MADRE EN EL CIELO CON DIAMANTES

James Tiptree, Jr.

—Está llegando la señal, Inspector.

La operadora de Coronis mostró la sonrosada punta de su lengua al feo hombre que esperaba en el patrullero del Cinturón, a media megamilla de distancia.

Y con todos esos pelos, además, pensó.

Clic.

Ocultó la lengua y dijo dulcemente:

—Procede de..., oh..., Concesión Doce.

El hombre del patrullero pareció más feo. Era el Inspector de Seguridad del Espacio Gollem y le dolía el estómago.

La noticia informando que un inspector de la Compañía estaba sufriendo habría alegrado a todos los colonos clandestinos, desde Deimos hasta los Anillos. La única sorpresa sería enterarse que el Inspector Gollem tenía un estómago en vez de una cinta métrica extensible. ¿Gollem? Todos los amigos que Gollem tenía podían colonizar un neutrón, y él lo sabía.

Además, su estómago ya estaba acostumbrado a aquello. Estaba acostumbrándose incluso a trabajar para la Coronis Mutual, y Gollen confiaba en que sabría arreglárselas para sobrevivir a su jefe, Quine.

Lo que le estaba matando lentamente era la cosa que había ocultado más allá de Concesión Catorce, al borde del sector Coronis.

Miró con ceño la pantalla en la que la chica de Quine estaba anotando las instrucciones para la próxima patrulla. Se suponía que el tener a una chica-chica como encargada de las transmisiones era bueno para la moral. Pero a Gollem no le producía el menor efecto. No se hacía ilusiones acerca de su propio aspecto, y su estómago sabía la clase de quejas que podían llegar desde Doce.

Cuando la chica terminó, el ceño de Gollem se hizo más pronunciado. Podía haber esperado cualquier cosa, menos aquello: señales fantasma en sus líneas.

¡Oh, no!

Otra vez, no.

Después de haberlo arreglado todo.

Concesión Doce pertenecía a la West Hem Chemicals, un equipo picajoso con un batallón de cyborgs. Enviarían un sirgador si no se presentaba pronto allí. Pero, ¿cómo? Venía precisamente de aquella dirección, para dirigirse a Concesión Uno.

—Cambio de rumbo —gruñó—. Destino Concesión Catorce. Objetivo, ejem, revisión no programada de barrenos de agregación en Once, más servicio reclamado por West Hem. Asignar dos unidades de energía adicionales.

La chica tomó nota.

Gollem cortó el canal y cifró el nuevo rumbo, tratando de no pensar en la energía suplementaria que tendría que justificar ante Quine. Si alguien accedía alguna vez a su consola y descubría lo que ocultaba en ella, le enviarían a cargar mineral con electrodos en los oídos.

Calmó su estómago con una dosis de Vageez y captó un error en su cifrado que corrigió sin la menor alegría. La mayoría de habitantes del Cinturón se habían pasado lógicamente al nuevo sistema de tracción por acumuladores más barato. Gollem lo aborrecía. Andar de lado o de espaldas, en vez de dirigir rectamente el cacharro hacia donde uno quería ir... El antiguo sistema era el verdadero sistema.

Soy el último capricho mecánico —pensó—. Un dinosaurio olvidado de los dioses en el espacio...

Aunque un dinosaurio hubiese tenido más sentido común, y no se hubiese enredado con una chica muerta.

Y con la Ragnarok.

Abrió una válvula del nuevo biomonitor que habían instalado en su nave y echó una mirada al exterior antes que sus pantallas empezaran a zumbar. Siempre había algo que ver en los Cinturones. Esta vez era una tormenta de pequeñas lúnulas que parpadeaban al caer.

En el cielo con diamantes...

Desde las grandes lumbreras de la Ragnarok podía verse el espacio desnudo. Así era como les gustaba, en otros tiempos. Su Mariposa de Hierro. Se frotó la barba, calculando: cinco horas hasta la Ragnarok después de revisar las instalaciones en Catorce.

El indicador meteorológico había aportado nuevos datos desde que Gollem había cifrado el nuevo rumbo. Tomó nota de ellos, mientras se preguntaba cómo se viviría bajo una atmósfera de gases y de agua líquida. Él se había criado en la Luna.

La hora de comer. Abrió un paquete de Ovipuff y sintonizó su música. Su música. Antigua música humana desde la frontera del tiempo. Los nuevos biogemidos subliminales no eran para Gollem. La ajustó a los correctos decibelios electrónicos. Masticando la pasta con unos grandes e inútiles dientes, mientras la cabina retumbaba.

¡No puedo obtener ninguna satisfacción!

El biomonitor se estremecía. Bien. Nadie te ha pedido que vengas a la nave de Gollem, rémora simbiótica.

El ritmo sincopado era una ayuda. Gollem realizó sus ejercicios. No estaba dispuesto a abandonarse y convertirse en una nulidad, como Hara. Como todos ellos, ahora. ¿Finura espacial? ¡Bah, tonterías! Su propio cuerpo era el de un gorila. No era de extrañar que su madre se hubiese negado a verle después de echarle la primera mirada. A dos mil años-luz de distancia del hogar... ¿Qué hogar para Gollem? Que se lo preguntaran a Quine, que se lo preguntaran a la Compañía. Ahora, las Compañías eran dueñas del espacio.

Ya era tiempo de frenar en Catorce.

Catorce era una gigantesca freza de burbujas ocultando una masa rocosa que había sido acumulada mucho antes de su época. Los primeros colonos lo habían hecho con motores a reacción. Ahora, con los modernos sistemas de tracción, un chiquillo podía orbitar sin dificultad.

Catorce tenía más burbujas cada vez que pasaba..., y más chiquillos. Los tanques de tejido que pagaban la concesión aún estaban vacíos, pero en otras partes las burbujas formaban capas profundas, las últimas completamente sueltas. Separándose de la roca para poner en marcha su propio metabolismo. Gollem se interesaba por aquella cuestión cada vez que pasaba.

—¿Dónde están las mejoras en las rocas? —preguntó ahora, cuando el jefe de los colonos apareció en la pantalla.

—Pronto, pronto, Inspector Gollem.

El jefe de los colonos era un tipo delgado con la cabeza rapada y un biosintonizador pegado a la oreja.

—La Compañía cancelará la concesión, Juki. La Coronis Mutual anulará su póliza si no garantizan ustedes un mínimo de condiciones de vida.

Juki sonrió, encogiéndose de hombros. Estaban abandonando las rocas, desde luego, en favor de la vida espacial simbiótica. Detrás de Juki, Gollem vio a un par de los jefes más antiguos.

—No pueden cortar ustedes los servicios que proporciona la Compañía —les dijo furiosamente. Nadie sabía mejor que él lo mínimos que eran aquellos servicios, pero sin ellos, ¿qué?—. Traigan más rocas.

