WASHINGTON TRES
La primavera estaba muy avanzada en Washington. A lo largo del Potomac, los cerezos habían empezado a florecer, y el Rock Creek Park era una sinfonía en verde pálido con las hojas nuevas.
Incluso a través del whap, whap del rotor del helicóptero, Knefhausen podía oír un ocasional crepitar de disparos de arma corta en torno a Georgetown, y los cócteles Molotov y los gases lacrimógenos desprendían estelas de humo que se rizaban en el aire. Los alborotadores no cesaban de armar líos, pensó Knefhausen, enojado. ¿Valía la pena tratar de salvar a una gente como aquélla?
Estaba distraído. Se encontró a sí mismo dividiendo su atención en tres partes: el agreste y verde paisaje sobre el cual volaban; los aparatos de escolta que orbitaban alrededor de su propio helicóptero; y los documentos que sostenía en su regazo. Las tres le fastidiaban. No podía concentrar su mente en ninguna de ellas. Lo que menos le gustaba era el informe de la Constitution. Había tenido que pedir la ayuda de un experto para traducir el informe, y no le gustó la necesidad de hacerlo, y todavía le gustaron menos los resultados. ¿Qué había pasado? Eran sus chicos, escogidos uno a uno. Ninguno de ellos, por ejemplo, había mostrado el menor síntoma de tendencias hippies, excepto en los casos de Ann Becklund y Florence Jackman, antes sin embargo que cumplieran los veinte años. ¿Cómo se les había ocurrido lo de aquel repugnante brebaje, y aquella estupidez de la Achillea millefolium, más conocida como hierba de carpintero o milenrama? ¿Qué «experimentos» se traían entre manos? ¿A quien se le había ocurrido lo de la anticientífica acupuntura? ¿Cómo se atrevían a apartarse de su programa de consumo de energía, para dedicarla a «investigaciones»?
¿Qué clase de investigaciones? Y, por encima de todo, ¿qué significaba lo de «posibles daños a la nave»?
Garabateó en un bloc:
Con efecto inmediato, dejen de hacer tonterías. Tengo la impresión que están actuando como chiquillos irresponsables. Están olvidando los ideales de nuestro programa.
Knefhausen
Tras recorrer la corta distancia entre el helicóptero y el vigilado porche de la entrada a la Casa Blanca, entregó la hoja de papel a un asistente del Centro de Mensajes para que lo pasaran en clave y lo transmitieran inmediatamente al Constitution vía Goldstone, Satélite Lunar y Base Farside. Lo único que necesitaban era un recordatorio, se dijo a sí mismo, y su comportamiento volvería a ser normal. Pero seguía estando preocupado mientras contemplaba su imagen en un espejo, alisándose los cabellos y atusándose el bigote con la punta de un dedo, y se presentaba al secretario del Presidente.
Esta vez bajaron, en vez de subir. Knefhausen fue conducido a la cámara del sótano que había sido sucesivamente piscina de Franklin Roosevelt, sala de prensa de la Casa Blanca, estudio de TV para grabar escenas del Presidente con los congresistas y senadores para el gran público y, ahora, un bunker acorazado en el cual podían encontrar refugio durante varias semanas los miembros de la Casa Blanca en caso de un ataque desde el exterior, en espera que las fuerzas armadas restablecieran la situación. No era una estancia cómoda, pero sí segura. Además de estar fuertemente acorazada, había sido construida a prueba de sonidos y a prueba de espías como ninguna otra cámara del mundo, sin exceptuar los sótanos del Kremlin ni la base NOROM en Colorado.
Knefhausen fue admitido y se sentó, mientras el Presidente y otras dos personas conversaban en voz baja en un extremo de la estancia, y otras varias docenas de personas presentes estiraban sus cuellos para mirar a Knefhausen.
Al cabo de unos instantes, el Presidente levantó la cabeza.
