NEGRO CHARLIE
Me preguntan: ¿qué es arte? Esperan de mí una respuesta lógica, porque he sido comprador para museos y galerías el tiempo suficiente para adquirir una abundante cosecha de cabellos grises. Pero la cosa no es tan sencilla como parece.
Bien, ¿qué es arte? Durante cuarenta años he examinado, palpado, admirado y querido muchas cosas moldeadas como receptáculos esperanzadores para aquel brillante espíritu al que llamamos arte..., y soy incapaz de contestar la pregunta directamente. Hay una respuesta fácil: belleza. Pero el arte no es necesariamente bello. A veces es feo. A veces es tosco. A veces es incompleto.
Yo he incurrido en algo muy frecuente entre los hombres de mi profesión, dejándome guiar por mis sensaciones para enjuiciar el arte. Ya saben lo que ocurre con las sensaciones. Uno encuentra algo. Un trozo de piedra, por ejemplo, tallado y coloreado por algún hombre de las épocas prehistóricas. Uno lo mira. Al principio no es nada, una reproducción a medio desarrollar de algún animal salvaje, ni siquiera tan buena como la que podría realizar un niño en edad escolar de nuestros días.
Pero luego, contemplándola, la imaginación retrocede súbitamente a través de la piedra y del tiempo, retrocede hasta el propio hombre, en cuclillas delante de la abertura de su caverna. Y uno ve, no la piedra que tiene en la mano, sino lo que el propio hombre vio en el momento de su creación. Uno contempla, más allá de la reproducción física, el espléndido logro de su imaginación.
Eso, entonces, puede ser llamado arte, al margen de su apariencia física: la magia que anula todas las distancias entre el artista y uno mismo. Permítanme que les cite un ejemplo, fruto de mi propia experiencia.
Hace algunos años, cuando recorría los mundos más nuevos en calidad de comprador para una de nuestras más conocidas instituciones de arte, recibí una comunicación de un hombre llamado Cary Longan, pidiéndome, si me era posible, que visitara un planeta llamado Mundo de Elman para examinar algunas esculturas que él tenía para su venta.
Los mensajes me llegaban rara vez directamente. Casi siempre me eran remitidos por la institución a la cual representaba en aquella época. Pero, teniendo en cuenta que el mundo en cuestión se encontraba cerca, ya que pertenecía al mismo sistema solar que estaba visitando, espaciografié una respuesta afirmativa a mi desconocido comunicante. Tras liquidar los asuntos que tenía pendientes en el lugar en que me hallaba, tomé una nave interestelar y, al cabo de un par de días, aterricé en el Mundo de Elman.
Se trataba de un planeta muy desolado, muy nuevo, en realidad. El puerto en el cual aterrizamos era uno de los dos únicos existentes que podían recibir naves de gran tonelaje. Y la ciudad circundante era poco más que un poblado. Mr. Longan no había venido a esperarme al puerto, de modo que tomé un taxi y me hice conducir al hotel en el cual había reservado previamente alojamiento.
Aquella tarde, en mi habitación, el anunciador zumbó, y luego habló, dándome un nombre. Abrí la puerta para admitir a un hombre alto, de tez bronceada, cabellos largos y enmarañados y ojos grises.
—¿Mr. Longan? —inquirí.
—¿Mr. Jones? —preguntó a su vez.
Trasladó a su mano izquierda la caja de madera sin pulimentar y extendió su mano derecha para estrechar la mía. Cerré la puerta detrás de él y le invité a sentarse.
Colocó la caja, sin abrirla, sobre una mesita situada entre nosotros. Entonces pude observar que vestía unas ropas muy rústicas dando a entender que pasaba la mayor parte del tiempo en contacto directo con la naturaleza. Confirmaba esta impresión lo rígido de su actitud, como si estuviera poco acostumbrado a comportarse de un modo sociable. No era la clase de persona de la que se podría esperar que se dedicara a la venta de obras de arte, desde luego...
—Su espaciograma —le dije—, no era muy explícito. La institución a la cual represento...
—Lo he traído aquí —dijo, colocando su mano sobre la caja.
La miré, asombrado. No tenía más de medio metro cuadrado de superficie, por veinte centímetros de profundidad.
