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Todd Fahnestock

Gylar Radilan, de Cerro del Lastral, soltó la mano de su madre en su pecho, sobre la manta arrugada. Todo había acabado. Gylar no sabía si sentirse aliviado o meterse en un rincón a llorar. Finalmente, todo había terminado. Se echó atrás y se dejó caer en la silla que había puesto junto a la cama, la silla en la que había estado sentado toda la noche mientras le sostenía la mano.

Hundió la cabeza un momento mientras pensaba en los últimos días. La Muerte Silenciosa había pasado por el pueblo, matando a todo el mundo. Había sido imposible descubrir su llegada. No hubo síntomas preliminares. Un momento antes, la gente estaba riendo y jugando —como Lutha, la chica que había conocido—, y al siguiente estaban en cama, quejándose débilmente del espantoso frío que sentían, pero ardiendo de fiebre. La piel se les oscurecía hasta adquirir un horrendo tono púrpura, empezaban a toser flemas cada vez más espesas, y en unas pocas horas sus cuerpos se ponían agarrotados, como con el rigor mortis.

Pobre Lutha. Gylar tragó saliva y respiró hondo para contener las lágrimas. Ella había sido la primera, la que había traído la perdición al pueblo. Gylar recordaba haber ido con ella al nuevo pantano, el que había aparecido después de que el mundo se sacudiera en sus cimientos. La gente había advertido repetidamente a sus hijos que no fueran allí. Decían que en el antaño había toda clase de males, pero eso nunca había detenido a Lutha. Nunca hacía mucho caso a sus padres, y, cuando se le había metido algo en la cabeza, no había quien la hiciera cambiar de opinión. Tenía que saber lo que había pasado con su árbol; el árbol de ellos dos.

Ahora estaba muerta. Todos estaban muertos. Menos él. Por alguna razón, no había sido afectado. O al menos, todavía no. También sus padres habían parecido inmunes a la enfermedad, hasta el día en que se derrumbaron en el lecho, tiritando.

Gylar se levantó de la silla y cruzó la habitación. Miró a través de la ventana el nuevo día cuya luz asomaba por el brumoso horizonte y se cernía sobre los árboles que bordeaban el nuevo pantano. Apretó los dientes cuando, por fin, una lágrima se deslizó por su mejilla. Si no hubiese sido por el pantano, nada de esto habría pasado. Lutha no habría traído el negro mal con ella, y todo el mundo se encontraría bien. Pero no, los dioses habían arrojado su montaña de fuego. Habían resquebrajado la tierra, y el agua caliente había emergido, y con ella lo que quiera que había matado a todo el pueblo.

Gylar golpeó el alféizar con su pequeño puño. ¿Por qué lo habían hecho? Los aldeanos habían sido buenas personas. Paladine era su patrón; la madre de Gylar siempre había sido meticulosamente devota de su dios, enseñando a Gylar a ser igual. Había amado a Paladine más que ningún otro en el pueblo. Incluso después del Cataclismo, cuando todos los demás renegaron de los dioses con desprecio y odio, la madre de Gylar continuó rezando sus oraciones vespertinas con creciente afán. ¿Qué había hecho ella, precisamente ella, para merecer tal castigo? ¿Qué había hecho cualquiera para merecerlo? ¿Es que iba a morir todo Krynn? ¿Era eso lo que iba a pasar?

Gylar era joven, pero no estúpido. Había oído a sus padres hablando sobre las cosas espantosas que le estaban ocurriendo a la gente que había sobrevivido a los terremotos e inundaciones. ¿Acaso a los dioses ya no les preocupaban los mortales?

Sacudido por una avalancha de violentas emociones, Gylar se dio media vuelta y salió corriendo de la casa. Llegó a la orilla de la nueva ciénaga y gritó al cielo su rabia.

—¿Por qué? Si tanto nos odiabais, ¿por qué nos creasteis?

Gylar cayó de rodillas en el suelo, sollozando. ¿Por qué? Era lo único que se le ocurría preguntar. Todo dependía de eso. ¿Por qué el Cataclismo? ¿Cómo podían haber sido tan malvados los humanos para merecer algo así? ¿Cómo podía serlo cualquiera?

Permaneció un buen rato doblado sobre sí mismo, como si una cadena invisible tirara de su cuello, sumándose a la que ya oprimía su corazón. Gylar sollozó un poco más y después se limpió la nariz con la manga.

Se incorporó, tambaleante, y alzó de nuevo la vista al cielo. Las nubes empezaban a cubrir el sol, amenazando tormenta. Gylar suspiró. Aunque no tenía ningún otro lugar donde ir, no quería quedarse en este sitio de muerte. Sus ojos recorrieron el monte Phineous. La prominente montaña todavía parecía fuera de lugar dominando el entorno, como un centinela enviado por los dioses para vigilar el paraje montañoso. La parte superior estaba cubierta con nubes. Otra consecuencia del Cataclismo: la montaña parecía la contraposición del nuevo pantano. Brutal e imponente, magnífico, el descollante farallón era la antítesis del silencioso y furtivo pantano mortal.

La fatiga se impuso sobre la tristeza y la repulsión, al menos por el momento. Despacio, desanduvo el camino, de vuelta a la casa muerta. Gylar se paró en la puerta y giró sobre sus talones para contemplar la tierra que acusaba el creciente frío del invierno. Era probable que nevara hoy.

Se volvió y cerró la puerta tras él. No importaba. Ya casi no importaba nada. Sentía los miembros muy pesados. «Dormir —pensó—. Nada más. Dormir. Y después, cuando despierte, si es que despierto, pensaré qué hacer».

Así pues, por primera vez en tres días, Gylar durmió.

Sin apartar los ojos de su presa, Marakion contuvo la respiración, aunque un tenue vaho salía de entre sus labios. El desaliñado hombre que tenía delante se recostó pesadamente en un árbol, respirando entre resuellos el gélido aire mientras intentaba recuperarse de la carrera. Aunque exhausto, el hombre no apartó ni por un instante su temerosa mirada de Marakion.

—Una caza divertida, amigo mío —dijo Marakion con un tono que era cualquier cosa menos divertido—. Dime lo que quiero saber, y esto acabará.

El hombre lo miró incrédulo. Marakion apenas jadeaba. El hombre resolló otra vez antes de responder frenético:

—¡Ya te lo he dicho! ¡Nunca he oído hablar de esos «Merodeadores Matacaballeros»!

Marakion avanzó hacia el ladrón, sus ojos sombríos e insondables, los labios prietos, conteniendo a duras penas la furia. La hoja desnuda de su espada relució con un brillo mortecino.

—«Merodeadores Azote de Caballeros» —corrigió con un retumbo sordo. El hombre desaliñado tembló bajo su ardiente mirada—. Eres un bandido, como ellos. Tienes que conocerlos. Dime dónde están.

—¡Ya te lo he dicho! ¡No lo sé! —El ladrón se aplastó contra el árbol.

