WASHINGTON SEIS

El Presidente de los Estados Unidos —Washington— abrió la ventana de su estudio y se inclinó hacia fuera para aullarle a su Asesor Científico:

—¡Harry, suba de una vez! ¡Estamos esperándole!

Harry miró hacia arriba y agitó una mano, y luego continuó chapoteando a través de la chorreante selva en que se había convertido el Césped Septentrional. Entre la crecida maleza, la lluvia y el barro resultaba difícil avanzar, pero el Presidente estaba de un humor de perros. Cerró la ventana de golpe y dijo:

—Ese hombre se mete por los lugares más difíciles para fastidiarme. ¿Cuánto tiempo se supone que tendré que esperarle para poder decidir si tenemos que trasladar o no la capital?

La Primera Dama levantó los ojos de su labor de punto.

—Jimbo, cariño, ¿por qué armas tanto escándalo? ¿Por qué no nos trasladamos de una vez y acabamos con todo?

—Bueno, no resulta tan fácil tomar una decisión tan importante. —El Presidente se dejó caer en un sillón—. En realidad, estaba esperando el desfile del Décimo Aniversario —se lamentó—. ¡Diez años valen la pena de conmemorarse! No deseo nada excepcional, sólo bajar por la Avenida de la Constitución, como en los viejos tiempos, con la gente manifestando su alegría, los reporteros, las cámaras y todo eso. Entonces, ese hijo de perra de Omaha no podría decir que no soy el verdadero Presidente...

Su esposa dijo, en tono tranquilo:

—No te preocupes por él, cariño. ¿Sabes lo que he estado pensando? Que el desfile resultaría muy poco brillante en la Avenida de la Constitución. Sería mucho más agradable en una calle más pequeña.

—¡Oh! ¿Qué sabes tú de eso? De todos modos, ¿a dónde podríamos ir? Si Washington está bajo el agua, ¿qué te hace pensar que Bethesda sería mejor?

Su Secretario de Estado soltó las cartas de su solitario y alzó la mirada. Al parecer, las últimas palabras del Presidente le habían interesado.

—No tendría que ser Bethesda, necesariamente —dijo—. Tengo unos hermosos terrenos cerca de Dulles que podríamos utilizar. Allí, la altitud es mayor, —Naturalmente. En Virginia hay unos terrenos muy hermosos —confirmó la Primera Dama—. ¿Recuerdas aquel picnic al que asistimos después de tu Segundo Aniversario? Fue en Estación Fairfax. Todo rodeado de colinas. Era muy bonito.

El Presidente descargó su puño sobre la mesita auxiliar y aulló:

—¡Yo no soy el Presidente de Estación Fairfax, soy el Presidente de los Estados Unidos de América! ¿Cuál es la capital de los Estados Unidos de América? ¡Washington! ¡Dios mío! ¿No se dan cuenta que todos esos cretinos de Houston, de Omaha y de Salt Lake se mondarían de risa si se enterasen que he tenido que mudarme de mi propia capital?

Se interrumpió, debido a que su Asesor Científico acababa de aparecer en el umbral de la puerta, sacudiéndose el barro que llevaba pegado a todas sus ropas.

—¿Y bien? —inquirió el Presidente—. ¿Qué es lo que dicen?

Harry se sentó.

—Las cosas están muy mal. ¿Alguien tiene un cigarrillo seco?

El Presidente le lanzó un paquete. Harry se secó los dedos en la camisa antes de sacar un cigarrillo.

—Bueno —dijo—, he hablado con todos los capitanes de barco que he podido encontrar. Todos dicen lo mismo. Las mareas suben y bajan a lo largo de todo el litoral.

Miró a su alrededor en busca de una cerilla. La esposa del Presidente le entregó un encendedor de oro con el Gran Sello de los Estados Unidos grabado en él; después de varias tentativas, Harry logró que se encendiera.

—Las cosas no presentan un buen aspecto, Jimmy. Ahora mismo la marea está baja, pero no podemos confiar en eso. Mañana estará un poco más alta. Y se producirán temporales, no una simple lluvia como aquí. Se acerca una depresión tropical procedente de las Bahamas.

—No estamos en el trópico —dijo el Secretario de Estado en tono suspicaz.

—No he querido decir eso —replicó el Asesor Científico, que en otros tiempos había facilitado informes meteorológicos para la estación local de Televisión ABC, cuando existían cosas tales como una red de televisión—. Me refiero a que se producirán tormentas. Huracanes. Pero lo peor no es eso, sino la marea. Si los hielos se derriten, alcanzarán unas alturas insospechadas.

