EL CREPÚSCULO, 2217 A. D.

Ryu Mitsuse

Dicen que los visitantes de Ciudad Canal Este compran siempre un souvenir, al menos, para llevárselo a casa: una fotografía...

...los arracimados edificios de la ciudad-puerto surgiendo del vasto desierto de Marte como una flota preparada para despegar hacia el espacio..., en primer término, la planta de energía atómica, la torre de observación rematando el Ayuntamiento y la rampa de lanzamiento de cohetes recortándose contra el horizonte, sobre el cual, a lo lejos, cuelga una enorme Tierra llena, con su superficie color esmeralda azuleando en el interior de la envoltura de la atmósfera, sus mares y continentes flotando como sombras en una densa aura de luz refracta...

Era ridículo, desde luego: el fraude se apreciaba inmediatamente. Vista desde Marte, la Tierra no tiene nunca tanto volumen; los detalles de su superficie no aparecen nunca tan claros. La Tierra, vista desde Marte en una noche clara después que el viento cargado de arena ha amainado, aparece como una estrella brillante, apenas teñida de un leve y hermoso verde-azulado. Una fotografía de la Tierra tomada desde la Luna había sido trucada añadiéndole un plano de Canal Este.

Todos los centros turísticos elaboran fotografías como ésta para vendérselas a los viajeros, más o menos retocadas para añadir alguna novedad o belleza que superen la realidad. La Tierra desde Ciudad Canal Este no era más que un ejemplo de un tipo de descarado fraude familiar en todas partes..., y siempre censurado oficialmente, desde luego; sólo que en este caso las propias autoridades de la ciudad estaban, hasta cierto punto, involucradas en él. De todos modos, se vendía muy bien.

La-Tierra-desde-la-Luna o La-Tierra-desde-Marte: a los turistas les tenía sin cuidado. Para ellos, esta fotografía particular era una imagen concreta de sus impresiones más profundas del viaje espacial: algo que les ayudaría a hacer comprender a sus amigos de la Tierra lo que habían visto y sentido en el curso de aquel viaje: la pasión del espacio condensada en una cartulina de veinte centímetros de longitud y doce de anchura: a 5 créditos el ejemplar.

Las «calles» en forma de túneles de Ciudad Canal Este conectan por medio de pasillos de tránsito con las instalaciones subterráneas del Espaciopuerto de Canal Este. La «tienda» de Shira-i unos cuantos tableros de plástico unidos para formar un tenderete, se encuentra en una esquina del pasillo B. Allí se exhibían docenas de fotografías distintas de la Tierra, de Marte y de la flota espacial; pero, desde que fue introducido hacía unos años, el montaje de Shira-i de Ciudad-Canal-Este-y-la-Tierra-vista-desde-la-Luna era el preferido por el público.

Existía un motivo: en otras tiendas se vendían también fotografías de la Tierra, de Marte y de naves espaciales, pero un souvenir de un vuelo espacial sólo adquiría verdadero significado si se adquiría en la tienda de Shira-i.

En la Tierra, todo el mundo había oído hablar de aquella tienda. En Marte, era la primera parada obligada de los turistas que acababan de desembarcar, y el primer lugar que visitaban los hombres de negocios cuando habían terminado el trabajo del día. Incluso hoy puede encontrarse una de las fotografías de Shira-i colgando en las paredes de los hogares de todas las familias que se enorgullecen de contar entre sus miembros a un viajero espacial.

No importa de donde procedan, todos los visitantes reconocen la figura de Shira-i, y la primera ojeada es la misma para todos ellos: tragar saliva y contener la respiración..., una momentánea vacilación —¿Qué hago ahora? ¿Retroceder?— y luego, casi siempre, el impulso contrario hacia adelante, con paso más rápido.

Shira-i lo comprendía. Nunca parecía mirar a un viajero a la cara; hacerlo podía coartar al hombre en su deseo de examinarle. Expresiones cuidadosamente compuestas de compasión, se trocaban involuntariamente en incontrolables miradas de curiosidad. Shira-i soportaba en silencio el acoso de los ojos y de las voces.

—De modo que eso es lo que llaman un cyborg...

—No se parece en nada a un robot, ¿verdad?

—¿Eso que parece una antena es una oreja?

—¿Para qué sirve la boca?

—Según tengo entendido, sólo el cerebro sigue siendo el mismo, todo lo demás es artificial.

—¿Incluso el corazón y los pulmones?

Susurros, pero Shira-i los captaba.

—¿Por qué no?

—Algún tipo de aparato generador de oxígeno...

—...un corazón artificial construido de...

Shira-i no escucha, pero oye y comprende la sombra que ahora pone un escalofrío en sus carnes y acalla sus voces: un miedo indecible, instintivo: aprensión a lo desconocido: la fría indiferencia de las crueles añagazas ocultas en el laberinto del espacio: la impotencia del reto meramente humano a aquella inmensidad.