En un brutal silencio, Marakion dio rienda suelta a su cólera. Su espada, Destello, que un instante antes estaba a su costado, al siguiente descargaba un golpe al cuello del hombre con la parte plana de la hoja. El ladrón se quedó tan sorprendido por el ataque fulminante que casi no tuvo tiempo de parpadear. El impacto lo hizo tambalearse. Otros dos golpes más dieron con él en tierra, inconsciente.

—Entonces, vivirás —dijo Marakion, con la respiración algo agitada. Se agachó y registró el cuerpo a fondo, buscando la insignia que daba a su vida un ardiente propósito.

No encontró ninguna.

Decepcionado y furioso, dejó al inútil matón tirado en el mismo sitio y se encaminó hacia la calzada.

La villa a la que se dirigía, antes de que la pequeña cuadrilla de rufianes lo atacara, se encontraba un poco más adelante. Había buscado por todas las ciudades y áreas limítrofes al este de allí, sólo para acabar con las manos vacías, siempre. Pero esa zona desolada prometía mucho. Marakion estaba seguro de que los merodeadores estaban cerca. Tenían que estarlo. En los últimos días, se había topado con muchos miserables como el que acababa de derribar. Ninguno de ellos pertenecía a los Azote de Caballeros, pero su presencia podría ser la señal de que se estaba acercando a su escondite.

Poco después, las ralas arboledas dieron paso a una vasta pradera ondulante. Al borde de ésta se alzaba un pequeño y sucio villorrio. Marakion ni siquiera echó una segunda ojeada a los destartalados edificios, la calzada embarrada y descuidada, el arroyo atascado de mugre y estiércol. El panorama de gente viviendo en semejante inmundicia no era nuevo para él, ni mucho menos. De hecho, este sitio era mejor que otros que había visto.

Las pocas personas con las que se cruzó mientras avanzaba por la calzada en dirección a la población le lanzaron miradas fugaces, furtivas, bajo las capuchas deshilachadas y ajadas. Marakion hizo caso omiso y se encaminó hacia la primera taberna que divisó.

Ni siquiera leyó el nombre al entrar. No le importaba dónde estaba, y los nombres sólo conseguían deprimirlo: nombres nuevos, cínicamente indicativos de los tiempos actuales, tales como «La Esperanza del Cataclismo»; o nombres viejos, que los propietarios ni siquiera se habían molestado en cambiar. Estos últimos eran todavía peor, pues hacían alusión a un alegre concepto del mundo ahora perdido para siempre, en los letreros que pendían torcidos de cadenas rotas o clavos sueltos.

Marakion abrió la puerta, que colgó de los goznes una vez libre de la jamba. La cerró de golpe, mientras acallaba la vocecilla interior que seguía recordándole lo poco que merecía la pena vivir si todo era así.

Miró en derredor, inspeccionando la sala, y luego se dirigió al mostrador que había en la pared del fondo.

El tabernero había sonreído al entrar Marakion, pero ahora se puso pálido y nervioso al fijarse en la fría expresión de su rostro y la sombría mirada.

—Eh… ¿en qué puedo serviros, forastero?

—¿Qué tienes hoy para comer, posadero?

—Un buen estofado de cordero, si tenéis dinero para pagarlo.

—¿Y pan?

—Desde luego, forastero. Pan bastante reciente, si tenéis dinero para pagarlo.

Marakion no se tomó la molestia de corresponder a los vacilantes intentos del hombre por mostrarse amistoso.

—Sírveme un trozo de pan y el estofado. —Echó unas cuantas monedas sobre el mostrador—. Me sentaré en aquella mesa.

El tabernero recogió el dinero en un visto y no visto.

—Me llamo Griffort. Si necesitáis algo, soy la persona indicada para atenderos. No sé si tendréis intención de hacer noche aquí, pero dispongo de un par de cuartos…

—Reservaré uno —lo interrumpió Marakion—. Para una sola noche. —Hizo una pausa y aguardó.

—Eh… mmmm… Otra de esas monedas será suficiente —balbuceó el nervioso posadero.

Marakion le pagó y fue hacia la mesa que había indicado. Mientras tomaba asiento, tanteó la bolsa del dinero. No quedaba mucho. Una mugrienta posada, comida podrida, y un cuarto que probablemente estaría infectado de ratas, y le costaba tanto como si estuviera en Palanthas… y éste era el mundo en el que estaba viviendo ahora.

La clase de vida que llevaba ahora…

Marakion se frotó suavemente los ojos. No conseguía apartar de él los recuerdos. Y, aun cuando lograba borrar las imágenes, su esencia lo seguía alcanzando. Parecía incapaz de dejar aquello fuera. Infectaba cada pensamiento, hasta el último de sus actos.

Se relajó, y sus músculos empezaron a aflojar la tensión y el cansancio de la jornada. Sintió la postración causada por el agotamiento. Sus dedos siguieron frotando los párpados cerrados, y poco a poco, dejó de percibir la posada y cuanto lo rodeaba.

¿Dónde está ella, Marakion? La voz familiar sonó en su mente, repitiendo la pregunta.

—No lo sé. Cerca, en alguna parte. No lo sé —musitó.

Eso no es bastante, Marakion. ¿Dónde está? ¿Dónde?

—¡La estoy buscando, intento encontrarla!

No es suficiente, Marakion. No hay excusas que valgan. Pueden matarla, lo sabes. Cada día que pasa sin que des con ellos, es otro día que pueden matarla, o utilizarla.

—Ya lo sé. Los encontraré. Aunque para ello tenga que remover hasta la última piedra del continente, los encontraré.

Más te vale.

La voz acusadora se desvaneció y dio paso a una visión que lo acosaba por las noches cuando dormía y en las horas de vigilia cada vez que perdía la concentración que la mantenía a raya.

Fuego. Fuego y humo. Las llamas lamían las ventanas altas de la torre. El humo subía en espirales desde cualquier parte del castillo, ennegreciendo el cielo. La desesperación oprimió el corazón de Marakion. Había regresado a casa a tiempo de presenciar su caída a manos de un grupo de saqueadores.

Su caballo llegó a los adoquines que conducían al interior del castillo. Tiró brutalmente de las riendas haciendo que el animal, lanzado a la carrera, se frenara en seco. El caballo casi dobló las rodillas. Marakion desmontó de un salto y corrió por los jardines del castillo. Estaban pisoteados, destruidos, quemados.

—¡Marissa! —gritó con todas sus fuerzas para hacerse oír sobre las crepitantes llamas y el estruendo de destrucción que llegaba del interior del castillo—. ¡Yagor! ¡Bess! —Cruzó el jardín como una exhalación y se precipitó hacia la entrada.

Las enormes puertas dobles estaban hechas pedazos y esparcidas por el suelo. El inmenso vestíbulo aparecía destrozado, en un estado lamentable, un patético remedo de su grandeza original. Un rufián de barba desaliñada se hallaba de guardia en la entrada.