El Presidente hizo repiquetear sus dedos sobre la mesita. Súbitamente, gritó:

—¡No quiero trasladar mi capital!

Nadie contestó. Sus estallidos de malhumor eran famosos. La Primera Dama se concentró en su labor de punto, el Secretario de Estado recogió sus cartas y empezó a barajarlas, el Asesor Científico se quitó la chaqueta y la colgó cuidadosamente detrás de una puerta.

El Presidente dijo:

—Tienen que ver las cosas así: suponiendo que nos trasladáramos, todos esos rústicos provincianos que pretenden ser el Presidente de los Estados Unidos verían fortalecida su posición, y la eventual reunificación de nuestro país sufriría un gran retraso. —Movió sus labios unos instantes, y luego estalló—: ¡No pido nada para mí! Nunca lo he hecho. Sólo deseo representar el papel que me corresponde en lo que es bueno para todos nosotros, y eso significa que debo conservar mi posición como verdadero Presidente, de acuerdo con la enmienda introducida en la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica. Y eso significa que voy a permanecer aquí, en la verdadera Casa Blanca, pase lo que pase.

Su esposa dijo, en tono vacilante:

—Cariño, no te excites. El otro Presidente tiene una Casa Blanca de verano..., Camp David. Y nadie se ha llevado las manos a la cabeza. ¿Por qué no haces tú lo mismo? Cerca de Estación Fairfax hay una antigua casa de labor hermosísima, y podríamos arreglarla a nuestro gusto.

El Presidente la miró con aire de sorpresa.

—No es mala idea —declaró—. Lo malo es que no podemos trasladarnos permanentemente, y tenemos que conservar este lugar tal como está para que nadie pueda echarnos de él, y regresar de cuando en cuando a echar un vistazo. ¿Qué opina usted, Harry?

El Asesor Científico dijo, pensativamente:

—Supongo que podríamos alquilar algunas embarcaciones. Depende. No sé qué altura alcanzará el agua.

—¡Nada de «supongo»! ¡Nada de «depende»! Se trata de una prioridad nacional. Tenemos que hacerlo para que ese bastardo de Omaha siga prestando atención al verdadero Presidente.

—Bueno, Jimbo, cariño —dijo la Primera Dama al cabo de unos instantes, estimulada por el éxito de su sugerencia—, tienes que admitir que ahora mismo no nos prestan demasiada atención.

¿Cuándo fue la última vez que pagaron sus impuestos?

El Presidente la miró taimadamente por encima de sus gafas.

—Hablando de eso —dijo—, les reservo una pequeña sorpresa. Una especie de arma secreta.

—Espero que nos dé mejor resultado que en la última guerra —dijo su esposa, suspirando.

El Presidente se puso en pie, indicando que la reunión del Gabinete había terminado.

—Harry —dijo—, acérquese a la Biblioteca del Congreso y trate de encontrar algunos mapas buenos en las salas que se salvaron del incendio. Búsquenos un buen lugar, situado a una altura conveniente, a unas veinte millas de aquí, más o menos. Luego haremos que el Ejército nos condene a la Casa Blanca de Verano, como dice Mae, y tal vez pueda dormir en una cama que no esté enmohecida, para cambiar.

Su esposa le miró con aire preocupado.

—¿Qué vas a hacer, Jimmy?

El Presidente dejó oír una risita.

—Voy a revisar mi arma secreta.

Cuando le dejaron solo en el estudio, el Presidente se dirigió a la cocina y tomó una botella de Fresca del abierto refrigerador. La compañía de guardia de la Marina seguía intentando poner de nuevo en marcha el generador de gas, sin el menor éxito. Al Presidente no le importaba. Eran sus pretorianos personales y, aunque eran una nulidad como fontaneros, habían demostrado lo que valían en los momentos de apuro. El Presidente no olvidaba que durante los Disturbios no había sido más que un simple congresista, y su rápido ascenso a la Presidencia del Congreso y posteriormente de la nación se debía, no sólo a su habilidad política y reconocida capacidad de maniobra, sino también al hecho que su cuñado estaba al mando de la guarnición de infantes de Marina de Washington.

El Presidente, en realidad, estaba muy satisfecho de la marcha del mundo. Si bien envidiaba a los presidentes del pasado —misiles, flotas de bombarderos nucleares, miles de millones de dólares a su disposición—, cuando miraba al mundo que le rodeaba no veía nada comparable con su propia estatura.

