El clérigo mayor, de Concordia
Douglas Niles
De la infatigable investigación de Foryth Teel, Escriba Mayor de Astinus, Eterno Historiador de Krynn.
Veneradísimo maestro:
De nuevo, y con devoción entusiasta, me lanzo a la búsqueda de las historias de Krynn perdidas en el tiempo. A mi modesto entender, ahora más que nunca esa búsqueda de la verdad ha de acometerse con inquebrantable coraje y diligencia. Según todas las conjeturas en esta época sombría, los dioses nos han abandonado. Varias generaciones no han conocido los poderes divinos. Las cicatrices del Cataclismo desgarran la tierra. En consecuencia, recae en nosotros, los historiadores, la responsabilidad de seguir los débiles parpadeos de luz que nos conduzcan a un futuro más brillante.
Esos parpadeos, como bien sabe Su Excelencia, han ido perdiendo intensidad. Durante el oscuro siglo transcurrido desde que la destrucción de los dioses cayó sobre Istar, las secuelas de la tragedia de la Guerra de Dwarfgate se ciernen sobre el sur; el violento Nuevo Mar, atormentado desde su creación por tifones y ciclones, divide a las gentes de Ansalon central, reduciendo a minúsculos fragmentos la grandeza original de la región.
Y, por doquier, la gente busca a sus dioses. Invocan a Paladine, suplican a Gilean o a Reorx que respondan a sus plegarias. Mas las deidades del Bien, de la Neutralidad y del Mal no responden. Estos afligidos devotos ni siquiera hallan el más leve atisbo de la —otrora— manifiesta presencia de los inmortales seres. Esto, mi señor, tiene que ser considerado, sin duda, la más terrible de las consecuencias atribuibles al Cataclismo, porque, sin dioses, la gente no tiene esperanza en el futuro.
Cambiando a un tema más alegre, me complace informaros que mi salud ha mejorado. Como ya mencioné previamente, nunca agradeceré bastante la generosidad de Vuestra Gracia al proveerme de las comodidades precisas para mi convalecencia. Merced a una extraordinaria suerte —no me atrevo a decir por la gracia de los dioses—, he recobrado la total movilidad de mis miembros, y la desfiguración ocasionada por la congelación apenas es apreciable.
En resumen, mi recuperación es completa. ¡Además, tengo noticias que me impelen a recorrer de nuevo los caminos de la historia! La información procede de una fuente digna de confianza (os hablaré sobre esta persona dentro de un momento).
Ha llegado a mis oídos que hay alguien que afirma poseer grandes poderes, y que estas pretensiones están respaldadas por muchos testigos dignos de crédito. Un mensajero llegó aquí, tras muchas jornadas de cabalgada, desde una tierra situada al este. Me ha hablado de un clérigo que ha realizado milagros. Enterado de que nosotros, los escribas, buscamos la verdad, el clérigo me ha enviado testimonios con su mensajero, así como una invitación para que presencie una prueba irrefutable de que los dioses no han abandonado Krynn.
Entiendo que, si vuestros cálculos son correctos (¡como sin duda deben serlo, Eminencia!) y los dioses no han abandonado al hombre, sino el hombre a los dioses, entonces tendrá que haber una evidencia de los atributos divinos en alguna parte del mundo. En algún lugar lejano o próximo, en cualquier punto —desde el subterráneo Thorbardin asolado por la guerra, al carmesí flujo del Mar Sangriento—, tiene que existir la prueba de los poderes divinos, ya sean curativos o corruptos, beneficiosos o nocivos.
El clérigo se llama Erasmo Luker y vive cerca de una pequeña villa de la costa del Nuevo Mar, un lugar llamado, curiosamente (¿simbólicamente?), Concordia. Basándose en sus pretensiones de que ejerce los dones divinos, Erasmo se ha establecido en un templo construido en lo alto de una colina y predica a todo aquel que quiera escucharlo.
La fuente de información, la persona que me envió el mensaje, es un hombre al que conocéis, Excelencia. Es el escriba subalterno Tyrol Deet, un cronista de agudeza y percepción poco corrientes. (¿Lo recordáis? Es ese joven que quería ser soldado hasta que perdió un ojo en un accidente de caza. Ahora lleva un parche negro ¡y jura que la percepción de su otro ojo se ha incrementado al décuplo!). Dice que no ha presenciado los milagros realizados por Erasmo ya que, al parecer, están tradicionalmente reservados para los iniciados y, como es natural, un historiador no podría convertirse en iniciado y conservar al mismo tiempo la objetividad requerida en nuestro oficio. Sin embargo, el joven Tyrol está convencido de que la historia es cierta y ha persuadido al clérigo para que permita a un representante vuestro presenciar y dar fe de lo que acontezca.
Dicho representante, ni que decir tiene, soy yo. El clérigo me ha invitado, en mi condición de escriba oficial, a unirme a su rebaño en el templo para ser testigo de los milagros de carácter divino, y dar constancia de su existencia ante vos, venerado maestro historiador.
Un barco me aguarda en los muelles. El capitán ha prometido llevarme a Concordia, aunque me ha advertido que la travesía será penosa. Zarparemos con la marea de la mañana, poco después del alba.
Mi lámpara parpadea a causa del bajo nivel del aceite, y ello me hace reparar en que ha transcurrido la mayor parte de la noche. Interrumpiré por ahora mi informe. Un jinete saldrá hacia Palanthas por la mañana, y llevará estos pliegos tan deprisa como le sea posible. Confío, Excelencia, en que llegarán a vuestras manos en buen estado. Mi próxima comunicación será enviada por medios más imprevisibles, pues saldrá desde el propio valle de Concordia.
Hasta entonces, se despide vuestro más devoto servidor:
Foryth Teel,
Escriba Mayor de Astinus de Palanthas.
Generoso e indulgente maestro:
Escribo esta misiva desde mi cuarto, en la pintoresca villa costera de Concordia. El sol brilla a través de las ventanas. La fresca humedad de las recientes lluvias se evapora en los adoquines de la calle. Ciertamente, éste es el primer atisbo de sol que veo desde semanas antes de mi partida. Quizá los dioses, en verdad, favorecen este rincón de Ansalon con su presencia.
El viaje en sí fue una pesadilla, desde el momento de embarcar hasta que puse pie en el muelle de Concordia. Olas grandes como montañas zarandeaban la galera como si fuera un palillo. Mi pobre cuerpo está lleno de contusiones a causa de los golpes recibidos por la colisión con diversas partes de la nave.
La travesía se diluyó en un borrón de mareos continuos, aguaceros gélidos, e incluso el ataque de alguna monstruosa bestia marina una noche. No alcancé a ver bien aquel horror escamoso que surgía en la oscuridad, pero, fuera lo que fuese, se llevó consigo a dos hombres de la tripulación antes de ser rechazado.
Mas, al fin, Concordia apareció en el horizonte, y las nubes se despejaron en el cielo, al igual que en mi espíritu. Verdes colinas se alzaban tras las chozas enjalbegadas que se agrupaban en un amplio valle abierto a la abrigada bahía. Los anchos brazos de la circundante cordillera protegían las aguas, que parecían demasiado someras para acoger cualquier barco de gran calado, pero que no ofrecieron dificultad para nuestra galera.
