3

La camarera de la barra, de cabellos grises, estaba animada, excitada. Le brillaban los ojos. Habló como confiándonos un secreto.

—¿Han observado la luna?

Ship estaba bastante concurrido a aquella hora de la noche y tan cerca de la Universidad de Los Ángeles. La mitad de los parroquianos eran estudiantes universitarios. Esa noche hablaban en voz baja y volvían la cabeza a menudo para mirar a través de las paredes de cristal del restaurante, que permanecía abierto las veinticuatro horas del día. La luna estaba baja hacia occidente, lo bastante para competir con los faroles de la calle.

—La hemos observado —repliqué—, y lo estamos celebrando. Sírvanos dos pasteles de chocolate calientes.

Cuando nos dio la espalda deslicé un billete de diez dólares bajo la servilleta de papel. No porque tuviese que gastarlos, sino porque a la mujer le resultaría muy grato encontrarlos. Tampoco yo los iba a gastar nunca.

Me sentía flojo, casual. Muchos problemas parecían haberse solucionado por sí mismos.

¿Quién habría creído que la paz llegaría a Vietnam y a Camboya en una sola noche?

La cosa había empezado hacia las once y media en California. Lo que hacía que el sol de mediodía estuviera sobre el mar Rojo, con algunos flecos de Asia, Europa, África y Australia bajo la directa luz del sol.

Alemania ya estaba reunificada, el Muro fundido o derribado por olas de choque, los israelitas y los árabes habían depuesto las armas, y el apartheid ya no existía en África.

Y yo era libre. Para mí no había consecuencias. Esa noche podía satisfacer todas mis oscuras ansias: robar, matar, estafar sobre mis ingresos y mis impuestos, arrojar ladrillos contra los escaparates, quemar mis tarjetas de crédito. Podía olvidarme de mi artículo sobre la formación de metal explosivo, que debía entregar el jueves. Esa noche podía sustituir los caramelos de canela por las píldoras de Leslie. Esa noche...

—Fumaré un cigarrillo.

Leslie me miró extrañada.

—Pensé que habías abandonado ese hábito.

—Recuerda que me dije que si experimentaba un ansia irresistible, fumaría un cigarrillo. Lo dije porque no podía soportar la idea de no volver a fumar nunca más.

—Pero ¡has estado meses sin fumar! —rió ella.

—¡Y siguen anunciando cigarrillos en las revistas!

—Es un complot. De acuerdo, fuma un cigarrillo.

Metí unas monedas en la máquina, vacilé en la elección y al final saqué un tabaco suave. No era que deseara el cigarrillo, pero algunos acontecimientos piden champaña y otros tabaco. También existe el tradicional último cigarrillo antes de la ejecución...

Lo encendí. ¡Por el cáncer de pulmón!

Sabía tan bien como lo recordaba, aunque tenía un gusto rancio muy débil, como una bocanada de colillas viejas. La tercera aspiración me pareció muy rara. Mis ojos se desenfocaron y todo quedó en calma. El corazón me latía con fuerza en la garganta.

—¿Qué tal sabe?

—Muy extraño. Me siento flipado —respondí.

¡Flipado! No había oído esa palabra desde hacía unos quince años. En el instituto fumábamos para fliparnos, para experimentar esa semiborrachera producida por la contracción de los capilares del cerebro. El flipe dejaba de producirse después de las primeras veces, pero nosotros seguíamos fumando...

Volví al presente. La camarera nos estaba sirviendo los pastelitos calientes.

Caliente y frío, dulce y amargo; no hay sabor parecido al de un pastel de chocolate caliente. Morir sin volver a saborearlo habría sido una vergüenza. Y con Leslie era una cosa: un símbolo de todo lo bueno de la vida. Verla comerlos era mejor que comerlos yo mismo.

Además... apagué el cigarrillo para gustar el helado. Aunque, en vez de saborear el helado, estaba anticipando ya el café irlandés.

Muy poco tiempo.

El plato de Leslie ya estaba vacío.

—Aaahhh —suspiró, y se acarició por encima del ombligo. Uno de los parroquianos de las mesitas empezó a volverse loco.

Le había estado observando. Era un tipo con aspecto de profesor, delgado, con patillas y gafas con montura de acero, que había estado dando vueltas y saliendo para mirar la luna. Como otros de las demás mesas, parecía flipado por un fenómeno raro y agradablemente natural a la vez.

De pronto lo comprendió. Vi cómo su rostro cambiaba, mostrando suspicacia, luego incredulidad, y al final, horror y desvalimiento.

—Vámonos —le dije a Leslie.

Dejé unas monedas sobre el mostrador y me levanté.

—¿No quieres terminar tu pastel?

—No. Hemos de ocuparnos de varias cosas. ¿Qué tal un café irlandés?

