WASHINGTON CUATRO
Knefhausen levantó la cabeza del montón de papeles de su escritorio. Se frotó los ojos, suspirando. Había dejado de fumar al mismo tiempo que el Presidente, pero, al igual que el Presidente, estaba pensando en volver a hacerlo. Podía matarle a uno, sí. Pero era un reductor de la tensión, y él lo necesitaba. Había cosas peores que el que le mataran a uno, pensó con desaliento.
Desde todos los puntos de vista, los últimos dos o tres años habían sido muy difíciles para él.
Habían empezado muy bien y estaban adquiriendo muy mal cariz. No tan malo como aquellos lejanos recuerdos de su infancia, cuando todo el mundo era tan pobre y Berlín era tan frío y las únicas ropas de abrigo que tenía procedían del Winterhilfe. Menos duro que el final de la guerra, desde luego. No tan malo como aquellos primeros años en América del Sur y después en el Medio Oeste, cuando incluso los afortunados y los famosos, los von Braun y los Ehrick, se encontraban con dificultades para conseguir lo que merecían y un joven como Knefhausen tenía que pelar patatas y manejar ascensores para vivir. Pero más difícil y peor de lo que un hombre en la cumbre de su carrera tenía motivo para esperar.
¡El proyecto Alfa-Aleph, fundamentalmente, era bueno! Apretó los dientes, pensando en ello.
Daría resultado... No, por Dios, estaba dando resultado, y convertiría al mundo en un lugar distinto.
Las generaciones futuras tendrían ocasión de verlo.
Pero las generaciones futuras no estaban aún aquí, y en el presente las cosas marchaban mal.
Recordó algo súbitamente, tomó el teléfono y llamó a su secretaria.
—¿Ha logrado establecer contacto con el Presidente? —inquirió.
—Lo siento, Dr. Knefhausen. He estado llamando cada diez minutos, como usted me dijo.
—¡Ah! —gruñó Knefhausen—. No, espere. Déjeme ver. ¿Qué llamadas hay ahí?
Crujir de papeles.
—Los nuevos servicios, desde luego, preguntando otra vez acerca de los rumores. La oficina de Jack Anderson. El hombre de la CBS.
—No, no hablaré con la prensa. ¿Alguien más?
—Ha llamado el senador Copley, preguntando cuándo iba usted a contestar a la lista de preguntas que le envió su Comité.
—Le daré una respuesta. Le daré la respuesta que Götz von Berlichingen le dio al obispo de Bamberg.
—Lo siento, Dr. Knefhausen, no comprendo...
—No importa. ¿Algo más?
—Sólo una llamada de larga distancia de un tal Mr. Hauptmann. Tengo su número.
—¿Hauptmann?
El nombre le resultaba vagamente familiar. Al cabo de unos instantes, Knefhausen lo localizó en su memoria: el técnico que había colaborado en la falsificación de las fotografías tomadas desde el Briareus XII. Bueno, tenía órdenes de mantenerse fuera de la circulación y con la boca cerrada.
—No, eso no es importante. Ninguna de las llamadas lo es, y no quiero ser molestado con tales tonterías. Siga como hasta ahora, Mrs. Ambrose. Si consigue línea con el Presidente, póngame en seguida con él, pero no atenderé a ninguna otra llamada.
Colgó el receptor y volvió a sus papeles.
Los contempló triste y cariñosamente al mismo tiempo. Todo estaba allí: los informes de la Constitution, sus propias interpretaciones y comentarios, y más de un centenar de notas compiladas por sus ayudantes, con el fin de desentrañar los significados y las implicaciones de aquellos informes del espacio, a veces tan... ocultos:
«Henle. Al parecer se refiere a Paul Henle; probablemente se quiere aludir a su afirmación: “Existen ciertos simbolismos en los cuales ciertas cosas no pueden ser dichas”. Conjetura: el idioma inglés es uno de esos simbolismos».
«Sorbete de naranja. Se ha realizado un estudio experimental del material del Documento Ref. n.° CON-130, Párrafo 4. Los análisis químicos y los experimentos realizados demuestran que la mezcla recomendada de sustancias farmacéuticas y otros ingredientes producen una droga para-alucinógena de considerable fuerza y cualidades no del todo conocidas. Un centenar de sujetos ingirieron el producto, y el informe de los efectos incluye sensaciones de enorme competencia y de agudizada comprensión. Sin embargo, los datos son puramente subjetivos. Se intentó ampliar el experimento, pero los sujetos no colaboraron bien y algunos de ellos se ausentaron sin permiso del laboratorio de pruebas».