El viajero aparta su mirada, suspira con alivio recordando el abismo que le separa de aquello que no es un ser humano ni es una máquina. No hay nada que temer, después de todo: ninguna amenaza para uno mismo ni para la familia de uno: ninguna enfermedad contagiosa o deformidad hereditaria: sólo el irracional temor a la forma alienígena.

—¿Cuánto valen las fotografías?

Shira-i ha estado esperando el momento y nombra el precio.

—Hmmmm...

Disimulando la confusión con un despliegue de acción, el cliente se acerca a una fotografía, señala una, luego otra, y al final el montaje de Canal Este y la enorme Tierra. No necesita decir que quiere comprarla: únicamente cuántas va a llevarse.

Los turistas echan mano a sus cámaras; Shira-i sigue atendiendo su negocio, volviendo su cuerpo con la mayor naturalidad para mostrar el primitivo metabolizador CO que emerge de su espalda: lazo visible con el romance y la aventura de su pasado.

Todos aquellos engorrosos aparatos que protegían a Shira-i a través de los peligros cotidianos, en la fase primitiva del desarrollo espacial, son ahora innecesarios. La compacta eficiencia almacenada en los cuerpos de los más recientes modelos de cyborgs era algo muy por encima de lo que Shira-i podía imaginar. Los desarrollos en el campo de la cirugía plástica espacial han producido cyborgs superficialmente indistinguibles de los hombres normales, sin pulmones ni orejas artificiales externos. Pero los nuevos cyborgs espaciales no abundan demasiado; y aunque no fuera así, el Ministro del Espacio no enviaría los modelos más recientes a Marte sólo para que los curiosos pudieran contemplarlos en Ciudad Canal Este. De manera...

—Me pregunto qué cara tendría, antes...

—¿Qué edad crees que tiene?

—La piel es demasiado lisa y brillante, me pone la carne de gallina...

Para Shira-i, no era más que un parloteo: ecos lejanos de palabras de un mundo remoto. Hacía muchísimo tiempo que su modo de pensar no tenía nada en común con el de ellos. El último cliente se marchó. El chorro de luz de una nave espacial que se disponía a aterrizar llenó la noche de un hermoso color violeta. Shira-i sumó en silencio los ingresos del día.

2.000 créditos de caja; de ellos, 800 eran para la Civil Welfare Corporation, 400 para los impresores y 200 para diversos impuestos municipales. El resto eran las ganancias del día de Shira-i: un sueldo excelente, teniendo en cuenta que en su calidad de carga pública todas sus necesidades básicas eran atendidas por la ciudad.

Shira-i enrolló el resto de las fotografías, las ató con cinta adhesiva y abrió su «vientre» —una cavidad abdominal provista de un tanque de Solución de Ringer de emergencia—, y guardó en él el paquete. Luego, desenroscándose las piernas, se insertó en su coche: un vehículo diseñado especialmente para establecer conexiones directas entre el sistema de tracción del coche y los «nervios» que habitualmente gobernaban sus piernas. De este modo podía abrirse camino fácilmente a través de las más angostas y más atestadas calles residenciales. Una sensación de «plenitud», el peso del paquete en su abdomen, borraron antiguos recuerdos que era mejor olvidar...

...¡wrrroooaaammph!

Violentos temblores sacudieron el pasillo; las blancas luces parpadearon como si fueran a apagarse de un momento a otro; un ruido de algo desplomándose en alguna parte. Shira-i se detuvo y escuchó unos instantes: todo había vuelto a la normalidad. Cautelosamente, se puso de nuevo en marcha.

En la gran flecha parpadeaban unas luces anaranjadas:

COLONIA DE CIUDADANOS INTERINOS

Zona restringida — Prohibida la entrada a los no-residentes

Shira-i giró a la izquierda en el pasillo principal de la sección cyborg, y una luz roja hirió sus ojos: el ojo-láser color rubí de un coche patrulla. Shira-i se arrimó a la derecha; el coche patrulla se paró a su altura.

—¡Eh, Shira-i! ¿Has visto a alguien corriendo en esta dirección?

—¿Alguien corriendo?

—Sí. Los terroristas, otra vez. Alguien lanzó una bomba contra un autocar cargado de turistas procedentes de la Tierra. —Detrás del visor del policía, los ojos del hombre decían claramente: ¡Tira a matar! La voz en el interior del casco continuó—: ¡Es la tercera vez, esta semana! Todo el mundo está que trina... Ni siquiera la Civil Welfare podrá protestar contra la intervención de la policía. La cosa ha llegado demasiado lejos. Sabemos que los de tu clase tienen algunos problemas..., pero tendrán que aprender a vivir con ellos.

—Si me entero de algo, lo pondré en conocimiento de ustedes.

—No te olvides de hacerlo. Dieciocho muertos esta vez..., entre ellos mujeres y niños. La Ciudad tendrá que apretar los controles ahora... Al menos, confiamos en que lo hará.

—Bueno, me marcho a casa. Adiós.

