II
Vio de nuevo a la muchacha al día siguiente en el laboratorio de Whitby. Se había dirigido allí después de desayunar, cargado con el nuevo ejemplar, impaciente por ponerlo en un vivarium antes de que muriera. El único mutante blindado que hasta entonces había encontrado estuvo a punto de provocar un serio accidente. Hacía un mes, aproximadamente, lo había aplastado con una de las ruedas delanteras de su automóvil en la carretera del lago, y creyó que lo había destrozado. Sin embargo, el caparazón del pequeño animal permaneció rígido, a pesar de que el organismo, en su interior, quedó hecho pulpa. Y, a consecuencia del golpe, el automóvil se precipitó a la cuneta. Powers había recogido el caparazón. Más tarde lo pesó en el laboratorio y descubrió que contenía más de seiscientos gramos de plomo.
Un gran número de plantas y de animales estaban segregando metales pesados como escudos radiológicos. En las colinas, más allá del lago, una pareja de antiguos buscadores de oro estaban renovando el equipo abandonado hacía más de ochenta años. Habían observado el brillante color amarillo de los cactus, hicieron un análisis y descubrieron que las plantas estaban asimilando oro en cantidades remuneradoras, aunque las concentraciones del suelo no pudieran trabajarse. ¡Por fin Oak Ridge pagaba un dividendo!
Aquella mañana, Powers se había despertado a las 6:45, diez minutos más tarde que el día anterior. Después de desayunar frugalmente, pasó una hora empaquetando algunos de los libros de su biblioteca y poniendo etiquetas en los paquetes con la dirección de su hermano.
Llegó al laboratorio de Whitby media hora más tarde. El laboratorio se encontraba en una cúpula geodésica construida al lado de su chalet, en la orilla occidental del lago, a una milla de la residencia de verano de Kaldren. El chalet había sido cerrado después del suicidio de Whitby, y muchas de las plantas y animales que utilizaba para sus experimentos habían muerto antes de que Powers obtuviera el permiso para utilizar el laboratorio.
Cuando se acercaba al chalet, vio a la muchacha de pie sobre la cúspide ribeteada de amarillo de la cúpula, su esbelta figura silueteada contra el cielo. Coma agitó una mano en su dirección, descendió la escalera formada por poliedros de cristal y salió a su encuentro.
—Hola —dijo la muchacha, con una sonrisa de bienvenida—. He venido a visitar su colección de animales. Kaldren me dijo que usted no me permitiría entrar si me acompañaba él, de modo que he venido sola.
Esperó que Powers dijera algo mientras buscaba sus llaves, pero en vista de su silencio, añadió:
—Si quiere, puedo lavarle la camisa.
Powers sonrió.
—No es mala idea —dijo—. Creo que empiezo a tener un aspecto algo descuidado. —Abrió la puerta—. No sé por qué le ha dicho eso Kaldren: sabe que puede venir aquí siempre que guste.
—¿Qué lleva usted ahí? —preguntó Coma, señalando la caja de madera que portaba Powers bajo el brazo.
—Un primo lejano nuestro que he encontrado. Un tipejo interesante. Se lo presentaré dentro de unos instantes.
Unos tabiques corredizos dividían la cúpula en cuatro habitaciones. Dos de ellas eran almacenes, llenos de tanques de repuesto, aparatos, paquetes de comida para animales y otros utensilios. Cruzaron la tercera sección, casi llena por un potente proyector de rayos X, un gigantesco Maxitron G. E. de 250 megamperios, colocado sobre una mesa giratoria, y unos grandes bloques de hormigón semejantes a enormes ladrillos.
La cuarta habitación contenía el parque zoológico de Powers, el vivarium con sus jaulas y sus tanques, cada uno con su correspondiente rótulo. El suelo estaba cubierto por una maraña de alambres y tubos de goma que dificultaban el paso.
Dejando la caja sobre una silla, Powers cogió un paquete de cacahuetes del escritorio y se acercó a una de las jaulas. Un pequeño chimpancé de pelo negro, tocado con un casco de piloto, dio unos saltos de alegría y se dirigió rápidamente hacia un tablero de mandos en miniatura situado en la pared del fondo de la jaula. El animal pulsó una serie de botones y teclas, y una sucesión de luces de colores iluminó el tablero, al tiempo que sonaba una breve musiquilla.
—Buen muchacho —dijo Powers cariñosamente, palmeando la espalda del chimpancé y ofreciéndole los cacahuetes en las palmas de sus manos—. Te estás volviendo demasiado listo para eso, ¿verdad?
El chimpancé empezó a engullir los cacahuetes, profiriendo grititos de alegría.
Coma se echó a reír y cogió unos cacahuetes de las manos de Powers.
—Es muy simpático —dijo—. Juraría que está tratando de decirle algo.
Powers asintió.
—No se equivoca. En realidad posee un vocabulario de unas doscientas palabras, pero su caja vocal las embrolla todas.
