II
En la cambiante vida social de una gran Universidad y una gran ciudad, Charles y Yakov acompañaban a muchas jóvenes al teatro, al baile, a reuniones de protesta y a manifestaciones: toda la rica variedad de la vida estudiantil en los años sesenta. Mary Braden, por su parte, contaba con numerosos admiradores ajenos a su círculo; pero a medida que transcurrían los años pasaba cada vez más tiempo, incluso fuera de la clase y del laboratorio, con Yakov o con Charles... o con Subchundrum, aunque éste se descartó ostensiblemente de la competencia sexual desde el primer momento: en Kerala le esperaba la esposa que sus padres le habían destinado desde que tenía seis años.
A medida que avanzaban en sus estudios, su continuado y cada vez más profundo interés en el problema de la población no pudo evitar que se adentraran en aspectos diferentes de la especialización científica; pero lo distinto de sus disciplinas contribuyó a unirles para intercambiar ideas y enriquecerlas mutuamente. El hogar sin hijos de los Hoggart se convirtió en su hogar. En diversas ocasiones, uno o varios de ellos se hospedaron allí.
Cierto día, mientras Mary estaba viviendo con los Hoggart y los otros tres habían aceptado la invitación a cenar —era un domingo—, examinaron varios aparatitos de plástico que inhibían la concepción al ser colocados en el útero de una mujer. La teoría era que los aparatos intrauterinos eran indoloros y podían permanecer insertados durante años enteros. Cuando la pareja deseaba tener hijos, podían ser extraídos inmediatamente sin ningún efecto colateral y sin una posterior inhibición del proceso de reproducción. Mary aportó un montón de estadísticas para demostrar que el IUD era menos eficaz en los países subdesarrollados que en los que poseían un nivel muy elevado de industrialización.
—¡Fíjate en eso, Subchundrum! —dijo—. En la parte meridional de la India, las mujeres afirman que los aparatos son dolorosos. Los procesos corporales los expulsan. Incluso cuando están colocados, no funcionan tan bien como en los Estados Unidos. ¿Cómo puede ser eso?
Charles se inclinó hacia adelante, rodeando con su brazo el cuerpo de Mary —era el favorecido aquel semestre—, y cogió uno de los aparatos.
—Tal vez ocurra que las mujeres de la India no aceptan la idea.
—¿Superstición, quieres decir? —preguntó Yakov, tendido en el suelo con los pies apoyados sobre una silla.
Subchundrum sonrió.
—Algo hay de eso... pero se trata de superstición europea. Los que viven en grandes países industriales creen que un trozo de plástico puede hacer cualquier cosa; en consecuencia, ¿por qué no tendría que inhibir la concepción? Mis compatriotas saben que es doloroso y antinatural: por eso lo expulsan o se lo quitan.
—Sí —dijo Mary—. Lo comprendo. El problema estriba en que, objetivamente, es indoloro y eficaz. Ahora bien, ¿cómo podemos educar a las mujeres de los países subdesarrollados para que acepten eso?
Subchundrum se encogió de hombros.
—La experiencia humana objetiva es blanca, de zona templada y universitaria. Vosotros creéis todavía eso, ¿no es cierto? Y no podéis abandonar la cáscara de vuestra propia cultura esterilizante y antihumana para comprender que cualquier otra cultura humana es tan válida como la vuestra.
—¡Oh! No hay que llegar a esos extremos —dijo Yakov, incorporándose sobre un codo pero sin bajar los pies de la silla—. Es un problema de educación. Resulta difícil para la gente de una aldea que sólo ha visto un millar de personas en toda su vida comprender que, al duplicar su número, están duplicando tres y medio o cuatro mil millones más. Es un problema de educación.
Subchundrum se puso en pie.
—Podría decir que nacen demasiadas niñas y que alcanzan la madurez sexual tan precozmente y con una tal ignorancia que no podemos alcanzarlas con un proceso de educación. Pero me limitaré a decir buenas noches.
La puerta se cerró detrás de él antes de que nadie pudiera moverse. Sin embargo, Subchundrum volvió a la semana siguiente.