No podía perder mucho tiempo aquí.

Mientras se alejaba, observó que una de aquellas burbujas tenía un color púrpura enfermizo. No era asunto de su incumbencia, y no disponía del tiempo suficiente.

Maldiciendo, se acercó a la burbuja monomolecular y hundió cuidadosamente en ella su sonda de exploración. A través del tubo llegó un hedor pestilente. Gollem contuvo la respiración y golpeó la burbuja mefítica. Seis o siete cuerpos flotaban juntos en el centro como una maraña de alambres amarillos.

Tiró de uno de ellos y roció su cara con un oxigenante. Era un chiquillo esquelético. Cuando abrió los ojos, Gollem gritó, muy excitado:

—La estaban alimentando con fegedenos —golpeó al chiquillo—. Creían que iba a duplicarse, ¿no es cierto? La han envenenado.

El chiquillo se limitó a fruncir los ojos. Probablemente no había entendido una sola palabra, ya que el dialecto de Catorce se estaba modificando rápidamente. Tal vez algunos de ellos empezaban de veras a comunicarse simbióticamente. ESP vegetal.

Dejó al chiquillo en la balsa y golpeó al metabolito muerto a través de la sonda. La pared de la burbuja apenas se sostenía, minada por la gangrena. Gollem la roció con su tanque de CO2 y se arrastró hasta su nave en busca de un núcleo metabólico de repuesto. Cuando regresó, el citoplasma casi viviente de la burbuja empezaba ya a purificarse. Se regeneraría a sí mismo, si no volvían a envenenarlo con un aglutinado CO2 mutante. Así era cómo construían ahora sus hogares espaciales los hombres, a base de películas blandas heterocatalíticas.

Gollem revolvió entre los cuerpos que rebullían hasta que encontró una bolsa de fegedenos entre una mujer y su bebé. La mujer lloriqueó cuando Gollem desprendió la bolsa y la extrajo de la burbuja. A continuación soltó un chorro de gelatina nutritiva para tapar el agujero practicado por la sonda. La burbuja no tardaría en cicatrizar.

Por fin estaba libre para dirigirse a la Ragnarok.

Marcó el curso hacia Doce y luego utilizó el aparato que guardaba en la consola para establecer su verdadera trayectoria. El biomonitor registraría el primero: una trampa de eficacia comprobada.

Su estómago gruñó.

Había un antiguo poema acerca de un hombre con un pájaro muerto atado alrededor del cuello. Realmente, él tenía su pájaro muerto. Todas las cosas buenas estaban muertas, las puras cosas humanas. Gollem se sentía como un espectro. Un muerto desde la época en que los hombres conducían máquinas hasta las estrellas y no habían aprendido a alimentarse con las macromoléculas marcianas metabolizantes que acababan por domesticarles. Hombres domesticados, mujeres y niños respirando a través de ellas, alimentándose con ellas, navegando y calculando y haciendo música con ellas..., apareándose con ellas, tal vez.

El localizador de metales emitió la señal.

¡La Ragnarok!

El gran casco de piel dorada flotaba a la luz de las estrellas, bordeado de diamantes contra el diminuto sol. El último Argonauta, el Conestoga más solitario de todos ellos. Ragnarok. Enorme, orgullosa, desgarbada máquina estelar, adornada con los símbolos de la tecnología sin sazonar que había proyectado al hombre al espacio. La Ragnarok, que abrió el camino a Saturno y a más allá. Un puño humano blandido a los dioses. Arrastrando ahora un casco muerto, perdida en el mar que había conquistado. Perdida y olvidada de todos, menos de Gollem el espectro.

No había tiempo ahora para girar en torno a la nave, revisando sus arcaicas instalaciones. Dentro de ella, la batería estaba muerta y fría desde hacía mucho tiempo. Gollem ni siquiera se atrevía a intentar ponerla en marcha: una cosa como aquella alertaría a todos los sondeadores de campos eléctricos de la zona. La energía robada a Quine era lo único que ahora la calentaba.

Dentro de ella estaba también su pájaro muerto.

Atracó junto a la compuerta principal, que había adaptado a su sonda. En el momento de establecer contacto, le pareció ver una nueva burbuja que se desprendía del acumulador que había colgado de la compuerta de carga de la Ragnarok. ¿Qué había estado haciendo Topanga?

Las compuertas funcionaron con un agradable sonido metálico, y Gollem pasó a través de lo que había sido cámara de descompresión, asombrándose como siempre ante los dos monstruosos trajes espaciales que colgaban de una percha. Increíblemente pesados y engorrosos. ¿Cómo habían podido moverse los hombres en su interior?

Avanzó a través de la penumbra hasta el puente. Por un instante, su chica estuvo allí.

Las amplias troneras eran una confusa mezcla de luz estelar y de sombras. Ella estaba sentada en la sala de mandos, mirando hacia fuera. Gollem vio su puro y orgulloso perfil, la insinuación de su cuerpo juvenil entre las sombras. Sus ojos hambrientos de estrellas.

Luego, los ojos abandonaron su contemplación y se encendieron las luces. Su chica se desvaneció en lo que la había matado.

El tiempo.

Topanga era una mujer vieja, enferma, exulta, en una nave tan vieja y tan estropeada como ella.

Topanga le sonrió con todas las arrugas de su rostro.

—¿Golly? Estaba recordando...

Aquella voz cascada continuaba siendo un maravilloso instrumento. ¡La de historias que había tejido para él a través de los años! Topanga no había sido siempre así. Cuando él la encontró, al garete y enferma..., todavía era Topanga. La última que quedaba.

—Has estado usando el transmisor, Topanga. Te advertí que están demasiado cerca. Ahora, te han sintonizado.

—No estaba transmitiendo, Golly.

Profundamente azules, los grandes ojos cansados le recordaron un lugar que nunca había visto.

Empezó a revisar los transmisores que había colgado sobre su consola. Resultaba difícil de creer que aquellas antiguallas pudiesen funcionar. Completamente inorgánica, una tonelada de circuitos solidificados. Topanga pretendía que no podía ponerlos en marcha, pero la primera vez que se planteó el problema Gollem descubrió que la verdad era otra. Entonces la tenía estacionada en Cuatro, en un espolón de chatarra espacial. Topanga había empezado a llenar las bandas de absurdas llamadas a unos hombres que hacía veinte años que habían muerto. El servicio de salvamento de la Compañía estuvo a punto de localizarla..., y Gollem tuvo que inventar una supuesta colisión para satisfacer a Quine.

Uno de los transmisores estaba caliente.

—Topanga. Escúchame. Los de la West Hem Chemicals van a enviar un sondeador para localizarte. Has estado desconcentrando a sus mineros. ¿Sabes lo que harán contigo? En el mejor de los casos, te llevarán a una clínica geriátrica. Agujas. Tubos. Médicos a tu alrededor, tratándote como a un objeto. Se apoderarán de la Ragnarok como un trofeo espacial. A menos que antes las desintegren a las dos.

