WASHINGTON CINCO

En otros tiempos, el edificio conocido ahora como DoD Temp Restraining Quarters 7 —aunque Knefhausen opinaba que debería dársele su verdadero nombre: «cárcel»— había sido un hotel de lujo de la cadena Hilton. Las celdas de máxima seguridad se encontraban en los pisos subterráneos, en lo que habían sido salas de juntas. No había puertas ni ventanas al exterior. Si uno salía de su propia celda tenía que subir un tramo de escaleras para llegar al nivel de la calle, y enfrentarse con los centinelas antes de llegar al aire libre. Y entonces, suponiendo que en aquel momento no existiera ningún asedio activo, se exponía uno a tropezarse con los adictos y los activistas del exterior.

A Knefhausen no le preocupaban aquellas cosas. No pensaba en escapar, o al menos no había vuelto a pensarlo después de los primeros momentos de pánico, cuando se dio cuenta que se encontraba detenido. Al cabo de unos días dejó de reclamar la presencia del Presidente. Era una tontería llamar en su ayuda a la Casa Blanca, cuando la Casa Blanca le había metido allí. Seguía estando convencido que si pudiera hablar con el Presidente unos momentos en privado, todo se aclararía.

Pero Knefhausen era realista y se había enfrentado con el hecho que el Presidente no volvería a hablar nunca más con él en privado.

De modo que tomaba en cuenta sus ventajas.

En primer lugar, allí estaba cómodo. La cama era buena, las habitaciones caldeadas. La comida procedía aún de las cocinas del hotel, y era singularmente buena, tratándose de una cárcel.

En segundo lugar, los chicos seguían en el espacio y seguían haciendo algunas cosas, grandes cosas, a pesar que no informaran de ello. Su venganza era todavía una perspectiva.

En tercer lugar, los carceleros le permitían recibir periódicos y materiales para escribir, aunque no le entregaran sus libros ni le facilitaran un aparato de televisión.

Echaba de menos sus libros, y nada más. No necesitaba que la TV le contara lo que estaba pasando en el exterior. Ni siquiera necesitaba los periódicos, sometidos a una estricta censura. Podía oírlo por sí mismo. Todos los días se escuchaba el crepitar de las armas automáticas, casi siempre lejano y esporádico, pero un par de veces sostenido y muy próximo, Brownings contra AK47s, al parecer, y de cuando en cuando el taponazo y el estallido de los lanzagranadas. A veces oía sirenas aullando a través de las calles, y se preguntaba si seguía existiendo un departamento civil de bomberos.

A veces oía el chirrido de pesados motores que tenían que ser de tanques. Los periódicos no entraban en detalles, pero Knefhausen sabía leer entre líneas. La Administración estaba amadriguerada en alguna parte: Cayo Vizcaíno, o Camp David, o la California Meridional, nadie decía dónde. Las ciudades se hallaban en plena revuelta roja.

Knefhausen se sentía injustamente acusado de aquellos desastres. Escribía interminables cartas al Presidente, puntualizando que los graves problemas con que se enfrentaba la Administración no tenían nada que ver con el proyecto Alfa-Aleph: las ciudades llevaban muchos años en rebeldía constante, el dólar había perdido altura desde las guerras indochinas. Algunas las rompía, otras no conseguía enviarlas, unas cuantas lograba cursarlas..., sin obtener ninguna respuesta.

Un par de veces por semana un funcionario del Departamento de Justicia venía a formularle las mismas absurdas preguntas, una y otra vez. Knefhausen sospechaba que trataban de montar un sumario que demostrase que todo era culpa suya. Bueno, allá ellos. Se defendería cuando llegara el momento. O le defendería la historia. La cosa estaba clara. No tan clara, tal vez, en lo que respecta a las consecuencias morales. No importa. No podía hablarse de cuestiones morales en una zona tan vital para la búsqueda del conocimiento como esta. Los informes de la Constitution habían sido ya muy fructíferos..., aunque era evidente que algunas de sus partes más significativas resultaban difíciles de comprender. El mensaje Godelizado no había sido traducido, y las alusiones a su contenido seguían siendo alusiones.