«Lenguaje Godelizado. Un sistema para cifrar cualquier mensaje como un solo número muy grande. Se empieza por escribir el mensaje en lenguaje normal y luego se cifra como bases y exponentes. Cada una de las letras del mensaje es representada en orden por el orden natural de los números primos: es decir, la primera letra se representa por la base 2, la segunda por la base 3, la tercera por la base 5, luego 7, 11, 13, 17, etcétera. La identidad de la letra que ocupa aquella posición en el mensaje viene dada por el exponente: sencillamente, el exponente 1 significa que la letra que ocupa aquella posición es una A, la letra 2 significa que es una B, 3 una C, etcétera. El mensaje, como conjunto, es elaborado como el producto de todas las bases y exponentes. Ejemplo: la palabra “cab” puede ser representada como 23 x 31 x 52, ó 600 (= 8 x 3 x 25). El nombre “Abe” sería representado por el número 56,250, ó 21 x 32 x 55 (= 2 x 9 x 3125). Una frase como “John lives”, sería representada por el producto de los siguientes términos:
210 x 315 x 58 x 110 x 1312 x 179 x 1922 x 235 x 2919 x 3127, en el cual el exponente “0” ha sido reservado para un espacio y el exponente “27” ha sido designado arbitrariamente para indicar el final de la frase. Como puede apreciarse, la forma Godelizada para un mensaje muy breve implica un número muy grande, aunque tales números pueden ser transmitidos de un modo del todo compacto en forma de una suma de bases y exponentes. El ejemplo transmitido por la Constitution se calcula que equivale al contenido de un diccionario corriente sin abreviar».
«Observaciones de Jim Barstow. El sujeto James Madison Barstow sufrió algo de miopía en sus primeros años escolares, al parecer debido a un exceso de lectura, y trató de remediarla con unos ejercicios oculares similares al “Método Bates” (véase nota adjunta). En la época de las revisiones para el proyecto Alfa-Aleph su visión era óptima.
Personas que le conocen desde hace muchos años han asegurado que siempre se mostró muy interesado en aumentar su capacidad visual. Explicación alternativa. Existen indicios que también estaba interesado en fenómenos paranormales tales como clarividencia o pre-visión, y es posible, sin que pueda asegurarse nada, desde luego, que el término “observación” se refiera a “ver por anticipado” en el tiempo».
Y así interminablemente.
Knefhausen contempló los papeles con una expresión entre cariñosa y desesperanzada, y se pasó la mano por la frente. ¡Los muchachos! Eran tan maravillosos..., pero tan ingobernables..., y tan difíciles de comprender. Era muy propio de ellos el haber ocultado sus verdaderas realizaciones. ¡El secreto de la fusión del hidrógeno! Esto justificaría con creces, por sí solo, todo el proyecto. Pero, ¿dónde estaba? Encerrado en aquel jeroglífico numérico. Knefhausen no dejaba de apreciar la elegancia del método. También él era capaz de tomarse en serio una idea de tan luminosa sencillez.
Una vez escrito el número sólo había que dividirlo por dos tantas veces como fuera posible, y el número de veces nos daría la primera letra. A continuación, dividir por el segundo primo, tres, y ese número de veces nos daría la segunda letra. Pero, ¿y las dificultades prácticas? No podía llegarse a la primera letra hasta tener todo el número, y la IBM se había negado a comprometerse a construir un banco de computadoras para escribir aquel número, a menos que el plazo de desarrollo del programa se extendiera a veinticinco años. Veinticinco años. Y entretanto, en aquel número se ocultaba probablemente el secreto de la fusión del hidrógeno, posiblemente muchos secretos más importantes, y con toda seguridad la clave del bienestar de Knefhausen durante las próximas semanas...
Sonó el teléfono.
Knefhausen lo agarró y gritó inmediatamente:
—¡Sí, señor Presidente!
Se había precipitado. Era su secretaria. Habló con voz temblorosa, pero decidida:
—No es el Presidente, Dr. Knefhausen, sino el senador Copley. Asegura que se trata de algo muy urgente. Dice...
—¡No! —gritó Knefhausen, y colgó el teléfono.
Inmediatamente lamentó haberlo hecho. Copley era un personaje importante, presidente del Comité de las Fuerzas Armadas; no era un hombre al que Knefhausen deseara tener como enemigo, y había procurado ganarse su amistad a lo largo de varios años de paciente contemporización. Pero no podía hablar con él, ni con nadie, mientras el Presidente no contestara a sus llamadas. La categoría de Copley era elevada, pero no estaba en la línea jerárquica directa por encima de Knefhausen. Cuando la cumbre de aquella línea se negaba a hablar con él, Knefhausen quedaba desconectado del mundo.
Trató de tranquilizarse examinando la situación objetivamente. En primer lugar, las presiones sobre el Presidente eran enormes. Los continuos disturbios en las ciudades, en todas las ciudades.
