de la cabaña. Eran los versos que padre…

—¿Cambió?

Movió la cabeza arriba y abajo y luego se acercó al viejo cofre de mi padre.

—¿Es que, además de traicionar, también mintió? —inquirí.

Madre sacudió la cabeza y se apartó el cabello de la frente. Abrió el cofre.

Yo sabía lo que había dentro. Tres libros, un flautín, y un arpa estropeada. Nunca había pedido verlos. Odiaba la poesía.

Madre sacó uno de los libros.

Era la historia de los años a partir de la Destrucción, desde que el mundo se abrió bajo Istar. Era la obra del bardo Arion, pero también había más. Estaban sus palabras y las de otros que lo precedieron: nombres remotos, como Gwion, Henricus y Naso, de los años de tumultos y desórdenes en Solamnia.

El libro estaba deteriorado, con arañazos y grietas en el lomo de piel. Al ofrecérmelo mi madre, se abrió por una de las últimas páginas, como si el uso continuo le hubiera enseñado a separarse en el mismo sitio, en las mismas líneas.

Mi madre me explicó con gestos que estaban escritas por la mano de mi padre. De hecho, lo estaba todo el libro, ya que ni Arion ni los bardos que lo precedieron habían transcrito sus canciones e historias, limitándose a aprender de memoria sus poemas y pasándolos a aprendices oralmente.

Pero padre pensó que no venía heredero y estaba solo, y en consecuencia lo escribió todo: cada verso, cada canción, cada trova; desde los edictos, hasta el primer temblor de la ciudad, continuando con los oscuros años que siguieron, hasta llegar a nuestros días. Parecía que una docena de líneas, más o menos, le habían preocupado, las había tachado, revisado y reemplazado, sólo para volver de nuevo a la primera versión, a la redacción elegida en primer lugar.

Las leí para mis adentros, y después lo hice en voz alta:

Por las tierras de Caergoth cabalgó

Pyrrhus Alecto, el caballero en la noche de traiciones.

Cuando la tea de la conflagración oscureció el estrecho

de Hylo,

como aceite sobre el agua alivió el país incendiado.

Por siempre jamás los pueblos supieron de su paso

por el grano de los campesinos, vida de los harapientos

ejércitos.

Lo transportaron de vuelta al torreón del castillo,

donde Pyrrhus el Portador de la Luz renunció al mundo

bajo la abnegación de las almenas,

donde murió entre piedras y sus huestes expectantes.

Durante diecisiete años los campos de Caergoth

se tornaron sin cesar; por su mano protectora,

en un vergel de condados y aldeas.

Y la historia del Portador de la Luz perdura en la estela

de su nombre.

Daba la impresión de que padre nunca hubiera estado satisfecho con el resultado. Algo le había hecho volver, una y otra vez, sobre estas líneas, como si cambiándolas pudiera…

Pudiera modificar el pasado, hacerlo realidad.

—Aquí está, madre —anuncié, en voz tan queda que al principio no me oyó, a pesar de que me estaba mirando mientras leía.

Se puso una mano en el oído y se echó hacia adelante.

—Está en el poema… O, mejor dicho, falta en el poema.

Madre frunció el entrecejo. Me di cuenta de que veía a Orestes en mí: poético y lleno de contradicciones. Intenté ser más claro.

—Estas líneas que padre escribió y reescribió una y otra vez, son…, son la mentira. ¿No lo ves, madre? La druida dijo que «el pasado es mentira, y que las mentiras pueden cambiarse». Son las únicas que… —pasé las hojas del libro, anteriores y posteriores—, son las únicas líneas que lo obsesionaron.

»Es como si… hubiese intentado… —Miré a madre—. Como si hubiese intentado sustituir las mentiras por la verdad.

Ignoraba si estaba en lo cierto. Me acerqué despacio al cofre y cogí el arpa de mi padre, a la que le faltaba una de las cuerdas gruesas, y la sostuve un largo rato. Encajaba en mis manos a la perfección y, cuando la solté, fui incapaz de olvidar la sensación de su tacto entre mis dedos. Al mirar de nuevo a mi madre, la expresión de sus ojos había cambiado. Ambos sabíamos lo que iba a decir a continuación.

—Sí, debo marcharme. Pero no porque me estén buscando. Me iré porque he de encontrar la canción perdida. Las palabras de padre esconden algo.

Uno de los perros gruñó en las sombras y se levantó; alzó el hocico y olfateó el aire. Luego estiró las orejas y soltó un ladrido bajo, iracundo.

Madre se puso de pie con precipitación y fue hacia la puerta, en medio de un confuso torbellino de gestos y mudos sollozos.

—Lo sé. Se acercan —musité—. Debo apresurarme. Encontrar la verdad me salvará la vida. Es lo que dijo la druida.