Esperaba que Tyrol Deet fuera a buscarme al muelle, y busqué su inconfundible parche sobre el ojo, pero sufrí una desilusión. No estaba allí. Recogí mi reducido equipaje y me apresuré a descender por la pasarela, aliviado de pisar de nuevo tierra firme.
Pregunté a varias personas, pero ninguna de ellas conocía al joven escriba, y a mí no se me ocurría cómo encontrarlo, ya que no me dio su dirección. En consecuencia, alquilé una habitación en la posada de Concordia, el mejor y más grande establecimiento de su clase que hay en la villa. Doy por hecho que Deet me buscará aquí.
Ésta es la primera noche de mi estancia. Confío en que el escriba se reunirá conmigo mañana y así podremos iniciar nuestra misión de buscar la verdad. Entretanto, disfruto con el descubrimiento de este pequeño puerto, un lugar donde se abren las nubes, al menos momentáneamente, para permitir que Krynn capte un atisbo del sol.
Mi próxima misiva a Vuestra Excelencia seguirá tan pronto como lo permitan las circunstancias. Recibid el saludo de vuestro siempre devoto servidor,
Foryth Teel.
Veneradísimo historiador:
Reanudo la comunicación dos días después de mi anterior carta, la cual confío haya llegado a vuestro poder. Es mucho lo ocurrido desde dicha misiva, pero intentaré resumirlo lo mejor posible para Vuestra Gracia.
Las primeras noticias que tuve no fueron un buen presagio. La mañana siguiente a mi llegada, vino a darme la bienvenida en la posada un hombre alto y delgado, vestido con túnica marrón, que me localizó en la sala, donde tomaba mi desayuno. La mirada de sus ojos, de un color azul claro, se prendió en mi desde el otro lado de la habitación, y sentí al punto la presencia de un ser poco corriente. Mientras se aproximaba, sus finos labios esbozaron una sonrisa, bien que todavía notaba la escrutadora mirada de sus ojos, como si estuviese evaluando mi capacidad.
He de confesar, Excelencia, que aquellos ojos penetrantes me hicieron sentir algo apocado, aunque, a pesar de todo, me incorporé y estreché la mano que me tendía.
—Soy Erasmo Luker —se presentó, con una voz profunda y firme—. ¿Eres el escriba…, el historiador?
—En efecto —contesté. No me sorprendía que éste fuera el clérigo sobre el que me habían hablado. Algo en la fuerza de su mirada, en la profundidad de su voz, me había hecho adivinar que tenía ante mí a una persona extraordinaria—. Soy Foryth Teel, pero suponía que me recibiría mi colega, Tyrol Deet.
—Lamento profundamente ser el portador de una triste nueva —dijo el clérigo—. El joven escriba cogió unas terribles fiebres poco después de ponerse en contacto contigo. Era un muchacho fuerte, y aguantó varios días, pero, al final, lo venció la enfermedad.
—¿Ha muerto? —pregunté, perplejo. La noticia fue un duro golpe por lo inesperado. Deet no era un amigo cercano, apenas nos conocíamos, pero fue como si una prometedora pista me hubiese guiado hasta tan lejos para después desvanecerse ante mis ojos.
—Veo que la nueva te causa un gran pesar —observó el clérigo con tono compasivo—. ¿Te gustaría ver dónde reposa? Lo enterramos con todos los honores de un miembro de nuestra iglesia, aunque, desde luego, no era un iniciado.
—Eh… sí, me gustaría —contesté.
El clérigo me condujo por las calles de Concordia, que, ay de mí, habían vuelto a oscurecerse bajo el pesado manto gris que cubre a fondo Ansalon en estos tiempos. Dejamos atrás la villa y subimos por una senda de tierra fina que se internaba en las colinas circundantes.
Erasmo tiene una elegancia innata —una gracia, si me permitís la expresión— que me hizo sentir a gusto de inmediato. Su cabello es oscuro y largo, peinado hacia atrás, y tiene algunas pinceladas blancas en las sienes. Su piel es aún tersa, pero hay una madurez en su actitud que me hace calcularle una edad alrededor de los cincuenta. Sin embargo, se mueve con facilidad, con mucha más energía de la que yo he tenido jamás.
Poco después, el clérigo tomó un sendero lateral, y pasamos entre dos altos pilares al interior de una cañada pequeña y recogida: una hoya protegida por las colinas. Un estanque de aguas transparentes, rodeado de sauces, era el centro del valle. Entre los troncos de unos enormes árboles atisbé varias piedras sepulcrales. Era el lugar más sosegado y bucólico que jamás había visto.
—Espero que apruebes las medidas adoptadas —dijo Erasmo cuando, por fin, pasamos entre las tumbas para llegar a un túmulo adornado con flores y en el que había una lápida de granito con el nombre de Tyrol Deet grabado, así como su condición de escriba de Vuestra Gracia.
(Ciertamente, aunque su verdadera posición era la de un mero asistente de escriba, vi que no quedaba espacio suficiente en la piedra para hacer la debida corrección; en consecuencia, dejé las cosas como estaban).
—Muy bonito —dije—. Lo habéis honrado bien.
—No más de lo que tu presencia nos honra a nosotros —respondió Erasmo.
—Honor que corresponde a mi maestro, Astinus, historiador de Krynn, a quien represento —le recordé.
—Cierto. El testimonio escrito de un historiador como tú dará validez a la verdad de mi fe. ¡Los dioses no han abandonado Krynn! Sólo requieren los medios adecuados de acercamiento de aquellos que los veneran.
—En relación con estos dioses, el joven Deet fue muy poco explícito en su carta —respondí, agradecido por la oportunidad que me brindaba para abordar el objetivo de mi misión—. ¿Cómo te propones probar su presencia?
—¡Me alegra que lo preguntes! —declaró, con el semblante iluminado. Su entusiasmo, he de admitir, era muy contagioso.
Antes de añadir más, me cogió del brazo y me condujo de vuelta por el sendero que lleva a la hendidura rocosa que da acceso a esta recogida cañada. Seguimos remontando el camino, y entretanto fue explicándome sus ideas.
—Hay poderes en el mundo que derivan de la magia, y otros, según se dice, desaparecidos desde el Cataclismo, y que siguiendo su rastro sólo pueden encontrarse en los dioses y sus fieles clérigos y sacerdotisas. Estos poderes, estas habilidades clericales, se perdieron hace mucho tiempo, y ningún hechicero puede ejercerlas. Sin duda, un astuto historiador como tú estará familiarizado con ejemplos de aquellos que lo han intentado y han fracasado.
—Cierto —admití—. Cosas como la curación de heridas y enfermedades, la comunicación con los dioses, las predicciones del futuro, el dominio sobre plantas, agua y aire, proceden sólo de los dioses y se les concede sólo a sus más devotos siervos… Sin mencionar los poderes oscuros de los dioses del Mal —añadí, como una idea adicional.
Erasmo desestimó mi último comentario con un simple ademán.
—Entenderás entonces, sin duda, que cualquiera que pueda ejercitar dichos poderes debe gozar del favor de los verdaderos dioses —continuó—. Lo que es más: ¡ha de ser el receptáculo de su sabiduría!