El rostro de Topanga se arrugó todavía más.

—Puedo cuidar de mí misma. Proyectaré los láseres sobre ellos.

—Nunca podrás verles. —Sostuvo la mirada del desafiador fantasma. Aquí podía hacer lo que le viniera en gana—. Topanga, voy a apagar ese transmisor. Es por tu propio bien.

Ella irguió su arruinada barbilla.

—No les tengo miedo.

—Lo peor no son ellos, sino la posibilidad que te lleven a una clínica geriátrica. ¿Quieres terminar con el cuerpo lleno de tubos? No, Topanga, voy a desmontarlo.

—¡No, Golly, no! —Agitó los descarnados brazos, presa de pánico—. No lo tocaré, te lo prometo. Por favor, no me dejes indefensa.

Su voz se quebró..., lo mismo que el estómago de Gollem. No pudo mirar a aquel ser que había devorado a su chica. Topanga allí dentro en alguna parte, mendigando libertad, peligro. ¿Segura, indefensa, amordazada? No.

—Si te saco del alcance de West Hem, caerás en el de otros tres. Topanga, cariño, no podría salvarte una vez más.

Ella se alejó cojeando, envuelta en la manta marciana que Gollem le había traído. Captó un brillo azulado bajo las sombras, y su estómago espurreó bilis.

Márchate, bruja. Muere antes que me mates también a mí.

Empezó a cifrar en la unidad de tracción que había instalado aquí. Era completamente inadecuada para la masa de la Ragnarok, pero podía sobrecargarla para un leve desvío. La estabilizaría en su próximo viaje..., suponiendo que pudiera encontrarla sin gastar demasiada energía.

Desde atrás le llegó un ronco susurro:

—¡Qué extraño es ser vieja! —El fantasma de la alegre risa de una muchacha—. ¿Te he contado ya lo que sucedió aquella vez en Tethys, cuando el campo magnético se desvió?

—Me lo has contado.

La Ragnarok se estaba moviendo.

—Estrellas —dijo ella soñadoramente—. Hart Crane fue el primer poeta del espacio. Escucha: Las estrellas garabatean en nuestros ojos las heladas sagas, los refulgentes cantos del espacio inconquistado. Oh, vigor plateado...

Gollem oyó resonar el casco.

Alguien estaba tratando de salir subrepticiamente de la Ragnarok.

Se dirigió rápidamente hacia la compuerta principal y pasó a su nave. Demasiado tarde. En el momento en que entraba en su camarote, la pantalla mostró una extraña cápsula desapareciendo de detrás de aquella nueva burbuja.

Volvió a la Ragnarok y examinó de cerca la nueva burbuja: aún estaba blanda, en plena formación. Utilizando una sonda, aplastó su respiradero.

Regresó junto a Topanga, enfurecido.

—Estás permitiendo que un asqueroso fagedénico se estacione en la Ragnarok...

—¡Oh! ¿Te refieres a Leo? —Topanga rió vagamente—. Es un correo de la zona contigua..., Themis, ¿no es eso? Me visita de cuando en cuando, Golly. Se porta muy bien conmigo.

—Es un asqueroso fagedénico, y tú lo sabes, Topanga. Estás protegiéndole... —Gollem se sentía asqueado. La antigua Topanga hubiera hecho pasar a «Leo» por el desintegrador de basura—. Nada de fagedénicos, Topanga. Fagedénicos no, por lo que más quieras.

Los viejos párpados se cerraron.

—Lo siento, Golly, pero estoy sola durante mucho tiempo —susurró Topanga—. Me dejas sola durante mucho tiempo...

Extendió su marchita garra, buscándole. Llena de manchas parduscas, entrecruzada de venas azules, nudosa...

¿Dónde estaban las manos de la muchacha que había gobernado el campamento en Tethys?

Alzó la mirada hacia la hilera de hológrafos sobre la compuerta y la vio. La cámara la había captado sonriendo a la negra inmensidad, con la salvaje luz de los anillos de Saturno reflejada en sus cabellos dorados...

—Topanga, vieja madre —murmuró dolorosamente.

—¡No me llames madre, cerdo espacial! —gritó ella. Se acercó a Gollem, el cual retrocedió un par de pasos, asqueado ante la posibilidad de su contacto—. Tendría que estar muerta —murmuró Topanga—. De todos modos, no tardaré mucho en estarlo y te librarás de mí.

La Ragnarok estaba ahora en condiciones, podía marcharse.

—Calma, Topanga, calma —le dijo cariñosamente.

Su estómago sabía lo que se extendía delante de él. Nada de ello era bueno.

Cuando se marchaba oyó que Topanga le decía ávidamente a su computadora muerta:

—Aros de suspensión de la brújula, revisión...

Se disponía a marcar el rumbo hacia Concesión Doce y West Hem, cuando su llamador carraspeó. La pantalla no reflejó ninguna imagen.

—Identifíquese.

—Le he estado esperando, Gollem.

Una voz atiplada; la barba de Gollem tembló.

—Una nave estupenda —continuó la voz.

—Manténgase apartado de la Ragnarok si quiere conservar su aire —le dijo Gollem al fagedénico.

Se oyó una risita.

—A mis compañeros no les gustará esto, Inspector.

Sonó un chasquido y Gollem oyó su propia voz diciendo:

«Topanga, cariño, no podría salvarte una vez más».

—Es mejor que hagamos un trato, Inspector. ¿Por qué tendríamos que hacernos la guerra?

—Sus grabaciones me tienen sin cuidado —dijo Gollem con aire cansado—. A mí no podrán manejarme como manejaron a Hara.

—Topanga —dijo el invisible Leo, pensativamente—. Una vieja extravagante... ¿Le ha dicho que arreglé su calibrador?

El fagedénico debió establecer un circuito para ganarse la confianza de Topanga. El estómago de Gollem exudó ácido. Tan vulnerable... Una vieja águila muerta en el espacio, y las ratas la habían encontrado...

Y no renunciarían a ella. La Ragnarok tenía aire, agua, energía. Transmisores. Tal vez estaban utilizando su emisor de señales, tal vez Topanga había estado diciendo la verdad. Podían apoderarse de ella. Arrojar a Topanga a través de la compuerta...

La mano de Gollem quedó suspendida sobre su consola.

Si ahora retrocedía, se vería obligado a tomar una decisión desesperada. Le estarían esperando, deseosos de apoderarse también de él. Querían someter a prueba su propia fuerza...

Gollem tenía que encontrar energía en alguna parte y sacar a la Ragnarok de allí. Pero, ¿cómo? Era como tratar de ocultar al Gran Júpiter.