Abrió un pequeño refrigerador situado junto al escritorio, sacó un paquete de pan y le entregó un par de rebanadas al chimpancé. Éste cogió un tostador eléctrico y lo colocó sobre una mesita plegable en el centro de la jaula, introduciendo a continuación las dos rebanadas en las ranuras. Powers pulsó un interruptor del tablero situado junto a la jaula y el tostador empezó a crujir suavemente.
—Es uno de los más listos que hemos tenido —le explicó Powers a la muchacha—. Es casi tan inteligente como un niño de cinco años, con la ventaja de que se basta a sí mismo en muchos aspectos.
Las dos rebanadas saltaron de sus ranuras y el chimpancé las pescó en el aire; luego se metió en una especie de perrera y se tumbó de espaldas, mordisqueando una de las tostadas.
—Él mismo se ha construido ese refugio —continuó Powers, desconectando el tostador—. No está mal, ¿verdad? —Señaló un cubo de plástico amarillo que estaba junto a la puerta de la perrera y del cual emergía un marchito geranio—. Cuida esa planta, limpia la jaula... En fin, es un animal muy interesante.
Coma sonrió.
—¿Por qué lleva ese casco espacial?
Powers vaciló.
—¡Oh! Es para... ejem... para protegerse. A veces sufre unas terribles jaquecas. Todos sus predecesores... —Se interrumpió y se apartó de la jaula—. Vamos a echar una ojeada a algunos de los otros inquilinos.
Avanzó a lo largo de la hilera de tanques, llevando a Coma a su lado.
—Empezaremos por el principio —dijo.
Levantó la tapadera de cristal de uno de los tanques y Coma vio que estaba lleno de agua hasta la mitad. En un montoncito de conchas y guijarros anidaba un pequeño organismo redondo provisto de delicados zarcillos.
—Es una anémona de mar —explicó Powers—. O lo era. Un metazoo simple con el cuerpo en forma de saco. —Señaló un endurecido borde de tejido alrededor de la base—. Ha cerrado la cavidad convirtiendo el canal en una rudimentaria cuerda dorsal: es la primera planta que ha desarrollado un sistema nervioso. Más tarde, los zarcillos se anudarán en un ganglio, pero ya son sensibles al color. Mire.
Cogió el pañuelo de color violeta que Coma llevaba en el bolsillo de su blusa y lo agitó encima del tanque. Los zarcillos se tensaron y luego empezaron a ondular lentamente, como si trataran de localizar algo.
—Lo curioso es que son completamente insensibles a la luz blanca. Normalmente, los zarcillos registran los cambios en los niveles de presión, como los diafragmas del tímpano en nuestros oídos. Como si pudieran oír los colores primarios, y se readaptaran a sí mismos para una existencia no-acuática en un mundo estático de violentos contrastes de color.
Coma sacudió la cabeza, intrigada.
—Pero, ¿por qué?
—Un momento, permítame que la sitúe en el cuadro.
Avanzaron a lo largo de una serie de jaulas circulares confeccionadas con tela metálica. Encima de la primera había una amplia pantalla blanca de cartón con la microfoto de una especie de cadena y la inscripción: DROSOPHILA: 15 ROENTGENS/MIN.
Powers dio unos golpecitos a una ventanilla Perspex de la jaula.
—Es la mosca de los frutales. Sus enormes cromosomas la convierten en un útil vehículo de experimentación. —Se inclinó, señalando un panal gris en forma de Y suspendido del techo. Unas cuantas moscas salieron de las entradas y empezaron a revolotear, aparentemente muy atareadas—. Normalmente, esa mosca es solitaria, un insecto nómada que se alimenta de carroñas. Ahora, integrada en un grupo social perfectamente definido, ha empezado a segregar un líquido dulzón parecido a la miel.
—¿Qué es esto? —preguntó Coma, tocando la pantalla.
—El diagrama de un gen clave en la operación.
Powers señaló una especie de flechas que partían de un eslabón de la cadena. Las flechas estaban rotuladas bajo el título general de «Glándula linfática» y subdivididas en «músculos del esfínter, epitelio y gálibo».
—Es algo parecido al rollo perforado de una pianola —comentó Powers—, o a la cinta de una computadora. Golpeando un eslabón con un haz de rayos X, pierde una característica, cambia la instrumentación.
Coma estaba atisbando a través de la ventanilla de la jaula contigua y su rostro mostraba una expresión de desagrado. Por encima de su hombro, Powers vio que estaba contemplando un enorme insecto arácnido, tan grande como una mano, con las negras y peludas patas tan recias como dedos. Los protuberantes ojos parecían gigantescos rubíes.
—Parece agresiva —dijo Coma—. ¿Qué es esa especie de escalerilla de cuerda que está tejiendo?
Mientras la muchacha se llevaba un dedo a la boca la araña volvió a la vida y empezó a vomitar una embrollada madeja de hilo gris, el cual hizo colgar en amplias lazadas del techo de la jaula.
—Una telaraña —dijo Powers—. Con la salvedad de que está compuesta por tejido nervioso. Las escalerillas, como usted dice, forman un plexo nervioso externo, un cerebro hinchable, por así decirlo, que el animal puede ampliar al tamaño que la situación exija. Una acertada disposición, en realidad, mucho mejor que la nuestra.
Coma se apartó de la jaula.