Giramos en un estrecho paso flanqueado por rocas, y divisé varias personas que nos aguardaban.
De dónde venían era un misterio para mí, ya que no había casas, ni siquiera una simple granja, a la vista. El grupo lo formaban alrededor de doce personas vestidas con túnicas sencillas de color marrón oscuro, y todas ocultaban sus rostros tras una máscara de yeso lisa, sin rasgos.
Una mujer alta, que no iba enmascarada y lucía un hermoso vestido rojo, se encontraba en el centro de la reunión.
—Mis iniciados de más alto rango —explicó el clérigo mientras avanzábamos hacia ellos—. Han venido a recibirnos, siguiendo las instrucciones que les di antes de marcharme. —Erasmo llamó a la mujer con un ademán—. La gran sacerdotisa, Kasandra —dijo.
Ella se adelantó para saludarme. La mujer era, incluso a mis viejos y cansados ojos, una persona de exquisita belleza. Su vestido, de brillante seda roja, ondeaba destacando su alta y esbelta figura; se movía como las suaves ondas de la superficie de un estanque. Su tez era pálida, casi como si se la hubiera empolvado de blanco, y su cabello, profundamente negro, contrastaba poderosamente con su piel y con el vestido por igual. Tenía los pómulos altos, y unos ojos de color castaño oscuro con motitas verdes. Su cuello, largo, lucía una gargantilla que parecía una banda de oro, hecha de una pieza.
—Estos son mis acólitos, los fieles iniciados de mi templo. —Erasmo señaló a la docena, más o menos, de figuras enmascaradas que permanecían en un semicírculo a nuestro alrededor. Me miraban impasibles, y sus ojos quedaban ocultos tras los oscuros orificios de las máscaras blancas—. Serán nuestra escolta mientras te llevamos a la entrada de nuestro templo.
—¿Por qué van enmascarados?
—Todos han presenciado la gloria de mi dios —explicó Erasmo—, pero no conocen toda la magnitud de esa gloria, ni su poder concomitante. Las máscaras son el símbolo de su esfuerzo por aprender. Sólo cuando hayan adquirido ese conocimiento, volverán a mostrar sus rostros al mundo.
—¿Me darás hoy la prueba de ese poder? —pregunté, poniendo gran empeño por contener mi ansiedad.
—Paciencia —dijo el clérigo suavemente—. Antes de es estar preparado para el milagro.
Erasmo me cogió del brazo y me escoltó al frente del grupo. La sacerdotisa Kasandra levantó las manos y emitió un grito agudo. Los acólitos se situaron en fila detrás de nosotros y reanudamos la marcha. La comitiva me condujo por el camino hacia zonas más altas de las colinas de Concordia.
Formábamos una extraña procesión: el clérigo y yo a la vanguardia, seguidos, inmediatamente después, por la sacerdotisa de ropajes carmesíes, y a continuación la silenciosa fila de aprendices enmascarados, avanzando en una pausada columna por el empinado y sinuoso sendero.
Aquellas elevadas soledades parecían el lugar más apropiado para adorar a los dioses. Mantos de niebla cubrían los valles, revistiendo, como fino lino, las cúpulas verdegrisáceas de las cumbres. En lo alto, suaves crestas, coronadas de brezo y hierba, se alzaban con placentera majestuosidad, sin la escarpada amenaza de picos más elevados, tales como las Khalkist.
Llegamos a un pequeño valle, donde había un puñado de casas limpias, con techos de bálago, enjalbegadas y rodeadas de jardines con brillantes flores. Un estanque cristalino, alimentado por un pequeño arroyo, ofrecía una estampa refrescante e invitadora tras el esfuerzo de la marcha.
—¡Allí! —dijo el clérigo mientras me agarraba el brazo y señalaba hacia arriba, en la distancia.
Mis ojos recorrieron el vasto lomo de la colina más cercana, siguiendo la inclinada línea del terreno hasta llegar a un arco blanco y alto. Un amplio muro, también blanco, se extendía a partir de ambos lados del arco; varios chapiteles esbeltos se alzaban a lo largo de toda la pared.
—¿Qué es? —pregunté.
—Mi santuario. ¡El lugar sagrado de los dioses! —proclamó—. Pasarás la noche aquí, en el valle, el sanctasanctórum exterior del templo. Nos esforzaremos por familiarizarte con ciertas claves de nuestra fe. Mañana, o al día siguiente, acompañarás a los devotos al interior de la montaña… para ser testigo de los milagros realizados por mí en nombre de los dioses de Krynn.
Observé el templo con inquietud. Tal vez Vuestra Excelencia recuerde, por mis aventuras previas, el vértigo que me producen las alturas. El camino que asciende a este templo es una trocha sinuosa y escarpada que constituiría un reto incluso para una cabra montés… ¡y, sin embargo, era mi meta!
El gran arco del templo estaba flanqueado por dos esbeltas torres, una parte inherente al trazado de la estructura. El amplio y blanco muro que se extendía a lo largo de la falda de la montaña debía de cercar una especie de recinto.
Erasmo reanudó la marcha y, poco después, llegamos a las casas del valle. La gran sacerdotisa entró en una de ellas para preparar mi alojamiento, y yo aguardé junto al estanque.
—Lo llamamos el Espejo de las Almas —dijo Erasmo—. Es un espléndido foco para la meditación y la introspección.
Ciertamente, la oscura superficie del agua estaba tan remansada que semejaba un cristal, y daba la impresión de que uno pudiera imaginarla como un receptáculo de insondables conocimientos.
Permanecí extasiado unos minutos, sin advertir el paso del tiempo. En algún momento, Erasmo se marchó para, si no recuerdo mal lo que dijo, hacer los preparativos de la cena, pero yo seguí ensimismado contemplando aquel magnífico estanque.
—Este pergamino y este paquete llegaron a Concordia para ti. Le fueron entregados a tu asistente antes de que sucumbiera a las fiebres. Erasmo me mandó que te los guardara.
La voz de Kasandra me sacó de mis meditaciones. Esbozó una sonrisa encantadora y me entregó una esfera de cristal y un pequeño rollo de pergamino.
—Gracias —repuse, sorprendido.
(Por supuesto, Vuestra Excelencia conoce este objeto de cristal, el Vaso Expedidor, con el que intentaré dar curso en breve a esta misiva. En ese momento ignoraba su utilidad, pero después leí las instrucciones anexas que me enviabais con él).
—Nos complace que hayas venido —dijo Kasandra con un tono sorprendentemente afable. Ya no era la imperiosa gran sacerdotisa de antes. En lugar de ello, su apariencia era la de cualquier joven doncella que está deseosa de dar un buen recibimiento a un huésped de honor y teme que éste no encuentre las cosas de su agrado.
—Agradezco la invitación y la hospitalidad.
Ella sacudió la cabeza, como si se me hubiese escapado el verdadero sentido de sus palabras.
—¡Oh, no! La historia debe conocerse. El mundo tiene que enterarse de nuestros descubrimientos.
—Sí, podría ser muy importante —dije, mostrando mi conformidad, aunque sorprendido por su vehemencia.
—Todo tendrá sentido entonces. ¡Ojalá puedas convencer al historiador de que los dioses no nos han abandonado!