—¿Ahí? —dije. Miré al hombre, mientras una sospecha empezaba a nacer en mi mente. Supongo que debí mostrarme más cauto, al ver que el mensaje me llegaba directamente, en vez de hacerlo a través de la Tierra. Pero, ya se sabe lo que pasa: uno siempre confía en descubrir una inesperada maravilla—. Dígame, Mr. Longan —añadí—, ¿de dónde procede esta escultura?
El hombre me miró, casi con aire de reto.
—Son obra de un amigo mío —dijo.
—¿Un amigo? —repetí..., y debo añadir que empezaba a sentirme fastidiado. No me gustaba que me tomaran el pelo—. ¿Puedo preguntarle si ese amigo suyo ha vendido ya alguna de sus obras?
—Bueno, no... —admitió Longan.
Era evidente que estaba pasando un mal rato, pero también lo estaba pasando yo, al pensar en el tiempo que había perdido.
—Comprendo —dije, poniéndome en pie—. Me ha obligado usted a desviarme de mi camino y a gastar mucho dinero, sólo para mostrarme la obra de algún aficionado. Adiós, Mr. Longan. Y haga el favor de llevarse la caja cuando se marche!
—¡No ha visto usted nunca nada igual! —exclamó Longan, en tono desesperado.
—No lo dudo —dije.
—Mire. Se lo enseñaré... —Hurgó nerviosamente en el cierre de la caja—. Ya que ha hecho el viaje, puede echarle una mirada, por lo menos.
Puesto que no parecía haber manera de librarme de él, a no ser que recurriera al director del hotel para que le echara por la fuerza, volví a sentarme, de mala gana.
—¿Cómo se llama su amigo? —inquirí.
Los dedos de Longan vacilaron sobre el cierre.
—Negro Charlie —respondió, sin mirarme.
Me sobresalté.
—Perdone —murmuré—. ¿Ha dicho usted Negro..., Charles Negro?
Longan alzó su mirada desafiadora, sostuvo la mía y sacudió la cabeza.
—Sólo Negro Charlie —dijo, con repentina calma—. Tal como suena. Negro Charlie.
Le contemplé con aire dubitativo, mientras él conseguía finalmente hacer funcionar el cierre. Se disponía a levantar la tapa, pero luego cambió de idea. Empujó la caja hacia mí a través de la mesita.
La madera era dura y rugosa al tacto. Alcé la tapa. Había cinco pequeños compartimientos, cada uno de los cuales contenía una roca de color grisáceo. Las formas eran distintas, aunque todas igualmente incomprensibles.
Las contemplé fijamente..., y luego miré a Longan, como inquiriendo qué clase de broma era aquélla. Pero los ojos del hombre no habían perdido nada de su seriedad. Lentamente, empecé a sacar las piedras una a una y las alineé sobre la mesa.
Las estudié con calma, tratando de encontrarles algún sentido. Pero allí no había nada, absolutamente nada. Una tenía un vago parecido con una pirámide de lados regulares. Otra recordaba, todavía más vagamente, una figura agachada. Lo mejor que podía decirse del resto era que mostraban una desconcertante semejanza con el tipo de piedras que la gente recoge para utilizarlas como pisapapeles. Pero era indudable que todas ellas habían sido trabajadas. Las huellas del cincel eran claramente visibles. Y, además, habían sido pulimentadas en la medida en que podía serlo aquella clase de roca.
Miré de nuevo a Longan. Sus ojos tenían ahora una expresión de ansiedad. Yo estaba completamente desconcertado ante su descubrimiento..., o lo que él creía que era un descubrimiento. Traté de ser justo en lo que respecta a su aceptación de aquello como arte. Evidentemente, se trataba de un simple sentimiento de lealtad a un amigo, un amigo que sin duda desconocía como el propio Longan lo que era arte. Procuré infundir un tono de amabilidad a mi voz.
—¿Qué espera su amigo que haga yo con esto? —inquirí.
—¿No está usted comprando cosas para el museo de la Tierra? —me preguntó a su vez.
Asentí. Tomé la pieza que parecía una figura agachada y le di vueltas entre mis dedos. Era una situación embarazosa.