El coche patrulla desapareció por la primera esquina. Una vez más, Shira-i deslizó lentamente su vehículo hacia adelante, por un amplio pasillo que brillaba como un gran río plateado con el reflejo de las planchas de silicona de sus muros.

A petición del Ministro del Espacio, el gobierno de Canal Este había reservado este distrito de la ciudad para los cyborgs: aquí no había «ciudadanos humanos». Shira-i siguió la dirección marcada por las flechas hasta el 623-J.

Hogar: una habitación cuadrada bañada en una luz de color verde pálido: casi una tercera parte del espacio ocupada por un gran tubo de metal, lleno de un líquido que atraía como la personificación de hogar-y-familia.

Con aire cansado, Shira-i se despojó del peso de todas las partes accesorias y se introdujo en el tanque de Solución de Ringer. Unas diminutas burbujas de aire ascendieron de su piel azul-cobriza; pero en el interior de su envolvente burbuja de aire, el rostro de Shira-i se nubló...

No han cambiado el tanque... ¡Otra vez!

¡Y está demasiado frío!

La Civil Welfare parece creer que no merece la pena tomarse demasiadas molestias por nosotros...

Shira-i sabía perfectamente que el sistema de cambio de la solución era automático, los controles de temperatura autoactivados: un sistema que nunca precisaba la intervención de manos humanas. El problema tenía que estar en el Centro de Control: manipulación de las principales computadoras de la Civil Welfare.

¿De nuevo la táctica del fastidio? ¡Más malevolencia!

Pero la rabia se evaporó de su piel con las burbujas de aire; viciada, sucia, sin cambiar, la Solución Ringer seguía disolviendo sedimentos en el interior de su piel. Al cabo de unos instantes, la expresión de su rostro cambió; la inquieta mente se tranquilizó; una agradable lasitud llenó la gran cabeza redonda en el fondo del tanque; y aunque el rostro pareció asumir cierto aspecto de tristeza, se trataba sin duda de una ilusión óptica producida por el temblor de las burbujas de aire al escapar. La lámpara de esterilización se encendió automáticamente; un luminoso anillo de color violeta pálido colgó silenciosamente alrededor de él en el aire.

Hora nocturna en Canal Este: esta noche, profundo silencio en la Colonia de Ciudadanos Interinos donde «dormían» los cyborgs. El aire flota como algodón en una esquina detrás de recias paredes: ideas inconcretas en la duermevela de Shira-i: los cyborgs no sueñan...

...cada vez más alto sobre la superficie del suelo..., un fondo nocturno sembrado de estrellas..., cien mil millones de diminutos parpadeos inmutables..., ¿eternidad?..., una mota en todo el polvo estelar de la Tierra, quizá..., pero los viajeros no quieren la Tierra..., sólo la fotografía de la gran-Tierra que reproduce una Tierra inexistente..., Shi-i-ira-a-i-i-i...

...¿Shi-i-ira-a-i-i-i...?...

...al principio una imagen confusa y flotante de alguna forma inconcreta, una energía lejana y demasiado débil para llegar a su destino...

...¿Shi-i-ira-a-i-i-i...?...

...el susurro lejano en medio del sueño se convierte en un significado, en casi una voz...

...¿Shi-i-ira-a-i-i-i...?...

Sin emerger del todo de su estado soñoliento, Shira-i pregunta:

—¿Quién... pronuncia mi nombre?

La lejanía responde:

—¡Capitán Shira-i! ¡Despierta, por favor! Llevo mucho tiempo tratando de comunicar contigo..., un mensaje..., escucha, por favor.

Shira-i concentra su consciencia en una respuesta sin sonidos al extraño apremio:

—¿Qué quieres de mí? Dímelo, por favor..., estoy escuchando.

—Capitán Shira-i, ¿te acuerdas de mí? Trabajábamos juntos... tú me llamabas «choro».

—¿«Choro»? ¿A qué «choro» te refieres? ¿Dónde?.

—Lo has olvidado, supongo... Júpiter, ciudad flotante 81... Trabajábamos los dos en las tareas de construcción...

—¡«Choro», naturalmente! Había un hombre a quien llamábamos «choro»..., un buen ingeniero espacial... Bueno, ¿en qué anda metido «choro» ahora?

—Sabía que acabarías por recordarlo, Capitán. Hemos estado probando todos los medios que podíamos imaginar para llegar hasta ti, desde que nos enteramos que vivías en East Canal...

—¿Para qué?

—Capitán Shira-i: ¿qué opinas de la discriminación de la que nos hacen víctimas los normales?

—¡Ah! ¿Otra vez con la discriminación? —Shira-i permanece unos instantes en silencio: resulta doloroso sentir tan intensamente unas sensaciones tan agudas desde tan lejos—. Personalmente, no conozco ningún caso..., es probable que se produzca..., pero yo estoy completamente al margen de ello. Ciudad Canal Este me parece ahora un lugar excelente...