—De acuerdo —dijo. Bebió un sorbo de agua de un cubilete de cristal; parecía contrariado, como un chiquillo que acaba de ver cómo se desvanece uno de sus mejores sueños—. Todos sabemos el motivo por el que nos encontramos reunidos aquí. El gobierno de los Estados Unidos ha hecho pública una información que era falsa. Lo hizo con pleno conocimiento de causa, y la mentira ha sido descubierta. Ahora queremos que conozcan ustedes lo que hay en el fondo de este asunto, y a tal fin el Dr. Knefhausen va a explicarles el proyecto Alfa-Aleph. Adelante, Knefhausen.
Knefhausen se puso en pie y echó a andar lentamente hacia el pequeño atril instalado para él, a uno de los lados del Presidente. Colocó sus documentos en el atril, los estudió unos instantes pensativamente con los labios fruncidos, y dijo:
—Tal como ha dicho el señor Presidente, el proyecto Alfa-Aleph es lo que podríamos llamar un enmascaramiento. Unos cuantos de ustedes se enteraron de ello hace unos meses, y entonces se refirieron a él con otras palabras. «Fraude». «Engaño». Palabras por el estilo. Pero, si se me permite decirlo en francés, no es ninguna de esas cosas, sino una legítima ruse de guerre. No la guerra contra nuestros enemigos políticos, ni siquiera contra los estúpidos muchachos de las calles, con sus cócteles Molotov y sus ladrillos. No me refiero a esas guerras, me refiero a la guerra contra la ignorancia. Ya que había ciertas cosas que teníamos que conocer en beneficio de la ciencia y del progreso. Alfa-Aleph se planeó con la finalidad de descubrir todas esas cosas para nosotros.
»Primero les hablaré de los aspectos peores. En primer lugar, no existe ningún planeta llamado Alfa-Aleph. En segundo lugar, lo hemos sabido desde el primer momento. Incluso las fotografías eran falsas, y tarde o temprano el resto del mundo se enterará de nuestra ruse de guerre. Confío en que no se enteren demasiado pronto, ya que si tenemos suerte y conservamos el secreto durante una temporada, espero que obtendremos buenos resultados para justificar lo que hemos hecho. En tercer lugar, cuando la Constitution llegue a Alfa Centauro no encontrará ningún lugar para posarse, y sus tripulantes no podrán abandonar la nave ni tendrán combustible para regresar: sólo las estrellas y el espacio vacío. Este hecho acarrea ciertas consecuencias.
»La Constitution fue diseñada con una capacidad de carburante para un vuelo de ida, más una reserva de maniobra. Repito que no tendrán combustible para el regreso, y la fuente que esperaban encontrar, o sea, el planeta Alfa-Aleph, no existe. En consecuencia, morirán allí. Estos son los aspectos desagradables que debo admitir.
De entre el auditorio se alzó un susurrante murmullo. El Presidente permanecía como absorto en sus pensamientos. Knefhausen esperó pacientemente que la medicina fuese tragada, y luego continuó:
—Se preguntarán ustedes por qué hemos hecho esto... Por qué hemos condenado a morir a ocho personas jóvenes. La respuesta es simple: conocimiento. En otras palabras, debemos poseer el conocimiento científico básico para proteger al mundo libre. Todos ustedes están familiarizados, supongo, con el hecho que los progresos científicos básicos han sido muy escasos en los últimos diez años. Mucha tecnología. Muchas aplicaciones. Pero, a partir de Einstein, mejor dicho, de Weizsäcker, poca ciencia básica.
»Pero, sin el nuevo conocimiento básico, la nueva tecnología no tardará en ver interrumpido su desarrollo. Cae por su peso.
»Ahora, voy a contarles una historia. Es una historia científica real, no un chiste; sé que éste no es el momento más apropiado para los chistes. Había un hombre llamado de Bono, un maltés, que deseaba investigar los progresos del pensamiento creador. No existe mucho conocimiento acerca de esos procesos, pero a él se le ocurrió una idea que podía dar resultado. De modo que preparó para un experimento una habitación desprovista de muebles, con dos puertas, una en frente de la otra. Se entraba por una puerta, se cruzaba la habitación y se salía por la otra. En la puerta que era la entrada colocó algunos materiales: dos tablas lisas y algunas cuerdas. Y escogió como sujetos a unos niños.