Se bebió la soda, abrió un par de centímetros la puerta de su estudio y atisbó por la rendija. No había nadie a la vista. Se deslizó fuera y bajó por la escalera de la parte de atrás. En lo que en otro tiempo habían sido las partes públicas de la Casa Blanca podía apreciarse más claramente la extensión de los daños. Después de las algaradas y de los incendios, la voluntad de reparar y de reconstruir se había ido debilitando paulatinamente. Al Presidente no le importaba. Ni siquiera se fijó en las chamuscadas paredes y en los trozos de yeso caídos del techo. Estaba escuchando el sonido de las explosiones de un motor de gasolina cada vez más lejanas, y una sonrisa distendió sus labios mientras se acercaba al piso subterráneo donde estaba encerrada su arma secreta.

El arma secreta, cuyo nombre era Dieter von Knefhausen, estaba tratando de completar la defensa total de cada uno de los actos de su vida que él llamaba sus memorias.

Estaba menos satisfecho del mundo que el Presidente. Podría haber deseado muchos cambios. Su estado de salud, por ejemplo; se daba cuenta que su hipertensión básica, su bronquitis y su gota estaban librando los últimos asaltos de una guerra total para ver cuál de ellos tenía el honor de destruir su mutuo campo de batalla, que era él mismo. No le importaba su falta de libertad, pero sí la absurda destrucción de muchos de sus documentos.

El manuscrito original de su autobiografía se había perdido hacía mucho tiempo, pero él había convencido al Presidente —al que se llamaba a sí mismo Presidente—, para que enviara a alguien en busca de lo que pudiera recuperarse. Sólo habían aparecido algunos fragmentos de la copia. Los suficientes, sin embargo, para que Knefhausen emprendiera nuevamente la tarea de contar cómo había planeado el Proyecto Alfa-Aleph, detallando meticulosamente cómo había mentido, engañado y falsificado para sacarlo adelante.

Era tan sincero como podía serlo. No omitía nada. Admitía su complicidad en la muerte «accidental» del primer marido de Ann Barstow en una colisión de automóviles, para dejarla así en libertad de casarse con el hombre que él había escogido para que formara parte de la tripulación de la Constitution. Había confesado que sabía que el secreto no podría mantenerse por toda la duración del viaje, traicionando así la confianza del Presidente que lo había hecho posible. Lo contaba todo, todo lo que podía recordar, y alardeaba de su éxito.

Ya que para él era evidente que su éxito estaba más que demostrado. ¿Qué mejor prueba que lo que había ocurrido hacía diez años? El «incidente de la próxima semana» fue tan dramático y completo como pudiera desear el más exigente. Si sus detalles eran todavía indescifrables, en gran parte debido a la destrucción de la estructura tecnológica existente que había acarreado, sus principales características eran obvias. La lluvia de partículas pesadas —¿bario? ¿cuarzo, quizás?— había empapado la Tierra. La fuente había sido localizada en un punto del cielo que coincidía con la prevista situación de la Constitution.

Estaban también los mensajes recibidos; considerados en conjunto, no quedaba duda que los astronautas habían desarrollado unos conocimientos tan superiores a todos los de la Tierra que, desde una distancia de dos años-luz, podían imponer su voluntad a la raza humana. Lo habían hecho.

Con un chaparrón de partículas, habían inutilizado todo el complejo militar-industrial del planeta.

¿Cómo? ¿Cómo? Ah, pensó Knefhausen con envidia y orgullo, esa era la cuestión. Lo único que se sabía era que todos los ingenios nucleares —bombas, plantas de energía, fuentes de radiación para hospitales, pilas atómicas— se habían empapado simultáneamente con la corriente de partículas y en aquel mismo instante habían dejado de existir como fuente de energía nuclear. No fue rápido y catastrófico, como una bomba. Fue lento y persistente. El uranio y el plutonio habían acabado por fundirse en la prolongada y continua reacción que todavía burbujeaba en los lagos de lava hirviente en que se habían convertido los antiguos depósitos y plantas nucleares. Se desprendió muy poca radiación, pero abundante calor.

Hacía mucho tiempo que Knefhausen había dejado de lamentar lo que no podía ser evitado, pero seguía pensando en lo mucho que le hubiera gustado tener la oportunidad de medir adecuadamente la cantidad total de calor desprendido. No menos de 1016 vatios-año, estaba seguro, a juzgar por los efectos sobre la atmósfera de la Tierra, las tormentas, el aumento gradual de la temperatura en todo el mundo y, por encima de todo, por los rumores acerca del aumento general del nivel del mar, que presuponía la fusión de los casquillos polares. No existía ya una red de información meteorológica, pero las fragmentarias informaciones que había logrado reunir sugerían un mundo con niveles más altos de temperatura —de seis a siete grados centígrados—, que seguían aumentando en Checoslovaquia, el Congo, Colorado y un centenar de infiernos menores.