—¿Y un Pink Lady para mí? ¡Oh, mira! —exclamó, dando media vuelta.

El profesor se subía a una mesa. Se equilibró y extendió los brazos.

—¡Mirad por las ventanas! —gritó.

—¡Baje de ahí! —le ordenó una camarera, tirando enérgicamente de las perneras de su pantalón.

—¡El mundo está llegando a su fin! Muy lejos, al otro lado del mar, la muerte y el fuego del infierno...

Pero nosotros ya estábamos en la puerta, riendo mientras corríamos.

—Tal vez hayamos escapado —jadeó Leslie— a un motín religioso...

Me acordé de los diez pavos que había dejado debajo de mi servilleta. Ahora eso no complacería a nadie. Dentro del local, un profeta estaba proclamando su mensaje de destrucción a quien quisiera oírlo. La mujer de cabello gris y ojos relucientes hallaría el dinero y pensaría: Esos también lo sabían...

Las casas impedían la vista de la luna desde el aparcamiento del Red Barn. Las luces de la calle y el resplandor lunar tenían el mismo color. La noche sólo era un poco más clara que de ordinario.

No comprendí por qué Leslie se detuvo bruscamente en el camino. Pero seguí su mirada, fija en un punto donde una estrella ardía con un intenso brillo, justo al sur del cénit.

—¡Precioso! —alabé.

Leslie me dirigió una mirada muy extraña.

No había ventanas en el Red Barn. Una iluminación artificial muy tenue, mucho más que la extraña luz de fuera, permitía divisar el maderamen oscuro y a los animados clientes. Nadie parecía darse cuenta de que aquella noche fuese distinta a las demás.

La escasa concurrencia de los martes por la noche estaba agrupada en torno al piano. Un parroquiano tenía el micrófono en la mano. Cantaba una canción bastante popular con una voz débil y temblorosa, mientras el pianista negro sonreía y tocaba la música de fondo.

Pedí dos cafés irlandeses y un Pink Lady. Ante la mirada inquisitiva de Leslie, me limité a sonreír misteriosamente.

¡Qué ordinario resultaba el Red Barn! ¡Qué relajante! ¡Qué feliz! Enlazamos las manos a través de la mesa y sonreí, temiendo hablar. Si rompía el encanto, si decía algo peligroso...

Llegaron las bebidas. Levanté la copa de café irlandés por el pie. Azúcar. Whisky irlandés y café fuerte, con nata batida flotando encima. Entró en mi cuerpo como una poción de fuerza mágica, negra, caliente, poderosa.

La camarera me devolvió el dinero.

—¿Ve a aquel hombre con suéter de cuello alto, al final del grupo del piano? Él invita —explicó—. Vino hace dos horas y le dio al barman un billete de cien dólares.

De ahí procedía toda la felicidad del local. ¡De la bebida gratis! Le miré, preguntándome qué estaría celebrando aquel tipo. Era un individuo de cuello grueso y hombros anchos, embutido en un suéter de cuello alto y con chaqueta deportiva; estaba sentado sobre sus piernas cruzadas y tenía una copa grande en la mano. El pianista le ofreció el micro, pero lo rechazó, y aquel gesto me permitió captar su expresión. Tenía un rostro cuadrado y duro, ahora borracho, desdichado, asustado. El hombre estaba a punto de llorar de miedo.

Sabía lo que estaba celebrando.

Leslie hizo un mohín.

—No saben hacer un Pink Lady.

Hay un solo bar en el mundo donde hacen un Pink Lady como le gusta a Leslie, pero ese bar no está en Los Ángeles. Le di el otro café irlandés con una sonrisa que decía «ya lo sabía». Forzándola. El miedo de aquel hombre era contagioso. Leslie me devolvió la sonrisa y levantó su copa.

—Por la luz de la luna.

Levanté mi copa y bebí. Pero no era el brindis que yo habría elegido.

El individuo del jersey de cuello alto bajó de su taburete. Fue cautelosamente hacia la puerta, con paso lento y seguro, como un transatlántico al llegar al muelle. Abrió la puerta y dio media vuelta, manteniéndola abierta, de modo que la blanca luz del exterior iluminó su silueta negra.

Cerdo. Estaba aguardando a que alguien se lo imaginase, que alguien gritase la verdad a los demás. Fuego y destrucción...

—¡Cierre la puerta! —gritó una voz.

—Ya es hora de irnos —murmuré.

—¿A qué tanta prisa?

¿Prisa? Él podía hablar... Y yo no podía decir que...

Leslie posó una mano sobre la mía.

—Lo sé. Lo sé. Pero no podemos escapar, ¿verdad?

Un puño me oprimió con fuerza el corazón. Leslie lo sabía y yo no me había dado cuenta.