Entonces, con gran sorpresa por mi parte, se acercó a mí, cogió mi canosa cabeza entre sus manos, ¡y me besó en los labios!
He de admitir, Vuestra Gracia, que han pasado muchos años desde la última vez que recibí las atenciones de una joven… y, a mayor abundancia, de una de tan extraordinaria belleza.
—Eh… encantador —balbucí, algo lento en responder—, pero, en realidad, yo…, mi labor es observar… —Retrospectivamente, encuentro que mis palabras fueron un poco confusas. Su ardiente mirada se prendió en la mía mientras esbozaba una secreta sonrisa…, una sonrisa que encendió el fuego espiritual que creía hace largo tiempo extinguido. Por fortuna (¿o por desgracia?), Erasmo nos llamó en ese preciso momento para ir a cenar.
Tomamos costillar de cordero y patatas condimentadas con especias. La cena fue una experiencia muy placentera, preparada y servida por el propio Erasmo. Sólo la gran sacerdotisa, el clérigo y yo nos sentábamos a la bien surtida mesa; supuse que los acólitos compartían un ágape más sencillo en alguna otra parte.
Durante la velada, Erasmo demostró ser un anfitrión agradable y encantador. Tiene buenos modales, si bien carece del refinamiento propio de una educación formal. Por su acento, deduje que procedía de alguna parte de Ergoth, aunque sus comentarios me hicieron colegir que había recorrido casi todo Ansalon. Probablemente sea la persona más viajera que he conocido en mi vida…, aparte de las que figuran en nuestras filas, en todo caso.
La cena era excelente: la carne, delicadamente cocinada, tierna y suculenta; el pan, crujiente y recién sacado del horno. Sus divertidos comentarios sobre las rarezas de sus aprendices fueron encantadores. Dejé su compañía —y la de la sacerdotisa— con verdadero pesar.
Mi lecho está preparado, y el cansancio de la jornada me empuja hacia él. No obstante, mi pulso se acelera cuando pienso en mañana, y la promesa del milagro. ¡Ojalá encontremos una prueba de que los dioses pueden hacer que sus poderes sean efectivos en Krynn!
Tiemblo ante la perspectiva de las gozosas nuevas que pueda haber en mi próxima comunicación. Hasta entonces, Vuestra Gracia, se despide este obediente servidor:
Foryth Teel
Escriba Mayor de Astinus.
¡Oh, sapiente maestro!
Ha pasado un día. ¡Un día de logros! ¡El clérigo acaba de declararme preparado para ser testigo presencial en el sanctasanctórum interior del templo! Las actividades de hoy han incluido ejercicios de meditación y conversaciones con Erasmo acerca del papel de la fe espiritual, de las que disfruté mucho. Mantuvimos un animado debate sobre la línea moral adoptada por el Príncipe de los Sacerdotes antes del Cataclismo y la incidencia, si la hubo, que dicha conducta tuvo en ello. Discutimos las implicaciones de la existencia del Nuevo Mar para el comercio en Ansalon.
También pasé tiempo con Kasandra, y, aunque las charlas no fueron tan intelectuales, sí resultaron igualmente estimulantes, si Vuestra Excelencia entiende a lo que me refiero. Había en su actitud hacia mí un aire de anhelo —casi deseo— que, he de confesar, despertó en mí unas tentaciones que creía olvidadas hace mucho tiempo. Os aseguro, Vuestra Gracia, que mi imparcialidad permanece intacta, aunque su belleza y encanto han supuesto un considerable esfuerzo para mi sentido del deber y disciplina. De ser un hombre más joven, sin duda…
En cualquier caso, Excelencia, Erasmo ha accedido a darme mañana la oportunidad de presenciar una demostración de sus poderes clericales.
No me ha revelado la naturaleza exacta del milagro que planea llevar a cabo —ni siquiera la naturaleza de su dios—, pero me ha asegurado que lo encontraré muy convincente. Estoy preparado para cualquier cosa, confiando en que muy pronto pueda enviar una comunicación de verdadera importancia histórica.
En cuanto a la extraña esfera que me habéis procurado, Excelencia, me da la impresión de que funciona sin fallos. Introduje la carta en el recipiente, siguiendo vuestras instrucciones, y cerré la tapa firmemente; después la sostuve sobre la llama de una vela durante unos segundos y… ¡puff! El pergamino desapareció en medio de un fuerte destello luminoso. Espero que la hayáis recibido bien en vuestra Gran Biblioteca. Esta clase de artilugio representa una obvia ventaja, señor, ya que evita el uso de correos poco seguros. Y, también, me permite informaros desde ciertos lugares donde, en caso contrario, debería guardar discreción. Lo emplearé en toda la futura correspondencia.
Pero eso fue anoche. El día, en este bucólico valle, ha transcurrido muy deprisa, y de nuevo me encuentro relatándoos mis experiencias tras la puesta del sol.
Los ratos que no estuve en compañía del clérigo o la sacerdotisa los pasé en contemplación a la orilla del Espejo de las Almas; un esparcimiento notablemente estimulante.
Una vez más, disfrutamos de una cena suntuosa, los tres solos. De hecho, el valle permaneció desierto la mayor parte del día, si bien, próximo el ocaso, vi una fila de acólitos, vestidos con las túnicas marrones, que ascendía por la abrupta senda que lleva al reluciente arco de las puertas del templo. Iban, según me informó Erasmo, a preparar la ceremonia de mañana.
Kasandra fue una encantadora compañía durante la cena. No me ha vuelto a besar, y confieso sentirme algo decepcionado, aunque, por supuesto, su inhibición me hace más fácil mantener mi posición de imparcialidad.
Siempre fiel al servicio de nuestra causa, se despide de vos, Excelencia, vuestro más devoto ayudante:
Foryth Teel
Vuestra Gracia:
Escribo esto desde el vertiginoso saliente que es el portal del templo, a mitad de camino de la cima de una montaña que es mucho más escarpada de lo que aparenta vista desde el valle. Me he tomado unos minutos para hacer unas breves anotaciones antes de entrar en el recinto amurallado del santuario. Procuraré completar estos informes más tarde para enviároslos mediante el artilugio mágico que me habéis procurado.
El propio Erasmo encabezó la procesión hacia las puertas de su templo, y ahora nos encontramos bajo el arco de alabastro que se eleva impresionante sobre nuestras cabezas, esperando que el clérigo lleve a cabo sus gestos y encantamientos, pronunciados en una lengua que me es totalmente indescifrable. Sus aprendices, enmascarados y silenciosos, permanecen inmóviles mientras él ejecuta los ritos, con Kasandra a su lado. Hoy, la gran sacerdotisa se ha comportado de un modo sorprendentemente reservado, y me pregunto a qué se debe ese cambio de actitud. No es que se muestre hostil, sino que parece preocupada.
Os ahorré los detalles del peligroso ascenso al templo. Baste decir que sobrevivo sólo gracias a una total concentración en el objetivo, amén de los frecuentes recordatorios a mí mismo sobre la significación del papel de historiador y la importancia de la diligencia e integridad en la investigación. He conseguido llegar hasta aquí… y, cuando nos encontremos dentro de las murallas del templo, se habrá alejado, al menos, la amenaza de una caída fatal.