Les dijo: «Esto es un juego. Se trata de cruzar esta habitación y salir por la otra puerta, sencillamente. Si lo hacen, habrán ganado. Pero hay una regla. No deben tocar el suelo con los pies, ni con las rodillas, ni con cualquier parte de vuestro cuerpo o de vuestras ropas. Estuvo aquí un muchacho, que era muy atlético, y cruzó la habitación andando cabeza abajo sobre sus manos; naturalmente, quedó descalificado. No deben hacer eso. Ahora, en marcha, y el que llegue antes ganará unas chocolatinas».
»Había una docena de chiquillos, aproximadamente, y todos hicieron lo mismo. Algunos tardaron más en descubrirlo, otros lo descubrieron en seguida, pero siempre era el mismo truco: se sentaban en el suelo, se ataban una tabla a cada pie y se deslizaban a lo largo de la habitación como si esquiaran. El más rápido descubrió en seguida la solución y cruzó la habitación en pocos segundos.
El más lento tardó varios minutos. Pero todos utilizaron el mismo método, y aquello fue la primera parte del experimento.
»A continuación, aquel maltés, de Bono, realizó la segunda parte de su experimento. Era exactamente como el primero, con una diferencia. No les dio dos tablas. Les dio una sola tabla.
»Y en la segunda parte todos los chiquillos utilizaron el mismo truco, aunque era un truco distinto, desde luego. Ataron la cuerda al extremo de la tabla y se encaramaron a ella, saltando y tirando al mismo tiempo de la cuerda para empujar la tabla hacia adelante, saltando y tirando, avanzando con lentitud, pero al final todos ellos lograron cruzar. Sin embargo, en el primer experimento el promedio del tiempo utilizado para cruzar había sido de cuarenta y cinco segundos. Y en el segundo experimento fue de veinte segundos. Con una sola tabla se las arreglaban mejor que con dos.
»Tal vez algunos de ustedes hayan captado la idea. ¿Por qué ninguno de los chiquillos del primer grupo pensó en el sistema más rápido de cruzar la habitación? Sencillamente, porque quisieron utilizar todos los materiales que tenían a su alcance. Y se demostró que no los necesitaban todos.
Podían obtener un resultado mejor con menos materiales, utilizados de modo distinto.
Knefhausen hizo una pausa y miró a su alrededor, saboreando el momento. Sabía que se había hecho con el auditorio. Del mismo modo que se había hecho con el Presidente, tres años antes.
Estaban empezando a comprender la necesidad de lo que se había hecho, y los rostros vueltos hacia él no tenían ya una expresión de hostilidad; ahora aparecían perplejos y un poco asustados.
Continuó:
—Eso es el proyecto Alfa-Aleph, damas y caballeros. Hemos escogido ocho de los seres humanos más inteligentes que pudimos encontrar, saludables, jóvenes, enamorados de la aventura. Muy creativos. Les hemos hecho víctimas de una sucia jugada, de acuerdo. Pero les hemos dado una oportunidad que nadie ha tenido nunca. La oportunidad de pensar. De pensar en cuestiones básicas.
Allí no tienen la segunda tabla para distraerles. Si quieren saber algo no pueden correr a la biblioteca a enterarse que alguien había dicho que lo que ellos pensaban que no podía dar resultado. Deben descubrirlo por sí mismos.
»Para hacer posible eso les hemos engañado y el engaño les costará la vida. De acuerdo, es trágico, sí. Pero a cambio de sus vidas les damos la inmortalidad.
»¿Cómo lo lograremos? Se trata de otro truco, damas y caballeros. No les he dicho: «Tienen que descubrir nuevos fundamentos básicos para la ciencia e informarnos de ellos». He ocultado el objetivo, de manera que no se vean distraídos ni siquiera por él. Les hemos dicho que se trata de un simple pasatiempo. Otra ruse de guerre. El «pasatiempo» no es una ayuda para hacerles más agradable el viaje, es el verdadero objetivo del viaje.