Meses más tarde, el cuadro era el mismo, excepto que Yakov estaba sentado al lado de Mary y Charles ocupaba otra silla, masticando ruidosamente una manzana. Patasayjit Subchundrum disertaba sobre el papel destructivo que la libre voluntad desempeñaba en lo que constituía su interés común.
—Mientras esperemos que la gente, por algún acto de su voluntad, domine el instinto más profundo de la vida, estaremos silbando en la oscuridad, sencillamente. La gente no va a interrumpir su propia reproducción cuando siempre parece haber otra cosa que amenaza al mundo. No podemos coartar el apremio humano más fundamental.
Charles dijo:
—Los seres humanos, Savji, son algo más que un manojo de impulsos instintivos. Lo que nos ha hecho humanos es nuestra capacidad de eliminar los impulsos animales para trazarnos objetivos a largo plazo.
—Sí —dijo Mary—, pero esos objetivos a largo plazo han sido siempre el bienestar de la familia inmediata... o como máximo de la tribu o nación.
—Nacionalismo equivale a tribalismo —declaró Yakov.
—¿Incluso en Israel? —inquirió Subchundrum.
A lo cual replicó Mary, volviéndose protectoramente hacia Yakov:
—Sí, incluso en el Sionismo; pero ésa es una situación distinta. Israel es la portadora de la moderna tradición. Las jequerías que la rodean se encuentran todavía en la Edad Media.
—¡Vaya! —exclamó Subchundrum—. Y eso autoriza a los israelíes a pelearse con sus vecinos, ¿no es cierto, Yankele?
—Desde luego que no. Pero la situación es especial.
—Todas las situaciones son especiales —susurró Charles, mientras roía cuidadosamente el corazón de su manzana.
—Exactamente —dijo Mary, librándose del cerco del brazo de Yakov—. Por eso, precisamente, todo el acento de la lucha ha de cargarse en la educación. Tenemos que conseguir que la gente desee tener menos hijos. Pero, ¿cómo?
—O, ¿podemos conseguirlo? —preguntó Subchundrum—. ¿Podemos conseguirlo, con el tiempo? Todos vosotros os mofáis, más o menos, de los esfuerzos de mi gobierno; pero tenemos diez veces más cursillos explicativos del método del ritmo, de la píldora y de los sistemas anticonceptivos que cualquier otro país. Nosotros ofrecemos a la gente la elección del método, y nuestras demostraciones son convincentes porque se llevan a cabo en los suburbios, en las zonas rurales y en las ciudades, donde oleadas de chiquillos con abultados vientres y ojos tristes están siempre pegados a las pantorrillas de las mujeres que asisten a ellas. Educamos a los hombres, también, pero, ¿qué beneficios palpables nos reporta todo eso? En números absolutos, ninguno. Cada vez que te comes una manzana, Charles, otro millar de hindúes empieza a lloriquear y a morir de hambre.
Charles se relamió los labios.
—Repetiré lo que Hoggart nos dijo hace algún tiempo. No apeléis a mi conciencia para que coma menos. Eso no haría descender la marea del hambre en Madras.
—Sí —dijo Mary, siempre objetiva—. Tienes razón. Tienes razón, desde nuestro punto de vista. Desde el punto de vista del problema total de la población humana sobre el planeta Tierra, estás equivocado. Los animales reaccionan a la presión del hambre engendrando más crías. Y lo mismo hacen los seres humanos.
Yakov dijo lo que uno u otro de ellos había dicho un millar de veces:
—Los seres humanos son animales. La mayoría de la gente se mueve obedeciendo a impulsos instintivos. A menos de que podamos educarles a todos contra esos impulsos, debemos abandonar toda esperanza de modificar la curva ascendente de las cifras de la población mundial.
Después de graduarse, cada uno de ellos marchó a trabajar a un lugar distinto. Hasta que Subchundrum les invitó a todos a ser sus huéspedes en Méjico, en una conferencia sobre métodos de control de la población, enviándoles una carta en la que daba a entender que había descubierto un método nuevo, y que podía ser el método.
Cuando se reunieron en la vivienda campesina de Subchundrum en Cauhtla, su compañero empezó intrigándoles con misteriosas miradas, insistió en servir dos rondas de tequila y luego, inexplicablemente, se dedicó a rememorar su infancia en Kerala, en el extremo del subcontinente indio.
