V
El círculo exterior estaba ahora casi completo. Faltaba un pequeño segmento, un arco de unos diez pies de longitud, pero el resto de la pared de seis pulgadas de altura se alzaba sin interrupción alrededor del vial exterior del blanco, encerrando dentro de ella el enorme jeroglífico. Tres círculos concéntricos, el mayor de un centenar de pies de diámetro, separado uno de otro por intervalos de diez pies, formaban la cenefa del dibujo, dividido en cuatro segmentos por los brazos de una enorme cruz que partía del centro, en el cual había una pequeña plataforma redonda a un pie de distancia del suelo.
Powers trabajó rápidamente, vertiendo arena y cemento en el mezclador, añadiendo agua hasta que se formó una espesa pasta y transportándola luego hasta los moldes de madera para verterla en el estrecho canal.
Al cabo de diez minutos había terminado. Desmontó rápidamente los moldes antes de que el cemento hubiera cuajado y llevó los maderos al asiento posterior del automóvil. Secándose las manos en los pantalones, se acercó al mezclador y lo empujó hasta la sombra de las circundantes colinas.
Sin detenerse a contemplar el gigantesco monograma sobre el cual había trabajado pacientemente durante tantas tardes, subió al automóvil y se alejó, envuelto en una nube de polvo.
Llegó al laboratorio a las tres. Al entrar encendió todas las luces y luego bajó todas las persianas, encajándolas en las ranuras del suelo y convirtiendo la cúpula en una verdadera tienda de campaña de acero.
En los tanques, detrás de él, las plantas y los animales se movieron silenciosamente, respondiendo al súbito fluir de la fría luz fluorescente. Sólo el chimpancé le ignoró. Estaba sentado en el suelo de su jaula, tratando de componer el rompecabezas, estallando en gritos de rabia cuando los cuadros no encajaban.
Powers se quitó la chaqueta y se dirigió hacia la sala de rayos X. Abrió las altas puertas corredizas hasta dejar al descubierto el largo y metálico hocico de Maxitron, y luego empezó amontonar las planchas protectoras de plomo contra la pared del fondo.
Unos minutos después el generador empezó a funcionar.
La anémona se agitó. Bañada por el cálido mar subliminal de radiación que se alzaba a su alrededor, impulsada por innumerables recuerdos pelágicos, se movió cautelosamente a través del tanque, buscando a tientas el pálido sol uterino. Sus zarcillos se contrajeron, al tiempo que los millares de células nerviosas hasta entonces dormidas en sus extremos se reagrupaban y multiplicaban, cada una de ellas absorbiendo la liberada energía de su núcleo. Las cadenas se forjaron por sí mismas, y los zarcillos empezaron a captar lentamente los vívidos contornos espectrales de los sonidos danzando como fosforescentes olas alrededor de la oscurecida cámara de la cúpula.
Gradualmente se formó una imagen, revelando una enorme fuente negra que vertía una interminable corriente de luz sobre el círculo de bancos y tanques. Junto a ella se movió una figura, regulando el chorro a través de su boca. Mientras andaba, sus pies despedían vívidos estallidos de color, sus manos, discurriendo a lo largo de los bancos, conjuraban un asombroso claroscuro, bolas de luz azul y violeta que estallaban fugazmente en la oscuridad como diminutas estrellas.
Los fotones murmuraron. Mientras contemplaba la reluciente pantalla de sonidos que la rodeaban, la anémona continuaba dilatándose. Sus ganglios se unieron, respondiendo a una nueva fuente de estímulos procedentes de los delicados diafragmas de la corona de su cuerda dorsal. Los contornos silenciosos del laboratorio empezaron a resonar suavemente, olas de sonido transformado cayeron de los arcos voltaicos y despertaron ecos en los bancos y en los muebles. Atacadas por el sonido, sus formas angulosas resonaron con una rara y persistente armonía, Las sillas forradas de plástico ponían un contrapunto de discordancias...
Ignorando aquellos sonidos una vez habían sido percibidos, la anémona se volvió hacia el techo, el cual reflejaba como un escudo los sonidos que vertían continuamente los tubos fluorescentes. Deslizándose a través de una estrecha claraboya, con voz clara y potente, el sol cantó...
Faltaban unos minutos para el amanecer cuando Powers salió del laboratorio y subió a su automóvil. Detrás de él, la gran cúpula estaba sumida en la oscuridad, cubierta por las sombras que la luz de la luna arrancaba a las blancas colinas. Powers dejó que el coche se deslizara hasta la carretera del lago, escuchando el crujido de los neumáticos al rodar sobre la grava azul. Luego puso el automóvil en marcha y aceleró el motor.