En aquel preciso instante, el transmisor que le enlazaba directamente con la Compañía emitió una señal.

—¿Por qué no está usted en Concesión Dos, Gollem?

Era el jefe Quine en persona.

Gollem respiró a fondo y repitió el cambio de rumbo planeado, contemplando el fruncido entrecejo de Quine.

—Después de esto me rendirá cuentas. Ahora, escúcheme con atención, Gollem. —Quine se arrellanó en su bioflex, sonrosado y regordete. Coronis era una estación cómoda—. Ignoro lo que se trae entre manos en lo que respecta a Concesión Tres, pero quiero que renuncie a ello. Los mineros están aullando, y nuestra Compañía no está dispuesta a tolerarlo.

Gollem sacudió su peluda cabeza como un toro ofuscado. ¿Concesión Tres? ¡Oh, sí! El complejo minero de metal pesado.

—Están sobrecargando sus tensores para una extracción acelerada —le dijo a Quine—. Lo anoté en mi informe. Si mantienen ese ritmo, volará todo en pedazos. Y no están cubiertos, porque su contrato especifica los límites de carga.

El entrecejo de Quine volvió a fruncirse ominosamente.

—Se lo advierto de nuevo, Gollem: su tarea no consiste en interpretar los contratos ni las pólizas. Si los mineros deciden extraer su mineral más rápidamente violando su contrato, es asunto de ellos. Usted tiene que limitarse a informar acerca de la violación, y no meterse en tecnicismos. Ahora mismo, están muy furiosos contra usted. Y supongo que no imaginará que nuestra Compañía —una pausa reverente— aprecia su iniciativa...

Gollem emitió un sonido inarticulado. Tendría que estar acostumbrado a esto. La Coronis quería obtener su parte rápidamente, y quería evitarse el pagar la compensación cuando la cosa estallaba. La mayoría de los mineros eran ignorantes en materia de contratos y de pólizas. Cuando podían haberse dado cuenta de la realidad de la situación, estaban muertos.

—Otra cosa. —Quine le observaba fijamente—. Es posible que capte usted algún rumor acerca del sector de Themis. Parece ser que están armando líos por un trozo de roca.

—¿Se refiere usted a esos Troyanos? —Gollem estaba intrigado—. ¿Qué es lo que pasa, exactamente?

—¿Ha hablado usted con Themis?

—No.

—Muy bien. No se desviará usted de su patrulla. Repito, no se desviará por ningún concepto. No olvide que hay más de un motivo de queja contra usted, Gollem. Si en sus registros figura algo relacionado con Themis, dese por expulsado de la Compañía y olvídese de su pensión. ¿Está claro?

Gollem cortó el canal.

Cuando pudo controlar sus manos marcó la ruta para el trayecto previsto. Desde luego, tendría que mantenerse apartado de Themis. ¿Por qué? La cosa no estaba clara. A no ser...

Desde luego. Ahora lo comprendía. Quine estaba esperando que la situación en Themis se deteriorara hasta el punto que Control Ceres se decidiera a volver a asignarle parte de aquel sector. La base no pertenecía a la Compañía, pero resultaba aprovechable para fines propagandísticos. Una idea excelente, pensó. Y muy provechosa para Quine, si daba resultado.

Estaba llegando a la West Hem Chemicals. Antes que pudiera emitir una señal, sus auriculares se llenaron con las maldiciones del jefe cyborg. Gollem se desvió para minimizar la intrusión en sus líneas, y el jefe se tranquilizó lo suficiente para permitirle informar que había eliminado la interferencia.

—Era un antiguo sondeador —mintió Gollem.

¿Habrían identificado a la Ragnarok?

—Siga su camino. Adelante —dijo el viejo cyborg, absolutamente despreocupado por la noticia. Tenía el cráneo lleno de electrodos, y alambres en todo el cuerpo. A Gollem le gustaba mucho el metal, pero esto era demasiado. Maniobró cuidadosamente, sabiendo que iba a ser detectado por los controles de las plantas de refinado de todas las rocas cercanas. No le sorprendería que algún día disparasen contra él.

Su etapa siguiente era el nuevo agregado en Once. Un complejo de órbita lenta en el borde del Kirkwood Gap, un emplazamiento difícil para trabajar. Si empezaban a desprender rocas, podían provocar el caos en la zona.

Un agregado significaba unidades energéticas, muchas de ellas. Gollem empezó a calcular los parámetros de la Ragnarok. Su estómago empezó también a incomodarle. El equipo que había arrendado la Once tenía grandes planes para una colonia capaz de mantenerse con un reducido presupuesto. Necesitaban aquellas unidades para operar en las rocas abundantes en gas.

Cuando llegó allí, Gollem vio que tenían otros problemas adicionales.

—Hemos calculado una contingencia dos-sigma —repitió con aire cansado el jefe de Once.

Estaban de pie junto a un mapa que mostraba las trayectorias previstas de las rocas que se proponían volar.

—No es suficiente —le dijo Gollem—. Su punto de convergencia va a ensuciarlo todo. Suelten una roca grande, y caerá directamente en Diez.

—Pero la Concesión Diez no está ocupada —protestó el jefe.

—No importa. ¿Por qué cree que consiguió esta concesión tan barata? La Compañía sólo está esperando que suelte usted una roca y provoque una catástrofe, para cancelar su contrato y volver a vender su concesión. No puedo certificar su operación, a menos que establezca unos nuevos cálculos.

—Eso significaría comprar nuevos elementos para la computadora en Ceres —objetó el jefe—. No podemos permitirnos ese dispendio.

—Tenía que haber previsto los factores de inestabilidad antes de firmar —dijo Gollem, encogiéndose de hombros.

—Al menos, déjeme terminar con las rocas que hemos preparado —suplicó el jefe.

—¿Cuántas unidades han montado aquí? —inquirió Gollem.

—Veintiuna.

—Me llevaré seis de ellas y le extenderé el certificado. Eso resultará más barato que volver a calcular.

La mandíbula del jefe se estremeció, acometida de un repentino temblor. Finalmente, aulló:

—¡Es usted un canalla!

De pronto, resonó un alarido detrás de ellos y la operadora arrancó los auriculares de sus oídos. El jefe alargó la mano hacia el receptor y aumentó su potencia. Por un instante, Gollem creyó que se trataba de una explosión, pero luego captó el grito humano:

¡SOCORRO! ¡SOO-CO-RROOO! ¡GOO-LLYYY!

¡Oh, no! Un frío sudor empapó todo su cuerpo.

—¿Qué diablos significa...? —empezó a decir el jefe.

—Es el viejo sondeador —le interrumpió apresuradamente Gollem—. Tengo que ir a acallarlo.

Entró apresuradamente en su nave. Ahora no podía perder tiempo cargando unidades energéticas. Aquel aullido significaba que Topanga se encontraba en un verdadero apuro: no estaba llamando a unos hombres muertos.