Acaricié las orejas de Mateo, el perro más grande, que me miró con expresión solemne al tiempo que apretaba su cuerpo macizo contra mis piernas hasta que su peso me desequilibró. No había pensado lo pequeño que era todavía… y que cosas aún más onerosas se descargarían sobre mí una vez que cruzara el umbral y saliera a la fría mañana invernal.

Madre se apartó despacio de la puerta y sus dedos acariciaron suavemente mi cabello mientras pasaba junto a ella. Ya fuera, bajo la pálida luz del sol, me volví sonriente y la abracé con fuerza; ella me tranquilizó con respecto a su propia seguridad. En el trineo había puesto una vieja bolsa de cuero, lo bastante grande como para guardar en ella el arpa y el libro, un pan y un trozo de queso. Me puse en marcha, tan rápido y silenciosamente como me fue posible.

Uno de los perros ladró cuando la choza se perdió de vista tras las ramas de los árboles, y el viento arrancó un tenue zumbido al tocar los carámbanos, como las notas finales de una canción. En la ladera de la colina cercana a mi hogar, cuatro sombras alargadas se proyectaron sobre la nieve intacta, carente de huellas.

Hubo otras aventuras que me condujeron de regreso a la península: un amplio arco de años y viajes a través del continente, con los hombres de Finn pisándome los talones al principio, después de un modo menos constante, menos amenazador cuanto más al sur viajaba. Mandé de vuelta los perros a mi madre al cabo de muy poco tiempo y seguí solo, a veces trabajando temporalmente en lugares donde nadie me conocía o no creía conocerme, donde a nadie le importaba que no me despojara de la capucha.

Pasó un año, quizá seis estaciones, antes de que comprendiera con exactitud cuál era el sentido de la canción que estaba buscando.

Es una costumbre muy arraigada que, cuando un bardo viaja y canta, sus poemas se escuchan con atención, se recuerdan, y se copian por los bardos de las regiones cercanas. Si una canción es nueva, se transmite a comarcas más alejadas, oralmente, de un bardo a otro, de orador a folklorista, a narrador y de nuevo a bardo.

Es un sistema enmarañado, y a veces las palabras cambian en el proceso, por mucho que uno se esfuerce en recordar con exactitud. Los antiguos versos de la canción de Arion que oí en Solamnia, decían:

la plegaria de Matheri,

compasiva gramática del pensamiento

En la pequeña ciudad de Solace, los oí así:

las plegarias de Matheri,

compasiva gran madre del pensamiento

y los versos sureños me hicieron reír, distorsionados como un comadreo, a su paso por el estrecho.

Yo poseía el libro, y en su interior la verdad invariable. Mientras viajaba, saqué la conclusión de que llegaría a un sitio donde oiría aquellas líneas tachadas y retocadas que tanto habían preocupado a mi padre, los versos sobre Pyrrhus Alecto, sobre el Portador de la Luz, y la historia, y la gloria, pero que los escucharía en una versión diferente.

Y sabría al final qué era lo que Pyrrhus Orestes había modificado.

Una vez crucé el estrecho de Schallsea viajando de polizón en un transbordador. El iracundo barquero me descubrió bajo un montón de pieles de tejones, y me amenazó con echarme por la borda por no pagarle la tarifa de pasajero. Se aplacó cuando, al retirarme la capucha, vio las cicatrices de la quemadura.

—El Portador del Fuego —escupió—. Sólo mi temor a Branchala, a la maldición que cae sobre el que mata a un bardo, frena mi mano. De otro modo, acabaría contigo.

Aprecié sus palabras. Este sería el primero de muchos otros recibimientos iguales.

Deambulé por los campos de cereales de Abanasinia, en un viaje que se prolongó de verano a verano y en el que fui de amenaza en amenaza. Tres veces oí el «Canto de la Destrucción»: una vez en Solace, interpretado por un trovador; otra vez en la ciudad de Haven, por un desharrapado bardo que había olvidado pasajes enteros del colapso de Istar, con lo cual la canción no tenía sentido; y por último, a un juglar ciego que vagaba por las llanuras, cuya versión era disparatada y cómica y, con mucho, una historia mejor que la de Arion.

El trovador y el juglar repitieron palabra por palabra las líneas modificadas por padre. Pero el juglar las recitó con una actitud curiosa, como si estuviera recordando palabras contrarias a las que pronunciaba. Aunque le pregunté una y otra vez el motivo, no me dijo nada. Enfrentado a su silencio, empecé a creer que había imaginado su incomodidad, que eran sólo mi esperanza y anhelo que ansiaban encontrar las líneas perdidas.

Así pues, crucé de nuevo el estrecho en el verano de mi décimo sexto cumpleaños, y el barquero me llamó otra vez Portador del Fuego, maldiciéndome y escupiéndome mientras cogía mi dinero del pasaje.