El santuario, que ha sido dedicado al culto de los dioses de Erasmo, se alza sobre mí. Las murallas son sólidas, pulidas, y mucho más altas de lo que aparentan desde abajo. Están rematadas, a ambos lados, por una serie de agujas que semejan las enhiestas lanzas de una fila de soldados. Las torres que flanquean las puertas son altas, y siento la presencia de unos ojos vigilantes que nos observan a mí y a mi escolta. Cuando le he preguntado a Erasmo sobre ello, no obstante, me ha asegurado que el lugar está desierto.
Las propias puertas son impresionantes y están hechas con plata pura. Incluso a mi ojo inexperto, el halo de poder que las protege resulta evidente, palpable; una aureola brumosa, ominosa, brilla en el metal, manteniendo a raya a los imprudentes y a los no iniciados.
—Podemos entrar —anuncia Erasmo.
Las inmensas puertas se han abierto en silencio, mostrando un patio de deslumbrante piedra blanca, y una hermosa fuente cantarina a pocos pasos de la entrada. La portentosa vista me infunde la alegría del descubrimiento. Entraremos sin más dilación.
Me apresuro a concluir, Vuestra Gracia, con la esperanza de que tendréis noticias mías muy pronto, con la prueba que nuestras pobres gentes han buscado durante tanto tiempo.
Resumo:
Empiezo mi carta con la presunción de que la esfera encantada funciona de manera correcta y os envía esta información. En caso contrario, todos mis afanes habrán sido en vano.
Volveré al momento en que las puertas de plata se abrieron de par en par, y seguí a mi anfitrión bajo el alto arco de la entrada. La gran sacerdotisa Kasandra caminaba a mi lado, con paso ligero y los ojos brillantes. No hablaba, y mantenía la misma actitud reservada hacia mí.
El patio estaba lleno de flores, como un estallido de color. Paseos de grava blanca serpenteaban a través del jardín, como dando a entender que un camino recto a través de aquellas maravillas era un tránsito demasiado apresurado. No había edificios en el recinto, si bien se habían practicado varias aberturas en la ladera de la montaña.
Nos aproximamos a las puertas interiores del templo, situadas en la propia montaña. Su superficie, de oro bruñido, relucía y, al igual que las puertas exteriores, parecían prohibir la intrusión. Erasmo se acercó a ellas y articuló una corta y áspera palabra de mandato, requerida, al parecer, para anular la protección mágica y causar la apertura de las puertas.
Un oscuro túnel penetraba en la montaña. La súbita falta de luz me hizo vacilar un instante, pero Erasmo entró y me invitó a seguirlo con un ademán imperativo.
Asombrado por mi inopinado desasosiego, crucé las doradas hojas de acceso. La oscuridad me rodeó, y las puertas se cerraron con un resonante golpe.
Hacía un calor intenso, y comprendí que el corredor debía de conducir directamente al corazón de la montaña. Grandes columnas de basalto jalonaban las paredes a ambos lados, alternándose con polvorientos nichos que se perdían en las sombras. Las antorchas chisporroteaban de vez en cuando, proporcionando escasa luz. Parecía un lugar muerto, abandonado hacía mucho tiempo, y me pregunté cómo podía ser el centro del culto del clérigo.
—¿Por qué construiste el templo a tu dios aquí, en este oscuro sitio? —pregunté.
—No lo construí. Lo descubrí. —La voz de Erasmo tenía un timbre de triunfo—. ¡Fue puesto aquí para mí! Yo era un simple cantero antes de que me fuera revelada mi verdadera vocación. Estaba explorando, buscando material para mi trabajo, cuando topé con lo que parecían unas ruinas. Ahora son los magníficos jardines que has visto fuera. Las seguí hasta el centro… ¡y descubrí la gloria de los dioses!
La luz ardía en sus ojos, y su voz vibraba arrebatada. Un brusco movimiento en un sombrío corredor atrajo mi atención. Figuras fantasmagóricas avanzaban a mi alrededor, y di un respingo de miedo.
Entonces se encendió una antorcha, y las figuras se revelaron como los acólitos de Erasmo, con sus túnicas y sus máscaras. Di un suspiro de alivio y empecé a seguir al clérigo y a la sacerdotisa por el largo corredor, acompañados por los silenciosos aprendices.
—¿Tenemos que ir muy lejos? —interrogué a Kasandra, ya que la oscuridad y el calor me resultaban opresivos.
—¡Sé paciente, historiador! —respondió ella con tono quedo—. Debemos demostrar que somos dignos de ello antes de participar en la gloria de los dioses.
—El papel de un historiador no es la participación; solo está para observar e informar —la corregí con suavidad.
Sus ojos relucieron mientras me dirigía una extraña mirada. Un profundo rubor tiñó sus pálidas mejillas, sus labios se entreabrieron y se los humedeció con un gesto, en mi opinión, invitador, pero no dijo nada más. Mi inquietud creció.
—¿Por qué te eligieron los dioses? —pregunté al clérigo, pero Erasmo no pareció oírme.
—Espera aquí mientras termino los preparativos —dijo con brusquedad, deteniéndose y señalando a un lado del corredor.
Advertí, por primera vez, que el hueco entre los arcos del túnel que yo había tomado por otro nicho era, realmente, el acceso a unas puertas. El clérigo entonó una palabra y movió la mano. El portal se abrió en silencio y reveló una cámara que, para mi sorpresa, esta a equipada para hacer la espera confortable. Al chasquear los dedos, se prendió la mecha de una lámpara de cristal.
—Volveré a buscarte cuando todo esté dispuesto —anunció, tras rechazar mi petición de presenciar los preparativos.
Entré en la habitación, y la puerta se cerró a mis espaldas. Me encontraba a solas. La sacerdotisa ya se había marchado, adentrándose en el corazón de la montaña.
Ahora estoy sentado a una mesa de madera oscura, cuya superficie es tersa y pulida. Alfombras de pieles y lana cubren el suelo; sillas con asientos mullidos me ofrecen comodidad. La lámpara de aceite arde sin hacer humo, y la luz que emite es constante y fuerte.
Pero ahora, Excelencia, he de despedirme. Oigo pasos que se acercan por el corredor, y me apresuro a completar el encantamiento que enviará esta misiva a vuestro escritorio por el camino de la magia.
Ruego para que mi siguiente comunicación contenga la prueba que ambos deseamos. Vuestro siempre devoto servidor,
Foryth Teel
Sapientísimo maestro:
Probablemente os estaréis preguntando a qué se debe mi retraso. Me ha costado bastante tiempo recobrar la compostura a causa de lo dramáticas y terribles que han sido las experiencias vividas durante las últimas horas. De hecho, los latidos de mi corazón y mi pulso alterado hacen que me tiemble la mano… Ruego a Vuestra Excelencia disculpe mi desmañada escritura.
Inmediatamente después de que os envié el último informe, Erasmo entró en la cámara. Estaba transformado. El rubor del éxtasis teñía sus mejillas, y un brillo sobrenatural le encendía los ojos. Su sola apariencia era más que suficiente para convencerme de que una fuerza divina estaba presente aquí.