Las palabras brotan desde las profundidades del sueño en la mente de Shira-i. Si son ciertas o no, él mismo no está seguro: sólo sabe que es lo que tiene que decir.

—¡Capitán Shira-i! Esto es diferente... ¡Escucha!

Súbitamente un dolor frío, abriéndose paso a través de su cerebro..., desgarrándolo como un agudo estilete...

Shira-i está completamente despierto.

¡Aah! ¿Ha sido un sueño?

Despierto: Shira-i atisbó a través de los dibujos concéntricos de color azul pálido y vio un anillo de rostros mirando fijamente hacia los ondeantes círculos del baño disolvente. Desde una cabeza lisa de forma ovalada, como un balón de rugby, un globo ocular que recordaba el de un pez le miraba sin parpadear.

¿Cómo podemos reprochar a los normales que nos eviten? Se asustan sólo con mirarnos...

Nosotros estamos acostumbrados, pero...

—¿Estás bien, capitán Shira-i? Parecías estar bajo los efectos de una pesadilla...

Shira-i interrumpió sus propios pensamientos, rumiando silenciosamente aquellas palabras.

—Oímos sonar la alarma, de modo que abrimos la puerta...

Todos eran vecinos que ocupaban las habitaciones contiguas. «Ciudadanos interinos» destinados a esta zona, se habían acostumbrado a demostrar su respeto especial por Shira-i prestándole toda clase de pequeños servicios; y si los circuitos de emergencia de su tanque mostraban la más leve desviación de la normalidad, los vecinos se presentaban inmediatamente.

Shira-i sonrió:

—Gracias. Ahora me encuentro perfectamente.

—¿No habrá un fallo en alguna parte?

—Supongo que el tanque está un poco sobrecargado —respondió Shira-i—. No creo que tenga importancia.

El fallo del equipo era el temor universal. Todos habían experimentado en algún momento la sensación que su metabolismo bajaba de tono; cuanto más sucia estaba la Solución de Ringer, menos eficazmente funcionaba el regulador metabólico. Y allí no había ninguna ayuda, excepto la que se prestaban unos a otros.

—Me encuentro perfectamente —repitió Shira-i, obligándose a sonreír—. Por favor, vuelvan a descansar ahora.

En aquel momento no podía hablar de lo que había visto en su sueño.

Se miraron unos a otros, hicieron un gesto de asentimiento y volvieron a reunirse en torno al tanque de Shira-i. Uno de ellos se inclinó hacia adelante sobre el tanque; en la frente llevaba escritas con pintura fluorescente las siglas D-98.

—Capitán Shira-i: si estás despierto..., me gustaría hablar un momento contigo.

—¿Nnh? ¿Qué?

D era la antigua designación de Ciudad Luna, 98 significaba Control de Tráfico. ¿Qué estaba haciendo aquí?

—Un viejo cyborg llamado Choro ha estado aquí...

—¿Qué? ¿Choro?

—Así es cómo dijo que se llamaba... Al parecer es el caudillo de los cyborgs de Júpiter. ¿Le conoces? Según él, en Júpiter conocen muy bien al Capitán Shira-i...

—Y, ¿qué tenía que decir ese Choro?

—Capitán Shira-i, dice que su grupo se ha apoderado de una de las grandes naves espaciales, y van a utilizarla para reunir a los cyborgs esparcidos por todas las ciudades y construir una nueva ciudad para nosotros en la frontera...

—...una ciudad en la frontera del espacio...

—Capitán Shira-i: los cyborgs tienen más resistencia y más habilidad en el espacio que los normales... ¡Y tenemos que estar bajo su dominio y su «protección» toda la vida! No veo el motivo por el que tengamos que ser sus esclavos. ¿Por nuestra forma? ¡Vamos a construir nuestra propia ciudad, y labrar un futuro que revivirá todas las glorias del pasado! ¿Por qué no?

—¿Dijo Choro todo eso?

—Capitán Shira-i: eso es lo que opinamos todos, ¿no es cierto?

—Sí..., desde luego..., no es algo que Choro haya inventado súbitamente..., todos nosotros tenemos la misma sensación..., dondequiera que estemos...

—Esa nave espacial... Sabes perfectamente que la ley de Canal Este no nos permite poseer naves espaciales.

—¡Desde luego! Capitán Shira-i, esa clase de leyes es precisamente lo que marca la profunda separación entre los normales y los cyborgs... Ha llegado el momento para que nos liberemos de las leyes de los normales...

El último rastro de sonrisa había desaparecido del rostro de Shira-i.

—Entonces, ¿se han unido todos a esa conspiración de Choro?

—Casi todos. Para que la adhesión sea completa, sólo falta que se una a nosotros el Capitán Shira-i.