De regreso a las costas solámnicas, me puse en camino a casa, pero descubrí que ningún pueblo me daría alojamiento en mi viaje. «Portador del Fuego», me llamaban, «Orestes la Antorcha», saliéndome al paso en las afueras de las aldeas con piedras, horcas, enormes cuchillos y sus propias antorchas.

Algunos incluso me persiguieron mientras gritaban que los fuegos morirían con quien los había provocado. Al igual que el barquero y que Finn, me tomaron por mi padre.

Hacia el norte se alzaban los grandes castillos solámnicos: Vingaard y Dargaard, Brightblade y Thelgaard y Di Caela. En todos ellos me dieron albergue durante una noche en memoria de mi abuelo. De vez en cuando, estas familias me cuidaron, ya que mis cicatrices ardían con creciente intensidad a medida que cambiaban las estaciones, los fuegos del oeste hacían estragos y los años pasaban por mí. A veces, los caballeros permitían que me quedara una semana, quizá dos, pero los campesinos empezaban a protestar, a hablar de traidores e incendiarios, y entonces me pedían que me marchara, y partía de los feudos solámnicos escoltado por un puñado de soldados de caballería armados.

Los caballeros se disculpaban al llegar a los límites de sus dominios, y me decían que lo lamentaban por mí…, que el bienestar de la Orden y de las gentes se anteponía a todo…, que, de haber sido posible, gustosos habrían…

Pregunté por la canción de Arion en todos aquellos sitios de alcurnia. Al fin y al cabo, Solamnia era el refugio del bardo, el cobijo del arpa. Todos los poetas instruidos se habían retirado a estas cortes y todos conocían las obras de Arion de Coastlund.

Mostré las estrofas corregidas y tachadas de la última parte del poema. Los bardos las recordaban así, y no conservaban memoria de una versión distinta. Sentado en el salón abovedado del alcázar de Vingaard, mis manos rasguearon el arpa de padre levantando ecos en el vasto silencio; me dio la impresión de que los muros se estremecían con mi torpe música en un instrumento al que todavía le faltaba la misma cuerda.

Tenía diecisiete años cuando los incendios arrasaron la península hasta llegar a los dominios de Finn.

Desde la plaza fuerte de su guarida, en las cavernas litorales de Endaf, desde donde sus jinetes podían hostigar las rutas comerciales al norte de Abanasinia, y sus notorios barcos, el Nuitari y el Víbom, podían encontrar fondeaderos seguros para refugiarse, Firm aterrorizaba el cabo y cubría la costa con goletas y bergantines, marcando el rumbo con el humo de tierra firme.

En aquellos años, precedentes a la Guerra de la Lanza, se rumoreaba que un antiguo mal había regresado. El populacho murmuraba que Finn era uno de los que le daban abrigo, ya que en las profundidades de su caverna costera se extendía una intrincada red de túneles y cavernas aún más grandes, un laberinto oscuro, viscoso, resonante. Esto era el legendario Oído de Finn, donde se suponía que cualquier sonido o palabra susurrada al abrigo de la roca, acababa circulando y repitiéndose eternamente. Se decía que en el corazón del laberinto de Finn moraba un monstruo, cuyas escamas negras relucían con fría malicia y ácido corrosivo.

Se decía que la bestia y el bandido habían alcanzado una tregua incierta: Finn calmaba al monstruo con la música de unos bardos bien pagados pero exhaustos, y, arrullada por el ininterrumpido canto, la gigantesca criatura recibía a cambio la compañía de los prisioneros del rey de los bandidos que se negaban a cooperar con él. En cuanto a la suerte corrida por aquellos pobres desgraciados, incluso los chismosos más recalcitrantes guardaban silencio.

En la escabrosa franja fronteriza entre Lemish y Southlund, mientras recorría las frías y altas estribaciones de las montañas Garnet, me planteé la posibilidad de dirigirme al Oído de Finn, donde los bardos cantaban y el eco de las cavernas repetía sus cantos. Era el único lugar donde no había buscado las estrofas perdidas.

Encapuchado como siempre para ocultar mis blancas cicatrices, crucé aquella frontera y recorrí cauteloso la ardiente península, manteniendo las torres de Caergoth a mi derecha mientras viajaba hacia las pequeñas aldeas en el oeste. Mi ruta me llevó al alcance de la vista del propio Finn, si éste se hubiera molestado en levantarse de su trono de piedra y hubiese echado una ojeada desde los prominentes acantilados.

Deambulé durante días a través del calor sofocante de campos abrasados y distantes columnas de humo. Me quedaba fuera de las tabernas de los pueblos, embozado como un salteador de caminos o un pretencioso mago, y escuchaba a través de las ventanas las conversaciones preocupadas de los desesperados granjeros y aldeanos.