Mientras conducía, con las colinas medio ocultas en la oscuridad a su izquierda, se dio cuenta de que, a pesar de que no miraba a las colinas, continuaba teniendo conciencia de sus formas y contornos. La sensación era indefinida pero no menos cierta: una extraña impresión casi visual que emanaba con fuerza de los profundos barrancos y cortadas que separaban un risco del siguiente. Durante unos minutos Powers dejo que la impresión le dominara, sin tratar de identificarla. Una docena de extrañas imágenes se movieron a través de su cerebro.
La carretera se desviaba alrededor de un grupo de chalés construidos a orillas del lago, llevando al automóvil directamente a sotavento de las colinas, y Powers sintió repentinamente el peso macizo del acantilado que se erguía hacia el oscuro cielo como un risco de greda luminosa y pudo identificar la impresión que ahora se registraba con fuerza en su mente. No sólo pudo ver el acantilado, sino que tuvo conciencia de su enorme vejez sintió claramente los incontables millones de años transcurridos desde que brotó del magma de la corteza de la tierra.
Las crestas que se erguían a trescientos pies de altura, las oscuras grietas y hondonadas, eran otras tantas voces que hablaban del tiempo que había transcurrido en la vida del acantilado, un cuadro psíquico tan definido y tan claro como la imagen visual que percibían sus ojos.
Involuntariamente, Powers había aminorado la velocidad del automóvil, y apartando sus ojos de la colina notó que una segunda ola de tiempo barría la primera. La imagen era más ancha aunque de perspectivas más cortas, irradiando desde el amplio disco del lago y deslizándose por encima de los antiguos riscos de piedra caliza.
Cerrando los ojos, Powers se echó hacia atrás y condujo el automóvil a lo largo del intervalo entre los dos frentes de tiempo, notando que las imágenes se hacían más profundas y más intensas en su mente. La enorme vejez del paisaje, el inaudible coro de voces resonando desde el lago y desde las blancas colinas, parecieron transportarle hacia atrás a través del tiempo, a lo largo de interminables pasillos, hasta el primer umbral del mundo.
Desvió el automóvil de la carretera para adentrarse en el camino que conducía al antiguo campamento de las Fuerzas Armadas. A uno y otro lado, las colinas se erguían y resonaban con impenetrables y vastos imanes inductores. Cuando finalmente llego a la lisa superficie del lago, a Powers le pareció que podía captar la identidad independiente de cada grano de arena y de cada cristal de sal llamándole desde el circundante anillo de colinas.
Estacionó el automóvil al lado del mandala y echó a andar lentamente hacia el borde exterior de hormigón que se curvaba entre las sombras. Encima de él pudo oír las estrellas, un millón de voces cósmicas agrupadas en el cielo desde un horizonte hasta el siguiente, un verdadero dosel de tiempo. Vio el borroso disco rojo de Sirio, oyó su antigua voz, incalculablemente vieja, empequeñecida por la enorme nebulosa espiral de Andrómeda, un gigantesco carrusel de universos desvanecidos, sus voces casi tan viejas como el propio cosmos. A Powers el cielo le parecía una interminable Torre de Babel, la balada del tiempo de un millar de galaxias superpuestas en su mente. Mientras andaba lentamente hacia el centro del mandala, alzó la mirada hacia la Vía Láctea, desde la cual parecía llegarle un inmenso clamoreo.
Penetrando en el círculo interior del mandala, se dio cuenta de que el tumulto empezaba a remitir y que una voz solitaria y más potente había brotado y estaba dominando a las otras. Trepó a la plataforma central, alzó los ojos al oscuro cielo, moviéndolos a través de las constelaciones hasta las islas de galaxias que flotaban más allá, oyendo las confusas voces arcaicas que le llegaban a través de los milenios. Notó en sus bolsillos las cintas de papel, y se volvió para localizar la lejana diadema de Canes Venatici, oyó su gran voz ascendiendo en su mente.