El clérigo me llamó con un ademán, y yo lo seguí. Al salir del cuarto, advertí que había dos filas de acólitos aguardando, sus expresiones ocultas bajo aquellas máscaras informes.
Avanzamos por el corredor de paredes negras, iluminado por antorchas, una distancia que, según mis cálculos, superaba el kilómetro y medio. Por fin el estrecho túnel nos condujo a una cámara enorme. El resplandor dorado de las antorchas se perdía en el vasto espacio. Por un instante pensé que todo era oscuridad, pero a medida que mis ojos se ajustaban reparé en un lúgubre resplandor carmesí que emanaba a mi alrededor, procedente de estanques de roca fundida, burbujeantes y abrasadores.
—¡Mi templo! —proclamó Erasmo.
Lo primero que me sorprendió fue el tamaño de la gruta. A juzgar por los distantes ecos de nuestras pisadas y el mortecino resplandor de los agujeros de lava y profundos pozos de carbones ardientes, supuse que nos encontrábamos en una sala inmensa.
El suelo era suave bajo mis pies, como si el trabajo de cientos de horas hubiese pulido la tosca roca otorgándole una tersura antinatural.
Mi siguiente observación, mientras salíamos del túnel que nos había conducido allí, fue percibir un olor desagradable, casi nauseabundo. Me recordaba la atmósfera cargada que hay en un osario. Tuve una arcada. Durante un instante, Excelencia, me dominó el vértigo, y me habría desplomado de no ser porque el clérigo me sostuvo por el brazo. Recordando la dignidad de mi posición, recobré la compostura, decliné amablemente la ayuda de Erasmo, y eché a andar otra vez recurriendo a mis propias fuerzas.
Por la forma irregular del santuario, comprendí que era una cueva natural, no una insólita excavación. Sin embargo, se advertían señales de haber sido utilizada durante siglos, tales como la suavidad del suelo. Columnas enormes, estriadas, obviamente ejecutadas por la experta mano de artesanos, se alzaban desde el suelo hasta el techo por todo el perímetro.
Atisbé que alguien se aproximaba desde las sombras. Era Kasandra, la sacerdotisa. Su llegada me produjo una oleada de alivio. Me sentía muy desasosegado a causa del penetrante hedor y lo insólito del entorno.
La mujer parecía irradiar un fuego sagrado, que brillaba como una luz llameante en sus ojos. Sus labios estaban húmedos, su lengua iba continuamente de una comisura a otra. No llevaba máscara, y estaba seguro de que no se había puesto ninguna clase de pintura en la piel, pero la palidez excesiva de su tez era tan blanca que parecía haberse untado con tiza.
Sus ojos pasaron sobre mí, y no advertí en ellos ni el menor atisbo de la calidez, amistad o afecto que me había demostrado en el valle. De hecho, la sacerdotisa actuaba como si no advirtiera mi presencia. Se acercó a Erasmo y dio la impresión de fundir su cuerpo con el de él.
Cuando habló, su voz semejó un susurro gutural.
—Todo está dispuesto —le dijo al clérigo.
Mi corazón palpitó de excitación. La ceremonia, que sería el descubrimiento más valioso de mi carrera, estaba a punto de empezar.
—¿Qué harás ahora? —pregunté, preparado para tomar notas menta es.
—Primero, mis acólitos se situarán en sus puestos. —El clérigo hizo un gesto a sus asistentes enmascarados, que se habían colocado en un arco a nuestro alrededor. Reparé en que eran más de dos docenas en total.
Erasmo llamó con un ademán imperioso a uno de los aprendices, que se adelantó con pasos inseguros y se detuvo ante el clérigo. El acólito aguardó la siguiente orden.
—¡Quítate la máscara!
El acólito obedeció. Perdonadme de nuevo, Excelencia. El recuerdo de lo que vi me produce una debilidad, un estremecimiento en lo más hondo de mi ser, una sensación como si una corriente de agua helada se propagara por mis miembros y paralizara mi corazón.
El rostro apenas permitía reconocer que otrora había pertenecido a un ser humano, ¡pero, ahora…! ¡Horrible! Una mejilla estaba putrefacta, dejando a la vista un amasijo de asqueroso músculo y encía húmeda y corrompida. Los dientes amarillentos sobresalían de la descolgada mandíbula. La nariz era una masa informe de cartílago y coágulos de sangre. Unos ojos consumidos giraban ciegos en las cuencas.
La criatura que estaba frente a mí era, sin lugar a dudas, un muerto viviente… un zombi. Permanecía de pie patético e inconsciente, aguardando la orden de su amo.
—¡Sé testigo! —gritó Erasmo—. ¡Presencia el milagro de los dioses!
Kasandra lo miraba con un brillo extasiado en los ojos, y las esbeltas manos enlazadas ante sí, sin reparar en mi ni en el fantasmal acólito.
—¿Matas a tus propios aprendices? —jadeé.
Su Excelencia podrá imaginar mi conmoción.
—¡A todos ellos! —gritó—. ¡Ahora conocen la bienaventuranza! ¡La alegría! ¡Eternamente libres de anhelos y deseos!
Los otros acólitos se arrimaron más y se quitaron las máscaras poniendo de manifiesto una galería e horrores. Todos y cada uno de los rostros tenían huellas de putrefacción, con jirones de carne y piel descolgados. La mayoría conservaba algo de cabello, pero los cráneos de otros relucían con la blanca pátina del hueso.
—¿Quiénes eran? —grité—. ¿Dónde los encontraste?
—¡Vinieron a mí! —La voz del clérigo vibraba con un agudo timbre de triunfo. Sus palabras iban al cielo, y tuve la sensación de estar escuchando algo que no iba destinado a mis oídos.
—Los engañaste, y después los mataste —dije, con tono acusador.
—¡Ellos comprendieron! —siseó Erasmo—. ¡Ofrecieron sus almas al dios! ¡El dios tomó sus vidas y después me los entregó como esclavos!
De pronto reparé en que uno de los zombis llevaba un parche negro cubriéndole uno de los globos oculares muertos. Aquello parecía una horrenda burla, pero reconocí a Tyrol Deet sólo por ese detalle, ya que su cara estaba destrozada por la corrupción.
—¿Es éste tu milagro? —jadeé, espantado—. ¡El secreto de la muerte en vida!
—¡Acércate al altar! —ordenó Erasmo. Tendió la mano para empujarme, pero eludí su contacto.
Kasandra me cogió del brazo, sorprendiéndome por la suavidad de su tacto. La miré a la cara, ahora tan cerca de la mía, y sólo vi en ella el éxtasis de quien cree haber encontrado una gran verdad. No me prestó atención, salvo una leve presión de sus dedos sobre mi brazo. Sus relucientes ojos seguían enfocados en el extremo más alejado de la cueva.
Como obedeciendo una orden, el fuego brotó en varios de los orificios de la caverna, y por primera vez tuve una imagen más clara del espantoso templo. Era monstruoso, Excelencia. Cinco agujeros vomitaban al aire columnas de siseantes llamas. El que estaba en el centro era más alto y ardía con un color rojo profundo. Fuegos azules y verdes surgían a su izquierda, y a la derecha ardía otro de un blanco puro.