¿Un incendio? ¿Una colisión? Lo más probable era que Leo y sus amigos hubiesen entrado en acción.

Avanzó a toda máquina, sin ahorrar la energía, sintonizando maquinalmente el receptor con la esperanza de captar señales de fagedénicos, algo... Sólo captó retazos de una conversación en un lejano complejo minero, Themis estaba llamando monótonamente al Inspector Hara. Como de costumbre, Hara no contestaba. Gollem les maldijo a todos imparcialmente, mientras trataba de inducir a su cerebro a elaborar un plan.

¿Por qué habrían de trasladarse tan rápidamente a la Ragnarok los fagedénicos? El enfrentamiento directo no era su estilo. Si él saltaba, perderían la nave y tendrían que vérselas con un nuevo Inspector. ¿Por qué arriesgarse, cuando le tenían atrapado?

Tal vez imaginaban que no existía ningún riesgo. El puño de Gollem golpeó rítmicamente el sintonizador. Píntalo de negro... Pero tenían que mantenerla con vida hasta que él llegase allí. Le necesitaban.

¿Qué hacer? ¿Interpretarían como una amenaza una llamada a Control Ceres? No se molestarían en contestar. Además, sabían tan bien como él que una intervención de la Compañía significaría la reclusión de Topanga en una clínica geriátrica, la Ragnarok en la colección de trofeos de Quine y los electrodos para Gollem... ¿Cómo liberar a Topanga, sacándola de entre sus manos? Si utilizaba medios violentos, lo primero que harían sería inyectarles a los dos una dosis de adicción que les convertiría en fagedénicos para siempre...

¿Por qué se me ocurriría dejarla allí, sola?

En contra de la opinión de su estómago, sintonizó el receptor.

—Base Themis a Coronis, emergencia. Conteste, Coronis, por favor. Themis llamando a Coronis, emergencia, por favor...

Evidentemente, la mujer que estaba llamando no era una operadora.

Finalmente, la chica de Quine gorjeó:

—Base Themis, está usted interfiriéndose en nuestro tráfico. Le ruego que apague su señal.

—Coronis, se trata de una emergencia. Necesitamos ayuda... Vamos a ser impactados...

—Base Themis, establezca contacto con el oficial de su patrulla de seguridad; nosotros no estamos autorizados a actuar fuera del sector. Repito que se está interfiriendo en nuestro tráfico.

—¡Nuestro centro no contesta! Necesitamos ayuda urgentemente...

Una voz masculina dijo:

—Coronis, póngame con su jefe inmediatamente. Se trata de una prioridad médica.

—Base Themis, el Jefe del Sector Quine se encuentra fuera de la estación en este momento. Ha tenido que asistir a una reunión relacionada con el transmarciano... Le ruego que vuelva a llamar después de la hora del almuerzo.

—Pero...

—Aquí Coronis. Corto.

Gollem hizo una mueca, tratando de imaginar a Quine saliendo de la estación.

Siguió forzando su cerebro. La mujer de Themis continuó llamando:

—Nos encontramos en la ruta de un impacto, necesitamos energía para movernos. Si alguien puede ayudarnos, que lo haga, por favor. Base Themis...

Gollem desconectó el receptor. Una Ragnarok era suficiente, y la suya estaba ahora delante de él.

Existía una leve posibilidad que no le esperasen tan pronto. Cortó el encendido de los motores y derivó. Cuando sus pantallas se iluminaron, vio moverse una luz entre las burbujas, detrás de la compuerta de carga.

Su único camino de entrada, si no habían introducido aún a bordo a aquel fagedénico.

Empuñó los controles del láser y dirigió la nave directamente hacia la compuerta principal. El rayo láser le abrió camino hasta la antigua cámara de descompresión, mientras resonaban timbres de alarma en toda la nave. Al propio tiempo, Gollem captó señales de un inusitado movimiento: los fagedénicos estaban utilizando la compuerta de carga para poner a salvo sus burbujas. Si lograba llegar al puente a tiempo, podría cerrar la compuerta y dejarles fuera...

Avanzó rápidamente, y empuñó la palanca de emergencia para cerrar las compuertas. No había sido utilizada durante décadas. Gollem casi se rompió la muñeca tirando de la palanca contra su propia inercia, pero finalmente fue recompensado por el chirrido de los goznes amortiguado por la distancia.

Luego se dirigió a la sala de mandos, donde debía encontrarse Topanga, y comprobó que era demasiado tarde.

Topanga estaba allí, efectivamente, con las dos manos en la nuca y los ojos extraviados. Detrás de ella, una figura delgada y sin pelo sostenía en la mano el extremo de un alambre enroscado alrededor de la garganta de Topanga.

—Un trato, Inspector. Suelte el arma.

Estaba atrapado. Al cabo de unos instantes, Gollem tiró su arma haciendo que cayera a poca distancia de Leo. Pero Leo no picó en el anzuelo.

—Abra.

El fagedénico señaló con la barbilla la palanca de emergencia, mientras Topanga gemía débilmente.

En cuanto Gollem abriera la compuerta, estaría definitivamente perdido. Permaneció inmóvil, buscando algo sólido en que apoyar la espalda, midiendo mentalmente la distancia que le separaba de Leo.

El fagedénico tiró del alambre. Los brazos de Topanga aletearon. Un ojo horrible giró hacia Gollem. Había en él una chispa, tratando de decir no.

—La estás matando. Luego te arrancaré la cabeza y la tiraré al desintegrador.

El fagedénico soltó una risita.

—Sus bravatas no le servirán de nada —dijo.

Súbitamente, tiró de Topanga haciéndola caer al suelo, con los pies apuntando a Gollem. Sorprendentemente, sus pies descalzos eran como los de una muchacha.

—Abra.

Al ver que Gollem no se movía, el fagedénico efectuó un movimiento circular con el brazo, sus dedos llameando. Topanga se agitó convulsivamente. Un pie juvenil flotó libre en el aire, goteando. Gollem vio una varilla blanca apuntando hacia él desde el centro del negro muñón. Topanga estaba ahora muy quieta.

—Esto es para empezar —dijo el fagedénico, con una mueca—. La vieja es realmente dura de pelar... Abra.

—Suéltala. Suéltala, y abriré.

—Abra ahora.

El brazo inició un nuevo círculo.

Súbitamente, Topanga se retorció, agarrándose a la ingle de Leo. La cabeza del fagedénico se inclinó hacia abajo.

Gollem se lanzó contra él, rodeándole el cuerpo con los brazos. El fagedénico empuñaba un cuchillo, pero no podía utilizarlo. Gollem notó que unas piernas se cerraban alrededor de su cintura, y se aprovechó de ello para empujar a Topanga lejos de allí. Luego se dedicó salvajemente a recoger el producto de su inversión en la acumulación de músculo.