Shira-i suspiró. Al cabo de unos instantes abrió la boca y dijo:

—Me quedaré aquí. No puedo ir por ahí sin un tanque como éste para descansar. Después de todos estos años, sería un inválido en la frontera..., un problema para ustedes. Pero, sigan adelante:

Choro es un buen caudillo. Eventualmente llegará el día en que nuestras ideas serán aceptadas por los normales. Adelante. Vuelvan de nuevo a vivir y a trabajar en el espacio. D-98 miró a Shira-i tan de cerca que su rostro casi tocó la azul superficie del líquido del tanque.

—¡Por favor, Capitán, ven con nosotros! Si te quedas aquí, es posible que no haya ningún mañana para ti. Capitán Shira-i: según los informes que hemos recogido hoy, está a punto de estallar la guerra en la Tierra.

—¿Guerra? ¿Con qué pretexto?

—No es una novedad para nadie: la llamada Guerra de Unificación, es decir, el enfrentamiento de la Alianza Asiática con la Unión Panamericana.

—Es absurdo...

—Desde aquí puede parecerlo. Pero ellos creen que el control del continente americano es algo por lo que vale la pena luchar. Y lo han convertido en un asunto de vida o muerte.

—Tal vez sea tu interpretación personal...

—Capitán Shira-i: si estalla la guerra, Marte se convertirá en un campo de batalla. Sabemos que se han producido ya disturbios en Ciudad Luna...

—Basta, por ahora. Déjenme dormir un rato. Aunque vuelvan a asaltarme las pesadillas, no me despierten.

Shira-i volvió a instalarse en el fondo del tanque. Guerra..., pánico..., éxodo..., frontera..., todo muy lejano; Shira-i no podía pensar en ello como realidades. Estaba insoportablemente cansado por algún motivo desconocido; un punto en el interior de su cráneo latía como si estuviera resquebrajado.

Un futuro para revivir las glorias del pasado..., buenas palabras..., por favor, no olviden esas palabras.

Sin embargo, para Shira-i, las glorias del pasado y cualquier uso que el futuro hiciera de ellas, estaban todas implícitas en un tanque lleno de Solución de Ringer fría.

Al día siguiente, por los motivos que fueran, ningún viajero se presentó en la tienda. Finas películas de arena se acumulaban continuamente sobre las fotografías; Shira-i las cepillaba continuamente. No tenía otra cosa que hacer: pasó todo el día de aquel modo. Cada día, poco antes del crepúsculo, en Canal Este soplaba un viento tormentoso, extendiendo un millar de arrugas a través de las interminables llanuras de arena, levantando inexorablemente una enorme cortina de arena roja hasta hacer desaparecer por completo el campo visual. La arena se infiltraba en las múltiples cámaras de aire; se deslizaba como humo a través de los filtros de los respiraderos; discurría a lo largo de los pasillos, resbalando sobre las grandes losas de piedra de su pavimento.

Shira-i no había vendido una sola fotografía cuando empezó a desmontar los tableros de plástico de su tenderete.

De pronto, resonó el eco lejano de una sirena..., no, de varias sirenas, de tono diverso, pero todas ellas convergiendo en la misma dirección.

¿Un accidente en alguna parte?

Desde el interior de su coche, Shira-i oyó el confuso griterío de la multitud.

Un coche patrulla le reconoció y se situó a su altura, aminorando la velocidad.

—¡Eh, Capitán! ¡Sus vecinos se han amotinado! En este momento tienen entablada una gran lucha en el espaciopuerto...

—¿En el espaciopuerto? ¿Qué es lo que intentan hacer en el espaciopuerto?

—Tratan de apoderarse de una nave patrulla del ministerio del espacio. Han llegado a controlar la nave, pero no pueden despegar. Si no conseguimos destruirles antes que despeguen, los disturbios van a adquirir un aspecto mucho más desagradables.

—¡Tratan de apoderarse de una nave patrulla! Apoderarse de una gran nave espacial..., eso fue lo que dijeron...

—Capitán: ¿estaba usted enterado de esta conspiración?

Los ojos del oficial brillaron a través del visor de su casco.

—Mi viejo camarada..., se llama Choro..., les habrá arrastrado.

—Entonces, ¿el caudillo es ese Choro?

—No tengo ningún motivo especial para pensar en él como caudillo..., lo cual no resulta sorprendente cuando ocurren cosas así en estas circunstancias, ¿verdad?

El oficial contestó con una sonrisa de pura cortesía:

—Capitán, le ruego que no se deje involucrar en esta absurda rebelión. Si se uniera usted también a ella, la cosa resultaría mucho más difícil de manejar. Un alfilerazo, simplemente..., pero Shira-i sabía lo que se ocultaba en el fondo de aquella sonrisa.

Era evidente que las autoridades de la ciudad no pensaban en él únicamente como en un vendedor de souvenirs; su reputación podía pesar lo suficiente como para que el motín tuviera éxito. Sin duda alguna, a partir de aquel momento quedaría sometido a una estrecha vigilancia. Shira-i devolvió al oficial su evasiva sonrisa. El coche patrulla se alejó rápidamente. Al cabo de unos instantes llegó el eco de una explosión procedente de aquella misma dirección. Shira-i se detuvo a escuchar: el primer estallido fue seguido por otros de menor intensidad, intermitentes. Empuñando la palanca de su vehículo, Shira-i tomó la dirección del espaciopuerto, esta vez a toda velocidad.