Surgían incendios espontáneos en los secos campos de cereales, que quedaban convertidos en terrenos baldíos de cenizas y pavesas. Los campesinos se marchaban en tropel, incapaces ya de luchar más contra las llamas. Todo este desastre, afirmaban, había encolerizado a Finn a tal punto que, para ponerle remedio, había ofrecido una recompensa astronómica a cualquier bardo o hechicero que lograra extinguir el fuego con canción o sortilegio.

Las duras palabras acerca de una maldición se filtraron a través de una de las ventanas. Oí el nombre de mi padre. Esto, de algún modo, me hizo aligerar la marcha mientras pasaba por el abandonado pueblo de Ebrill a primera hora de la mañana, después a través de la ruinas de Llun y Mercher, avanzando siempre hacia el oeste, convencido ahora de que, por fin, llevaría a cabo mi misión. Endaf sería el último lugar donde Finn buscaría a la presa que se le había escapado hacía mucho tiempo. Y el nombre de mi padre seguía cabalgando sobre el aire enrarecido por el humo.

Era media mañana cuando llegué a Endaf. Deambulé por el pueblo un rato, zigzagueando entre las desiertas cabañas y los abrasados cobertizos y chozas, que sólo eran un patético recuerdo de una población. Me resultó extraño caminar por allí, pasar ante las ruinas carbonizadas de la posada sabiendo que, en alguna parte del desaparecido primer piso, mi padre había sufrido las quemaduras que, misteriosamente, yo había heredado.

Di la espalda a las cenizas bruscamente. Tenía dieciocho años, era impaciente y había venido desde muy lejos buscando la verdad. El rancio y agrio tufo de Endaf perdió intensidad a medida que me alejaba de las ruinas por un camino hecho con piedras y conchas. Seguí caminando hacia el oeste, y un poco más adelante percibí el olor del aire salado y escuché los apagados gritos de gaviotas y cormoranes.

Aproximadamente a kilómetro y medio del pueblo, el Oído de Finn se internaba sinuoso en el escarpado acantilado de piedra caliza que se asomaba sobre el cabo de Caergoth. La roca gris tenía una capa blanca de guano de las escandalosas aves que anidaban en la vertiente.

Se habían tallado escalones en la rocosa pendiente, aunque era difícil asegurar si era obra de los bandidos o de manos más antiguas, ya que estaban sometidos a la continua erosión de los elementos y las aves. Me metí entre un harapiento grupo de mendigos, granjeros, bardos y aspirantes a bandidos, cada uno de los cuales esperaba ser recibido en audiencia por el rey Finn Mano Negra.

Mientras aguardaba, los bardos conversaban a mi alrededor en su lenguaje de rumores. La orla dorada de las capas y mantos estaba ajada; las arpas de madera, astilladas, y las de bronce, abolladas y deslustradas.

Estos no eran poetas famosos, ningún Quivalen Sath o Arion de Coastlund. Eran cortesanos con voces educadas y unas aceptables aptitudes para la música. Colocados en la fila sobre los escalones rocosos, se animaban unos a otros y, por ende, a sí mismos.

Cantar las alabanzas de un rey de bandidos era un trabajo ingrato y poco digno, decían.

Bueno, generalmente.

Pero Finn era diferente, decían. Por supuesto.

Resultaba difícil contener la risa. Con el razonamiento de gente así, un bandido, un goblin, incluso un monstruo era diferente cuando entraban en juego el dinero y un sitio cerca del hogar para calentarse.

Finn, aseguraban, había acometido con resolución la búsqueda de un medio para levantar la maldición que había caído sobre Caergoth y la península años atrás por culpa de los solámnicos Pyrrhus Alecto y su hijo Pyrrhus Orestes. Sus chamanes y adivinos le habían dicho que la maldición perduraría «mientras vivieran descendientes de Alecto», y la búsqueda y persecución había entrado en su cuarto año, con el único resultado de que sus mercenarios siempre le informaban que habían estado a punto de capturar a Orestes. Desesperado, Firm confiaba en que un himno transformador levantara la maldición mediante su magia y su belleza.

Los bardos se pinchaban unos a otros cínicamente, preguntando cuándo iban a escribir ese canto especial para hacer su fortuna con los bandidos. Todos rieron con esa actitud enterada de los bardos, y después enmudecieron.

Me recosté en la fría piedra de la pendiente, aguardando una incierta audiencia. Los pelícanos y las gaviotas volaban sobre la rompiente marea y se zambullían en las aguas mientras el sol se ponía por el promontorio occidental de Ergoth, una oscura silueta al otro lado del cabo.

Ociosamente, pasé los dedos por las cuerdas del arpa, tanteé mis bolsillos buscando la pluma y la tinta del poeta. Había viajado cientos de kilómetros hasta llegar a esta escalera, esta audiencia. El dolor de las cicatrices se agudizó de repente, hasta alcanzar un nivel nuevo y abrumador.