»De modo que empezamos con las herramientas básicas de la ciencia. Con los números, es decir, con magnitudes y cuantificación, con la gramática. Esta no es lo que aprendieron ustedes cuando tenían trece años. Es un término técnico; significa el cálculo de la expresión y las reglas básicas de la comunicación: queremos que puedan aprender a pensar claramente mediante una comunicación plena y sin ambigüedades. Les hemos dado poca cosa más, sólo la oportunidad de mezclar esos dos ingredientes básicos y extraer de ellos nuevas formas de conocimiento.
»¿Qué saldrá de todo eso? Una pregunta muy lógica. Por desgracia, no existe ninguna respuesta..., todavía. Si conociéramos la respuesta por anticipado, no habríamos tenido que realizar el experimento. De modo que ignoramos cuál será el resultado final de esto, aunque ya hemos conseguido mucho. Antiguos problemas que habían intrigado a los científicos más sabios durante centenares de años ya han sido resueltos. Les citaré un ejemplo. Ustedes dirán: «Sí, pero, ¿qué significa?» Y yo contestaré que no lo sé, lo único que sé es que se trata de un problema tan difícil que hasta ahora nadie había sido capaz de resolverlo. Es la demostración de una cosa llamada Conjetura de Goldbach. Sólo una Conjetura; pueden llamarlo ustedes una suposición. Una suposición de un eminente matemático, hace muchísimos años, en el sentido que todo número par puede ser escrito como la suma de dos números primos. Este es uno de esos problemas de matemáticas que todo el mundo puede comprender, por su sencillez, y nadie puede resolver. Puede decirse: «Desde luego, dieciséis es la suma de once y cinco, ambos números primos, y treinta es la suma de veintitrés y siete, que también son primos, y existen dos números primos aplicables a cada número par». Sí, puede decirse; pero, ¿se puede demostrar que siempre es posible hacer esto con todos los números pares? No, nadie ha sido capaz de hacerlo, pero nuestros amigos de la Constitution lo han conseguido, en el curso de los primeros meses. Les quedan aún casi diez años.
No puedo decir lo que conseguirán en ese espacio de tiempo, pero sería absurdo imaginar que será inferior a lo que ya han logrado. Una nueva relatividad, una nueva gravitación universal... No lo sé, lo que digo son simples palabras. Pero algo grande».
Hizo una nueva pausa. El silencio era absoluto. Incluso el Presidente parecía haber despertado de su abstracción y miraba fijamente a Knefhausen.
—Todavía no es demasiado tarde para estropear el experimento, de modo que es necesario que guardemos el secreto durante una temporada. Esta, damas y caballeros, es toda la verdad acerca del proyecto Alfa-Aleph. —Temió lo que iba a seguir, lo demoró unos instantes consultando sus documentos, se encogió de hombros y finalmente dijo—: ¿Alguien desea formular alguna pregunta?
¡Oh, sí, desde luego! Herr Omnes estaba un poco aturdido, tardó un poco en librarse del embrujo de las sencillas y hermosas verdades que acababa de oír, pero primero habló uno, luego otro, luego dos o tres gritaron al mismo tiempo. Había preguntas, naturalmente. Preguntas que no tenían respuesta. Preguntas que Knefhausen no tenía tiempo de oír, y mucho menos de contestar, antes que le llegara la pregunta siguiente. Preguntas cuyas respuestas desconocía. Y, lo que era peor, preguntas cuyas respuestas eran como pimienta en los ojos, cegando el sentido común de la gente. Pero tenía que enfrentarse con ellas, y trató de contestarlas. Incluso cuando los gritos hacían que los centinelas apostados detrás de las puertas dobles se mirasen unos a otros con intranquilidad, preguntándose qué estaría pasando en el interior de la cámara para que llegara hasta ellos aquel murmullo a través del sistema de insonorización de la estancia.
—Me gustaría saber quién le metió a usted en este feo asunto.
—Nadie, señor Secretario; me atengo a lo dicho.
—Pero, vamos a ver, Knefhausen: ¿trata usted de decirnos que estamos asesinando a esos muchachos para demostrar las teorías de un tal Goldbach?