En el momento en que echaba mano del alambre para atar el cuerpo de Leo, algo le golpeó detrás de la oreja y las luces se apagaron.

Al mismo tiempo, oyó que Topanga aullaba:

—¡Val! ¡Val! ¡He acabado con ellos!

Estaba apoyada en la consola, utilizando ambas manos para apuntar directamente hacia él un antiguo Thunderbolt. El hocico del arma humeaba a un pie de distancia de su barba.

—Topanga, soy yo..., Golly. Despierta, muchacha. Deja que le ate.

—¿Val? —La risa de una muchacha, gritando—. ¡Voy a acabar con ellos, Val!

Valentín Orlov, su marido, había estado en las nieves de Ganímedes por espacio de veinte años.

—Val está ocupado, Topanga —dijo Gollem cariñosamente. Empezaba a oír unos ruidos en el casco que no le gustaban—. Val me ha enviado para que te ayude. Inclina el arma, muchacha. Ayúdame a atar a este reptil. Están intentando robar mi nave...

Ahora recordaba que no había tenido tiempo de cerrarla.

Topanga le miró fijamente.

- Y, ¿por qué encuentro tan a menudo tu rostro aquí? —graznó—. Tus ojos como bandejas sin lavar...

Luego se desmayó y Gollem se precipitó hacia la compuerta.

Su nave patrulla se estaba alejando.

Estaba atrapado en la Ragnarok.

La rabia estalló dentro de él mientras retrocedía hasta el puente. Logró enviar una débil descarga de los láseres de la Ragnarok tras ellos, aun a sabiendas que era un gesto inútil. Luego amordazó y vendó los ojos al fagedénico, para ocuparse a continuación de Topanga, atando un torniquete alrededor de su pantorrilla y cubriendo su muñón con una capa de gelatina cicatrizante, mientras se preguntaba cómo era posible que aquellas viejas garras empuñaran un Thunderbolt. Completó su tarea tirando el pie y el fagedénico al desintegrador de basura.

Luego empezó a meditar en lo comprometido de su situación. Si la Compañía llegaba a ponerle las manos encima, pasaría el resto de su vida con la cabeza cubierta de electrodos, pagando aquella nave-patrulla. Si tenía suerte. No había escapatoria, no podía ir a ninguna parte. La Compañía era dueña del espacio. En realidad, se encontraba a dos mil años-luz del hogar..., a bordo de una nave muerta.

¿Muerta?

Gollem echó hacia atrás sus cabellos rebeldes y sonrió. La Ragnarok tenía un rico ecosistema, él había cuidado de eso. Nadie, aparte de los fagedénicos, sabía que estaba aquí, y podía mantenerles a raya durante algún tiempo. El tiempo suficiente, tal vez, para comprobar si podía extraer alguna energía de aquella casa-monstruo sin despertar al sector. Súbitamente, se echó a reír en voz alta. Algo se estaba insinuando en su mente, llenándole de euforia.

«¡Hombre, hombre!», murmuró, y asomó la cabeza a la cámara de regeneración para contemplar las largas bandejas de cultivos extendiéndose bajo las luces.

Tardó un minuto en comprender lo que sucedía.

No era de extrañar que los fagedénicos hubiesen regresado con tanta rapidez, no era de extrañar que él mismo estuviera riéndose como un tonto. Lo habían sembrado todo de cultivos fagos. Una factoría. Las algas fotosintéticas empezaban a agruparse, coagulando los líquenes simbióticos que eran los fagos. Dentro de unas horas, la Ragnarok se quedaría sin aire.

Tiró el contenido de todas las bandejas al desintegrador de basura, alimentó de oxígeno los ventiladores y subió al puente. Si no conseguía metabolitos limpios, su muerte era segura.

¿Quién le proporcionaría aire? Incluso suponiendo que lograse mover la Ragnarok, los almacenes y las concesiones de la Compañía estarían alertados. Podía comunicar con Coronis y señalar su posición... Tal vez Quine no se molestaría en llegar hasta ellos a tiempo. Tal vez sería mejor así. Clínicas. Electrodos.

Topanga gimió. Gollem le tocó la frente. Ardía como plasma: las ancianas con un pie cercenado no debían jugar a la guerra. Rebuscó entre los biógenos, maravillándose ante la cantidad de frascos, ampollas, cápsulas, hiposprays... Contrabando que ella y Val habían almacenado en los viejos tiempos, en previsión de futuras contingencias...

Un momento.

La Base Themis.

Sintonizó el receptor de la Ragnarok. La mujer de Themis seguía llamando, con voz baja y ronca. Gollem dio toda la potencia.

—Base Themis, ¿puede oírme?

—¿Quién es usted? ¿Quién está ahí? —inquirió la mujer, sobresaltada.

—Esto es una nave espacial. Estamos en un apuro.

—¿Dónde...?

Una voz masculina intervino:

—Habla el Jefe del Servicio Médico, Kranz. Es posible que se encuentren ustedes en un apuro, pero nosotros estamos amenazados por el impacto de una nube de roca. Si no conseguimos la energía suficiente para mover la estación en un plazo de treinta horas, seremos aplastados. ¿Pueden prestarnos alguna ayuda?

—Pueden hacer lo que he hecho yo: revisar las coordenadas.

Era inútil decirles que no podía hacer nada por ellos. La unidad que tenía en la Ragnarok no bastaría para mover aquella base a tiempo para eludir el impacto del cometa. Y el motor de la Ragnarok, suponiendo que funcionara..., sería como tratar de arrastrar el cadáver de un elefante con un tiro de hormigas.

Pero su aire podía ayudarle a él.

El motor. Se dirigió a la sala de máquinas. Un millar de veces había recorrido aquel trayecto, un millar de veces se había arrancado a sí mismo de la tentación. Ahora empezó a revisar cuidadosamente lo que había reconstruido, restaurando los elementos fundidos. Para el encendido, había una reserva hipergólica sellada. Un asombroso proceso de conversión, una pesadilla de ciclos que se intercambiaban. Descabellado, caro, peligroso. Circuitos suficientes para bobinar el Cinturón. Increíblemente, había llevado al hombre a Saturno, más increíblemente funcionaría hoy.

Movió las palancas de control, la mayoría de las cuales estaban semiatascadas. Con el primer chorro de combustible, el conversor expulsó el polvo acumulado en treinta años. La reserva para el encendido estaba destinada probablemente a un despegue de emergencia. ¿Funcionaría en esta ocasión? Pronto saldría de dudas. Una cosa era segura: cuando aquel venerable volcán de metal entrara en erupción, todos los tableros desde aquí hasta Coronis se encenderían.

Cuando regresó al puente, Topanga estaba susurrando:

«Hemos dejado los cielos colgando en la noche...»