—Es espantosa —dijo—. No me gustaría entrar en su salón.
—¡Oh! No es tan terrible como parece. Esos ojos enormes que la miran están ciegos. Mejor dicho, su sensibilidad óptica ha descendido hasta el punto de que sólo captan las radiaciones gamma. Su reloj de pulsera tiene saetas luminosas. Cuando usted lo movió a través de la ventanilla, el animal empezó a pensar. La IV Guerra Mundial le haría sentirse en su elemento...
Regresaron a la oficina de Powers, el cual colocó una cafetera sobre un hornillo a gas y empujó una silla hacia Coma. Luego abrió la caja, sacó la rana blindada y la dejó sobre una hoja de papel secante.
—¿Reconoce este animal? Es un viejo amigo de su infancia, la rana común. Lo que pasa es que se ha construido un sólido caparazón, a prueba de incursiones aéreas.
Llevó al animal a un fregadero, abrió el grifo y dejó que el agua fluyera suavemente sobre su concha. Secándose las manos en la camisa, regresó al escritorio.
Coma apartó un mechón de pelo de su frente y contempló a Powers con una expresión de curiosidad.
—Bueno, ¿cuál es el secreto? —terminó por preguntar.
Powers encendió un cigarrillo.
—No hay ningún secreto. Los teratólogos han estado criando monstruos durante años. ¿Ha oído usted hablar de la «pareja silenciosa»?
Coma sacudió la cabeza.
Powers contempló su cigarrillo unos instantes, asimilando el efecto que le producía siempre el primero del día.
—La llamada «pareja silenciosa» es uno de los problemas más antiguos de la moderna genética, el misterio de dos genes inactivos que se presentan en un pequeño porcentaje de todos los organismos vivos, y que no parece tener ningún papel comprensible en su estructura ni en su desarrollo. Desde hace mucho tiempo los biólogos han estado tratando de activarlos, pero la dificultad reside en parte en identificar a los genes silenciosos en las células fecundadas que se sabe que los contienen, y en parte en enfocar un haz luminoso de rayos X lo suficientemente delgado como para no dañar al resto del cromosoma. Sin embargo, después de casi diez años de trabajo, el Doctor Whitby consiguió desarrollar con éxito una técnica de irradiación basada en sus observaciones de las lesiones radiobiológicas en Eniwetok.
Powers hizo una breve pausa.
—Whitby se dio cuenta de que, después de las pruebas, parecía haber más daño biológico —es decir, un mayor transporte de energía— del que podía ser atribuido a la radiación directa. Lo que ocurría era que la capa de proteína de los genes estaba acumulando energía del mismo modo que cualquier membrana acumula energía —recuerde la analogía del puente hundiéndose bajo los soldados que lo cruzan marcando el paso—, y Whitby pensó que si podía identificar la frecuencia de resonancia crítica de las capas de los genes silenciosos, estaría en condiciones de irradiar todo el organismo vivo, y no simplemente sus células germinativas, con una frecuencia que actuara selectivamente sobre el gene silencioso y no perjudicara al resto de los cromosomas, cuyas capas sólo resonarían críticamente bajo otras frecuencias específicas.
Powers hizo un amplio gesto en el aire con la mano.
—A su alrededor puede ver usted algunos de los frutos de esa técnica de la resonancia.
Coma asintió.
—¿Tienen sus genes silenciosos activados?
—Sí, todos ellos. Son únicamente unos cuantos de los miles de ejemplares que han pasado por aquí, y como puede comprobar, los resultados son muy dramáticos.
Powers se puso en pie y corrió una persiana. Estaban sentados inmediatamente debajo de la claraboya de la cúpula, y la luz del sol había empezado a irritarle.
En la relativa oscuridad, Coma observó un estroboscopio que parpadeaba lentamente en uno de los tanques situados al final del banco, detrás de ella. Se puso en pie y se dirigió hacia allí, examinando un alto girasol con un tallo muy recio y un receptáculo muy ensanchado. Rodeando la flor de modo que sólo sobresaliera el tálamo, había una chimenea de piedras grises, perfectamente unidas y etiquetadas: GREDA CRETACICA: 60.000.000 DE AÑOS.
Al lado había otras tres chimeneas, etiquetadas respectivamente: PIEDRA ARENISCA DEVÓNICA: 290 MILLONES DE AÑOS; ASFALTO: 20 AÑOS; CLORURO DE POLIVINILO: 6 MESES.
—Vea esos discos blancos y húmedos en los sépalos —observó Powers—. En cierto sentido regulan el metabolismo de la planta. Literalmente, la planta ve el tiempo. Cuanto más antiguo es su medio ambiente circundante, más lento es su metabolismo. Con la chimenea de asfalto completa su ciclo anual en una semana; con el cloruro de polivinilo en un par de horas.
—Ve el tiempo —repitió Coma asombrada. Levantó la mirada hacia Powers, mordiéndose el labio inferior pensativamente—. Es fantástico. ¿Son esos los seres del futuro, doctor?
—No lo sé —admitió Powers—. Pero, si lo son, su mundo deberá ser un mundo monstruosamente surrealista.