El canto de los bardos a mi alrededor era diestro, brillante, escéptico… y carente de las estrofas que buscaba. Tendría que afrontar las cavernas resonantes bajo la guarida de Finn.

La druida me había dicho que podía encontrar la verdad. «Y su hallazgo me salvará la vida y hará que el pasado sea invariable». O la canción estaba aquí, o no había canción. Además, ¿es que el dolor final del ácido del monstruo podía ser peor que este perpetuo abrasarse?

—Lo tendrás, padre —musité bajo los pliegues de mi embozo—. Redimido y perpetuado. El pasado será invariable. En cualquier caso, tendrás la verdad. En cualquier caso, yo estaré mejor.

Finn Mano Negra estaba sentado en un enorme trono tallado en la pared de la caverna. Él mismo parecía cincelado en piedra, un gigante alerta o un monumento erosionado por los elementos y colocado como un símbolo de protección a lo largo de la rocosa costa peninsular. Llevaba la mano derecha enfundada en un guante negro, por razones que sólo él sabía.

Su compañía de bandidos formaba un cordón a su alrededor; eran hombres toscos y marcados con cicatrices, como los pueblos incendiados. Desenvainaron sus cuchillos mientras observaban a los juglares, e intercambiaban entre sí sonrisas retorcidas, como si compartieran un secreto espantoso que muy pronto quedaría revelado.

Rondé por la boca de la cueva, escuchando durante una hora las canciones de los bardos, técnicamente brillantes pero carentes de sensibilidad. Proclamaban que tocaban música por su propia satisfacción, por la gloria del propio canto, pero todos sabían que no era cierto, porque la música siempre sirve a un amo.

Incluso Finn sabía que mentían. Finn, que jamás había tenido en sus manos arpa ni flauta, cuya poesía era la emboscada y el saqueo. Estaba recostado en el erosionado trono, despidiendo al nacarado cantante de Kalaman, al pálido muchacho de Palanthas, y al mercader transformado en poeta de Dargaard. Cada uno recibía un trozo de pan por su canción y regresaban, rezongando, hacia el este, a las ciudades solámnicas y a la contingencia de castillo y albergue.

Era de noche. En las zonas altas de la caverna se oyó el roce susurrante de los murciélagos, y yo recordé un día lejano, un día de invierno, una caverna y un sonido susurrante de hojas secas. Dos últimos solicitantes me separaban del bandido: un mendigo que se había quedado cojo en un accidente en el campo, y otro bardo.

Esperé en las sombras de la cueva mientras el pordiosero mendigaba y recibía un pan, y mientras el bardo cantaba y recibía un mendrugo duro.

Ninguno tenía la canción. Ninguno de ellos. Ni bardo ni juglar ni poeta ni trovador. Sus cantos sonaban atenuados en la cueva, y el eco los repetía creando una confusa melodía doble.

Había viajado mucho para llegar hasta aquí, y todavía me quedaba por descubrir más; más que una música insustancial y unas rimas mendicantes. Cuando me llamaron avancé hacia la luz, y, una vez que los ojos apagados del rey de los bandidos se posaron en mí, retiré mi capucha.

—Portador del Fuego —dijo con voz áspera, y añadió—: Orestes la Antorcha.

Puesto que todos los bandidos se abalanzaron sobre mí para ser el que acabara conmigo, el que ponía fin al linaje y a la maldición ante la mirada aprobadora de su cabecilla, Finn tuvo que levantar la mano y contenerlos.

—No —rugió—. La sangre del linaje de Pyrrhus no debe manchar el suelo de esta caverna. Recordad la maldición. Recordad el daño que puede sobrevenir.

Un chamán, que estaba sentado al pie del trono de piedra, asintió con un cabeceo; las cuentas de su collar repicaron al acariciarlas.

Seguí a los guardias por el túnel de la cueva hasta una tenebrosa profundidad donde no había más luz que el brillo de las velas metidas en las grietas de la roca, y más tarde sólo la de la antorcha que nos guiaba. Me dejaron en una enorme rotonda, decenas de metros bajo la superficie; el guardia que cerraba la marcha fue cubriendo sus huellas, apagando vela tras vela, y sus pisadas levantaron eco sobre eco hasta que la caverna resonó como si todo un ejército se alejara por el túnel.

Me senté en la oscuridad más absoluta. Un instante después, escuché una voz.

Era un hablar quedo, insinuante, que se entrelazó con la trama de mis pensamientos hasta que ya no pude discernir, sobre todo en aquella oscuridad, qué palabras eran mías y cuáles no.

Oh, a unos ojos distraídos… empezó, un fragmento de canción en la oscuridad.