El merodeador cargó contra él. En sus ojos había determinación y firmeza; en los de Marakion había muerte. La rabia dio fuerza a su brazo armado, y el temor por su familia infundió una increíble velocidad a sus movimientos. Desvió la espada del invasor y le asestó de revés un golpe atroz sobre la cabeza.

El merodeador se agachó esquivando el brutal ataque y lanzó una cuchillada al pecho de Marakion. Éste fintó, salvó la guardia del invasor; y lo atravesó de parte a parte.

El hombre se desplomó y jadeó mientras la vida se le escapaba. Marakion plantó el pie en el pecho del merodeador y liberó su espada mediante una violenta patada. Los gritos del moribundo cesaron al tiempo que Marakion llegaba a lo alto del ala izquierda de la escalera.

—¡Marissa!

Marakion corrió a la habitación de su hermana, el primer cuarto de la planta segunda. No estaba allí pero, al igual que el vestíbulo, la habitación era un caos: libros tirados en el suelo, el lecho un humeante montón de sábanas quemadas, paja y madera. Cerca de los abrasados restos había un trozo de tela. Lo reconoció y lo recogió: un pedacito de su vestido, el vestido de color lavanda que siempre se ponía para darle la bienvenida. Una salpicadura de sangre manchaba el retazo de lienzo

—¡Marissa! —chilló, dominado por la rabia y la impotencia. Su hermana de dieciséis años, su mejor amiga, tan brillante, tan llena de vida… Marakion articuló un grito estrangulado mientras estrujaba el trozo de tela…

—Señor.

«¿Señor…?».

—¿Estáis dormido, señor?

Marakion despertó sobresaltado al sentir el roce de una mano. Estaba desorientado, aunque todavía seguía allí, en su incendiado y devastado hogar. Su mano reaccionó al roce con la velocidad de una serpiente. Aferró la delgada muñeca y la sujetó con fuerza. Sonó un respingo de dolor. Marakion miró fijamente, intentando enfocar los ojos.

«¿Marissa?».

La mujer estaba petrificada, y sus ojos, desorbitados.

La dura mirada de Marakion no se suavizó, pero sus dedos se aflojaron levemente. No, no era Marissa, sino una camarera; sólo una camarera.

—¿Qué? —preguntó lacónico, al tiempo que soltaba la muñeca de la mujer. Tenía el cabello pelirrojo y lo llevaba tan sucio y descuidado como el ordinario y arrugado vestido marrón que la cubría.

Ella lo estudió fríamente con sus perspicaces ojos.

—Griffort quiere saber si queréis pimienta en el estofado.

—De acuerdo —dijo Marakion—. Me parece bien.

—Se lo diré —respondió la mujer con voz seca, y se marchó.

Marakion sacó algo de su túnica con gestos calmosos. Desenrolló y extendió un trozo de tela lavanda ante sí. Estaba ajado, descolorido, salpicado con unas manchas parduscas.

Cerrando los ojos, Marakion apretó la tela contra su mejilla.

—Marissa…

A la mañana siguiente amaneció un día frío y desapacible. Estaba nevando. Mientras Marakion se cargaba el petate al hombro y se ataba la capa, miró por la ventana de su cuarto y pensó que ése sería el día en que encontraría a los merodeadores. Ese mismo día descubriría el escondrijo de esa escoria.

Griffort estaba limpiando el mostrador y alzó la vista al oírlo.

—Buenos días, señor —saludó—. ¿Vais a desayunar? Tal vez pueda conseguir algunos huevos, si tenéis dinero para pagarlos.

—No. Me marcho.

El posadero asintió con la cabeza.

—¿Hacia dónde os dirigís?

—Al oeste.

La expresión de Griffort se tornó sombría e hizo un gesto a Marakion para que se acercara.

—¿Permitís que os dé un consejo gratis? —susurró.

Marakion hizo un ademán de aquiescencia.

—No vayáis al oeste. Al menos, no directamente al oeste. Evitad el monte Phineous con un rodeo, si os es posible. Allí está pasando algo muy malo.

—¿Cómo es eso? —se interesó Marakion.

—Teníamos un acuerdo con un granjero de Cerro del Lastral. Aquí no crecen patatas y algunas otras cosas que a Batus le gusta utilizar en la cocina, así que trocábamos pan y cosas por el estilo por verduras y otros productos… Eh… bien, ya veo que no sois partidario de historias largas, así que resumiré. Un día, el granjero dejó de venir con su carro. Envié a un chico del pueblo a Cerro del Lastral para saber qué había pasado. El muchacho no regresó. Algo malo está ocurriendo allí, forastero…

Griffort enmudeció sorprendido al ver sonreír a Marakion.

—Perfecto. ¿Te suena el nombre «Merodeadores Azote de Caballeros»? ¿Sabes algo de ellos? —preguntó Marakion.

El desconcertado posadero sacudió la cabeza lentamente.

—No.

Marakion clavó una mirada penetrante en el hombre; luego se dio media vuelta y abandonó la posada. Oyó a sus espaldas el comentario que el posadero hacía a la camarera:

—A ése no le funciona la olla. ¡Cuánto loco anda suelto hoy en día!

Gylar despertó a la mañana siguiente con mejor ánimo. Había dormido durante el día entero y la noche. Su confusión y temor habían sido reemplazados por una firme determinación. Quería saber por qué los dioses habían matado a todo el mundo, por qué habían permitido que gente como su madre y como Lutha murieran innecesariamente. Bien, pues se lo preguntaría.

El interrogante no dejó de darle vueltas en la cabeza mientras enterraba a su madre junto al resto de su familia. La nieve caía mansamente sobre él y el suelo que cavaba. Era casi como si el cielo supiera que Gylar no quería volver a ver el pueblo.

Cuando su madre descansó al lado de su padre y su pequeño hermano, Gylar entró en la casa.

Cerró la puerta dejando fuera la tormenta, entró en el dormitorio y sacó la mochila que su padre guardaba en un hueco de la pared, la misma mochila que Gylar le había visto utilizar incontables ocasiones cuando iban juntos de cacería. Lo asaltó una súbita añoranza, y las lágrimas le humedecieron los ojos; se limpió la nariz con la manga.

Obligándose a pensar en tareas que precisaban su inmediata atención, Gylar cogió la mochila y fue a la cocina. Reunió alimentos adecuados para un viaje, un buen cuchillo de cocina, una cuchara y una olla pequeña. Pensó que también necesitaría una manta para dormir, así que se dirigió a su cuarto, quitó el cobertor de lana que cubría la cama y, tras enrollarlo, lo ató a la mochila de su padre, ya cargada.

Se puso una gruesa capa y llevó el petate hasta la puerta. La nieve había cubierto el suelo con una capa blanca. Monte Phineous quedaba oculto en la distancia, pero su presencia se cernía inmutable en la mente de Gylar. ¿Qué mejor lugar para entrar en contacto con los dioses que en la cima de su más reciente creación?