¿Rumores acerca del nivel del mar?

No se trataba de rumores, se corrigió a sí mismo, puesto que a juzgar por lo que podía ver a través de los barrotes de la ventana de su celda, las aguas lamían ya las mismas puertas de la Casa Blanca.

Se abrió la puerta. El Presidente de los Estados Unidos (Washington) entró, palmeando el hombro del flaco, asustado y macilento muchacho que montaba guardia junto a la puerta.

—¿Cómo van esos ánimos, Knefhausen? —inquirió el Presidente en tono jovial—. ¿Está usted dispuesto a entrar en razón?

—Haré lo que usted diga, señor Presidente, pero tal como ya le he dicho, existen ciertos límites.

Además, no soy ningún jovenzuelo y mi estado de salud...

—¡Al diablo con su salud y sus límites! —gritó el Presidente—. ¡No empiece con la cantinela de siempre, Knefhausen!

—Lo siento, señor Presidente —murmuró Knefhausen, en tono casi inaudible.

—¡No lo sienta! Yo juzgo por los resultados. ¿Sabe lo que cuesta mantener en marcha esa bomba extractora de agua para que usted no se ahogue? ¡La gasolina está racionada, Knefhausen! Para obtenerla, hay que alegar motivos de alto interés nacional. Y si usted insiste en no colaborar, no podré continuar justificando esa sangría en nuestros recursos.

Triste, pero obstinadamente, Knefhausen dijo:

—En lo que de mí depende, señor Presidente, no he dejado de colaborar.

—Sí, desde luego. —Pero el Presidente se encontraba hoy de un humor anormalmente optimista, observó Knefhausen, con la enfermiza atención del recluso por los detalles, y al cabo de unos instantes añadió—: Escuche, no quiero que discutamos por esas minucias. He venido a hacerle una oferta. Dígame que acepta, y despediré a ese hijo de perra de Harry Stokes y le nombraré a usted mi Asesor Científico. ¿Qué le parece? De nuevo en la cumbre. Un apartamento de su propiedad. ¡Luces eléctricas! Sirvientes..., podrá escogerlos usted mismo, y hay algunas chicas muy atractivas disponibles.

La mejor comida que pueda haber soñado. La posibilidad de prestar un verdadero servicio a los Estados Unidos de Norteamérica, ayudando a reunificar este gran país para que vuelva a convertirse en la gran potencia que todos deseamos...

—Señor Presidente —dijo Knefhausen—, mi mayor deseo es el de prestar toda la ayuda posible, pero no es la primera vez que hablamos de este asunto. Haré lo que usted me pida, pero no puedo hacer que las bombas vuelvan a funcionar. Sabe usted perfectamente lo que ha ocurrido. Han desaparecido.

—¿Quién ha hablado de bombas? Mire, Kneffie, yo soy un hombre razonable. Lo único que tiene que prometerme es que utilizará sus conocimientos científicos en la medida en que le sea posible.

Dice usted que no puede fabricar bombas: de acuerdo. Pero habrá otras cosas.

—¿Qué otras cosas, señor Presidente?

—No me apremie, Knefhausen. Cualquier otra cosa que signifique un servicio para su patria.

Prométame eso, y hoy mismo saldrá de aquí. ¿O prefiere que interrumpa el funcionamiento de la bomba extractora de agua?

Knefhausen sacudió la cabeza, no para negar, sino en un gesto de desesperación.

—No sabe lo que me está pidiendo. ¿Qué puede hacer hoy un científico por usted? Hace diez años, sí..., incluso hace cinco años. Es posible que entonces hubiese podido hacer algo. Pero ahora las condiciones previas no existen. Cuando todas las plantas nucleares han desaparecido..., cuando las fábricas que dependían de ellas carecen de energía..., cuando las fábricas de abonos no disponen de nitrógeno y las fábricas de insecticidas han dejado de producir..., cuando la gente empieza a morir de hambre y empiezan las epidemias...

—Sé todo eso, Knefhausen. ¿Sí o no?

El científico vaciló, mientras contemplaba pensativamente a su adversario. De pronto, un destello de la antigua sagacidad apareció en sus ojos.

—Señor Presidente —dijo lentamente—. Usted sabe algo. Algo ha ocurrido.

—Exacto —asintió el Presidente—. Ahora, dígame, ¿qué es lo que sé?

Knefhausen sacudió la cabeza. Después de siete décadas de vida vigorosa, y de otra década de lenta consunción, resultaba difícil recobrar la esperanza. Pero aquel hombrecillo, aquel advenedizo, no carecía de cierta astucia animal, y parecía estar muy seguro de sí mismo.