No vi de inmediato la quinta llama, y después la percibí sólo como una cambiante sombra en contraste con los rojos pozos de lava que había detrás. Tras observarla con más atención, ¡vi que era un fuego negro! Absorbía la luz a su alrededor, en lugar de emitirla, y por ende sólo resultaba visible al quedar enmarcada por una oscuridad aún más profunda. Cinco fuegos, negro, blanco, rojo, verde y azul: el sagrado altar de la deidad adorada por Erasmo Luker.
—Contempla el poder de mi dios —anunció el clérigo.
La arrogancia de su tono era ahora palpable. Evidentemente, me consideraba poco más que una tablilla de apuntes destinada a reflejar sus grandiosos logros.
Excelencia, en este punto del curso de los acontecimientos, temo que mi mente dejó de funcionar con su habitual agudeza para los detalles y la observación. En lugar de ello, sólo recuerdo una serie de impresiones…, cada cual más extravagante y espantosa que la anterior.
Recuerdo aquellas cinco columnas de fuego. Estábamos más cerca ahora, y sentía el calor que irradiaban en todas direcciones. Los chorros de llamas siseaban, chisporroteaban y restallaban, y, sin embargo, no veía combustible de ninguna clase. Los pozos eran suaves cuencos de piedra negra, más profundos que la altura de un hombre, pero con la forma de enormes calderas.
El fuego rojo —la columna llameante central y más alta—, estaba situado frente a los otros. El fuego negro era el que estaba más alejado del grupo.
Una depresión circular, con cuatro o cinco anillos concéntricos de escalones, permitía un fácil acceso al interior del círculo. Dentro había una gran piedra, cuadrada y sólida.
—¡Contempla el altar de la divinidad! —gritó Erasmo—. ¡Contémplalo y tiembla!
Un agujero más profundo se abría al pie del altar. Era de aquel escalofriante orificio de donde salía el indescriptible hedor, como si toda la vileza y perversidad existente sobre la faz de Krynn se hubiese congregado en un único lugar. El clérigo me condujo alrededor del pozo para situarnos frente al altar.
Mi siguiente recuerdo son unas imágenes de mis dos acompañantes: la mujer, tan esbelta y lasciva en su deseo inspirado por el dios; y el hombre, con la faz alterada por las sombras y por la intensidad de su pasión, centrada en la inminente ceremonia. Kasandra, que no me había prestado atención mientras nos acercábamos al altar central, volvió ahora sus ojos luminosos hacia mí.
Se despojó de su túnica, que cayó al suelo. Estaba completamente desnuda, salvo un cinturón de cuero y unas muñequeras de acero. Dos finos estiletes colgaban del cinturón; cogió uno en cada mano y los alzó hacia el techo de la caverna.
También Erasmo levantó las manos. Juntos, el clérigo y la sacerdotisa, entonaron una salmodia en la que unos sonidos bestiales se repetían una y otra vez, elevando sus voces al pináculo del éxtasis. Yo estaba convencido de que la culminación de la ceremonia llegaría al hundirse aquellos afilados estiletes en mi pecho.
Confieso, Excelencia, que toda idea sobre mi deber, de la sagrada confianza del historiador, desapareció de mi mente. El miedo me consumía. Lo único que pensaba era en escapar. El clamor de los clérigos siguió in crescendo, hasta el paroxismo. A pocos pasos de distancia, vi los escalones que me conducirían fuera de aquel perverso círculo, y, más allá, salvando la distancia con una desesperada carrera, el túnel que me llevaría al exterior. Mi mente estaba tan ofuscada que olvidé por completo las puertas de oro y plata que, por lógica, me cerrarían el paso.
Me aparté de un salto del clérigo y la sacerdotisa y corrí hacia la escalera. Ninguno de los dos reaccionó; sus cánticos prosiguieron ininterrumpidos. Llegué al escalón inferior y, en dos brincos, salí de aquel detestable círculo. Erasmo y Kasandra seguían cantando.
El corazón me latía desbocado, y respiraba entre jadeos. Giré sobre mí mismo buscando el túnel por el que había entrado en aquella execrable caverna.
Pero ¿dónde estaba? El entorno me resultaba desconocido, como si no fuera el mismo lugar donde había entrado unos cuantos minutos antes. Había sombras donde antes recordaba brillantes parches luminosos. Pero las cinco columnas de fuego ardían todavía, y su resplandor me orientó. Empecé a correr en la dirección que creía que me ofrecería una vía de escape. Mis pies cruzaron veloces sobre el pulido suelo, mientras los dos clérigos seguían de pie, inmóviles, inmersos en la ejecución de su perverso ritual.
Noté un movimiento en la oscuridad contra el ardiente fondo, y mi corazón se estremeció cuando sentí el rumor de unas pisadas. Unas manos se tendieron hacia mí. El hedor sofocante a muerto me rodeaba. Un brazo, más bien un trozo de carne corrompida, me golpeó en el pecho y me hizo caer de espaldas.
Me derrumbé sobre otro cadáver viviente, y vomité al sentir que mi mano se hundía en la pútrida cavidad abdominal. Los zombis me tenían rodeado y alargaban hacia mí sus horribles manos.
Con un grito de horror, me libré de su cerco y me lancé en la única dirección que me alejaría de sus espantosas figuras: de vuelta al círculo y al altar de Erasmo.
—¡Acércate a nosotros, historiador! —gritó el clérigo, interrumpiendo su canto.
Kasandra se humedeció sus brillantes labios y sostuvo los estiletes en lo alto, cruzados sobre su cabeza.
Las filas de muertos vivientes cerraron más y más el círculo, y al resplandor de los fuegos advertí que eran decenas y decenas. Emergían de las sombras que rodeaban el perímetro de la inmensa caverna, y avanzaban con pasos inseguros y lentos para formar un atento círculo en torno a sus dos amos.
Las apretadas filas de zombis se aproximaban a mí, obligándome a retroceder hasta el primer escalón del foso circular del altar, y hacia la muerte que me aguardaba abajo. Desesperado, busqué alguna vía de escape entre el cerco que se cerraba más y más. ¡No había ninguna!
—¡Apresúrate, historiador! —En la voz del clérigo se advertía un tono de irritación.
No podía aplazarlo más. Los zombis me habían empujado hasta el último escalón del círculo, y, por ende, al propio foso.
La mirada de Kasandra se prendió en la mía. Fue la sacerdotisa, al final, quien me impelió a cruzar despacio el piso del círculo hasta llegar ante ella. A su espalda estaba el pozo negro que exudaba el espantoso hedor.
—¡Ahora! —gritó Erasmo, levantando las manos, con los puños apretados en un gesto triunfal—. ¡En nombre de los dioses!
Kasandra blandió las dagas, sin apartar los ojos de mí. Yo estaba paralizado, incapaz de apartar mis ojos de su hipnótica mirada. Esperé la cuchillada del afilado acero en mi carne.
Kasandra golpeó y cortó la garganta con los dos estiletes, seccionando las dos arterias que riegan el cerebro. Pero, puesto que estoy vivo para contarlo, Excelencia, no fueron las mías. No, y juro por el sagrado Voto de Historiador, Vuestra Gracia, ¡que se degolló a sí misma ante mis ojos! ¡La sacerdotisa se quitó la vida!