Se ajustó mejor la capa y se echó al hombro el pesado petate. Lo desequilibró un instante, pero el muchacho recobró el equilibrio y metió un brazo por la correa, asegurando así la carga. Giró sobre sus talones y dirigió una última mirada a lo que había sido su hogar. Sin decir una palabra, agachó la cabeza y echó a andar en dirección a la imponente montaña.

Marakion observó al chiquillo abandonar Cerro del Lastral, cargado con un pesado bulto.

—Así que vamos de viaje, ¿eh? —musitó quedamente, oculto en las sombras de una pared—. ¿Y adónde te diriges, pequeño saqueador?

Marakion había llegado a la aldea hacía media hora, y no había visto un alma en todo ese tiempo. Había sufrido una gran desilusión, ya que había dado por hecho que Cerro del Lastral era el campamento de los merodeadores. Era el sitio perfecto: un lugar desierto, al que todos aquellos que se encontraban a una distancia aceptable para viajar hasta la aldea tenían miedo de ir.

Pero en lugar de chozas destartaladas, llenas de asesinos y degolladores, había encontrado tumbas recientes y, a veces, unos pocos cuerpos durmiendo el sueño de los muertos. Sus flacos rostros tenían un tenue color púrpura y la sangre reseca les formaba una costra en los labios.

Otra pista falsa. Su frustración alcanzó un límite casi intolerable. Deambuló por la aldea buscando algún indicio, cualquier señal que revelara que éste había sido el escondrijo de los merodeadores, pero, al parecer, la única maldición que se había aposentado en el pueblo era una plaga.

—Ahí tienes lo que anda mal, Griffort —musitó.

Estaba a punto de abandonar la devastada aldea cuando se fijó en que la puerta de una cabaña estaba abierta. Se escondió detrás die una casa cercana.

Con el corazón latiéndole muy deprisa y casi conteniendo el aliento para no hacer ruido, Marakion observó al chico abandonar el pueblo.

—Bien, bien. Conque saqueando a los muertos, ¿eh? ¿Dónde están tus compinches, merodeador? ¿O es que te han enviado a explorar la zona?

Marakion se regocijó con su descubrimiento. ¡El chico se dirigía hacia el monte Phineous! Se increpó duramente por no haberlo pensado antes. ¿Qué mejor escondrijo para una banda de malhechores que una montaña deshabitada, producto del Cataclismo?

Abandonó el resguardo de las sombras y siguió al muchacho. No pensaba descubrir su presencia a su guía; al menos, no hasta que supiera dónde estaba el escondite.

—Ya voy, Marissa —susurró mientras echaba a andar con largas zancadas tras su presa.

De vez en cuando, durante la caminata montaña arriba, el chico se volvía para mirar el cielo o para comprobar cuanto se había alejado del pueblo. El siempre alerta Marakion se metía entre los árboles, o se agachaba detrás de alguna roca o los arbustos. No le resultaba difícil pasar inadvertido al muchacho. El manto de nubes dejaba el terreno sumido en una lóbrega penumbra, y la ininterrumpida nevada reducía drásticamente la visibilidad.

Ya era por la tarde cuando el chico hizo la primera parada. Tras sacar unas cuantas cosas de la mochila, la soltó en el suelo, se sentó y empezó a comer.

Marakion lo observó desde lo alto de un montículo creado por un enorme ventisquero, y después se acomodó para tomar también su comida, que consistía en unas tiras de carne de conejo seca.

La nieve había dejado de caer en algún momento antes del mediodía, y por la tarde se había despejado y había mucha más luz, lo que dificultaba la furtiva persecución de Marakion, pero no la hacía imposible. El hombre sonrió. Ya no faltaba mucho.

Mientras desgarraba con los dientes la dura carne, Marakion estudió al muchacho con interés. No era muy mayor; le calculaba unos once o doce años. Allí sentado, dando cuenta de su comida, parecía un muchachito inocente, no un ladrón de poca monta. Pero, no. Era uno de ellos… quizás un mensajero, o un raterillo. Tenía que serlo.

Los dientes del hombre pelearon con el correoso tasajo para arrancar otro mordisco. Calculó el tamaño de la montaña; no era la más grande que había visto, pero resultaba impresionante.

Marakion volvió su atención al chico. De momento, no iba a ponerse en marcha; era evidente que se había acomodado para un largo descanso. El hombre confió la vigilancia a su excelente oído y se arrellanó cómodamente.

Relajado, se sumió en un ligero duermevela y esperó a que el chico hiciera el siguiente movimiento. Salió del sopor con un sobresalto. Sus oídos habían captado un leve crujido en la ladera, por encima de su posición. Rodó sobre sí mismo, se incorporó y atisbó sobre la cresta del ventisquero.

El chico también había oído el ruido. Se puso de pie con precipitación. El sonido de maleza al quebrarse se hizo más nítido. Marakion tensó los músculos y relajó la mente permitiendo que fluyera la energía por su cuerpo. Por fin. Este debía de ser el punto de reunión. ¡Tal vez toda la banda! Estaba preparado.

Pero el chico no corrió hacia los árboles para dar la bienvenida a la cuadrilla de asesinos, ni gritó un saludo a sus compinches. En lugar de ello, soltó un chillido aterrado y, tropezando consigo mismo, empezó a correr ladera abajo. Marakion escudriñó con curiosidad los árboles para ver qué pasaba a continuación.

Un enorme ogro irrumpió entre el follaje. Tenía la piel amarillenta y correosa; se abalanzó hacia adelante con zancadas largas y rápidas. En su carrera, iba soltando una lluvia de zarzas húmedas y agujas de pino, y levantaba montones de nieve.

Marakion maldijo en voz baja al ver que el ogro acortaba distancias con el chico. ¡La condenada criatura iba a estropearlo todo! ¡Ahuyentaría a su guía, o puede que incluso lo matara antes de que tuviera oportunidad de interrogarlo!

El corazón de Gylar golpeaba contra su caja torácica como un pájaro carpintero. La nieve amontonada dificultaba cada paso de sus cortas piernas, en tanto que las zancadas del ogro limpiaban a su paso el terreno como si avanzara por un suelo de pleno verano. Era sólo cuestión de tiempo. Gylar jadeó, falto de aliento, mientras se esforzaba por continuar. Su mente se había quedado en blanco y su único propósito era escapar. Había oído contar historias acerca de lo que los ogros les hacían a los niños…

Justo en la cúspide de la desesperación, cuando el ogro se abalanzaba sobre él proyectando una sombra que cubría por completo a Gylar, la correa del petate se escurrió de su hombro.

Si hubiese razonado con claridad, Gylar habría abandonado el paquete y habría seguido corriendo, pero lo aferró y tiró de él en el momento en que se atascaba en la nieve. Demasiado tarde comprendió su error. El impulso que llevaba lo hizo caer de bruces y luego rodó ladera abajo. Chocó contra un montón de nieve, y las nubes que levantó del blanco polvo lo cubrieron.