Cerca del espaciopuerto, los pasillos empezaban a poner de manifiesto el pánico general: numerosos grupos de personas, procedentes de los contiguos distritos residenciales e industriales, con el oído atento a los lejanos sonidos que turbaban los rostros y convertían las voces en susurros, murmurando entre ellas:

Parece ser que los cyborgs se han amotinado... Sabía que tenía que ocurrir tarde o temprano...

¿Qué ha estado haciendo la policía todo este tiempo?

Si el espaciopuerto es ocupado, ¿qué pasará con el contacto con la Tierra? La policía estará indefensa y los refuerzos de la Tierra no podrán aterrizar, ¿verdad?

La principal preocupación era la derivada de una posible ocupación del espaciopuerto: el temor a convertirse en huérfanos del espacio. Para los colonos del espacio, en efecto, el espaciopuerto es el único portillo que mantiene su enlace con la Tierra. En este sentido, podía decirse que la lucha en el espaciopuerto era ya plenamente eficaz.

Shira-i pasó a través de la cámara de aire y descendió rápidamente por la arqueada rampa.

En el enorme campo de aterrizaje, el viento sigue levantando nubes de arena. Remontándose por encima de ellas podía verse la nave patrulla espacial, con su cuerpo blanco-plateado captando los últimos rayos de luz rojo-violeta. Dentro de la compleja sombra de los tres cohetes principales, la membrana absorbente de luz cuelga inútilmente de las baterías solares.

Rodeando la nave, a una distancia prudente, los vehículos de la policía salpican el campo: comparados con la enorme nave espacial, parecen indefensos insectos de lomo plateado. Una y otra vez, una llama anaranjada brotaba de un lomo plateado: cruzaba el campo trazando una parábola de fuego: estallaba finalmente contra el brillante exterior de la gran nave, con una lluvia de flores ardientes que acaban disolviéndose en el aire. De cuando en cuando, algo semejante a una tronera se abre en el hinchado flanco de la nave patrulla; una larga llama blanca brota de ella. Incluso a simple vista puede reconocerse la forma oblonga propulsada por ella, como una sombra negra recortándose contra el cielo color cobalto. Al caer, levanta una nube de arena pardusca.

«¡Vuestra resistencia es inútil! —grita un altavoz, dirigiéndose a los que ocupan la nave espacial—. ¡Por mucho que la prolonguen, no podrán despegar! Los mecanismos de vuestro sistema de tracción han sido desconectados de la torre de control. Si no ceden en vuestra actitud, lo único que van a conseguir es morir de sed o de hambre en el interior de la nave. Piénsenlo bien...»

Desde luego, la nave estaba equipada con un sistema de recuperación de agua y con provisiones para varios meses. Además, aunque es cierto que los sistemas de tracción habían sido desconectados, no es menos cierto que, mientras la nave permaneciera en aquel lugar, ninguna otra podría despegar ni aterrizar.

«¡Escuchen esto! El Gobierno de la Ciudad no ignora vuestros problemas; y ustedes lo saben. No hay ninguna necesidad para que se amotinen. Si tienen que formular alguna reclamación, alguna petición, pueden hacerlo directamente...»

Otro proyectil brota del flanco de la nave espacial; esta vez se dirige en línea recta hacia la fuente de la voz. Se alzan nubes de arena, altas, muy altas..., pero la voz continúa:

«¡Vuestra resistencia es inútil! Conservan todavía algún crédito por pasadas glorias. No acaben con él con vuestra actitud...» Todo aquello era cierto: la Ciudad, desde luego, no causaba el menor daño a los cyborgs, al contrario, les admiraba y respetaba por todo lo que habían hecho en la primera época de los vuelos espaciales, y les proporcionaba todo lo necesario para que pudieran vivir incluso con holgura. De hecho, no existía ningún motivo para el éxodo, la revuelta o la piratería espacial.

...todo lo que dicen es verdad... Lo malo es que ese tipo de verdad no resulta satisfactorio para nadie...

Shira-i, inmóvil como una gran estatua de piedra, tiende la mirada a través del campo: desierto rojo y crepúsculo azul pálido: y por fin el cortante aire helado del atardecer. La nave espacial se yergue como un monumento; los vehículos de la policía la rodean a una distancia prudente. Una fotografía enmarcada. Incluso los proyectiles carecen de realidad: lluvia de flores de fuego, nubes de arena pardusca. Ni un rasguño en el casco de la nave. No hay muertes ni odio: sólo una bella fotografía enmarcada. Apropiadamente, en el silencioso crepúsculo, cesa todo movimiento: una fotografía perfecta.

Shira-i da media vuelta y se aleja lentamente, por el mismo camino que le ha llevado hasta allí.

