WASHINGTON UNO

Aquella semana, la guerra de guerrillas urbanas en Washington pareció disminuir. El helicóptero pudo flotar encima mismo del Césped Meridional de la Casa Blanca: no hubo disparos de tiradores parapetados, ni bombas incendiarias, ni siquiera lanzamiento de piedras. El Dr. Dieter von Knefhausen contempló con suspicacia los piquetes de aspecto cansado en sus «legales» cincuenta yardas a lo largo del perímetro. No parecían militantes; tal vez Gay Lib, o quién sabe qué, tal vez naturistas o anti-impuestos. En cualquier caso, no lanzaron piedras y sólo se permitieron un desorganizado abucheo cuando el helicóptero aterrizó. Knefhausen se inclinó ante Herr Omnes sardónicamente, se bajó del aparato y se apartó con rapidez sabiendo que iba a remontar el vuelo inmediatamente. Como así ocurrió. Knefhausen no se molestó en correr hacia la Casa Blanca. Su paso era normal, como si estuviera dando un paseo. No temía a aquella gente sencilla, aunque al piloto del helicóptero le inspirara verdadero terror. Además, no tenía ninguna prisa en acudir a su cita con el Presidente.

El ADC que le registró no sonrió. El ordenanza que le condujo a la Terraza Oeste no le saludó.

Nadie le alivió del peso de su maletín, lleno de papeles y documentos. No resultaba difícil saber cuándo uno había caído en desgracia, pensó, encogiendo la cabeza entre los hombros ante el estrépito del rotor mientras el piloto daba una vuelta sobre la Casa Blanca para ganar altura antes de aventurarse a regresar a través de la vasta ciudad.

Todo había sido muy distinto en otros tiempos, pensó con cierta nostalgia. Podía recordar cada minuto de aquellos viejos días. Allí mismo, en aquel porche, había posado ante los fotógrafos de toda la prensa mundial y había hablado a los periodistas de aquella misma prensa del Proyecto Alfa-Aleph. Había visto su fotografía junto a la del Presidente en todas las primeras planas, se había contemplado a sí mismo en los noticiarios de la TV, hablando de la Nueva Tierra que daría a Norteamérica todo un planeta colonizable situado a una distancia de cuatro años-luz. Recordaba el lanzamiento en El Cabo, con un millón y medio de invitados de todo el mundo, estadistas extranjeros y científicos comiéndose las uñas de envidia, políticos norteamericanos reventando de orgullo. Entonces, los ordenanzas le saludaban, desde luego. Una conferencia representaba para él un cheque en blanco. Incluso se habló de nombrarle candidato para la Vicepresidencia en la siguiente elección..., y probablemente hubiese ocurrido así de haberse celebrado la elección en aquellos momentos de euforia..., y si no hubiese existido el problema de su nacimiento en un país extranjero.

Ahora, todo era distinto. Tenía que subir en el ascensor de servicio. Más que por sí mismo, el hecho le preocupaba como reflejo de una delicada situación interna. ¿Se trataba simplemente de las habituales historias de los periódicos, o existía realmente una fuga?

El marine de guardia llamó con los nudillos a la puerta de la sala del Gabinete, y abrieron desde dentro.

Knefhausen entró.

Ningún Vicepresidente salió a su encuentro para agarrarle del brazo y palmear su espalda. Le acogieron treinta rostros silenciosos vueltos hacia él, algunos reservados, algunos francamente hostiles. Todo el Gabinete estaba allí, junto con media docena de jefes de departamento y los ayudantes del Presidente, y el rostro más hostil alrededor de la gran mesa ovalada era el del propio Presidente.

Knefhausen se inclinó. Una atávica tendencia a las bromas estudiantiles le hizo pensar en entrechocar sus tacones y ajustarse un monóculo, pero no tenía monóculo y no se dejaba llevar por impulsos como aquel. Se limitó a ocupar su puesto, de pie en un extremo de la mesa, y cuando el Presidente asintió con un gesto, dijo:

—Buenos días, damas y caballeros. Supongo que deseaban verme a propósito de las absurdas mentiras que los rusos están propalando acerca del programa Alfa-Aleph.

—Roobarooba —se murmuraron el uno al otro.

El Presidente dijo, con su voz atenorada:

—De modo que usted cree que son simples mentiras...

—Mentiras o errores, señor Presidente, no importa la diferencia. Nosotros estamos en lo cierto y ellos están equivocados, esto es todo.

—Roobaroobarooba.