Las convenciones políticas en preparación. La necesidad de ser elegido para un tercer mandato, y la necesidad de modificar la ley para hacer posible la reelección. Y, desde luego, tal como Knefhausen reconocía, la peor de las presiones eran los rumores que circulaban acerca de la Constitution. Había advertido al Presidente. Fue una lástima que el Presidente no le escuchara. Había dicho que un secreto conocido por dos personas está comprometido, y que un secreto conocido por más de dos personas no es un secreto. Pero el Presidente había insistido en informar de la verdadera situación a todo aquel amplio círculo de altos funcionarios, los cuales habían jurado, naturalmente, que guardarían el secreto. Pero, a pesar de todo, era indudable que se habían producido filtraciones.
Knefhausen acarició amorosamente los informes de la Constitution. Aquellos estupendos muchachos podían lograr aún que todo acabara bien...
Era lo menos que podían hacer por él. Ya que él era quien los había hecho tan estupendos. Él había inventado la idea. Él les había escogido. Él había hecho cosas por las cuales no se había reconciliado aún del todo consigo mismo, para asegurarse que serían ellos, y no otros, los que formarían la tripulación. Por encima de todo, se había asegurado de su lealtad por todos los medios posibles. Adiestramiento. Disciplina. Lazos de afecto y de amistad. Lazos más fiables; cargando su provisión de víveres, sus cintas magnetofónicas, sus actividades programadas, con toda clase de inducciones publicitarias, de compulsiones M/R, de refuerzos psicológicos que fue capaz de descubrir o de inventar, de modo que no dejaran de informar fielmente a la Tierra de cualquier cosa que hicieran. A pesar de todo lo que pudiese haber ocurrido, los informes no habían fallado. Los datos podían resultar difíciles de desentrañar, pero estaban allí. No podían evitarlo; sus mandamientos eran más estrictos que los de Dios; al igual que Martin Lutero, debían decir Ich kann nicht anders. Aprenderían, y dirían lo que habían aprendido, y así quedaría justificada la inversión...
¡El teléfono!
Empezó a hablar antes de acercarlo a su boca:
—¡Sí, sí! ¡Habla el Dr. Knefhausen, sí!
Con toda seguridad era el Presidente...
No era él.
—¡Knefhausen! —gritó el hombre al otro extremo del hilo—. Le diré lo que le he dicho a esa asquerosa secretaria suya: si cuelga usted el teléfono, daré órdenes a cuatro miembros de las Fuerzas Armadas para que le detengan y le traigan a mi presencia antes de veinte minutos. ¿Entendido?
Knefhausen reconoció la voz y el estilo. Suspiró profundamente y se obligó a sí mismo a conservar la calma.
—Entendido, senador Copley —dijo—. ¿De qué se trata?
—La cosa ha reventado, ni más ni menos. Ese amigo suyo de Huntsville..., ¿cómo se llama?..., el técnico en fotografía...
—¿Hauptmann?
—¡Ese! ¿Le gustaría saber dónde está ese bastardo?
—Supongo..., supongo que en Huntsville...
—¡Supone mal! El muy bastardo fingió que estaba enfermo y que tenía que ser visitado por un especialista. El servicio de información no le perdió de vista, aunque sin detenerle, para poder enterarse de lo que pretendía hacer. Bueno, ya se han enterado. Hace una hora le vieron salir del aeropuerto de Orly en un avión de la Aeroflot. ¡Ha desertado! Ahora, Knefhausen, empiece a devanarse los sesos pensando en cómo va a hacer frente a la situación, y procure que la solución sea buena...
Knefhausen dijo algo, no sabía qué, y colgó el teléfono, no recordaba cuándo. Se quedó mirando fijamente un punto indeterminado del espacio durante un par de minutos.
Luego llamó a su secretaria y dijo, sin escuchar las tartamudeantes disculpas de Mrs. Ambrose:
—Antes me habló usted de una llamada de larga distancia de un tal Hauptmann. No me dijo de dónde procedía.
—Era una llamada de ultramar, Dr. Knefhausen. De París. No me dio usted ocasión...
—Sí, sí, comprendo. Gracias. No importa.
Volvió a colgar el teléfono y se hundió en su asiento. Se sentía casi aliviado. Si Hauptmann se había marchado a Rusia, sólo podía haberlo hecho para contarles a los soviéticos que la fotografía era un fraude, que no existía ningún planeta en el que pudieran aterrizar los astronautas, y que no se trataba de un error, sino de un engaño cuidadosamente planeado. De modo que ahora el asunto ya no estaba en sus manos. La Historia le juzgaría. La suerte estaba echada. Se había cruzado el Rubicón.
Demasiadas alusiones literarias, pensó Knefhausen. En realidad, lo inmediatamente importante no era el juicio de la historia, sino el juicio de determinadas personas que estaban vivas y que posiblemente reaccionarían de un modo desagradable.
Estremeciéndose, tomó el teléfono para llamar una vez más al Presidente. Pero estaba completamente seguro que el Presidente no volvería a contestar a su llamada, nunca más.