Como un interminable río, tan ancho que sus orillas quedaban por debajo de los horizontes, fluía continuamente hacia él un vasto cauce de tiempo que se extendía hasta llenar el cielo y el universo, envolviéndolo todo. Avanzando lentamente, de modo que el progreso de su mayestática corriente resultaba casi imperceptible, Powers sabía que su venero era el venero del propio cosmos. Cuando pasó por él, sintió su magnética atracción y se dejó arrastrar por ella. A su alrededor, los contornos de las colinas y del lago se habían difuminado pero la imagen del mandala, semejante a un reloj cósmico, permanecía fija delante de sus ojos, iluminando la ancha superficie de la corriente. Sin dejar de contemplarla, notó que su cuerpo iba disolviéndose, sus dimensiones físicas fundiéndose en el vasto continuo de la corriente, la cual le arrastraba hacia abajo, más allá de toda esperanza, hacia el descanso final, hacia las definitivas playas del mar de la eternidad.
Mientras las sombras se alejaban, retirándose hacia las laderas de las colinas, Kaldren se apeó de su automóvil y echó a andar con paso vacilante hacia el borde de hormigón del círculo exterior. A cincuenta yardas de distancia, en el centro, Coma estaba arrodillada junto al cadáver de Powers, sosteniendo su cabeza entre sus pequeñas manos. Una ráfaga de viento arrastró hasta los pies de Kaldren un trozo de cinta. El joven se inclinó a recogerla, la enrolló cuidadosamente y se la guardó en el bolsillo. El aire del amanecer era frío, y Kaldren se subió el cuello de la chaqueta, contemplando a Coma con una expresión impasible.
—Son las seis de la mañana —le dijo a la muchacha al cabo de unos instantes—. Voy a avisar a la policía. Tú puedes quedarte con él. —Hizo una pausa y luego añadió—: No dejes que rompan el reloj.
Coma se volvió a mirarle.
—¿Acaso no piensas volver?
—No lo sé —murmuró Kaldren, dando media vuelta y dirigiéndose hacia su automóvil.
Cinco minutos después estacionaba su automóvil delante del laboratorio de Whitby.
La cúpula estaba sumida en la oscuridad, con todas las persianas echadas, pero el generador continuaba zumbando en la sala de rayos X. Kaldren entró y encendió las luces. Se dirigió a la sala y tocó las parrillas del generador: estaban muy calientes. La mesa circular giraba lentamente. Agrupados en un semicírculo, a unos pies de distancia, se encontraban la mayor parte de los tanques y jaulas, amontonados unos encima de otros apresuradamente. En uno de ellos, una enorme planta semejante a un calamar casi había conseguido trepar fuera de su vivarium. Sus largos y traslúcidos zarcillos estaban aferrados a los bordes del tanque, pero su cuerpo se había disuelto en un charco gelatinoso de mucílago globular. En otro, una enorme araña se había atrapado a sí misma en su propia tela, y colgaba indefensa en el centro de una masa tridimensional de hilo fosforescente, agitándose espasmódicamente.
Todas las plantas y animales habían muerto. El chimpancé yacía de espaldas entre los restos de la choza, con el casco caído sobre los ojos. Kaldren lo contempló unos instantes. Luego se dirigió hacia el escritorio y cogió el teléfono.
Mientras marcaba el número vio un carrete de película encima del secante. Examinó la etiqueta y se guardó el carrete en el bolsillo, junto con la cinta.
Cuando hubo hablado con la policía apagó las luces y salió del laboratorio.
Cuando llegó a la residencia de verano el sol matinal iluminaba ya los balcones y terrazas. Kaldren tomó el ascensor hasta el último piso y se encaminó directamente al museo. Alzó las persianas, una a una, y dejó que la luz del sol bañara los objetos reunidos allí. Luego arrastró una silla hasta una de las ventanas, se sentó y contempló en silencio la luz que penetraba a chorros en la estancia.
Dos o tres horas más tarde oyó a Coma que le llamaba desde abajo. Al cabo de media hora la muchacha se marchó, pero un poco más tarde apareció otra voz y gritó su nombre.
Kaldren se levantó y echó todas las persianas de las ventanas que daban a la parte delantera del edificio. No volvieron a molestarle.
Kaldren regresó a su asiento y dejó que su mirada vagase por la colección de objetos. Medio dormido, de cuando en cuando se levantaba a regular el chorro de luz que penetraba a través de las rendijas de la persiana, pensando, como haría a través de los meses venideros, en Powers y en su extraño mandala, y en los tripulantes del Mercurio VII y su viaje a los jardines blancos de la luna y en las personas azules que habían llegado de Orión y les habían hablado en un lenguaje poético de antiguos y maravillosos mundos bajo unos soles dorados en las islas galaxias, desvanecidos ahora para siempre en las miríadas de muertes del cosmos.