La sangre manó a borbotones por las heridas, y me empapó. Kasandra siguió de pie, sin que se alterara aquella expresión de éxtasis plasmada en su semblante. Después empezó a desplomarse hacia adelante y, en un gesto mecánico, tendí los brazos para cogerla.
Pero Erasmo me apartó de un empellón. La sangre de Kasandra se extendió, humedeciendo el pulido suelo.
—¡He de apresurarme! —gritó el clérigo.
Con una fuerza sorprendente, la levantó en sus brazos, se volvió hacia el oscuro agujero del centro del círculo, y arrojó el cuerpo, todavía sangrante, al interior del negro pozo.
Las cinco columnas de fuego se elevaron con una fuerza repentina, iluminando la inmensa caverna, los rostros inexpresivos de los zombis, y el sonriente semblante de su triunfante clérigo.
Oh, sabio Astinus, aquí, al parecer, mi instinto de historiador se impuso, rescatándome cuando ya me tambaleaba al borde de la locura. Estaba conmocionado y las piernas me temblaban, incapaces de soportar mi peso. Permanecí insensible a la sangre, la sangre de Kasandra, que manchaba mi túnica, e incluso al hecho de que, al menos de momento, seguía con vida.
Observé los siguientes acontecimientos con una especie de indiferencia, de objetividad, sin sentirme partícipe, como debí haber hecho desde el principio. Contemplé fijamente el oscuro pozo. Los zombis que nos rodeaban permanecían inmóviles, e incluso la respiración de Erasmo se había tornado lenta y fatigosa.
Entonces, de aquella obscena negrura salió una mano: una mano esbelta, femenina, húmeda de sangre. Apareció otra mano, y a continuación siguieron unos brazos. Luego la cara, ahora con una palidez mortal, se hizo visible… y después el cuerpo mortal que una vez había sido la sacerdotisa llamada Kasandra.
La criatura que emergió del pozo estaba muerta, tan insensible como las filas de cadáveres corruptos que nos rodeaban. La zombi, cuyo cuerpo desnudo estaba pringado con los repugnantes residuos del oscuro agujero, trepó trabajosamente por el borde. Los movimientos de la cosa —soy incapaz de pensar en ella como una mujer, como un ser humano— eran rígidos y faltos de coordinación, como si estuviera empezando a aprender a andar otra vez.
Pero lo que me causó una mayor impresión fue la vacuidad de los ojos, otrora relucientes. La mirada de Kasandra había sido tan intensa, tan vital, que me había fascinado a pesar de los escalofríos de incertidumbre que me causaba. Ahora, los ojos apagados, muertos, giraban sin ver en el espantoso semblante pálido.
—Antes de continuar —me dijo Erasmo—, quiero mostrarte algo.
Lo seguí, aturdido, a pesar de que suponía que mi muerte estaba próxima. Imagino que estaba conmocionado, y habría sido capaz de saltar al agujero si me lo hubiese ordenado. El clérigo me condujo a la columna de llamas negras.
—El fuego negro, como podrás advertir, no irradia calor —explicó mientras nos acercábamos a la sombría columna.
De hecho, la titilante llama parecía absorber calor del aire. Sentí como si mirara la noche, de espaldas a la confortante calidez de una casa o posada. Un infinito manantial de frío parecía emanar del fuego, absorbiendo todo cuanto tenía vida y calor hacia sus negras y desalmadas profundidades.
—Un fenómeno curioso, ¿no te parece? —dijo Erasmo—. Ahora, observa el blanco.
Nos movimos hacia el pálido fulgor. Esta columna de fuego era iridiscente y translúcida como humo, pero poseía una definición de forma y propósito que desmentía su naturaleza vaporosa. El frío de la llama era como un fuerte golpe físico, como una ráfaga de aire gélido en una estepa helada. Retrocedí, para el regocijo del clérigo.
—Este fuego te consume la vitalidad —dijo Erasmo—. ¡Pero a cambio te otorga la vida eterna de mi diosa!
—¿Vida? —exclamé, perdiendo la obligada imparcialidad de un historiador, por lo que Vuestra Excelencia, sin duda, me castigará severamente—. ¿Cómo te atreves a llamar vida a esta abominación?
—¡Ah, pero en realidad es la forma de vida más grande! —respondió el clérigo—. ¡Porque es una vida sin final!
—¡Una vida que no tiene conciencia de sí misma! —repliqué—. ¡Eso no es vida!
—No esperaba que lo entendieras —anunció con un tono rebosante de arrogancia desmedida—, pero te he dado prueba de un milagro. Tú, historiador, debes llevar este mensaje al mundo.
—Me has probado la presencia de un dios maligno —continué, eligiendo todavía mis palabras con precaución—. Ello, en sí mismo, es un descubrimiento extraordinario en esta era en que se cree que las deidades han abandonado Krynn. Pero ¿no piensas decirme el nombre de ese dios?
—Diosa —me corrigió—. Y sabes quién es.
Me volví a mirar otra vez, cayendo en la cuenta que había estado observando las cinco columnas de fuego, los cinco colores…
—La de las Mil Caras —musité con voz queda—, expulsada del mundo hace más de dos mil años. ¡La que casi subyugó a Krynn con sus negros poderes!
—¡La Reina de la Oscuridad! —exclamó Erasmo transportado—. ¡Señora de los Dragones del Mal, el Dragón de las Cinco Cabezas!
—¡Takhisis! —Todos los horrores que había presenciado no eran nada comparados con la amenaza que había desenterrado aquel oscuro clérigo—. ¿Tratas de decirme que ella ha regresado al mundo?
—Todavía no, historiador. Todavía no. Pero su presencia puede sentirse, a través de mí y de otros. Está incrementando su fuerza, y es muy paciente. No está vencida. Nunca caigas en ese error, historiador. Jamás será derrotada —De improviso alzó el tono de voz, y señaló la puerta—. ¡Vete ahora! ¡Escribe tus notas e informa a tu maestro sobre lo que has visto! ¡Que el gran Astinus tiemble! ¡Que lo sepa el mundo entero! ¡La Reina de la Oscuridad regresará, y la gloria es el destino de aquellos que honran su nombre!
Resonando en mis oídos sus palabras triunfantes, me marché… precipitadamente, si he de ser sincero (como, por supuesto, debo serlo). Los zombis se apartaron, dejándome paso. Las puertas doradas, así como las de plata, estaban abiertas de par en par. Atravesé corriendo el patio bañado por el sol, y no dejé de correr por el inclinado y serpenteante sendero hasta llegar a Concordia. Ni siquiera aquí me siento a salvo.
No es que tema al clérigo. Si Erasmo hubiese querido matarme, lo habría hecho en su altar. Mi miedo es más profundo, ya que no es por mí mismo, sino por la propia supervivencia e nuestro mundo.
¡Juro, maestro Astinus, que todo esto es verdad! ¡La Reina de la Oscuridad vive, y ansía extender su poder al plano físico! Ha encontrado un clérigo en Erasmo. ¿Encontrará (o ha encontrado ya) otros?
¿Cuál será, entonces, el destino del mundo?
Foryth Teel
En nombre de Astinus y las grandes historias de Krynn.