A veces soñaba en proyectarse a sí mismo a la Constitution. Había pasado un año desde que se recibió el último mensaje. Knefhausen trataba de imaginar lo que estaban haciendo. Ahora estarían más allá del punto central, desacelerando. El arco estelar estaría ensanchándose y difundiéndose cada día más. Los círculos de negrura delante y detrás de ellos se estarían encogiendo. Pronto verían Alfa Centauro como ningún hombre lo había visto. Desde luego, comprobarían que no existía ningún planeta llamado Aleph en torno al primario, aunque ya habían sospechado eso hacía mucho tiempo. ¡Bravos y estupendos muchachos! Incluso así, habían seguido adelante. Lo de las drogas y el sexo no tenía importancia. No encajaba con las normas de la humanidad vulgar, pero, como había ocurrido siempre, los que sobresalían del rebaño tenían derecho a dictar sus propias normas. Cuando era un niño se había enterado que el obeso y orgulloso caudillo del aire tomaba cocaína, y que los grandes guerreros buscaban a veces su placer sexual unos con otros. Un hombre inteligente no se preocupaba por aquellas minucias, lo cual era una prueba más que el funcionario del Departamento de Justicia, con sus continuas alusiones al pasado del propio Knefhausen, no era un hombre inteligente.

Lo bueno de las visitas del funcionario del Departamento de Justicia era que a veces podían deducirse cosas de sus preguntas, y raramente, muy raramente, incluso contestaba a alguna pregunta.

«¿Se ha recibido algún mensaje de la Constitution?”

«No, desde luego que no, Dr. Knefhausen. Ahora, dígame, ¿quién fue la primera persona que le sugirió este fraudulento plan?» Aquellos eran los puntos brillantes en sus días, pero la mayoría de ellos transcurrían monótonamente.

Ni siquiera los marcaba en la pared de su celda, como el prisionero del castillo de If. Hubiese sido una lástima estropear el revestimiento de madera noble. Además, Knefhausen disponía de otros relojes y calendarios. El ritmo de sus comidas, el de las visitas del funcionario del Departamento de Justicia... Cada una de ellas era como una fiesta; mejor dicho, como un día festivo, no alegre pero sí solemne. En primer lugar se producía una visita del capitán de la guardia con dos soldados armados en pie junto a la puerta. Registro minucioso de su persona y de su celda buscando..., ¿qué? Una bomba nuclear, quizás. O un puñado de pimienta destinado a los ojos del funcionario del Departamento de Justicia... No encontraban nada, porque no había nada que encontrar. Luego se marchaban y durante un largo espacio de tiempo todo quedaba tranquilo. Ni siquiera le servían una comida, aunque coincidiera con la hora de la comida. No ocurría absolutamente nada, hasta que una o tres horas más tarde llegaba el funcionario con su propia guardia en la puerta, igualmente vigilante hacia adentro que hacia fuera, y su técnico manipulando los aparatos de grabación, y sus preguntas.

Y llegó el día en que se presentó el funcionario del Departamento de Justicia, y no iba solo: le acompañaba el secretario del Presidente, Amos Murray.

¡Cuán voluble es el corazón humano! Cuando ha renunciado a toda esperanza, necesita muy poco para que la esperanza renazca en él...

—¡Murray! —exclamó Knefhausen, casi sollozando—. ¡Cuánto me alegro de verle! Y el Presidente, ¿está bien? ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Se ha producido alguna novedad?

Amos Murray se detuvo en el umbral de la puerta. Miró a Dieter von Knefhausen y dijo amargamente:

—¡Oh, sí, se han producido novedades! Muchas. Las Fuerzas Armadas han cambiado de bando, de modo que estamos evacuando Washington. Y el Presidente quiere que salga usted de aquí inmediatamente.

—¡No, no! Quiero decir... Oh, sí, me alegra que el Presidente se preocupe por mi bienestar, aunque lamento lo de las Fuerzas Armadas. Lo que quiero decir, Murray, es esto: ¿se ha recibido algún mensaje de la Constitution?

Amos y el funcionario del Departamento de Justicia intercambiaron una mirada.

—Dígame, Dr. Knefhausen —inquirió Amos suspicazmente—: ¿Cómo ha logrado enterarse de eso?

—¿Enterarme? ¿Cómo he logrado enterarme? No sabía nada. Lo he preguntado con la esperanza de recibir una respuesta afirmativa. Entonces, ¿ha llegado un mensaje? ¿A pesar de lo que habían dicho? ¿Han vuelto a hablar?

—Efectivamente, ha llegado un mensaje —dijo Amos pensativamente. El funcionario del Departamento de Justicia le susurró algo al oído, pero Amos sacudió la cabeza—. No se preocupe, terminaremos en seguida. El convoy no saldrá sin nosotros. Sí, Dr. Knefhausen, el mensaje llegó a través de Goldstone hace dos horas. Ahora está en la sala de descifrado.

—¡Bien, muy bien! —exclamó Knefhausen—. Ya verá como ellos lo justifican todo. Pero, ¿qué dicen? ¿Tienen ustedes buenos científicos para interpretarlo? ¿Pueden entender el contenido?

—No, exactamente —dijo Amos—, ya que se ha planteado un pequeño problema que la sala de descifrado no había previsto y para el cual no estaba preparada. El mensaje no estaba cifrado. La escritura era normal, pero en idioma chino.