Me incorporé precipitadamente y me abalancé hacia donde confiaba que estaría el túnel. Bajo mis pies tintinearon huesos, que chocaban contra madera podrida y cuerdas oxidadas, creando una música hueca. Giré ciegamente en la oscuridad, y comprendí que había dejado atrás el arpa de mi padre, y supe que no podría encontrar el camino para volver a donde estaba tirada.

Una segunda voz me sorprendió, estúpidamente parado en el mismo punto, arrebujado en la capa, aguardando las fauces, el fatal veneno del monstruo. Brinqué sobresaltado con el nuevo sonido y mi patética daga salió disparada de mis dedos, en la oscuridad, donde rebotó escandalosamente contra la pared de piedra.

Est Sularis oth Mithas

Y entonces, detrás de mí, o lo que me pareció que era detrás de mí, sonó otra voz.

Construye tu muralla más occidental en tres partes

Y, más allá, otra voz, y otra más, hasta que empecé a girar, mareado, zarandeado por voces, por ecos, por sonidos errantes procedentes de siglos anteriores. Porque no sólo las voces de Southlund y Coastlund se mezclaban en la oscuridad con un coro de Solámnico Culto, sino que el antiguo lenguaje ritual parecía cambiar mientras lo escuchaba, viajando de voz en voz, variando ligeramente cada vez hasta que comprendí que las últimas voces que había oído eran otro lenguaje totalmente distinto y que había seguido el paso de palabras familiares, sonidos familiares, de vuelta a una voz que era completamente ajena, que hablaba en una lengua tan remota como la Edad del Poder, como las distantes e inalcanzables constelaciones.

Debería haberlo sabido, dijo la voz torturada de un joven.

Puedes encontrar la verdad, musitó otra voz, más suave, más familiar.

Y su hallazgo hará el pasado… invariable.

Seguí la familiar voz de la druida L’lndasha Yman; me rocé el hombro contra la piedra y una fría corriente de aire me acarició el rostro, indicándome que había encontrado un túnel… a otra parte.

Las voces sonaban delante ahora; delante y detrás, contenidas, supongo, por el angosto corredor. Algunas me gritaban, otras susurraban, otras me mortificaban con extraños acentos y pensamientos fragmentados…

…aquí en las llanuras, donde el viento se desvanece…

…nuestra medicina es una piedra y no es una piedra, y

una clase de cosa y no cosas diversas, de la que todos los metales nacen…

…Tu único amor es un velero…

…Por las tierras de Caergoth cabalgó…

Me detuve. En la última voz, en alguna parte a mis espaldas, en el corredor, habían sonado las viejas palabras. Olvidé todo lo demás —la druida, el viento evanescente de las llanuras, la medicina y las canciones obscenas—, y di media vuelta.

En medio de una larga exposición de conocimientos herbolarios, localicé de nuevo la voz: la entonación del bardo que disimulaba el acento de Coastlund. Seguí la vocalización septentrional, el sonido rítmico de los versos…

Estaba en otra cámara, pues el eco giraba a mi alrededor y sobre mí, y sentía aire frío por todas partes y un calor muy distante por la izquierda. La voz continuó, más fuerte, sin que ruido o distracción la interrumpieran, y terminó y se repitió como un eco resonando sobre eco.

Contuve el aliento, y hurgué los bolsillos buscando pluma y tinta; entonces recordé al monstruo y olfateé el aire para captar ácido o calor.

Era, ciertamente, el «Canto de la Destrucción» de Arion, su eco repitiéndose a lo largo de los años en esta caverna y ahora en mis oídos.

De modo que esperé. A través de antiguas narraciones sobre los pecados del Príncipe de los Sacerdotes, a través del relato del poeta sobre los numerosos edictos de perfección y el Edicto del Control del Pensamiento. Esperé, mientras la canción describía las relucientes bóvedas y chapiteles de Istar, la fase creciente de las lunas, la convergencia de las estrellas, las voces, los truenos y relámpagos y los terremotos.

Escuché al granizo y al fuego precipitarse sobre la tierra en un diluvio de sangre, incendiando los árboles y la hierba, y abrasando las montañas, y cómo el mar se tornaba sangre, y cómo sobre y debajo de nosotros los cielos se dispersaban, y la langosta y los escorpiones deambulaban por la faz del planeta…

Esperé mientras el eco de la voz pasaba por las generaciones de un siglo al siguiente y por fin al tercero después del Cataclismo, aguardando aquellas líneas, no permitiéndome confiar en que serían diferentes de las escritas en el libro que llevaba en mi mochila, así que cuando las estrofas llegaron, fueron como la luz misma.

Por las tierras de Caergotb cabalgó

Pyrrhus Alecto, caballero de la noche de traiciones,

tea de la conflagración que oscureció el estrecho

de Hylo,

aceite y cenizas sobre el agua, país incendiada.