—Mr. Longan —dije—, llevo muchos años en este negocio...
—Lo sé —me interrumpió—. Leí lo que se publicó sobre usted cuando aterrizó en el mundo contiguo. Por eso le escribí.
—Comprendo —dije—. Llevo mucho tiempo metido en esto, como le decía, y creo que puedo presumir sin jactancia de mis conocimientos en materia de arte. Si hubiera algo de arte en estas esculturas de su amigo, yo sería capaz de descubrirlo. Y no lo he descubierto.
Me miró, asombrado.
—Está usted... —murmuró finalmente—. No dice lo que siente. Está enojado porque le he traído aquí de este modo.
—Lo siento —dije—. No estoy enojado, y digo lo que siento. Estas piedras no tienen ningún valor. ¡Ninguno! Alguien ha engañado a su amigo haciéndole creer que tenía talento. Le hará usted un favor diciéndole la verdad escueta.
Longan me miró fijamente un largo instante, como esperando que dijera algo que suavizara el veredicto. Luego, súbitamente, se puso en pie y cruzó la habitación en tres largas zancadas, para situarse delante de la ventana. Sus encallecidas manos se abrían y se cerraban de un modo espasmódico.
Le concedí algún tiempo para que recobrara la calma. Luego empecé a colocar de nuevo las piedras en el interior de la caja.
—Lo siento —dije.
Longan dio media vuelta y se acercó a mí. Me miró rectamente a los ojos.
—¿Lo siente? —dijo—. ¿De veras?
—Puede creerme —dije, sinceramente—. Lo siento.
Y era cierto.
—Entonces, ¿hará usted algo por mí? —inquirió Longan precipitadamente—. ¿Irá usted a decirle a Charlie lo que me ha dicho a mí? ¿Le dará usted la noticia?
—Yo... —Quise protestar, pero con los atormentados ojos de Longan a seis pulgadas de distancia de los míos, las palabras no salieron—. De acuerdo —dije.
Longan dejó escapar un suspiro de alivio.
—Gracias —dijo—. Iremos mañana. No sabe usted lo que esto significa. Gracias.
Tuve tiempo de sobra para lamentar mi decisión, aquella misma noche y a la mañana siguiente, cuando Longan me arrancó del lecho a una hora muy temprana, me obligó a vestir unas ropas semejantes a las suyas, incluidas unas botas altas e impermeables, y me hizo subir a un anticuado modelo de vehículo tierra-aire, cargado con los artículos más heterogéneos. Pero palabra es palabra, y me reconcilié conmigo mismo diciéndome que mantenía la palabra empeñada.
Volamos hacia el sur a lo largo de una alta cadena de montañas hasta que llegamos a una zona costera y a lo que parecía ser el delta pantanoso de algún monstruoso río. Empezamos a descender. Demasiado, para mi gusto. Los climas cálidos y húmedos me desagradan profundamente, y no concibo que a alguien pueda gustarle vivir en semejantes condiciones.
Nos posamos suavemente sobre el agua, y Longan condujo el aparato a la orilla más próxima, un terreno cubierto de altas hierbas y de aspecto inquietante. Por iniciativa mía no hubiera pisado aquel suelo, temiendo que me engullese como arenas movedizas, pero Longan avanzó por él confiadamente y yo le seguí. Mis botas chapotearon en el barro. Un acre olor a vegetación descompuesta llegó a mi olfato. Bajo una delgada pero uniforme capa de nubes, el cielo tenía un aspecto enfermizo.
—Por aquí —dijo Longan, girando a la derecha.
Le seguí a lo largo de un sendero que desembocaba en un claro en el cual se alzaban varias chozas de forma semiesférica, construidas con ramas entrelazadas y barro. Y, por primera vez, se me ocurrió la idea que Negro Charlie podía no ser un terrestre expatriado. Podía, en realidad, ser un nativo de este planeta, aunque nunca había oído hablar de una raza humanoide en otros mundos. Dándole vueltas a esta idea, seguí a Longan hasta la entrada de una de las chozas y me detuve mientras él silbaba.
