WASHINGTON DOS

Mientras esperaba entrevistarse con el Presidente, el Dr. Knefhausen leyó de nuevo el comunicado de la nave espacial, con aire satisfecho. «Felices en el servicio». «Kneffie estaría orgulloso de sí mismo». Realmente, Kneffie lo estaba. Y orgulloso de ellos, tan valientes, tan fuertes.

Estaba tan orgulloso de ellos como si hubiesen sido hijos suyos, los ocho. Todo el mundo sabía que el proyecto Alfa-Aleph había sido engendrado por Knefhausen, pero éste trataba de ocultar al mundo que, en su propia mente, extendía su paternidad a la tripulación. Eran la avanzada del mundo asequible, y él les había situado allí. Irguió la cabeza, escuchando los lejanos cánticos que llegaban desde la verja del perímetro, donde no cesaba la exhibición de violencia de las multitudes para fastidiar a las personas que hacían marchar el mundo. Allí estaban, con los cabellos largos y la moral sucia. Los cielos sólo pertenecían a los ángeles, y Dieter von Knefhausen había escogido los ángeles.

El había establecido los procedimientos de selección..., y si había hecho algunas cosas que era preferible no mencionar para asegurarse que los procedimientos daban el resultado apetecido, ¿qué importaba? Él era el que había concebido y adaptado el importantísimo programa recreativo, y por encima de todo el que había concebido todo el proyecto y persuadido al Presidente para que lo pusiera en ejecución. La infraestructura no era nada, sólo dinero. Los conceptos científicos básicos eran conocidos; la mayoría de los componentes estaban en las carpetas; sólo se necesitaba voluntad para reunirlos. La voluntad no hubiese existido de no haber sido por Knefhausen, que anunció el descubrimiento de Alfa-Aleph desde su radiotelescopio de Farside —le dio aquel nombre, aunque pudo haberle dado otro cualquiera escogido por él, incluso el suyo— y entabló la lucha por el proyecto por todos los medios a su alcance, hasta que el Presidente lo aceptó.

Había sido una lucha dura y amarga. Knefhausen se recordó a sí mismo que lo peor estaba aún por llegar. No importaba. Costara lo que costara, ya estaba hecho, y valía la pena. Aquellos informes del Constitution lo demostraban. Todo se desarrollaba de acuerdo con las previsiones establecidas, y...

—Disculpe, Dr. Knefhausen.

Levantó la mirada, catapultado casi desde medio año-luz de distancia.

—He dicho que el Presidente le verá ahora —repitió el ujier.

—¡Ah! —exclamó Knefhausen—. ¡Oh, sí, desde luego! Estaba sumido en mis pensamientos.

—Sí, señor. Por aquí, señor.

Pasaron por delante de una ventana y vieron fugazmente la agitación al otro lado de las verjas, las pancartas utilizadas como picas, una nubecilla azul de gas lacrimógeno...

—Parece que esa gente está excitada —dijo Knefhausen con aire ausente.

—No hay ningún peligro, señor. Por aquí, por favor.

El Presidente estaba en su despacho particular, pero, ante la sorpresa de Knefhausen, no estaba solo. Le acompañaba Murray Amos, su secretario personal, lo cual era comprensible; pero había otros tres hombres en la estancia. Knefhausen les reconoció como el Secretario de Estado, el Presidente de la Cámara y el Vicepresidente. Muy raro, pensó Knefhausen, puesto que le habían hablado de una entrevista confidencial con el Presidente... Pero reaccionó en seguida.

—Disculpe, señor Presidente —dijo, en tono jovial—. Debí entenderlo mal. Pensé que íbamos a hablar a solas, usted y yo.

—No importa —dijo el Presidente. Los años de preocupaciones en la Casa Blanca empezaban a pesar sobre sus hombros. Parecía muy viejo y muy cansado—. Les dirá a esos caballeros lo que me habría dicho a mí.

—Sí, comprendo —dijo Knefhausen, tratando de disimular el hecho que no comprendía absolutamente nada. Seguramente que el Presidente quería dar a entender otra cosa con sus palabras, de modo que era preciso averiguarlo—. Sí, desde luego. Aquí hay algo, señor Presidente. ¡Un nuevo informe de la Constitution! Se recibió en Goldstone hace una hora, y acaba de salir de la sala de descifrado. Permítame que se lo lea. Nuestros bravos astronautas se están comportando espléndidamente, tal como estaba previsto. Dicen...

—Deje eso ahora —le interrumpió el Presidente—. Lo oiremos más tarde. Antes quiero que le cuente a este grupo toda la historia del proyecto Alfa-Aleph.

—¿Toda la historia, señor Presidente? —inquirió Knefhausen, ligeramente desconcertado—. Comprendo. Quiere que empiece por el principio, o sea, a partir del momento en que nos dimos cuenta en el observatorio que habíamos descubierto un nuevo planeta...

—No, Knefhausen. No me refiero a la historia ficticia, sino a la verdadera.

—¡Señor Presidente! —exclamó Knefhausen, súbitamente alarmado—. Debo informarle que protesto por este prematuro...

—¡La verdad, Knefhausen! —gritó el Presidente. Era la primera vez que Knefhausen le oía levantar la voz—. No saldrá de esta habitación, pero debe usted contarlo todo. Dígales por qué los rusos están en lo cierto y nosotros mentimos. Dígales por qué hemos enviado los astronautas a una misión suicida, ordenándoles aterrizar en un planeta que desde el primer momento sabíamos que no existe.