El Secretario de Estado dirigió una interrogadora mirada al Presidente, obtuvo un gesto de asentimiento, y dijo:

—Dr. Knefhausen, sabe usted que he pertenecido a su equipo durante mucho tiempo y que no deseo mostrarme en desacuerdo con cualquier afirmación que usted tenga a bien hacer, pero, en el caso que nos ocupa, ¿está usted completamente seguro? Los rusos han publicado unas cifras muy convincentes.

—Son falsas, señor Secretario.

—¡Ah! Bien, Dr. Knefhausen, por mi parte no tendría inconveniente en aceptar su palabra, pero hay otros que no opinan como yo. No se trata de chiflados ni de descontentos, sino de personas excelentes y honradas a carta cabal. ¿Tiene usted alguna evidencia para ellos?

—¿Con su permiso, señor Presidente?

El Presidente asintió de nuevo. Knefhausen abrió su maletín y sacó de él un pequeño fajo de diapositivas. Se las entregó a un comandante de marines, el cual miró al Presidente en demanda de aprobación y luego hizo lo que Knefhausen le indicó. Las luces se apagaron y, tras unos retozos del foco, fue proyectada la primera diapositiva por encima de la cabeza de Knefhausen. Mostró una enorme formación de postes metálicos en forma de Y, extendiéndose a lo largo de un paisaje árido y polvoriento.

—Esta fotografía es de nuestro radiotelescopio en Farside, la Luna —dijo Knefhausen—. Nunca es visible desde la Tierra, debido a que esa parte de la superficie lunar se encuentra permanentemente oculta a nuestros ojos, por cuyo motivo la escogimos para instalar el telescopio.

No existen interferencias eléctricas de ninguna clase. El instrumento está compuesto por treinta y tres millones de elementos dipolares independientes, montados con una exactitud de varias millonésimas. Su tamaño real es aproximadamente el de un círculo de dieciocho millas, pero en virtud de su favorable posición su alcance equivale al de un telescopio de veintiséis millas de diámetro. La siguiente diapositiva, por favor.

Clic. La fotografía del enorme RT desapareció y fue reemplazada por otra construcción similar, aunque visiblemente más rústica y de menor tamaño.

—Éste es el instrumento ruso, caballeros. Su diámetro es aproximadamente la cuarta parte del nuestro. Tiene una décima parte de elementos, y nuestros informes (lo sé de buena fuente) indican que el montaje es muy deficiente.

»La diferencia entre los dos instrumentos en capacidad de reunir información es de cien a uno a favor nuestro. Luces, por favor.

»Lo cual significa —continuó, sonriendo a cada una de las personas sentadas en torno a la mesa— que si los rusos dicen “no” y nosotros decimos “sí”, puede apostarse por el “sí”. En nuestro telescopio puede confiarse. En el suyo, no.

Los reunidos se removieron nerviosamente en sus asientos. Estaban tan ansiosos por creer a Knefhausen como éste lo estaba por convencerles, pero no estaban seguros.

El Representante Belden, Presidente del Comité de Medios y Arbitrios del Congreso, habló por todos ellos:

—Nadie duda de la calidad de su equipo. Especialmente —añadió—, teniendo en cuenta que aún lo estamos pagando. Pero los rusos han hecho una afirmación categórica. Dicen que Alfa Centauro no puede tener un planeta de más de mil millas de diámetro, ni a una distancia inferior a quinientos millones de millas de la estrella. Tengo aquí una copia de la gacetilla de la Tass. Admite que su equipo es inferior al nuestro, pero tienen una declaración firmada por veintidós académicos que dicen que su equipo no podría pasar por alto un objeto más próximo o de mayor tamaño de lo que acabo de citar, ni cualquier cuerpo de cualquier tipo lo bastante grande para permitir que nuestros astronautas se posaran en él. ¿Conoce usted esa declaración?

—Sí, desde luego, la he leído...

—Entonces, sabe usted que ellos afirman categóricamente que el planeta al que usted llama «Alfa-Aleph» no existe.

—Sí, eso es lo que ellos afirman.

—Además, unas declaraciones de las autoridades del Observatorio de París, del Centro Astronómico de la UNESCO en Trieste y del Astrónomo Real de Inglaterra, dicen que ellos han revisado y confirmado sus cifras.

Knefhausen asintió jovialmente.