—Reza por que no quedemos nosotros colgando en los cielos —le dijo Gollem, y empezó a marcar el rumbo, revisándolo todo dos veces antes de sentirse satisfecho.

Luego conectó el encendido.

El rumor subsónico que estremeció a la Ragnarok le llenó de terror y de deleite. Luego, el rumor se convirtió en un grito que desgarró su cerebro. Inmediatamente después se estableció un ominoso silencio.

Gollem se acercó al tablero y comprobó que el encendido había funcionado. ¡La Ragnarok navegaba silenciosamente hacia Themis!

Vio que Topanga tenía los ojos abiertos.

—¿A dónde vamos? —inquirió.

—Voy a llevarte al sector más próximo: Themis. Necesitamos metabolitos, oxígeno. Los fagedénicos destruyeron tus regeneradores.

—¿Themis?

—Allí hay una base. Nos darán lo que necesitamos.

Error.

—¡Oh, no! —exclamó Topanga—. ¡No, Golly! No quiero ir a un hospital... ¡No dejes que me lleven a un hospital!

—No vas a ir a ningún hospital, Topanga. Te quedarás aquí, en la nave, mientras yo salgo a buscar los materiales. Sólo estaré ausente unos minutos.

Inútil.

—Dios te maldiga, Gollem. —Topanga hizo un esfuerzo para escupir—. Me estás tendiendo una trampa, lo sé. Nunca me has dejado libre. No me enterrarás aquí, Gollem. Me llevarás a tu odioso complejo lunar...

—Tranquilízate, muchacha, no te conviene excitarte.

Le suministró un sedante y volvió a instalarse delante del tablero. La Ragnarok seguía su ruta con toda normalidad. Levantó la mirada hacia los hológrafos que le contemplaban mientras conducía su nave. Los antiguos héroes estelares. Val Orlov, Fitz, Hannes, Mura, todos los grandes. A veces, sólo una sonrisa detrás de la mirilla de un casco, un nombre en un traje espacial al lado de una imponente máquina. Detrás de ellos, la salvaje inmensidad del espacio iluminada por lunas desconocidas. Todos vivos, todos tan jóvenes. Allí estaba Topanga con un brazo alrededor de los hombros de aquella otra muchacha astronauta, la morena rusa que todavía estaba orbitando Io. Sonreían todos, optimistas y vivos.

Preparó los giroscopios para situar a la Ragnarok en una posición favorable para el frenado. Si podía confiar en los indicadores, quedaba suficiente combustible para frenar y para otro despegue. Pero, ¿a dónde podría dirigirse desde Themis? Al cielo con diamantes...

Se oyó a sí mismo murmurar en voz baja y decidió confiarlo todo al piloto automático. Fuera cual fuese su estado, seguramente estaría mucho más cuerdo que él.

¿Has visto a tu madre, niño, de pie entre las sombras?

Cuando empezó a oír las Piedras se instaló delante de la pantalla. La mujer de Themis seguía lanzando sus desesperadas llamadas. Gollem resistió al impulso de informarla acerca de la Compañía, y se concentró en la tarea de fijar la órbita de lo que amenazaba a la base de Themis. La masa principal pasaría a varias megamillas de ellos, pero, dado su impresionante volumen, desprendería enormes cantidades de grava. La roca pasaría muy lejos de ellos..., pero la nube de grava aplastaría sus cúpulas.

Tenía que llegar allí y alejarse rápidamente.

Vio que Topanga sonreía. El sedante había ejercido su efecto.

—No te preocupes, muchacha. Golly no dejará que te saquen de aquí.

—Necesitamos aire —dijo Topanga.

—Lo sé, cariño. En Themis encontraremos aire.

Ella volvió a sonreír.

—Lo que tú digas, pequeño Golly —susurró roncamente—. Siempre te has portado maravillosamente.

Gollem suspiró.

—Recita unos versos mientras avanzamos, muchacha.

Pero Topanga estaba demasiado débil.

—Léeme algo... —murmuró.

Había donde escoger. Gollem tomó uno de los libros, al azar.

- «En círculos concéntricos de ciego éxtasis» —leyó—. ¡El hombre se oye a sí mismo, motor en una nube!

«Nuevos marathones entre las estrellas... El alma, embriagada en el inmenso espacio, intuye ya la cercanía de Marte...»

Su primera impresión de la base de Themis fue la de unos grandes ojos pardos de chimpancé mirándole fijamente. El chimpancé resultó ser un individuo bajo y robusto.

—Ya le dije que no era un fagedénico —dijo una voz de mujer detrás de él.

Volviéndose, Gollem comprobó que no era una chica-chica y que carecía de barbilla. El chimpancé se presentó eventualmente a sí mismo como Kranz, Jefe del Servicio Médico.

—¡Qué clase de nave es ésa? —inquirió la mujer.

—Una nave abandonada —dijo Gollem—. Los fagedénicos la estaban utilizando. Mi compañero está aturdido. Lo único que necesito es aire.

—Las unidades de energía —dijo Kranz—. Le ayudaré a usted a traerlas.

—No es necesario que se moleste. Las tengo preparadas. Ahora, deme un par de metabolitos para empezar a regenerar el aire.

Sin sospechar nada, al parecer, Kranz hizo un gesto a la mujer para que le acompañara a sus almacenes. Gollem vio que la base estaba constituida por una gran burbuja detrás de un módulo de control de paredes muy recias. Pero el conjunto parecía muy frágil: un par de guijarros acabaría con todo.

Gollem cargó con todos los metabolitos que podía transportar y se dirigió a la compuerta. Allí, la mujer agarró su brazo.

—¿Nos ayudará usted? —inquirió.

Sus ojos eran de color verde oscuro. Pero Gollem se concentró en su barbilla.

—Volveré en seguida —dijo.

Cuando entró en la nave, oyó la voz de Topanga.

De nuevo llegaba demasiado tarde.

Mientras él estaba en los almacenes, el Jefe del Servicio Médico Kranz, que al parecer no sospechaba nada, se había introducido en la Ragnarok.

—Esta mujer está muy enferma —informó a Gollem.

—Es la propietaria legal de esta nave abandonada, doctor. La estoy llevando a la Base Coronis.

—Voy a trasladarla inmediatamente a mi clínica. Disponemos del equipo necesario. Traiga esas unidades de energía.

Gollem vio que los ojos de Topanga se cerraban.

—Ella no desea ser hospitalizada.

—Ella no está en condiciones de decidir eso —replicó Kranz.

El metabolito estaba a bordo. El doctor Chimpancé Kranz parecía haber elegido un viaje en dirección a ninguna parte. Gollem empezó a deslizarse hacia el tablero de ignición.

—Creo que tiene usted razón, doctor. Le ayudaré a prepararla y la sacaremos de aquí.