—Cauhtla es como mi tierra natal en muchos aspectos. El terreno montañoso y la atmósfera tropical me hacen sentirme como en casa.
Yakov dijo:
—Amigo Sayji, he volado cinco mil kilómetros para venir aquí, y he dejado mis dos últimas clases del semestre a cargo de mi ayudante, una joven de una estulticia tan monumental como sólo la política universitaria norteamericana podía asignarme. No puedo quedarme hasta el final de la conferencia. De modo que hablamos del nuevo agente químico y pasemos a las pruebas.
—¿Crees que es químico?
—Bueno, estás trabajando para el productor de hormonas sintéticas más importante del mundo. Es lógico suponer que tus investigaciones beneficien más o menos directamente a tu patrono.
Sayji se echó a reír.
—Tendrías que saber que alguien criado en Kerala no puede ser un adicto a la idea de proporcionar beneficios a su patrono. Y éste es un patrono mejicano. Sólo pueden despedirme por un motivo justificado... y seguir una línea de investigación que no beneficiará a la compañía no es un motivo justificado.
Mary se acercó a él y apoyó su mano bronceada por el sol en el pecho de caoba del hindú.
—Vamos, Sayji. No nos tortures más. ¿Qué has descubierto?
Subchundrum soltó su vaso.
—He descubierto que el control químico, en el sentido de algún compuesto que haga todo el trabajo por nosotros, no está a nuestro alcance. Me ronda una idea por el cerebro, pero se encuentra aún en su fase embrionaria, por así decirlo.
«Se trata de algo químico, sí; pero —casi me avergüenza decirlo—, muy americano, muy europeo. No se trata de la clase de alquimia oriental que tendríais derecho a esperar de mí, amigos. Aquí está.
Dejó caer un puñado de pequeñas formas de plástico y una de mayor tamaño, tubular, sobre la mesa que había sido labrada de un árbol entero. El color blanco del plástico contrastaba violentamente con la oscura madera de la mesa.
Charles fue el primero en captar la idea. Al principio, los tres pensaron que las pequeñas formas de plástico eran lo importante; y mientras las examinaban y se daban cuenta de que se trataba de la misma antigua colección de espirales y hélices destinadas a inhibir la concepción humana, Charles cogió súbitamente la forma tubular y empezó a darle vueltas entre sus dedos, con una taimada sonrisa.
—Bueno, pensé en esto en cierta ocasión, pero descarté la idea. Es un aplicador, ¿no es cierto? No se necesita un médico para implantar el aparato anticonceptivo.
—Sí —dijo Subchundrum—. ¿Qué opináis?
—¡Ah! —dijo Yakov—. ¿Es a prueba de imprudencias?
—¿Hay algo que lo sea?
Mary dijo:
—Bueno, Sayji, ¿lo es o no lo es?
—¿A prueba de imprudencias? ¡Oh, sí! Es a prueba de imprudencias. Aunque, desde luego, nosotros no tenemos que tratar con los imprudentes.
Charles intervino:
—Pero, ¿funciona? ¿Puede una mujer colocarse el aparato anticonceptivo y sacárselo sin la ayuda de un médico o de una comadrona? Sayji, esto es la bomba del siglo. Todas las veinteañeras del mundo querrán tener uno cuando se enteren de su existencia.
Subchundrum se echó a reír del modo que reía cuando algo le preocupaba.
—Sí, desde luego... cuando se enteren de su existencia y dispongan del dinero necesario, o su gobierno disponga del dinero necesario, o...
—¿O qué?
Charles estaba dispuesto a iniciar inmediatamente la fabricación de los aplicadores.
—¡Oh! Sólo quería decir que seguimos enfrentándonos al problema de conseguir que esas veinteañeras —verdaderas veinteañeras en pueblos y ciudades donde las veinteañeras no son como las de la clase media norteamericana— deseen no ser madres. Las mujeres desean un hijo, o dos o tres hijos. No desean demasiados, eso es todo. Pero, ¿qué número de hijos son demasiados? Si se tienen tres, una boca más no importa. Y si el parir hijos y criar hijos es el único camino honorable que se abre delante de una mujer, ¿por qué tendría que recurrir a este truco? ¿Qué puede darle a ella como persona, no como un simple punto en una curva estadística?