No recuerdo ahora lo que esperaba ver. Algo vagamente humanoide, sin duda. Pero lo que llegó a través de la entrada en respuesta al silbido de Longan era más parecido a una gran nutria, con unas prolongaciones planas, musculares y flexibles, en las cuatro extremidades, en vez de pies. Era negro y estaba cubierto de pelo lustroso y algo húmedo. Calculé que medía unos cuatro pies de longitud; no tenía cola, visible al menos, y su cuello era largo. Debía pesar de ciento veinticinco a ciento cincuenta libras. La cabeza, sobre su largo cuello, era también larga y estrecha, como la de un galgo, y estaba cubierta del mismo pelo negro. Los ojos eran vivos e inteligentes y la boca grande.
—Éste es Negro Charlie —dijo Longan.
El animal me miró y yo le devolví la mirada. Brevemente, tuve conciencia de lo absurdo de la situación. A cualquier persona normal le hubiera resultado difícil pensar en aquel ser como en un escultor. Añádase a esto la necesidad, la obligación de convencerle que no era un escultor.
—Oiga —le dije a Longan—. ¿Cómo espera usted que le manifieste...?
—Le comprenderá —me interrumpió Longan.
—¿Comprende el lenguaje humano? —preguntó, en tono de incredulidad.
—No —Longan sacudió la cabeza—. Pero comprende los ademanes.
Longan se separó de mí bruscamente y se internó en la maleza que rodeaba el claro. Regresó inmediatamente con dos objetos que parecían dos blandas calabazas. Me entregó uno.
—Siéntese encima de esto —dijo, sentándose.
Obedecí.
Negro Charlie —no se me ocurre otro modo de llamarle— se acercó más y se sentó a su vez sobre sus extremidades posteriores. Yo no había soltado la caja de madera que contenía sus esculturas y, ahora que estábamos sentados, sus brillantes ojos se fijaron en ella con una expresión interrogadora.
—De acuerdo —dijo Longan—. Deme la caja.
Se la entregué, y los ojos de Negro Charlie la siguieron como si fuera un imán. Longan se la puso debajo de un brazo y señaló con el otro hacia el lago: el lugar donde se había posado nuestro aparato. Luego, su brazo trazó un semicírculo en el aire y apuntó hacia el norte, el lugar del cual procedíamos.
Negro Charlie silbó súbitamente. Fue un extraño sonido, semejante al lamento de un ave palmípeda: triste, lejano...
Longan se golpeó el pecho, sosteniendo la caja con una mano. Luego golpeó la caja y me señaló a mí. Miró a Negro Charlie, me miró a mí..., y depositó la caja en mis manos.
—Mire las esculturas y devuélvaselas —dijo.
Contra mi voluntad, miré a Charlie.
Sus ojos se encontraron con los míos. Extraños, líquidos, negros ojos inhumanos, como dos diminutas lagunas de pez. Tuve que apartar la mirada.
Abrí la caja y saqué las piedras de sus compartimientos. Una a una, las hice girar en mi mano y las coloqué de nuevo donde estaban. Cerré la caja y se la devolví a Longan, ignorando si Charlie comprendería aquello.
Durante un largo instante, Longan permaneció sentado enfrente de mí, sosteniendo la caja. Luego, lentamente, se volvió y la depositó, todavía abierta, delante de Charlie.
Al principio, Charlie no reaccionó. Su cabeza, sobre su largo cuello, descendió sobre los abiertos compartimientos, como si los olfateara. Luego, sorprendentemente, abrió la boca, dejando al descubierto unos largos y afilados colmillos. Con ellos fue sacando las piedras de la caja, una a una. Sosteniéndolas con las prolongaciones de sus extremidades anteriores, las hizo girar en uno y otro sentido, como si buscara los defectos que podían tener. Finalmente, escogió una. Era la piedra que tenía un leve parecido con una figura agachada. La levantó hasta su boca, y con sus relucientes colmillos modificó ligeramente su superficie. Luego me la tendió.
La tomé en mis manos y la examiné. Los cambios que había hecho no habían alterado el conjunto, que continuaba siendo incomprensible. Me vi obligado a devolvérsela, sacudiendo la cabeza, y un molesto silencio cayó entre nosotros.
Yo había estado discurriendo desesperadamente, tratando de encontrar un modo de explicar, a través de la mímica, los motivos de mi negativa. Ahora, se me ocurrió una idea.