Por siempre jamás los pueblos arden a su paso,

y el grano de los campesinos, vida de los harapientos

ejércitos

que lo hostigan de vuelta al torreón del castillo,

donde Pyrrhus el Portador del Fuego anuló

el mundo

bajo la denegación de las almenas,

donde murió entre piedras con sus huestes

atrincheradas.

Durante diecisiete años los campos de Caergoth

ardieron sin cesar por su mano devastadora,

un erial de condados y aldeas,

y la historia del Portador del Fuego perdura en

la estela de su nombre.

Me senté en el frío suelo de piedra y reí y grité queda, jubilosamente. Esperé una hora, quizá dos, mientras el «Canto de la Destrucción» terminaba y empezaba otra vez. Me pregunté fugazmente si éste sería el eco del propio Arion, si estaría escuchando no sólo los versos, sino la voz del bardo que mi padre había asesinado una generación atrás.

Decidí que no tenía importancia. Lo único importante era la verdad de los versos y de la narración.

La canción de Arion había tildado de traidor a mi abuelo, pero había preservado las tierras, porque ¿qué bandido o goblin estaría interesado en invadir un país ya devastado por el fuego? La canción de Orestes había reivindicado el nombre de Alecto, pero a costa de las llamas, la ruina y su propia vida. De modo que, cuando sonó otra vez el canto de Arion, estaba preparado para escucharlo, aprenderlo de memoria y deambular por estas cavernas hasta recuperar la luz, el aire fresco, el pergamino donde escribir los versos que salvarían el linaje de mi padre. Mi linaje.

Se repitió, y yo recordé cada palabra con una memoria medio entrenada en escuchar, medio heredada de un padre con dotes de bardo. Por primera vez en mucho tiempo, quizá por primera vez en mi vida, me sentí agradecido de ser quien era, y bendije las dotes que Orestes me había transmitido.

Y entonces, con un susurro que ahogó todas las otras voces, la bestia habló. ¡Era un dragón!

Así que ha enviado a otro desde la luz… Oh, bienvenido seas… la lucha ha terminado, terminado… descansa ya, descansa… no continúes… no… no…

No parecía raro en absoluto entregarse al monstruo sin lucha u oposición, librarme del pasado incierto y la maldición de estas cicatrices y su dolor abrasador, librarme del peso de una tierra torturada…

Así que me quedé allí, aferrando ridículamente pluma y tintero, y, aunque la oscuridad era ya más negra de lo que nunca imaginé, cerré los ojos, y un calor extraño me envolvió, y con él el olor de herrumbre, despojos y sangre rancia. Las fauces se cerraron rápidamente a mi alrededor, oí la voz de un hombre que decía: Maté a Arion, y los incendios nunca cesarán. La tierra está maldita. Yo estoy maldito. Mi linaje está maldito. Quiero morir.

Y entonces, como un último regalo, el susurro de una mujer:

Hay poder en las palabras, y especialmente en las tuyas.

Fue el ardiente hedor lo que me sacó de mi estupor. Jadeé y tosí, y cerré de inmediato los ojos para resguardarlos de los voraces y cáusticos vapores.

Estaba sentado en un espacio muy reducido.

Tanteé despacio, cautamente mi entorno, todavía con los ojos apretados para evitar el hediondo vapor corrosivo. Extendí los brazos y sentí a ambos lados unas paredes resbaladizas y correosas.

La comprensión se abrió paso lentamente en mi cerebro.

Me encontraba en el estómago del dragón, como el desdichado marinero al final de un cuento antiguo.

Grité aterrorizado, pateé las pulsantes paredes, me agité frenético, pero, al parecer, la enorme bestia se había acomodado y se había quedado dormida, con la seguridad que le daba la larga experiencia de saber que los negros ácidos corrosivos de su estómago se ocuparían del resto.

Sentí que mis cicatrices siseaban y se hinchaban con ampollas. El tejido era resistente y grueso como cuero, y pasarían horas antes de que el ácido lo corroyera. Había una cantidad aceptable de aire, aunque era apestoso y difícil de respirar. No podía hacer otra cosa que esperar.

Durante un corto espacio de tiempo, lo que tardó mi corazón en latir doce veces, me abrumó lo absurdo de mi misión. Cuatro años de vagabundeos a través de dos continentes, escondiéndome en castillos y pantanos, bajo los pilares de puentes y en sucios y angostos callejones, soportando en silencio el dolor abrasador…

Todo para terminar del modo más repugnante, y conmigo el linaje de Pyrrhus Alecto, disuelto y digerido cientos de metros bajo la superficie de nuestra amada península. Había descendido a la profundidad de las montañas, y la tierra con sus barrotes me rodearía para siempre.

Volví a gritar, seguro de que nadie me escucharía.

Entonces, todo pareció estúpidamente sencillo; porque después del llanto, del vano recuerdo de mis cien aventuras, acudió a mi mente lo último que había oído:

«Hay poder en las palabras, y especialmente en las tuyas».