Se cerró la puerta, con lo que el establecimiento quedó en una penumbra rojiza. El hombre de la invitación se había marchado.

—¡Dios mío! ¿Cuándo te lo imaginaste?

—Antes de que tú llegaras —explicó ella—. Pero cuando intenté comprobarlo no lo conseguí.

—¿Comprobarlo?

—Salí al balcón y concentré el telescopio en Júpiter. Estas noches, Marte cae por debajo del horizonte. Si el sol se convierte en nova, todos los planetas deberían brillar como la luna, ¿no es verdad?

—Sí, maldita sea.

Debió habérseme ocurrido a mí. Pero Leslie solía contemplar las estrellas; aunque yo sabía algo de astrofísica, no hubiese sabido encontrar a Júpiter ni para salvar mi vida.

—Pero Júpiter no brillaba más que de costumbre. Por tanto, no supe qué pensar.

—Pero así... —la esperanza volvió a inundar mi pecho. De pronto, me acordé—. La estrella, la que miraste...

—Júpiter.

—Brilla como un letrero de neón. Bien, esto es la comprobación.

—Baja la voz.

Hablaba en voz baja. Pero por un momento salvaje deseé subirme a una mesa y gritar: ¡Fuego y destrucción! ¿Qué derecho tenían los demás a ignorarlo?

La mano de Leslie apretó más la mía. Aquella ansia pasó. Y me dejó temblando.

—Salgamos de aquí. Y pensemos que habrá un amanecer.

—Lo habrá. Ya lo hay.

Leslie soltó una risa amarga, algo que nunca había oído salir de su garganta. Salió mientras yo sacaba mi cartera... entonces recordé que todo estaba pagado.

Pobre Leslie... Ver Júpiter con su brillo normal debió de ser como un aplazamiento... hasta que la chispa blanca destelló con un resplandor glorioso una hora y media más tarde. Una hora y media hasta que la luz del sol llegase a la Tierra por medio de Júpiter.

Cuando llegué a la puerta, Leslie iba casi corriendo por Westwood hacia Santa Mónica. Lancé una maldición y corrí para atraparla, sin saber si se había vuelto loca.

Luego observé las sombras ante nosotros. Por el otro lado del Bulevar Santa Mónica: sombras lunares haciendo dibujos horizontales de franjas oscuras y blanquiazuladas.

La atrapé en la esquina.

La luna se estaba ocultando.

La luna siempre parece tremenda al ocultarse. Aquella noche resplandecía en la porción de cielo que se veía debajo de la autopista, terriblemente brillante, arrojando una serie increíblemente complicada de líneas y sombras. Incluso la parte no iluminada de la luna relucía con luz nacarada por el brillo terrestre.

Y eso me dijo todo lo que quería saber respecto a lo que sucedía en la cara iluminada de la Tierra.

¿Y en la luna? Los hombres del Apollo XIX debían de haber muerto en los primeros minutos después de que el sol se convirtiera en nova. Atrapados en una llanura lunar, escondidos tal vez detrás de una roca que se fundía... ¿O estaban en el lado oscuro? No podía recordarlo. Demonio, tal vez nos sobrevivirían. Sentí una puñalada de envidia y odio.

Y de orgullo. Nosotros los pusimos allí. Llegamos a la luna antes de que el sol se hiciera nova. Un poco más y habríamos llegado a las estrellas.

El disco cambiaba de una manera extraña al ocultarse. Una cúpula, un platillo volante, una lente, una línea...

Nada.

Nada. Bien, ya estaba. Ahora podíamos olvidarlo; ahora podíamos caminar sin recordar constantemente que algo iba mal. La luna, al ocultarse, se había llevado todas las sombras raras de la ciudad.

Pero las nubes también mostraban un resplandor raro. Como brillan las nubes después de ponerse el sol, esta noche las nubes resplandecían con un color blanco pálido en sus bordes occidentales. Y se movían con demasiada rapidez por el firmamento. Como si trataran de huir...

Cuando me volví hacia Leslie, unos lagrimones resbalaban por sus mejillas.

—Oh, maldición —exclamé, cogiéndola por el brazo—. Basta ya, basta.

—No puedo. Ya sabes que no puedo dejar de llorar cuando empiezo.

—No pensaba en eso. Pensaba en que tenemos cosas que hacer, cosas que hemos estado aplazando, cosas que nos gustan. Es nuestra única oportunidad. ¿Es así como quieres morir, llorando en una esquina?

—¡No quiero morir en absoluto!

—¡Valiente mierda!

—Muchas gracias.

Tenía la cara roja y desencajada. Leslie lloraba como los bebés, sin tener en cuenta su dignidad ni su aspecto.