Me volví hacia Longan.
—¿Puede proporcionarme Charlie un trozo de piedra sin labrar? —le pregunté.
Longan se volvió hacia Charlie y efectuó unos movimientos como si estuviera rompiendo algo y entregándomelo a mí. Charlie permaneció inmóvil unos instantes, como si meditara en aquello. Luego entró en su choza, para volver a salir un momento después con un trozo de roca del tamaño de mi mano.
Yo tenía un cortaplumas y la roca era blanda. Mirando alternativamente a la roca y a Longan, y utilizando mi cortaplumas, tallé una tosca caricatura del amigo de Charlie, sentado enfrente de mí. Cuando hube terminado, deposité el trozo de roca en el suelo, al lado del modelo.
Negro Charlie la contempló largo rato. Luego se acercó a mí y, mirándome a los ojos, volvió a emitir aquel extraño sonido, una sola vez. Después dio media vuelta, lentamente, recogió con los dientes el trozo de piedra que yo había tallado y desapareció con ella en el interior de su choza.
Longan se puso en pie.
—Hemos terminado —dijo—. Vámonos.
Subimos al aparato que debía conducirme a la ciudad y a la nave espacial que me llevaría lejos de aquel mundo irracional. Cuando las montañas empezaron a deslizarse por debajo de nosotros miré de soslayo a Longan, sentado a mi lado ante los mandos del aparato. Su rostro era una máscara de estólida infelicidad.
La pregunta brotó de mis labios antes que tuviera tiempo de discutir conmigo mismo si era prudente o no formularla.
—Dígame, Mr. Longan, ¿qué derechos tiene Negro Charlie a su amistad?
Longan me miró con una expresión de sorpresa.
—¡Derechos! —exclamó. Luego, tras una breve pausa, durante la cual pareció estudiar mi rostro para comprobar si estaba bromeando, añadió—: Negro Charlie me salvó la vida.
—¡Oh! —dije—. Comprendo.
—¿De veras? —replicó—. Suponga que le digo que fue precisamente después que yo había asesinado a su compañera. Viven aparejados, ¿sabe?
—No, no lo sabía —contesté en voz baja.
—Olvidaba que la gente ignora muchas cosas —murmuró Longan. Yo no dije nada, esperando que, si no le distraía, me contaría algo más. Al cabo de unos instantes habló—: Este planeta no es muy bueno.
—Ya me he dado cuenta —dije—. No he visto fábricas ni instalaciones industriales. Y su mundo gemelo, el que acabo de visitar, está mucho más poblado.
—Esto es muy pobre —admitió Longan—. No hay minerales, por ejemplo. Y el clima es malo, excepto en las altiplanicies. El suelo no es muy fértil. —Hizo una pausa. Como si se resistiera a añadir lo que tenía en la mente. Por fin se decidió—: Antes existía un próspero comercio de pieles.
—¿Pieles?
—Las de los miembros de la tribu de Charlie —continuó Longan, manipulando en los mandos del aparato—. Tramperos y cazadores las perseguían mucho, al principio, antes de saber la verdad. Yo era uno de ellos.
—¿Usted? —inquirí, sorprendido.
—Yo. El negocio no marchaba mal..., hasta que maté a la compañera de Charlie. Casi siempre atrapaba a individuos aislados. Pero en aquella ocasión me encontraba cerca del poblado. Apenas había terminado de golpearla con una maza cuando toda la tribu se me echó encima. Me retuvieron prisionero un par de meses.
»Durante aquel tiempo aprendí muchas cosas. Me enteré que ellos eran seres inteligentes. Me enteré que Negro Charlie se había opuesto a que me mataran. Al parecer opinaba que yo era un ser racional y, en consecuencia, si podía discutir el asunto conmigo, podríamos llegar a un acuerdo para poner término a la guerra. —Longan rió, con cierta amargura—. La tribu de Charlie lo llamaba una guerra.
Longan dejó de hablar.
Esperé unos instantes antes de preguntar:
—¿Qué pasó?