El inmenso brazo del ogro se zambulló en la nieve, tanteó y al momento sacaba al forcejeante Gylar. La boca del ogro se abrió como una grieta en la corteza de un árbol, dejando a la vista una hilera de afilados dientes, tan amarillentos como la moteada piel de la criatura.

A seis metros de distancia, Marakion se aplastó contra un árbol y escuchó. La hoja desnuda de Destello brilló desde la empuñadura hasta la punta.

El ogro miró al chico y soltó una risita mientras iniciaba el regreso a su guarida.

—Contento tú venir —dijo, con una voz rechinante, gutural—. Hambre, yo. Comemos, yo y tú. —Se echó a reír otra vez. Sonaba como si alguien frotara dos piedras irregulares—. Llevo tú conmigo. Cena, tomamos…

—Hoy, no.

La voz de Marakion resonó clara en el aire helado cuando los dos pasaban junto al árbol donde se había escondido. El ogro echó un vistazo al hombre y dejó caer al chico en el suelo al tiempo que lanzaba un gruñido.

Pero Marakion se abalanzó sobre él antes de que tuviera tiempo siquiera de alzar los brazos para defenderse. El hombre le lanzó una patada en la rodilla y acto seguido descargó un golpe lateral, con la parte plana de Destello, en la cabeza del ogro.

La criatura se desplomó en medio de un remolino de brazos y nieve. Marakion estaba preparado cuando el ogro se incorporó. Su actitud era calmada, imponente.

—Márchate, amigo. El chico está bajo mi protección. Si es que tienes algo de sentido común, buscarás tu comida en otra parte. Sin duda, atrapar un ciervo te costará menos trabajo que lo que te costaría coger a este pequeño.

El ogro gruñó; sus músculos se flexionaron bajo la dura y amarillenta piel, pero no dio un paso. Estaba acostumbrado a enfrentarse a enemigos asustados, no a uno que se mostraba tan seguro de sí mismo. Enseñó los dientes en un gesto atroz.

—Hambre. Comida mía. Tú ir.

—Ni lo pienses. —Marakion sonrió, manteniéndose firme. La idea de luchar, fuera por lo que fuese, lo hacía sentirse bien. La desesperación, la frustración, el desaliento: todo desaparecía cuando Marakion entraba en combate—. Márchate, o lucharemos. Si insistes, he de decir que estoy más que dispuesto a ello. ¿Merece la pena?

El ogro se balanceó atrás y adelante, preguntándose, quizá, qué era lo que impulsaba a este humano a tener el suficiente coraje para desafiarlo. Enseñó los dientes otra vez.

—¡Hambre! —gruñó mientras abría y cerraba las garras con ansiedad.

—Son unos tiempos duros para todos, amigo —dijo Marakion, estrechando los ojos—. Cada cual tiene que… —En esta ocasión, no tuvo tiempo de terminar la frase.

El ogro, con un brillo de locura en los ojos y las garras extendidas, cargó contra el caballero.

Pensando que, de hecho, sus palabras estaban surtiendo algún efecto, el repentino ataque sorprendió a Marakion. Su rapidez de reflejos lo hizo desviarse de lado, eludiendo el brutal zarpazo que alcanzó el árbol a sus espaldas con tanta fuerza que lo astilló.

Marakion se deslizó bajo el brazo del ogro y se escabulló detrás del gigante amarillento. Su espada centelleó, acuchillando una, dos veces la espalda del ogro. La sangre brotó de los cortes y se oyó un apagado crujido. Un hueso roto, comprendió Marakion. El ogro rugió de dolor y lanzó un golpe con su inmenso puño. El brazo amarillento y la hoja de acero chocaron con fuerza y el ogro volvió a aullar.

El otro puño inmenso arremetió. Marakion estaba desequilibrado y le fue imposible apartarse a un lado. Las afiladas garras rastrillaron su costado izquierdo. Agarró el antebrazo de la criatura y estrelló el pomo de la empuñadura de su espada contra su ojo izquierdo. El siguiente golpe alcanzó la parte lateral de la cabeza del ogro. Este retrocedió, aturdido. Marakion golpeó una y otra vez.

Se levantó una rociada de nieve cuando el corpachón de la criatura se desplomó en el suelo. Marakion saltó hacia adelante y se cernió sobre el ogro como un ángel oscuro, con Destello aferrada firmemente en su mano. Su respiración era jadeante. Miró al ogro tendido a sus pies, esperando que se volviera a levantar, que volviera a atacar.

La criatura permaneció tumbada, aunque sus ojos parpadearon y se abrieron. Marakion alzó su brazo armado, preparándose para poner fin a la vida del ogro; entonces se detuvo. Las costillas se le marcaban bajo la correosa piel amarilla; el rostro ensangrentado y magullado estaba enflaquecido y los músculos consumidos por el hambre.

Marakion bajó la espada. El ogro se esforzó por incorporarse, pero se desplomó de nuevo sobre la nieve. Levantó los brazos en un débil intento de frenar otro golpe…, un golpe que nunca llegó.

Este ser no era un monstruo, pensó Marakion, sólo otra víctima más del Cataclismo, cuya vida había sido destrozada, puesta del revés, como la suya propia. El ogro sólo intentaba sobrevivir. Marakion se preguntó hasta dónde sería capaz de llegar él si se estuviera muriendo de hambre. Definitivamente, sería incapaz de comer carne de ogro.

El hombre reparó en que el chico lo observaba.

—Lárgate —dijo al ogro con voz ronca—. Te di una oportunidad. Esta es la segunda. No tendrás una tercera.

La demacrada criatura logró por fin ponerse de pie. Su ojo hinchado lanzó una última mirada hambrienta a Gylar.

Después se dio media vuelta y se alejó despacio, cojeando, hasta desaparecer tras los árboles por donde había llegado; fue dejando un rastro de gotas de sangre.

Marakion frunció el entrecejo. Enfundó Destello y se volvió hacia el chico.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con brusquedad.

El muchacho parecía aturdido, sin acabar de recobrarse de la conmoción y el susto.

—Eh… Gylar, señor. Yo… Gracias —balbució.

—No deberías andar solo por aquí. Un ogro no es lo peor con lo que puedes topar. Tengo entendido que hay una peligrosa banda de criminales por los alrededores.

Marakion observó atento, esperando alguna reacción en el chico. Pero el rostro de Gylar no dejaba entrever otra cosa que un gran alivio.

—Yo… tengo un cometido, y… ¿Quién sois vos? —inquirió el chico, incapaz de contener la curiosidad por más tiempo—. ¿Qué hacéis aquí, en la montaña? Mi pueblo es el único que hay en kilómetros a la redonda.

A Marakion no le pasó inadvertida la sincera inocencia reflejada en el rostro de Gylar, y volvió a maldecir.