—Por favor, señor Presidente. Dígamelo.

El Presidente se llevó un dedo a los labios, y luego pegó un oído a la puerta. Cuando se hubo convencido que nadie podía estar escuchando, se acercó más a Knefhausen y dijo en voz baja:

—Usted sabe que tengo representantes comerciales en todas partes, Knefhausen. Algunos en Houston, algunos en Salt Lake, algunos incluso en Montreal. No están allí únicamente para comerciar. A veces se enteran de cosas, y me las cuentan. ¿Le gustaría saber lo que acaba de contarme mi representante en Anaheim?

Knefhausen no contestó, pero sus cansados ojos tenían una expresión implorante.

—Se trata de un mensaje —susurró el Presidente.

—¿De la Constitution? —exclamó Knefhausen—. ¡No, no es posible! Farside ha desaparecido, Goldstone está destruido, los satélites han dejado de orbitar...

—No se trata de un mensaje por radio —dijo el Presidente—. Llegó desde Monte Palomar. No el gran telescopio, que también desapareció, sino lo que ellos llaman un Schmidt. Ignoro lo que es, pero funciona. Y hay algunos viejos que siguen atisbando por él, de cuando en cuando, en recuerdo de los antiguos tiempos. Y captaron un mensaje, transmitido en Morse con destellos de luz láser.

Procedía de Alfa Centauro. De sus jóvenes amigos, Knefhausen.

Sacó una hoja de papel de su bolsillo y lo hizo oscilar ante los ojos de Knefhausen.

Knefhausen se vio acometido por un súbito acceso de tos, pero logró graznar:

—¡Démelo!

El Presidente retrocedió un par de pasos.

—¿Trato hecho, Knefhausen?

—¡Sí, sí! ¡Lo que usted diga, pero deme el mensaje!

—No faltaría más —sonrió el Presidente, entregándole la arrugada hoja de papel. Decía:

ROGAMOS TOMEN NOTA QUE NOSOTROS HEMOS CREADO EL PLANETA ALFA-ALEPH. ES HERMOSO Y GRANDE. ENVIAREMOS NUESTROS TRANSBORDADORES PARA TRAER PERSONAL ADECUADO. NUESTROS SALUDOS ESPECIALES AL DR. DIETER VON KNEFHAUSEN, CON EL CUAL TENEMOS MUCHOS DESEOS DE HABLAR. LLEGAREMOS TRES SEMANAS DESPUÉS QUE ESTE MENSAJE.

Knefhausen lo leyó por segunda vez, miró al Presidente, y volvió a leerlo.

—Me..., me alegro mucho —dijo, absurdamente.

El Presidente arrancó el mensaje de sus manos, lo dobló cuidadosamente y se lo guardó en el bolsillo, como si aquel trozo de papel fuera la llave del poder.

—¿Se da cuenta? —dijo—. La cosa es sencilla. Usted me ayuda a mí, y yo le ayudo a usted.

—Sí, sí, desde luego —dijo Knefhausen, con aire distraído.

—Ellos son sus amigos. Harán lo que usted diga. Todas esas cosas que usted me dijo que podían hacer...

—Sí, las partículas, la capacidad de reproducir, la capacidad, Dios nos asista, de construir un planeta...

Knefhausen podía haber continuado catalogando las habilidades de los astronautas indefinidamente, pero el Presidente estaba impaciente:

—De modo que ahora sólo es cuestión de días... ¡Imagine lo que traerán! Armas, herramientas, de todo... Y lo único que tiene usted que hacer es lograr que me ayuden a volver a situar a los Estados Unidos de Norteamérica en el lugar que les corresponde. ¡Sabré recompensarles, Knefhausen! Y también a usted. Ellos...

El Presidente se interrumpió, observando cuidadosamente al científico. Luego gritó:

«¡Knefhausen!», y se inclinó hacia adelante para sujetarle.

Era demasiado tarde. El científico había caído al suelo, en redondo. El centinela, obedeciendo la orden del Presidente, corrió hacia la Casa Blanca en busca del médico, que se presentó con toda la rapidez que le permitieron sus vacilantes piernas y su cerebro empapado de cerveza, pero era demasiado tarde, también. Todo llegaba demasiado tarde para Knefhausen, cuyo viejo corazón le había fallado..., muy a tiempo. Como se demostró pocos días después, cuando las grandes naves doradas procedentes de Alfa-Aleph aterrizaron y descargaron sus brillantes y terribles tripulaciones para limpiar la Tierra.