—Bueno, educación...
—¡Mary, Mary! —Subchundrum se volvió hacia ella—. ¿Qué me dices de ti misma? Has alargado tu adolescencia como sólo puede hacerlo una muchacha norteamericana. Bueno, doctora Braden, ¿no hay algo más que quieras pedirle a la vida? ¿Hasta cuándo resistirás a tus más profundos anhelos?
Mary se sentó con gran deliberación. Charles y Yakov la miraron en silencio, especulativamente. Ella dejó su vaso sobre el enlosado suelo y luego miró a Subchundrum a los ojos, sin sonreír.
—Sayji, ¿es esto una declaración? ¿Qué pasa con esa muchacha de Kerala?
—Llámalo una declaración, si quieres. Estoy tan frío como tú.
—¿Tratas de demostrar algo?
—Es posible. Pero tendrás que descubrir qué es lo que trato de demostrar.
La velada quedó arruinada y la discusión murió. El entusiasmo del Dr. Subchundrum, que había vuelto a reunirles, se había desintegrado en el calor de sus propias dudas acerca del aparato, y en algo que la presencia de Mary había despertado en él, algo tan alejado del control que le distinguió en sus años de estudiante, que Yakov y Charles lo comentaron con asombro mientras regresaban a la capital de Méjico.
Mary se quedó. Ni ella ni Subchundrum se dijeron nunca si se quedaba para unos días o para unos meses. No tuvieron ningún hijo; pero en lo que respecta al nuevo aparato, las dudas de Sayji resultaron justificadas. Era un arma más. Pero estaba lejos de ser el arma.
Transcurrieron un par de años. Las tarjetas postales de Mary llevaban ahora el matasellos de Boston. Subchundrum había estado trabajando en un laboratorio en Holanda. Asistieron todos a una conferencia en Nueva York, y por la noche se reunieron en el apartamento de Yankele. Yakov estaba gastando dinero del gobierno aquel año, y declaró que su lema era Vive un poco.
Había un quinto invitado, un físico que había estado en la Universidad con ellos y que aquella noche se había unido al grupo por casualidad. Tenía un rebuscado sentido del humor, de modo que le retuvieron con ellos después de cenar, le hicieron asistir a un seminario con ellos y ahora estaban comentando todo lo comentable... excepto lo que constituía su obsesión principal, que había llegado a empacharles un poco.
El físico lo comentó:
—¿Qué ha pasado con todas aquellas sucias historias que los cuatro solíais contar?
—¿Sucias historias? —inquirió Mary con su estilo directo.
—Bueno, todo aquello acerca de los órganos genitales y de la economía del útero...
Mary se apoyó contra el hombro de Charles mientras éste decía, en tono sarcástico:
—Bueno, éste es el pago a nuestros esfuerzos por tratar de evitar que nuestro planeta quede supersaturado de embriones humanos... Somos unos incomprendidos.
—Nada de eso —dijo el físico—. Vosotros habláis mucho, pero teméis enfrentaros con la única solución radical posible. Algunas de las naciones más pobladas de la tierra necesitan pasar un período de veinticinco o treinta años sin engendrar un solo ciudadano.
—Eso no es una solución —replicó secamente Yakov—. Ni siquiera es una afirmación del problema.
—Desde luego que es una solución. Todos los niños que nazcan en los próximos diez años en la India, China, Indonesia, Méjico, Italia meridional, los Balcanes y todo el litoral mediterráneo, tendrían que ser esterilizados al nacer.
La rechifla colectiva sacó a Yankele de sus casillas. Dijo:
—Bueno, ¿acaso no es eso lo que hemos estado buscando? ¿No es eso lo que queréis? Por mi parte, la idea me parece muy acertada. Y ojalá la hubiesen puesto en práctica con mi generación.
—¡Tú tienes dos hijos, genocida blanco! —gritó Charles.
—De acuerdo, de acuerdo, empecemos por ellos. Que esterilicen a mis dos hijos. No tengo una opinión demasiado favorable de mi herencia genética. Ni siquiera he ganado un Nobel, y voy a cumplir los cuarenta. Que esterilicen también a todos los hijos de mis vecinos. Soy generoso. Y mucho más altruista que todos vosotros. ¿Resolvería esto el problema? Sólo estáis trabajando para que cada año se agrave un poco más.