—Hago un viaje. Sólo estoy de paso. —Hizo una pausa y observó a Gylar con fijeza. Empezaba a dudar otra vez. El chico podía muy bien ser un astuto mentiroso—. Te diré una cosa, muchacho. Creo que a los dos nos hace falta un buen descanso. —Se tanteó con cautela el costado arañado—. ¿Qué tal si pospones tu misión por hoy y acampamos? Vi una cueva, un poco más atrás… Cuando hayamos encendido un buen fuego, podrás contármelo todo.

Gylar sonrió y asintió con un cabeceo.

—Acompañé a Lutha. Sabía que no debíamos ir allí. Mamá me había dicho que había algo malo en el nuevo pantano, y a Lutha le habían dicho lo mismo sus padres. Pero ella no tenía miedo. Es que, veréis, habíamos guardado algo en un viejo árbol antes de que apareciera el pantano, antes del Cataclismo y del monte Phineous. Eran dos collares que hicimos con cuero discos de madera. —Los labios de Gylar se apretaron y su entrecejo se frunció.

El cálido fuego crepitaba, iluminando el rostro atento de Marakion y los vendajes improvisados que enrollaba lentamente en torno a su pecho.

—Lutha siempre estaba haciendo cosas así —continuó Gylar con un suspiro—. En fin, el pantano no era realmente aterrador; solo había fango y humedad. Lo único que ocurrió es que Lutha cayó de bruces en el agua una vez.

»Pero mamá estaba muy enfadada cuando regresamos. Sabía adónde habíamos ido. Supongo que el olor del pantano prendido en mis ropas y el barro pegado a las botas nos descubrió. Me escabullí de casa un poco más tarde, cuando mamá estaba lavando en el arroyo y papá cortando leña. Fui a ver a Lutha.

»No llamé a la puerta, porque probablemente sus padres estaban tan enfadados con ella como lo estaban los míos conmigo. Así que fui por la parte trasera y me asomé por la ventana de su cuarto. Lutha se encontraba allí; estaba tiritando y tenía la cara muy colorada. Esa fue la primera vez que vi a alguien con la enfermedad. Lutha fue la primera que… —Gylar enmudeció y arrojó una ramita al fuego. Se limpió la nariz con la manga.

»No volví a ver a Lutha. Al día siguiente, era la comidilla del pueblo. Lutha había muerto de una extraña enfermedad. Después murieron sus padres. Nadie sabía cómo atajar el mal. Todo el mundo se encerró en sus casas y no salió de ellas, pero no importaba. No estoy seguro de quién fue el siguiente en morir, porque papá nos encerró también en casa. Cuando Rahf, mi hermano pequeño, murió, mamá dijo que ya no importaba si nos quedábamos o no en casa.

»Fue espantoso. —Gylar suspiró otra vez—. Apenas había nadie vivo cuando salimos. Fuimos de puerta en puerta, buscando a la gente. Todos estaban en sus camas, sacudidos por los temblores y la fiebre, o ya muertos. Yo quería marcharme. Puesto que no nos habíamos contagiado todavía, le dije a mamá que huyéramos del peligro. Pero ella sacudió la cabeza y no me respondió. Ayudamos a los que quedaban, los cuidamos, pero no sirvió de nada, igual que tampoco encerrarse en casa servía de mucho. Iban a morir, pero mamá dijo que los socorreríamos, de todas formas. Ahora comprendo que su intención no era ayudarlos a vivir, sino a morir mejor. Supongo…

»Entonces murió papá. —La voz de Gylar era casi un susurro. Sacudió la cabeza; el llanto le humedecía las mejillas—. Acabó como todos los otros, tiritando, pero ardiendo de fiebre. Yo no quería… —Sus ojos se enfocaron de nuevo en Marakion—. Fue uno de los últimos en morir, y después mi madre. Cuando murió me sentí muy solo; solo y perdido. E insensible. Podía tocar cualquier cosa, como la manta o…, o su mano, y no la sentía. Tenía que marcharme. Tenía que salir de allí.

Gylar miró fijamente a Marakion.

—¿Por qué lo hicieron los dioses, señor? No lo entiendo. ¿Por qué tuvieron que matar a tanta gente? No tiene sentido. ¡No hicimos nada malo! Adorábamos a Paladine. Pero Krynn se resquebrajó, y entonces apareció el nuevo pantano, y Lutha cogió la enfermedad y ahora todos…, todos los que conocía están muertos. —El chico agachó la cabeza.

Entonces sus labios se apretaron en un gesto desafiante y su entrecejo se frunció por la rabia.

—Por eso voy a preguntárselo. Quiero que me respondan. ¿Por qué? ¿Por qué castigaron a todos? ¿Qué mal hicimos?

—Aun suponiendo que los dioses te respondieran, podrían arrojar sobre ti otra montaña de fuego —comentó con una sonrisa Maxakion.

—No me importa —replicó el chico, malhumorado. Se envolvió en la manta y recostó la cabeza en la mochila—. Me da lo mismo si lo hacen. Porque, en ese caso, es que no les importa nadie, y entonces ya todo dará igual. Pero… lo preguntaré. —Bostezó—. Le preguntaré… a Paladine.

Gylar se quedó dormido. Marakion contempló el joven rostro. La luz del fuego danzaba juguetona sobre los rasgos suaves e infantiles que aún tardarían unos años en madurar. El hombre suspiró hondamente. Mientras oía a Gylar contar su historia, había comprendido que el chiquillo no era un lacayo de los merodeadores. Era lo que afirmaba ser: un simple chico campesino en busca de respuestas divinas.

El relato de Gylar hizo que Marakion pensara en todas las cosas que había perdido a causa del Cataclismo. Si los dioses no hubiesen arrojado su montaña de fuego, su hogar no habría sido asaltado.

—Tienes razón, Gylar —dijo al muchacho dormido—. Hay que preguntarle a Paladine, pedirle cuentas… —La coraza de hierro tras la que se escudaba Marakion se resquebrajó—. Igual que Tagor. Una víctima, como él. Me pregunto qué será de ti.

Las llamas y el humo se agitaron en el fuego, dentro de su cabeza. Igual que Tagor. «¿Qué será de ti?».

Gritos. Aceros chocando entre sí. El sonido de la batalla. El grito de su hermano pequeño.

—¡Ya voy, Tagor! —gritó Marakion.

El grito había sonado en el piso de abajo. Marakion corrió hacia allí. ¡La biblioteca! Tagor estaba atrapado en ella. Marakion irrumpió por las puertas con la fuerza de un ariete. Tiró al suelo a uno de los invasores. Su espada dio buena cuenta de otro.

Otros cinco aguardaban. Tagor se encontraba encaramado sobre una mesa, en el rincón, luchando contra dos hombres que lo acosaban. Las muecas burlonas de sus rostros se tomaron ceñudas al ver entrar a Marakion.