Me sentí furioso. Y culpable, a pesar de saber que lo de la nova no era culpa mía, lo cual aún me enfurecía más.

—¡Tampoco yo quiero morir! —le grité—. Muéstrame el camino para salvarnos y lo seguiré sin dudar. ¿Adónde podemos ir? ¿Al Polo Sur? Tardaríamos mucho. La luna ya debe de estar fundida por su cara iluminada. ¿A Marte? Cuando esto termine, Marte formará parte del sol, como la Tierra. ¿A Alfa del Centauro? Con la aceleración que necesitaríamos, quedaríamos triturados como mantequilla de cacahuete y mermelada...

—Oh, cállate.

—De acuerdo.

—A Hawai, Stan. Podemos llegar al aeropuerto en veinte minutos. ¡Ganamos dos horas yendo al oeste! ¡Dos horas antes de la salida del sol!

La idea no estaba mal. ¡Dos horas eran muy valiosas! Pero ya lo había pensado cuando estuve contemplando la luna desde el balcón.

—No. Moriríamos antes. Oye, cariño, hemos visto cómo brillaba ya la luna a medianoche. Lo cual significa que California estaba en la parte posterior de la Tierra cuando el sol se transformó en nova.

—Sí, es verdad.

—Entonces, debemos estar más lejos de la onda de choque.

—No lo entiendo —parpadeó.

—Considéralo así. Primero, el sol explota. Esto calienta el aire y los océanos, todo en un instante, por la cara de día. El vapor y el aire recalentado se expanden velozmente. Una oleada de llamas se vuelca sobre el lado de noche. Y ahora se aproxima rápidamente a nosotros, como un dogal. Pero antes llegará a Hawai. Hawai se halla dos horas más cerca de la línea del sol poniente.

—Entonces, no veremos el amanecer. Ni siquiera viviremos tanto.

—No.

—Lo explicas todo tan bien —admitió amargamente—. Una oleada de llamas... Muy gráfico.

—Lo siento. He meditado mucho sobre esta situación. Y me preguntaba cómo sería.

—Bien, calla ya.

Leslie se me acercó y reclinó su cara en mi hombro. Lloró quedamente. La sostuve con un brazo y empleé el otro para acariciarle el cuello, en tanto contemplaba las nubes, sin pensar en cómo terminaría todo.

No pensaba en el círculo de fuego que nos rodearía.

De todos modos, ése no era el verdadero cuadro.

Pensé en cómo habrían hervido los océanos en la cara de día, de modo que la onda de choque habría sido casi toda de vapor. Pensé en los millones de kilómetros cuadrados de océano que tenía que atravesar. Estaría más fría y húmeda cuando nos alcanzase. Y la rotación de la Tierra la haría girar como a un remolino en una bañera.

Dos huracanes contrapuestos, uno del norte, otro del sur. Esto sucedería. Teníamos suerte. California estaría en el ojo del huracán del norte.

Un viento huracanado de vapor. Atraparía a un hombre y lo cocería en el aire, lo despojaría de su carne y lo arrojaría a un lado. Sería terriblemente doloroso.

No veríamos el amanecer. En cierto modo, era una lástima. Sería espectacular.

Flámulas de nubes espesas corrían a través de las estrellas, demasiado deprisa, con sus vientres blancos por la luz de la ciudad. Júpiter se fue apagando hasta desaparecer. ¿Empezaría ya? Hubo un relámpago de calor...

—La aurora —dije.

—¿Qué?

—También viene una onda de choque del sol. Debería de haber una aurora como nadie habrá visto otra.

—Es tan extraño —rió de pronto Leslie— estar en una esquina hablando de este modo... Stan, ¿lo estamos soñando?

—Podríamos fingirlo...

—No. Casi toda la raza humana debe de estar muerta ya.

—Sí.

—Y no podemos huir a ninguna parte.

—Maldición, eso ya lo pensaste hace un buen rato...¿Por qué volver a hablar de ello?

—Podías haberme dejado dormir —me reprochó ella con amargura—. Me estaba durmiendo cuando susurraste en mi oído.

No respondí. Era verdad.

—Pastelitos de chocolate calientes —recordó—. No era mala idea, claro. Romper mi dieta.

Empecé a sonreír.

—Basta ya.

—Podríamos volver a tu casa. O a la mía. Para dormir.

—Supongo que sí. Pero no podríamos dormir, ¿verdad? No, no lo digas. Tomamos unos somníferos y cinco horas más tarde nos despertamos chillando. Prefiero estar despierta. Al menos, sabremos lo que sucede.

Pero si tomamos todas las pastillas... No lo dije, sólo lo pensé.

—¿Una excursión, entonces?

—¿Adónde?

—Bueno, a la playa. Qué más da. Podemos decidirlo más tarde.