Pero en la pequeña mano de Kranz apareció una pequeña pistola.

—Las unidades de energía, pronto.

No había ninguna unidad de energía.

Gollem echó a andar, esperando que la pistola oscilara. Pero no osciló. Sólo quedaba una posibilidad, si podía dársele el nombre de posibilidad.

—Topanga, este caballero es médico y quiere llevarte a su clínica —dijo en voz alta—. Quiere tenerte en un lugar en el que pueda atenderte.

Uno de los párpados de Topanga se entreabrió, para volver a cerrarse inmediatamente. Una mujer vieja, agotada.

Ninguna posibilidad.

—¿Podrá usted manejarla, doctor?

—Traiga esas unidades de energía, ahora —replicó secamente Kranz, soltando el seguro del arma.

Gollem se encogió de hombros y echó a andar tan lentamente como pudo. Kranz le siguió, sin perderle de vista, manteniéndose a una distancia razonable. ¿Qué podía hacer? Desde aquí, Gollem no podía alcanzar los circuitos de ignición...

Súbitamente, algo voló por los aires y se estrelló contra la nuca del Jefe del Servicio Médico Kranz, el cual se desplomó, inconsciente.

—¡Buena chica! —aulló Gollem—. ¡Le has puesto fuera de combate!

Se inclinó a recoger la pistola de Kranz y, al incorporarse, se encontró ante el negro orificio del cañón del Thunderbolt de Topanga.

—¡Fuera de mi nave! —ordenó Topanga con voz ronca—. ¡Y llévate a tu asqueroso amigo!

—Topanga, soy yo..., soy Golly...

—Sé quién eres —dijo ella fríamente—. No dejaré que me atrapes.

—¡Topanga! —gritó Gollem.

Un proyectil pasó junto a su oreja, aturdiéndole.

—¡Fuera!

Gollen se inclinó hacia Kranz. La fantasmal figura de Topanga, envuelta en vendajes, con los cabellos que en otra época habían sido rojos llameando como fuego blanco, seguía empuñando el arma.

Pero aquel estallido de energía no podía durar. Lo único que tenía que hacer Gollem era moverse con la mayor lentitud posible.

—¡Fuera! —gritó de nuevo Topanga.

—Cariño... —empezó a suplicar.

Pero se vio interrumpido por otro disparo que estuvo a punto de alcanzarle. Sin embargo, no podía fallar siempre, y Gollem decidió sacar a Kranz de la nave y volver a entrar por la compuerta de emergencia. Recordó haber visto un cortafríos electrónico en la compuerta de la base.

Arrastró a Kranz por el pasillo y lo pasó por la compuerta de la base. La mujer estaba esperando al otro lado. Gollem dejó a Kranz en sus brazos y agarró el cortafríos. La mujer se hizo cargo rápidamente de la situación: soltó a Kranz y se lanzó sobre el cortafríos, luchando con Gollem por su posesión. Era una mujer de musculatura sólida, a pesar de su aspecto, pero Gollem se libró de ella propinándole un puñetazo en el lugar que tenía que haber ocupado la barbilla.

Y entonces se dio cuenta que la mujer acababa probablemente de salvarle la vida.

La compuerta tenía una mirilla a través de la cual pudo ver a la Ragnarok alejándose.

Contempló el torrente de llamas que brotaba de la cola de la nave, que adquiría cada vez más velocidad. Detrás de él, la mujer y Kranz —que había recobrado el conocimiento— compartían su asombro y su desolación.

Gollem se volvió hacia ellos.

—A Topanga no le gustan los hospitales —dijo.

—¡Las unidades de energía! —gritó Kranz—. ¡Dígale que regrese!

Le empujaban hacia el tablero del transmisor.

—Es inútil. Ha gastado la última carga de encendido. Irá al lugar al que se ha propuesto ir.

—¿Qué quiere usted decir? ¿A Coronis?

—No —murmuró Gollem—. No podría decirlo con exactitud. A Marte, tal vez al Sol...

—Con las unidades de energía que nos hubieran salvado a todos. —El rostro de Kranz tenía la expresión que probablemente utilizaba ante una gangrena—. Gracias a usted. Sugiero que se mantenga lejos de mi vista durante el tiempo que tengamos que permanecer juntos.

—No había ninguna unidad de energía —dijo Gollem—. Los fagedénicos robaron mi nave patrulla y usted vio con sus propios ojos la clase de tracción utilizada por la Ragnarok.

La mujer inquirió:

—¿Quién era ella?

—Topanga Orlov —murmuró Gollem—. La esposa de Val Orlov. Fueron los primeros en llegar a Saturno. Ésa era su nave, la Ragnarok. Estaba encallada en mi sector.

—Y usted sólo quería aire.

Gollem asintió.

—Era muy guapa —dijo la mujer.

Súbitamente, sus ojos se agrandaron y se llevó una mano al pecho.

—Ahora lo recuerdo... Topanga estuvo casada con un tal George Gollem. Tuvieron un hijo. En la Luna.

Gollem la miró en silencio unos instantes. Se dio cuenta que tenía unos ojos capaces de compensar la falta de barbilla. Luego se volvió de espaldas, sin decir nada.

La mujer se sentó ante el transmisor y empezó a llamar en tono monótono:

—Base Themis llamando. Contesten, por favor. Base Themis llamando.

De pronto, Kranz, que estaba en la habitación contigua, profirió una exclamación.

Gollem se acercó a él.

—Mire.

Gollem se acercó a la mirilla y vio una masa amarillenta, muy lejana.

—¿Qué es eso? —inquirió Kranz.

Gollem se encogió de hombros.

—Una roca.

—Imposible. Hemos barrido esa zona con el sondeador una docena de veces.

—No tiene masa —dijo Gollem, frunciendo el ceño—. Es un tanque fantasma.

La mujer abandonó el tablero y se unió a ellos en la observación. Gollem se había quedado muy pensativo.

De pronto, como obedeciendo a un repentino impulso, corrió hacia el tablero y sintonizó el receptor a plena potencia. Lo único que captó fue una sucesión de sonidos sibilantes.

—¿Se oye algo? —inquirió la mujer, con ojos fosforescentes.

—Nada.

Transcurrieron los minutos, interminables. Kranz y la mujer se marcharon para dar una vuelta de inspección a la base. Cuando regresaron, Gollem continuaba sentado ante el tablero, con aire ausente.

De pronto, los sonidos sibilantes que llegaban a través del receptor parecieron esfumarse, y en el silencio que siguió llegó claramente hasta ellos una voz femenina:

- ¡He establecido contacto, Val! ¡Estoy llegando!

Los tres se inclinaron ansiosamente hacia el receptor, pero no ocurrió absolutamente nada. La voz había callado, esta vez para siempre.

Y nunca sabrían con exactitud lo que había ocurrido.