—Eso es cierto, Representante Belden. Ellos confirman que, si las observaciones corresponden a la realidad, las conclusiones a que ha llegado la instalación soviética de Novy Brezhnevgrad en Farside son correctas. No discuto la aritmética. Sólo digo que las observaciones se han realizado con un equipo inadecuado, y en consecuencia los astrónomos soviéticos han llegado a una falsa conclusión. Pero, no deseo abusar de su paciencia con una afirmación sin pruebas —se apresuró a añadir, mientras el congresista abría la boca para hablar de nuevo—. Lo que los rusos dicen es teoría.

Yo ofrezco, no sólo una teoría mejor, sino también un hecho objetivo. ¡Sé que Alfa-Aleph existe porque lo he visto! ¡Las luces, comandante! Y la diapositiva siguiente, por favor...

La pantalla se iluminó y mostró un espacio blanco brillante con una serie de puntitos negros, como polvo. Uno de mayor tamaño aparecía en el centro exacto de la pantalla, rodeado de una docena visiblemente menores. Knefhausen tomó un puntero con la punta fluorescente y señaló con la pequeña flecha de luz el punto central.

—Esto es un negativo fotográfico —dijo—, o sea, que es negro donde la escena real es blanca y viceversa. Esos objetos son astronómicos. Fue tomado por nuestro satélite Briareus XII cerca de la órbita de Júpiter, en su camino hacia Neptuno, hace catorce meses. El objeto central es la estrella Alfa Centauro. Fue fotografiada con un instrumento especial que filtra la mayor parte de la luz de la propia estrella, de naturaleza electrónica y parecido al coronascopio que se utiliza para fotografiar protuberancias en nuestro propio Sol. Confiábamos en que por ese medio lograríamos fotografiar el planeta Alfa-Aleph. Tuvimos éxito, como pueden ver. —El puntero apoyó su pequeña flecha junto al punto más próximo a la estrella central—. Eso, damas y caballeros, es Alfa-Aleph. Se encuentra exactamente en el lugar que habíamos predicho de acuerdo con los datos del radiotelescopio.

Se produjo un nuevo estallido de rumores en torno a la mesa. En la oscuridad, resultaron más ruidosos que antes. El Secretario de Estado gritó en tono agudo:

—¡Señor Presidente! ¿Podemos hacer pública esta fotografía?

—La haremos pública inmediatamente después de esta reunión —dijo el Presidente.

—Roobarooba.

Luego, el Representante Belden:

—Señor Presidente, estoy convencido que si usted dice que ése es el planeta que queremos, el planeta es ése. Pero fuera de nuestro país pueden ponerlo en duda, ya que en realidad yo veo iguales todos esos puntos. Sólo para satisfacer la curiosidad de un profano, ¿cómo sabe usted que es Alfa— Aleph?

—Diapositiva número cuatro, por favor..., sin quitar la número tres. —La misma escena, sutilmente distinta—. Observen cómo en esta fotografía, caballeros, uno de los objetos —éste— ha cambiado de posición. Se ha movido. Saben ustedes que las estrellas no muestran ningún movimiento discernible. Se ha movido porque esta fotografía fue tornada ocho meses más tarde, cuando el Briareus XII regresaba de Neptuno y el planeta Alfa-Aleph había girado en su órbita. Esto no es teoría, es evidencia, y debo añadir que la película original se conserva en Goldstone, de modo que no existe posibilidad de error.

—Roobarooba.

Pero ahora en tono más alto y excitado.

Satisfecho, Knefhausen inclinó su puntero.

—Ahora, comandante, haga el favor de colocar las diapositivas tres y cuatro una al lado de la otra..., así..., y páselas hacia adelante y hacia atrás con la mayor rapidez posible..., gracias. —El puntito negro llamado Alfa-Aleph rebotó hacia adelante y hacia atrás como una pelota de tenis, en tanto que todos los otros puntos permanecían inmóviles—. Esto es lo que se llama el proceso comparativo. Y debo señalar que, si lo que están mirando no es un planeta, es la estrella más rápida que nunca han visto. Y también que se encuentra a la distancia exacta y con el período orbital exacto que habíamos especificado basándonos en los datos del radiotelescopio. Ahora, ¿alguna pregunta más?

—¡No, señor!

—¡Estupendo, Kneffie!

—Creo que el asunto ha quedado aclarado.

—Será una lección para los comunistas...

La voz del Presidente dominó el barullo.

—Comandante Merton, puede usted encender las luces —dijo—. Dr. Knefhausen, gracias. Le agradecería que se quedara unos minutos, para revisar con Murray y conmigo el texto de nuestro comunicado antes de hacer públicas esas fotografías.

Hizo un gesto de despedida a su principal asesor científico y luego, advertido por los felices rostros de su gabinete, se acordó de sonreír con placer.