A la mañana siguiente, y durante todo el día, acudieron grupos de clientes a la tienda de Shira-i. Los que hablaron con él dijeron que las cosas seguían igual en el espaciopuerto: continuaba la resistencia de los cyborgs: debido a que las llegadas y salidas de los vuelos programados sufrían graves trastornos, se había instalado una base de aterrizaje hormigonada, provisional, en el extremo norte del espacio-puerto: seguían intercambiándose esporádicos disparos: el campo de aterrizaje regular estaba oficialmente cerrado para casi todo el mundo.

Shira-i logró no pensar en nada. Una vez puestos en marcha, sus pensamientos no se detendrían: había demasiadas ideas en su cerebro: demasiadas sensaciones fluyendo con excesiva facilidad. Shira-i pasó el día contemplando las fotografías sobre el mostrador, y contestando a las preguntas de los clientes.

Al atardecer, Shira-i se dirigió de nuevo a la rampa del espaciopuerto. No observó ningún cambio en la escena desde el día anterior..., excepto que el círculo de los coches de la policía alrededor de la nave espacial se había estrechado un poco. Ocasionalmente, uno de los lomos plateados se acordaba de soltar una llama anaranjada; pero, por motivos desconocidos, la nave espacial, por su parte, mantenía un obstinado silencio.

—¡Eh, Capitán Shira-i! ¿Qué haremos ahora? Esa gente empieza a ser un problema. Usted podría convencerles. Por favor, ellos harán lo que usted les aconseje... La voz llegó súbitamente hasta él desde atrás. No tuvo necesidad de volverse: conocía aquella voz.

—¡Jefe de Policía! ¡Cuán molesto para usted tener que venir aquí personalmente! —dijo Shira-i—. ¿No sería preferible dejarles escapar?

—¡Ojalá pudiera, Capitán! Por mi parte, me alegraría mucho si se les permitiera marcharse a otra parte. Ciudad Canal Este está ahora demasiado «terrificada» para que ellos vivan aquí cómodamente.

Aquí, un cyborg no es más que un deformado objeto de simpatía.

Las palabras resonaron en el corazón de Shira-i con una curiosa sensación de amargo alivio...

—Las diferencias entre las personas normales y los cyborgs no pueden ser resueltas con lógica ni con simpatía —replicó—. Creo que después de esto las cosas empeorarán. Básicamente, somos un tipo de seres completamente distintos.

Los cyborgs habían sacrificado su «normalidad», obteniendo a cambio una mayor resistencia y una mejor adaptabilidad al espacio que las que poseían los normales La sociedad humana se había convertido en desatinada para los cyborgs, y los cyborgs estaban convirtiéndose en algo imposible de manejar para la sociedad humana; sumados aquellos dos factores, el resultado era una tragedia. En cualquier caso, los cyborgs comprometidos en la aventura no podrían volver a ocupar sus posiciones en la Ciudad.

—¿Qué me dice, Capitán? ¿Tratará de convencerles?

—No puedo. Ocurra lo que ocurra, es lo que debe ser.

El jefe de policía se encogió de hombros: un cuerpo de mediana edad embutido en un traje espacial: profunda soledad y melancolía en sus ojos: profundas arrugas en las comisuras de sus labios.

—De acuerdo —murmuró—. Será lo que deba ser...

A última hora de la tarde siguiente, llegó desde el espaciopuerto la noticia informando que la nave procedente de Ciudad Luna había aterrizado en el campo de emergencia. Shira-i esperó delante de su tienda la llegada del autocar con los viajeros. Se bajaron uno a uno.

¡Oh! Es el Capitán Shira-i, ¿verdad? No puede ser humano...

¿Es macho o hembra? ¡Parece un pulpo!

¡Qué ojo! Parece una bola de cristal...

Una metáfora distinta en cada boca: sustancia evocando imagen evocando palabras: significado expresado en palabras-imágenes que expresaban significado sólo para uno mismo.

Shira-i sonrió en silencio, casi feliz, por ningún motivo. Los viajeros hablaban unos con otros. Sin escuchar, un millar de susurros se filtraron a través de sus oídos, semejantes a palabras de amor, llenando su corazón a rebosar y una sonrisa medio amarga apareció en su rostro al verles como niños inocentes enfrentándose con gritos al ruido circundante.

«Por favor, ¿quiere retratarse conmigo?»

Las palabras tintinearon en los oídos de Shira-i; volvió en sí bruscamente.

—Por favor, ¿le importaría hacerse una fotografía conmigo? Un anciano de cabellos blancos apuntó un dedo hacia sí mismo y, con una tímida sonrisa, hacia Shira-i.

Shira-i salió de la tienda y se irguió contra la pared; el anciano junto a él apenas le llegaba al hombro. La cámara empezó a zumbar. El servomecanismo del trípode, en busca de una composición, parecía indeciso. El anciano trató de pegarse más al cyborg; su hombro quedó dentro del ángulo de visión de Shira-i.