—¡El caballero! ¡Cogedlo! —gritó un hombre barbudo— ¡Yo me ocuparé de este jovencito!

Marakion apartó de un empellón a su adversario caído y se abalanzó sobre el siguiente, intentando por todos los medios ir en auxilio de su hermano pequeño pero su nuevo oponente era un diestro espadachín, no un simple pendenciero. Marakion arremetió frenético contra la guardia del hombre, tratando al mismo tiempo de ver a Tagor.

Encaramado en la mesa de estudio, manejando la espada de su padre, Tagor lanzó una cuchillada al hombre barbudo. Y le hizo un corte en la frente. Se estaba defendiendo, pero eso no duraría mucho. Aunque Tagor para sus quince años, era un buen espadachín, no tenía posibilidad contra la fuerza de los asaltantes y su superioridad numérica.

—¡Bastardos! —rugió Marakion—. ¡Luchad conmigo!

Tagor gritó y se tambaleó. Una espada le había atravesado la pierna. Se balanceó al borde de la mesa, perdió el equilibrio y cayó al suelo.

Marakion arremetió contra el espadachín y su espada cercenó la mano del hombre por la muñeca.

Cargó contra los otros. Quedaban tres. Dos le hacían frente impidiéndole llegar hasta su hermano. El tercero… El tercero enarbolaba un garrote y aporreaba un cuerpo tendido en el suelo…

—¡Tagor!

Marakion se sacudió, alejando la visión hasta el rincón más apartado de su memoria. Jadeante, cerró los ojos. «Piensa en el momento presente. Sólo en el momento presente. Olvida a Tagor. Olvídalo todo», se exhortó.

Permaneció sentado, inmóvil, tratando de olvidar, conteniendo el aliento, apretando los dientes, pero el aire contenido escapó siseante, con un estremecimiento. Marakion se derrumbó.

—Tagor… —sollozó.

Marakion se abrió camino entre los tres merodeadores, matándolos a todos. Se arrodilló junto a Tagor

—Vinieron… del norte… Se llevaron a Marissa. Se llaman a sí mismos el Azote de Caballeros, Marakion… El Azote de… Caballeros. ¿Por qué, Marakion? ¿Por qué…?

Fueron las últimas dos palabras que pronunció antes de morir.

Las lágrimas corrían por las mejillas de Marakion. Se volvió y contempló a otro valeroso muchacho.

Sí, ¿por qué?

—Espero que halles la respuesta, pequeño. De verdad. Yo mismo quisiera hacerle unas cuantas preguntas a Paladine. —Levantó el rostro al cielo y miró la constelación del dragón plateado, cernida en lo alto—. Al menos, algunas.

Marakion salió del ensueño que había dado paso a un ligero duermevela. El fuego se estaba apagando. Parpadeó, recogió un par de palos, los echó a la moribunda hoguera y atizó las brasas para que prendieran de nuevo las llamas. Después de reavivar el fuego y alimentarlo para el resto de la noche, se puso a extender el petate para echarse a dormir; entonces oyó a Gylar gemir quedamente. Se acercó presuroso al lado del muchacho.

Gylar se estremeció y sus ojos se movieron bajo los párpados cerrados; se encogió, como si tuviera frío. Tiritó otra vez, se dio media vuelta, y se arrebujó más en la manta. Marakion se quitó la capa y la echó sobre el muchacho.

A pesar de las dos prendas, Gylar seguía tiritando. Marakion le tocó la frente. Estaba ardiendo. El hombre cerró los ojos.

—¿Qué será de ti? —repitió lo que había pensado unas horas atrás—. Sí, eso es lo que te ocurrirá. Lo mismo que a los demás. No importa lo mucho que ya has sufrido. Aún no es bastante, ¿verdad? Nunca es bastante.

Marakion se tumbó y permaneció despierto durante largo rato, con la mirada prendida en el techo de la cueva. Le resultaba imposible dormir por la abrasadora cólera que ardía en su interior con la misma intensidad que la fiebre ardía en el cuerpo de Gylar. La cruel injusticia le revolvía las hieles.

—Voy a llevarte a la cima, muchacho. Esto no quedará así. No sin luchar. No sin una respuesta. Por mi hermano muerto, juro que conseguirás hacer tu pregunta.

Se dio media vuelta e intentó dormir, pero no concilió el sueño hasta la madrugada, cuando el agotamiento cerró aquellos ojos que estaban demasiado cansados de contemplar el mundo.

El día amaneció cálido y soleado. Unas cuantas nubes se movían por el cielo, pero no había amenaza de tormenta. La nieve estaba acumulada sobre las ramas de los árboles y empezó a caer en montones apelmazados a medida que la cálida temperatura la derretía. Las agujas de pino se sacudían la blanca capa y se mecían al encontrarse libres del manto invernal.

Marakion estaba de pie en la boca de la cueva. La naturaleza se adaptaba al imprevisto calor del día invernal. La nieve del suelo relucía con el lustre de chispeantes gotitas. Todo se estaba adaptando… todo, salvo Gylar.

La enfermedad avanzaba con rapidez una vez que empezaba la fiebre. Gylar seguía dormido, aunque estaba bien entrada la mañana, y Marakion no acababa de decidir si despertarlo o no. No obstante, mientras seguía de pie a la entrada de la cueva, oyó que el chico empezaba a rebullir.

Abrió un surco en la nieve húmeda con el pie. Tras echar una mirada desabrida al cielo, dio media vuelta y entró en la pequeña gruta.

Se detuvo a unos pasos de la figura yacente del muchacho. Gylar sabía lo que le pasaba. Tal vez lo había comprendido en mitad de la noche; el miedo asomaba a su rostro. Pero la determinación mantenía a raya ese temor.

El chico alzó la vista e intentó esbozar una sonrisa, pero fracasó. Las lágrimas acudieron a sus ojos. Marakion quería decir algo, darle ánimos, pero sabía que si intentaba hablar las palabras se le atragantarían.

—Tengo la enfermedad, Marakion.

«Lo sé», quiso decir, pero no le salía la voz. Tuvo que carraspear para aclararse la garganta.

—Lo sé.

—Voy a morir. —Los ojos del chico estaban desorbitados. Parpadeó una, dos veces.

El hombre asintió en silencio y agachó la vista; de nuevo su bota abrió un surco en el suelo de tierra.

—Sí —musitó.

—Señor, tenéis que alejaros de mí, ahora. Tenéis que marcharos. —Un nuevo temor alteraba la voz de Gylar. Los dientes le castañeteaban y tuvo que apretarlos con fuerza antes de hablar—. Puede que ya estéis contagiado, pero…, pero quizá no. Marchaos.

Marakion se arrodilló junto al muchacho. Sonrió.

—¿Es que quieres echarme, muchacho?

Gylar estaba perplejo.

—No… —Frunció el entrecejo, desconcertado—. ¿Echaros? No, pero, si no os vais…

—Me quedo.