Subchundrum sonrió, enseñando los dientes.
—De acuerdo, no estoy furioso. Creo que tienes razón. Soy miembro del Gabinete de Nueva Delhi. Ahora, señor Primer Ministro, después de haberme dado carta blanca para poner en marcha esta solución, déme también la campaña política que la hará aceptable para mi pueblo, desde Cachemira hasta Kerala. Déme una fórmula que evite que seamos defenestrados por nuestros ciudadanos y ciudadanas antes de completar los diez años de histerectomías y emasculaciones en los niños recién nacidos. Le escucho.
El físico inquirió, muy interesado:
—¿De veras formas parte del Gabinete, Subchundrum?
—No, idiota. Estoy trabajando en Holanda. Hace tanto tiempo que no voy a mi país, que no tengo la menor idea de la política que ahora practica. Planteo una situación hipotética. Dame la respuesta... porque tiene que haber una respuesta. Si no puedes dármela, deja de preconizar soluciones fáciles y absurdas.
—Confieso que soy como el búho que le dijo al ciempiés artrítico que se convirtiera en ratón y de este modo sólo experimentaría la vigesimoquinta parte de sus dolores... Yo hablo simplemente a nivel político: la táctica y los instrumentos son tareas vuestras.
Todos estuvieron de acuerdo, cuando el físico se marchó, en que era una persona insoportable. Ahora, años más tarde, ¿podían decir honradamente que aquella línea de pensamiento no les había influenciado?
Siguieron otros dos fracasos, antes de que se abriera ante ellos el camino del éxito. La píldora «morning-after», descubierta por Mary en el curso de una investigación sobre el control de las hormonas, había fallado por lo mismo que fallaban todos los planes que requerían el uso voluntario del agente inhibidor. Los seres humanos encontraban medios para olvidar, motivos para olvidar... Incluso muchos maridos norteamericanos, confiados en que su esposa estaba tomando la píldora infalible, se encontraron convertidos súbitamente en padres.
En los países pobres, los investigadores eran derrotados una y otra vez por el hecho de que los hijos son riqueza en una cultura de pobreza. En épocas de hambre no mueren sólo los niños: también mueren los adultos que no tienen hijos. El miedo, el amor y el recuerdo genético de una época en la que el hombre era una minoría entre los mamíferos, se confabulaban para situar el número total de seres humanos del mundo por encima de los cuatro mil millones, hacia los cinco mil millones, seis mil millones, hacia el canibalismo.
Yakov les condujo a través de la última ilusión: la vacunación.
Resultaba imposible lograr que la gente deseara la vacunación anticonceptiva, del mismo modo que había resultado imposible lograr que deseara la píldora de veinte años que otro brillante grupo de investigadores había creído que era la respuesta. La píldora de veinte años era mensurable, al menos: tomada a los 18, abría la puerta a la maternidad a los 38; pero nunca se convirtió en una flecha popular en el carcaj de los ataques a la fecundidad humana.
La vacunación, el procedimiento por el cual una mujer podía hacerse inmune a la esperma masculina, o un hombre inmune a su propia esperma de modo que dejaba de producir un semen viable, tropezaba con la irracional oposición humana a la vacunación y tenía una característica que dificultaba la labor de sus propagandistas: el efecto de la vacuna era variable. Para algunas personas representaba la inmunización para toda la vida; para otras, un período de inmunización sumamente corto... y la duración no podía predecirse.
Pero el intercambio de ideas e investigaciones entre los cuatro amigos a propósito de la vacunación acabó por conducir a Subchundrum al mayor descubrimiento de sus vidas.
Mary, Charles y Yakov recibieron una carta.
«¡Venid a Kerala! —escribía Subchundrum—. El gobierno me ha suministrado el dinero y una completa libertad de acción para construir los laboratorios que necesito y, lo que es mejor, tengo la solución».
Seguían dos páginas de fórmulas matemáticas. Lo que les atrajo fueron las fórmulas.
—Son erróneas, querido —dijo Mary al bajar del avión—, pero tan provocativas...