—Me soltaron, finalmente —dijo Longan—. Y yo empecé a luchar por ellos. Acudí al Comisario enviado por la Tierra. Conseguí que se les reconociera como personas, en vez de animales. Terminé con la caza y con los cepos.
Se interrumpió de nuevo. Estábamos volando a través de la capa superior de aire del Mundo de Elman. El sol había terminado por asomar a través de las nubes, iluminando el suelo, que aparecía ahora como un enorme mapa verde en relieve.
—Comprendo —dije finalmente.
Longan me miró con ojos inexpresivos. Volábamos hacia la ciudad.
Salí del Mundo de Elman al día siguiente, completamente convencido que no volvería a oír hablar de Longan ni de Negro Charlie.
Unos años más tarde, en mi hogar de Nueva York, recibí la visita de un miembro de los Servicios Extranjeros del gobierno. Era un hombre delgado, moreno.
—Usted no me conoce —dijo, entregándome su tarjeta: Antonio Walters—. Yo era Delegado Representante Colonial en el Mundo de Elman en la época en que usted estuvo allí.
Le miré, sorprendido. Había olvidado por completo el Mundo de Elman.
—¿De veras? —pregunté, estúpidamente, sin que se me ocurriera nada mejor que decir—. ¿Qué puedo hacer por usted, Mr. Walters?
—El gobierno local del Mundo de Elman nos ha pedido que le localicemos, Mr. Jones —respondió Walters—. Cary Longan se está muriendo...
- ¡Muriendo! —exclamé.
—Cáncer pulmonar, desgraciadamente —dijo Walters—. En las zonas pantanosas es muy frecuente. Desea verle a usted antes de morir, y teniendo en cuenta lo agradecidos que le estamos por la labor que ha efectuado durante muchos años en beneficio de los nativos, le hemos reservado a usted una plaza en la nave-correo del gobierno que está a punto de zarpar para el Mundo de Elman..., si usted está dispuesto a ir allí.
—Bueno, yo... —Vacilé. Si quería quedar en paz con mi conciencia, no podía negarme—. Debo avisar a mis jefes.
—Desde luego —dijo Walters.
Seis días más tarde me encontraba junto al lecho de Longan en el hospital de la misma ciudad que había visitado años antes. Longan se había convertido en un esqueleto viviente. Toda su vitalidad le había abandonado, y apenas podía pronunciar media docena de palabras seguidas.
—Negro Charlie... —susurró.
—Negro Charlie —repetí—. Sí. ¿Qué pasa con él?
—Ha hecho algo nuevo —susurró Longan—. Aquella talla suya le impulsó a copiar cosas. A los de su tribu no les gustó.
—¿No?
—No lo comprenden —susurró Longan—. No es normal, desde su punto de vista. Están asustados...
—¿Quiere usted decir que se muestran supersticiosos? —pregunté.
—Algo por el estilo. Escuche, Charlie es un artista...
En mi fuero interno me sublevé al oír aquella palabra, pero guardé silencio en honor del moribundo.
—...un artista. Pero ahora que he desaparecido yo, le matarán. Usted puede salvarle.
—¿Yo? —inquirí.
—¡Usted! —La voz del hombre era como un viento susurrado a través de las hojas secas—. Si usted va allí..., y acepta la última de sus obras..., fingiendo que le ha gustado..., sus compañeros no se atreverán a tocarle. Pero, dese prisa. El peligro que corre Charlie es cada día mayor...
Le fallaron las fuerzas. Cerró los ojos y un ronco estertor ascendió a su garganta. La enfermera me hizo salir apresuradamente de la habitación.
El gobierno local me ayudó. Yo estaba sorprendido, y no poco emocionado, al comprobar lo conocido y apreciado que era Longan. Localizaron la tribu de Charlie en un mapa, y me proporcionaron un piloto que conocía la región.
Aterrizamos en el mismo paraje pantanoso. Me encaminé solo hacia el claro. El lugar no había experimentado ningún cambio, pero la choza de Negro Charlie ofrecía un aspecto lamentable. Silbé y esperé. Llamé. Y, finalmente, me agaché y penetré en la choza arrastrándome sobre manos y rodillas. Pero allí no había nada, aparte de un montón de piedras sueltas y una especie de lecho de hierba seca. Con todo el cuerpo dolorido, ya que no estoy acostumbrado a tales hazañas gimnásticas, salí de la choza, para encontrarme rodeado por una multitud.