—Pero, señor, ya os dije lo que pasaba si…

Marakion se encogió de hombros.

—¿Quieres llegar a la cumbre de esta montaña? —preguntó.

—Sí.

—Entonces, me quedo.

Gylar empezó a protestar, pero el hombre lo hizo callar con un ademán.

—Tienes coraje, lo admito, pero no conseguirás llegar a la cumbre sin mi ayuda. —Sonrió abiertamente—. Por mucho que lo intentes.

Gylar asintió en silencio, confortado por su sonrisa.

Marakion tendió los brazos y estrechó con fuerza al pequeño.

—Tengo miedo, señor —susurró Gylar, que se sujetaba las manos para evitar que temblaran.

—Lo sé. —El hombre le dio unas palmaditas en la espalda—. Lo sé.

—Pero no importa. —Gylar se apartó, sorbió, y se limpió la nariz con la manga. Merced a un esfuerzo de voluntad, logró sonreír y miró a Marakion—. Sólo deseo llegar arriba antes de… bueno, antes de… —Tragó saliva—. Quiero llegar arriba, eso es todo.

—Sí. —Marakion respiró hondo—. Lo conseguirás. Te lo prometo. —Se puso de pie y tendió la mano al chico—. Vamos, muchacho.

Gylar se la cogió y echaron a andar.

La cueva en la que habían pasado la noche estaba cerca de una reguera natural, casi una trocha, excavada en la ladera de la montaña. Una vez que la hendidura terminó, el terreno se tornó extremadamente escabroso. En más de una ocasión, Gylar resbaló, y sólo gracias a los rápidos reflejos y la fuerza de Marakion el chico no se precipitó a una muerte segura.

Unas tres horas después del mediodía, Gylar se derrumbó y le costó mucho volver a ponerse de pie.

—Lo siento, señor —dijo, tiritando—. Es que… hace mucho frío. Parece que soy incapaz de mover las piernas bien.

Marakion lo ayudó a incorporarse.

—¿Estás seguro de que quieres seguir adelante, muchacho?

—Sí. Tengo…, tengo que hacerlo. —Sacudido por los temblores, Gylar reanudó la marcha.

Por la tarde, Marakion tuvo que llevarlo a cuestas.

Pocas horas después de caer la noche, Marakion soltaba delicadamente al muchacho sobre la nieve de la cima del monte Phineous. Lunitari era un delgado gajo carmesí en el cielo. Solinari estaba llena y los bañaba con fulgor chispeante. La nieve intacta semejaba plata fundida que hubiese sido derramada sobre la cumbre de la montaña y se hubiera solidificado allí. Lo único que rompía la fría y uniforme belleza era un rastro abierto en la ladera, un rastro que terminaba en las dos solitarias figuras que habían alcanzado su destino.

Las estrellas brillaban relucientes por doquier. La capa de Marakion, que envolvía al chico, se agitaba levemente con la brisa. La jadeante respiración del hombre formaba una tenue nubecilla de vapor blanco frente a su cara.

—Aquí… —dijo Gylar con un hilo de voz. Movió la cabeza arriba y abajo, sonriendo—. Sí, es perfecto. Perfecto.

Marakion tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta y se arrodilló al lado del chico. Extendió una manta, sobre la que sentó a Gylar, y después lo tapó con la de su petate en un intento de mantenerlo tan abrigado como fuera posible.

—Dejadme solo ahora, señor —susurró el muchacho—. Quiero llamar a Paladine. Es hora de que lo haga.

Marakion asintió en silencio, se incorporó lentamente y se alejó a cierta distancia. Removió la nieve con la bota, preguntándose de nuevo acerca de todo este asunto.

Durante una hora, el caballero paseó de un lado a otro, bajo el frío. De vez en cuando, se volvía para echar un vistazo a Gylar. Podía verlo mover los labios, oírlo hablar al cielo.

Pasó otra hora más, esta vez en completo silencio. Nada ni nadie respondió a las débiles palabras de emplazamiento de Gylar. Marakion iba de un lado a otro, echando chispas. Sabía que no debería haber esperado una respuesta, pero de repente se sentía furioso de que nadie acudiera.

Al cabo de un rato, el caballero reparó en que el chico lo llamaba con un debilitado ademán. Al instante estuvo a su lado.

El cuerpo de Gylar estaba casi consumido. El devastador efecto de la fiebre en tan corto espacio de tiempo era asombroso. Pero había una sonrisa en el semblante del muchacho.

—Señor… —Apenas tenía fuerza para hablar.

—Sí, Gylar —contestó, inclinándose hacia adelante.

—Paladine no vendrá. —Sacudió la cabeza—. Ni siquiera va a… —Un golpe de tos interrumpió sus palabras—. Ni siquiera va a arrojar una montaña de fuego sobre mí. —Poso una mano temblorosa sobre el brazo de Marakion—. ¿Recordáis al ogro? Me sentía tan asustado… Iba a comerme. ¿Recordáis?

El caballero hizo un gesto de asentimiento.

—Lo dejasteis ir, señor —musitó Gylar—. Le dijisteis que eligiese otra cosa, un ciervo o algo. Le dijisteis que había hecho la elección equivocada. No os creyó, y vos lo golpeasteis, pero lo dejasteis marchar. Lo perdonasteis, señor. Lo perdonasteis por ser lo que era. El no comprendía lo que estaba haciendo.

Marakion tenía un nudo en la garganta. Gylar cerró los ojos. Su mano seguía posada en el brazo del guerrero.

—Quizá Paladine tampoco lo comprendía, señor. Quizás aún no lo comprende. Pero no importa. Lo perdono. No importa. Los perdono a todos…

Los dedos del chico se aflojaron en el brazo de Marakion. El caballero agarró la pequeña mano que empezaba a deslizarse, fláccida. Apretó los ojos con fuerza e inclinó la cabeza.

—¡Maldita sea! —fue cuanto dijo.

Horas más tarde, Marakion estaba de pie junto a la tumba que había tenido que abrir bregando con la tierra helada y la nieve. Tenía las manos llenas de ampollas; Destello estaba rebozada de tierra.

El caballero no pronunció un panegírico. Todo estaba dicho. De todas formas, ¿a quién iba a dedicar unas palabras de consuelo? Los únicos que podían oírlo en la cima de esta montaña aislada y distante eran los dioses, y ellos no habían prestado oídos. Este muchacho, enterrado bajo el suelo helado y cubierto de nieve, fue capaz de perdonar a un dios por su error, aunque tal error le había arrebatado todo cuanto amaba.

Marakion cerró el broche de su capa y se arrebujó en ella. Echó una última mirada al cielo desde la cima del monte Phineous.

—Alguien aprendió algo de tu exhibición de poder divino. Él te perdona.

El caballero empezó a descender despacio la ladera de la montaña, reanudando su propia búsqueda desesperada.

—Regocíjate con ello, Paladine, porque, juro por el Abismo, yo no perdonaré.