—No, Senador, no para demostrar la Conjetura de Goldbach, sino para hacer posibles los progresos científicos que permitan sobrevivir al mundo libre.
—¿Está confesando usted que ha arrastrado a los Estados Unidos a un evidente fraude?
—No se trata de un fraude, señor Presidente de la Cámara, sino de una legítima astucia de guerra, porque no existía otro medio.
—¿Y las fotografías, Knefhausen?
—Falsas, General, como ya he dicho. Acepto toda la responsabilidad.
Y así por el estilo, repitiéndose una y otra vez las palabras «fraude», «asesinato» e incluso «traición».
Hasta que por fin el Presidente se puso en pie y levantó la mano. El orden tardó un poco en restablecerse, pero al final todo el mundo guardó silencio.
—Nos guste o no, estamos metidos en ello —se limitó a decir—. Han acudido a mí, muchos de ustedes, haciéndose eco de rumores y exigiéndome la verdad. Ahora tienen la verdad, clasificada como Secreto de Estado y que no debe ser divulgada. Todos ustedes saben lo que eso significa. Sólo añadiré que me ocuparé personalmente para que cualquier indiscreción que afecte a la seguridad de la nación sea investigada con todos los recursos del gobierno y castigada con todo el rigor de la ley.
El Presidente parecía haber envejecido unos cuantos años en el curso de aquella reunión, y movió los labios como si tuviera algo amargo en la boca. No permitió ninguna otra discusión y dio por terminada la conferencia.
Media hora más tarde, en su despacho particular, el Presidente se entrevistó a solas con Knefhausen.
—De acuerdo —dijo el Presidente—, hemos parado el golpe. Pero el mundo acabará por enterarse. Puedo retrasarlo unas semanas, quizá unos meses. Pero no puedo impedirlo.
—Le estoy muy agradecido, señor Presidente, por...
—Déjese de discursos, Knefhausen. Lo único que quiero de usted es una explicación: ¿qué diablos significa eso de mezclar narcóticos, amor libre, etcétera?
—¡Ah! —dijo Knefhausen—. ¿Se refiere usted al último comunicado de la Constitution? Sí. Ya he enviado una orden en ese sentido, señor Presidente. Tardará unos meses en llegar, como usted sabe, pero le aseguro que el asunto será corregido.
El Presidente replicó, en tono seco:
—No quiero seguridades de ese tipo, Knefhausen. ¿No ve usted la televisión? No me refiero al Show de Lucille Ball ni a los partidos de béisbol. Me refiero a los noticiarios. ¿Sabe usted cuál es la situación en nuestro país? La catástrofe financiera de 1922 y los disturbios raciales de 1967 no fueron nada. Hubo una época en que podíamos recurrir a la Guardia Nacional para sofocar los desórdenes. La semana pasada tuve que llamar al Ejército para utilizarlo contra tres compañías de la Guardia. Un escándalo más y estaremos perdidos, Knefhausen, y éste es mayúsculo.
—El objetivo no puede ser más digno.
—No voy a discutir eso ahora. El objetivo de usted, que he hecho mío, puede ser muy digno.
Pero, ¿cuáles son los objetivos de sus amigos de la Constitution? Estuve de acuerdo en sacrificar a ocho mártires. No estoy de acuerdo en sacrificar cuarenta mil millones de dólares que salen del bolsillo de los contribuyentes para que sus ocho amiguitos se pasen diez años drogándose y entregándose a toda clase de excesos.
—Señor Presidente, le aseguro que esto es sólo una fase temporal. Le repito que ya he enviado órdenes estrictas en ese sentido.
—Y si no las obedecen, ¿qué va usted a hacer? —El Presidente, que nunca fumaba, tomó un cigarro, mordió la punta y lo encendió—. Es demasiado tarde para que diga que no debí dejar que me metiera usted en esto. De modo que me limitaré a decir que, si no puede usted ofrecer resultados concretos antes que el asunto trascienda, yo dejaré de ser Presidente y dudo que usted continúe con vida.