Al parecer, todos los habitantes del poblado habían salido de sus chozas para reunirse delante de la de Charlie. Tenían un aspecto excitado, y de cuando en cuando se silbaban el uno al otro con aquella nota plañidera que era el único sonido que yo había oído emitir a Charlie. Paulatinamente, la excitación pareció disminuir, el grupo retrocedió, y un individuo se adelantó, solo. Examinó mi rostro un breve instante y luego dio media vuelta y echó a andar rápidamente hacia el lindero del claro.
Le seguí. Me pareció que era lo único que podía hacer. Y, en aquel momento, no se me ocurrió asustarme.
Mi guía me condujo sendero adelante, entre la maleza. Luego desapareció bruscamente. Miré a mi alrededor, sorprendido e indeciso, y estaba a punto de desandar mi camino cuando resonó, muy cercano, un silbido. Avancé unos pasos y encontré a Charlie.
Yacía de costado sobre un montón de maleza aplastada. Estaba demasiado débil para moverse, pero levantó la cabeza y me miró. Toda la superficie de su cuerpo estaba marcada por los trazos de numerosas heridas, de las cuales manaba lentamente la sangre, empapando la seca maleza que le servía de lecho. Yo había visto en la boca de Charlie los largos y afilados colmillos de los de su especie, y supe quién le había causado aquellas heridas. Me sentí inundado por una oleada de rabia, y me incliné para tomar a Charlie en brazos.
Lo levanté fácilmente, ya que los huesos de los de su especie son cartilaginosos y su carne es más ligera que nuestra carne humana. Cargado con él, di media vuelta y me encaminé de nuevo hacia el claro.
Los otros estaban esperándome. Les miré..., y la rabia que ardía en mi interior se apagó como barrida por un huracán. No podía odiarles. Ellos no habían odiado a Charlie. Le habían temido, simplemente, y su único pecado era la ignorancia.
Se apartaron, abriéndonos paso, y yo llevé a Charlie hasta la entrada de su propia choza. Una vez allí le dejé en el suelo. La pechera y las mangas de mi chaqueta estaban empapadas de un líquido de color oscuro, y comprobé que su sangre no se coagulaba como la nuestra.
Quitándome la camisa, improvisé unas cuantas vendas y traté de contener con ellas la hemorragia. Pero la sangre continuó brotando, a pesar de mis esfuerzos. Charlie, levantando su cabeza del suelo trabajosamente, trató de arrancarse los vendajes con los dientes, de modo que me decidí a quitárselos.
A continuación me senté a su lado, sintiéndome enfermo e impotente. A pesar de todos los esfuerzos de Longan, a pesar de todos los avances científicos de mi propia raza humana, yo había llegado demasiado tarde. Mirando tristemente a Charlie, me pregunté por qué no pude haber llegado un día antes.
Los intentos de Charlie para arrastrarse al interior de su choza me arrancaron de mis tristes pensamientos. Mi primera reacción fue la de sujetarle. Pero Charlie parecía haber reunido las escasas fuerzas que le quedaban e insistió. Al darme cuenta, cambié de idea y, en vez de obstaculizarle, le ayudé. Charlie penetró en su choza, al borde del agotamiento.
No esperaba verle salir otra vez. Pensé que algún instinto ancestral le había impulsado a esperar la muerte en lo que había sido su hogar. Pero, unos instantes después, oí un sonido como si alguien removiera piedras en el interior y al cabo de unos segundos Charlie empezó a salir. Pero las fuerzas le fallaron a medio camino. Entonces silbó débilmente.
Me acerqué a él y le arrastré con cuidado hasta sacarle de la choza. Charlie volvió la cabeza hacia mí, sosteniendo en la boca algo que en el primer momento pensé que era una bola de barro seco.