Mi primer propósito, muchas estaciones atrás y a cientos de kilómetros de distancia, cuando dejé madre y hogar, había sido descubrir y hacer saber la verdad sobre Orestes y Alecto.

La había descubierto. Ahora debía darla a conocer. Salvaría la verdad en la última hora de disolución. Y, aunque asumía que las estrofas nunca verían la luz ni llamarían la atención de una mirada bien dispuesta, saqué pluma y tintero, y dije en voz alta, anulando las palabras de mi padre como él había anulado las de Arion:

—Los fuegos están apagados. La tierra es libre. Estoy vivo.

Mojé la pluma y empecé a escribir a ciegas sobre las palpitantes paredes del estómago del dragón.

Por las tierras de Caergoth cabalgó…

Algunos hombres se salvan por el agua, otros por el fuego. He oído historias sobre afortunados desprendimientos de rocas que dejaron en libertad a mineros atrapados; de un barco y su tripulación que sobrevivieron a huracanes porque el timonel condujo la nave al refugio del ojo de la tormenta por pura casualidad.

Yo soy el ejemplo insólito de salvarse por una náusea.

Quizás haya que atribuirlo a la tinta, o al movimiento incesante de la pluma en las paredes del estómago del dragón. Fuera lo que fuese, los pescadores que bordeaban la costa de Endaf, las buenas gentes de Ergoth que me sacaron del agua tosiendo y escupiendo, dijeron que nunca habían visto cosa igual ni en mar ni en tierra.

Dijeron que las cavernas de Finn Mano Negra habían explotado y que los cascotes rodaron por el acantilado y se precipitaron a las arremolinadas aguas del cabo; que creyeron que era un terremoto o que un enano hechicero se había vuelto loco en las profundidades de la roca, hasta que vieron surgir de la caverna central unas alas negras, conformadas como las de un murciélago. Y me contaron que la enorme criatura se elevó grácilmente sobre las aguas costeras, que se lanzó en picado hacia el mar, y que, sin ninguna consideración, vomitó sobre el cabo de Caergoth.

Llegué a la conclusión de que se me había concedido una gracia mientras yacía en la cubierta del barco y me hacían beber un ponche caliente y me envolvían en mantas; viraron su pequeña embarcación hacia el litoral de Ergoth y a Eastport, un abrigo seguro en esa desolada e inhóspita tierra.

No obstante, me parecía raro que los pescadores me prodigaran atenciones, como si fuera uno de ellos. No lo comprendí hasta que llegamos a puerto y, al inclinarme sobre un barril de agua, descubrí que las cicatrices habían desaparecido.

Pero el recuerdo del dolor abrasador regresa, sordo y opresivo, en mis manos, sobre todo por la noche, aquí, en este cuarto del faro asomado a la bahía de Eastport. Al otro lado de las aguas diviso la costa de mi tierra natal, las ruinas de la guarida de los bandidos, en Endaf. Me contaron que Finn desapareció junto con dos docenas de sus partidarios cuando el dragón irrumpió arrollador en la cueva que ocupaban rugiendo, retorciéndose y soltando el fatal ácido, que es el arma principal de los de su especie.

Puede que la propia criatura se destruyera también a sí misma, ya que no se la ha vuelto a ver en la costa de Caergoth desde aquel día. Pero los mismos pescadores que me rescataron afirman que, la otra noche, una sombra oscura cruzó ante el rojo disco de Lunitari. Aunque, cuando miraron a lo alto, no vieron nada aparte de la luna y el cielo despejado.

Interpretaron este suceso como un augurio, y ahora llevan talismanes a bordo. Claro que los marineros siempre han sido un puñado de supersticiosos que ven monstruos en las nubes, el viento y las aguas.

Por las noches me siento junto a la ventana, alumbrado por la luz de la vela, y observo las constelaciones que cambian, parpadean y desaparecen en estos tiempos inciertos; y pongo ante mí una hoja de pergamino en blanco, y escribo los versos de cada día que he guardado en la memoria. Durante unos breves instantes me sumerjo en los límites del recuerdo, y evoco a mi madre, a L’Indasha Yman, a los renuentes caballeros, y a los dichosos pescadores. Pero, sobre todo, recuerdo a mi padre, que viene a mí en una herencia de versos e historias conflictivas. Es por él, y por mi abuelo, y por todos aquellos que han desaparecido y han sido vilipendiados por las mentiras del pasado, por lo que mojo la pluma en la tinta, y el dolor de mis manos remite mientras empiezo a escribir…

En los castillos de Solamnia

se posaron cuervos,

oscuros e innumerables

como un año de muertes.

Y, soñados en las almenas,

establecidos y sagrados,

están los símbolos de la Orden,

Martín Pescador y Rosa…