Un par de cabellos blancos se engancharon en el entramado gris de la tela de fibra vegetal de su abrigo estilo terráqueo, salpicado de diminutos copos de caspa. De su cuerpo se desprendía un leve y rancio olor a vejez que despertó en Shira-i recuerdos de algo ocurrido hacía muchísimo tiempo y en un lugar muy lejano.

¿Valor? Difícilmente. ¿Experiencia? Ni siquiera eso. ¿Fe? ¿Confianza? ¿Seguridad? Ni pensarlo.

¿Afecto? No. Ninguna de esas cosas, que habían empezado a corromperse en la mente del hombre hacía mucho tiempo: nada, sino una especie de indefinible nostalgia de algo perdido, quizá muy lejos y hacía mucho tiempo.

Shira-i apenas oyó el clic del obturador. Los turistas se dirigieron de nuevo hacia el autocar y el anciano se encontraba sin duda en alguna parte de la cola. Shira-i cerró la tienda, enrolló las fotografías que quedaban y las introdujo en su abdomen, se encajó en su vehículo y lo puso en marcha, pasillo abajo.

La agrupación principal de instrumentación y servicios del Espaciopuerto de Canal Este es una instalación semi-enterrada en la arena. Un pasillo enlosado entre paredes de un material ligero conduce a través de este laberinto subterráneo hasta un lejano rincón del puerto, donde unas altas barreras protegen el centro de control de las invasoras nubes de arena transportadas por el viento. La enorme antena parabólica brilla a la luz del sol del azulado atardecer, vibrando acompasadamente con el jadeo del viento.

Shira-i pasó a través de la entrada subterránea de la torre de control: ningún humano a la vista en la escalera: en el ascensor, un desparramamiento de arena seca e inmóvil.

PROHIBIDA LA ENTRADA

El rojo letrero brillaba como un arco iris húmedo. Shira-i abrió una pesada puerta de metal.

—¡Ah, Capitán Shira-i! ¿Qué hace usted aquí?

El joven sentado ante el tablero de control se puso en pie de un salto, desconcertado; absolutamente nadie que no perteneciera a la plantilla de la base de control podía entrar en la sala. Pero, con órdenes o sin ellas, ¿cómo podía echar al Capitán Shira-i?

Shira-i examinó la sala en silencio; la mayor parte del equipo le resultaba desconocido.

Muchos cambios desde nuestra época...

Algunos discos y luces parpadeantes que no lograba identificar.

...pero...

—Capitán Shira-i: si ha venido por algún asunto especial, informaré al Jefe de Control...

...Las circunstancias no han experimentado ningún cambio... ¡Allí!

Encontró lo que estaba buscando. Unos pasos rápidos y su mano encontró un interruptor en medio de un grupo de luces piloto.

—¡Capitán! ¿Qué está usted haciendo? ¡Suelte eso, por favor!

El joven estaba gritando, con las mejillas muy pálidas.

Shira-i movió el interruptor y habló por el micrófono:

Shira-i a Nave. ¿Pueden oírme, amigos? Empiecen los preparativos para el despegue. Voy a conectar el sistema de tracción. La cuenta regresiva empezará dentro de cinco segundos.

Volvió a mover el interruptor. Una tras otra, todas las luces del tablero-piloto parpadearon. En alguna parte, un timbre de alarma empezó a sonar ruidosamente; unos pasos rápidos resonaron en el pasillo, acercándose.

—¡Capitán Shira-i! ¡Suelte eso o disparo!

El joven tenía la voz empapada en sollozos.

¿Cuenta regresiva? Menos 10..., 9..., 8..., 7...

—¡Capitán! ¡Apártese de ese tablero!

—¡Alguien ha conectado el sistema de tracción!

El grito despertó numerosos ecos en la sala.

..., 5..., 4... Choro, creo que hemos vivido demasiado tiempo... ¿Qué opinas tú?

—No tengo otra alternativa... ¡Disparo! Una llama anaranjada brotó de la mano del joven.

Una humareda acre llenó la sala; algo blanco y brillante en alguna parte del cuerpo de Shira-i: hedor a proteínas sintéticas quemándose... Ignoro a dónde podrán ir..., pero aún así..., marchen hacia allí..., con tal que sea..., lejos de aquí...

..., 3..., 2..., 1...

El cuerpo de Shira-i cayó al suelo: la combustión lo había puesto al rojo. En el campo, una llamarada blanca brotó de la nave mientras la señal se interrumpía, un segundo antes del cero.

La gran nave cayó sobre el campo, envuelta en llamas que chisporrotearon durante unos instantes y finalmente se apagaron.

Crepúsculo silencioso. Desde el horizonte hasta el oeste, el pálido reflejo del sol poniente brillando a través del mar de arena. La luz sólo un poco más azul que la de la Tierra en la fotografía de Shira-i.

Fue el principio del fin para Ciudad Canal Este, y una de las causas de la Guerra de Unificación que estalló tres días después en la Tierra.