Lo tomé y empecé a rascar el barro con las uñas. Casi inmediatamente quedó al descubierto una de las piedras que Charlie utilizaba para sus esculturas..., y mis manos empezaron a temblar con tanta violencia que me vi obligado a dejar la piedra en el suelo unos instantes mientras recobraba el dominio de mí mismo. Por primera vez comprendí la importancia que tenían para Charlie aquellas cosas que había moldeado con sus dientes. Y comprendí que por extrañas e incomprensibles que pudieran resultar sus obras, merecían ocupar un puesto en algún respetable museo como verdaderas obras de arte. Porque habían sido concebidas con honradez y ejecutadas con el amor que no tiene en cuenta el esfuerzo requerido, con tal de alcanzar el fin propuesto.
Y luego, el resto del barro cayó al suelo. Y vi lo que representaba la talla, y pude haber llorado y reído al mismo tiempo. Ya que, de todas las formas que Charlie pudo haber escogido para una escultura, se había decidido por una que ningún crítico hubiera señalado como la elección de un artista de su raza. No había escogido ninguna planta ni animal, ninguna estructura o forma natural de su medio ambiente, para expresar el vehemente anhelo de su espíritu. Lo que había modelado, toscamente, en la blanda roca era la imagen de un hombre de pie.
Y supe quién era el hombre.
Charlie levantó su cabeza del húmedo suelo y miró hacia el lago, donde esperaba mi aparato. No soy un hombre intuitivo, pero, por una vez, fui capaz de comprender el significado de una mirada. Charlie quería que me separara de él antes que le llegara la muerte. Quería verme partir, portando la obra que él había modelado. Me incorporé, con la piedra en las manos, y eché a andar. Al llegar al borde del claro volví la cabeza. Charlie continuaba mirándome. Y el resto de su tribu se mantenía alejado. Pensé que ahora no volverían a molestarle.
Regresé a Nueva York.
Pero hay algo más que contar. Durante mucho tiempo, después de mi regreso del Mundo de Elman, no miré ni una sola vez la tosca escultura. No quería hacerlo, ya que sabía que el mirarla confirmaría lo que había sabido desde el primer momento, es decir, que todos los anhelos y deseos del mundo no pueden crear arte donde no existe talento ni verdadera visualización. Pero un día, mientras ponía en orden los cajones de mi escritorio, di con la escultura enterrada en el fondo de uno de ellos. Librándola de la envoltura de plástico que la protegía, la coloqué sobre la bruñida superficie de la mesa.
En aquel momento estaba solo en mi oficina. El sol de la tarde, moribundo ya, penetraba a través del alto ventanal y esparcía en la estancia una claridad ambarina. Deslicé mis dedos a lo largo de la figurilla de piedra y la observé con detenimiento.
Y entonces —por primera vez—, vi a través de la piedra lo que Negro Charlie había visto, con los ojos de Negro Charlie, al mirar a Longan. Vi a los hombres tal como la especie de Negro Charlie veía a los hombres. Y vi lo que los mundos de los hombres significaban para Negro Charlie. Y, por encima de todo, dominándolo todo, vi el arte tal como Negro Charlie lo veía, a través de sus brillantes ojos alienígenas. Vi la belleza que él había buscado a costa de su vida, y que casi había encontrado.
Pero, lo que es más importante, vi que aquella tosca escultura era arte.
Una palabra más. Entre el barro y la maleza del marjal, con la escultura en mis manos, me había prometido a mí mismo que algún día figuraría en una exposición. Y en aquel instante de revelación interior, decidí cumplir mi promesa.
Acudí en primer lugar a la institución cuya representación ostentaba, y luego a otros expositores que apreciaban mis cualidades de comprador.
Pero nadie quiso aceptar la escultura de Negro Charlie. Nadie, a pesar de la confianza que tenían en mí, quiso exponer una obra tan tosca en razón de una historia de cuya veracidad era yo testigo único. Durante varios años, mis tentativas fracasaron.
Eventualmente, silencié la verdadera historia y vendí la escultura, incluida en un lote de piezas raras, a un tratante de poca categoría.
Pero la estatuilla terminó por justificar mi creencia en lo que es arte: hace muy poco tiempo, visité una respetable galería de arte que exhibía una interesante colección de esculturas primitivas, cuyo origen se remontaba a los primeros pobladores de Norteamérica.
Y la escultura de Negro Charlie figuraba entre ellas. No diré de qué galería se trata ni dónde se encuentra.