MR. MURPHY DE NUEVA YORK

Thomas McMorrow

—Nueva York —dijo Cohen amargamente— está muriéndose. ¿La causa? Dilatación del corazón.

—Bien dicho —asentí, observando a aquel zar de una industria que empleaba a doscientos cincuenta mil neoyorquinos.

—El gran edificio, el rascacielos —continuó Cohen, con una sombra de fanatismo—, es una característica natural y necesaria de una ciudad moderna. ¿Cómo podrían, si no, conocerse unos a otros los hombres-clave? Si vivieran separados por varias millas de distancia y se comunicaran únicamente por televistos, no se necesitaría para nada una ciudad... El motivo de que Canabec sea la nueva metrópoli de América del Norte...

—¡Caramba! —exclamó Mr. Bligh, de Canabec, consultando su reloj—. Si pierdo el expreso de St. Lawrence no llegaré a casa hasta esta tarde. No quiero darles prisa, caballeros, pero si han decidido ustedes llevar a cabo esta obra, vamos al grano. Como ya les he dicho, yo puedo darles diez acres de terreno, los cuales serán suficientes para ubicar su industria; el edificio tendrá un mínimo de cien pisos, con un sesenta por ciento de viviendas. Aunque me atrevería a decir que Mr. Craig —se volvió a mirarme—, que va a construirlo para ustedes, está familiarizado con nuestras normas.

—Desde luego —dije brevemente, y volví a dirigirme a Cohen—: ¿Estaba usted en Nueva York cuando cayó la Torre Americus?

—Yo tenía mi residencia en el ático de la Americus —intervino el frívolo Mr. Murphy—, y era el más agradable de todos los hogares en que he vivido. Si puede prestarme unos minutos de atención, Mr. Craig, le mostraré lo que quiero que construya para mí a modo de residencia en la cima de su nueva Unidad Central de Canabec, y lo alquilaré por veinte años, a ochenta mil dólares anuales.

Mr. Murphy era un hombre lo bastante importante como para ser admitido a nuestra conferencia en calidad de observador, pero él opinaba que podía tomarse ciertas libertades. Había heredado una gran fortuna.

—Creo que no estaba usted en casa cuando cayó la Torre Americus, ¿no es cierto Mr. Murphy? —inquirió Cohen.

—¡Oh! ¡No estaría vivo! —exclamó Mr. Murphy—. En realidad, caballeros, estaba en mi finca del Maine, a orillas del mar. Precisamente me encontraba revisando las instalaciones de mi pista de bolos —Mrs. Murphy y yo somos muy aficionados a los bolos—, cuando se presentó mi empleado Rogers y me dijo que la radio acababa de anunciar la caída de la Torre Americus. Al principio no me lo tomé en serio; pensé que se trataba de un error informativo. «¡Tonterías, Rogers!», le dije a mi empleado, Sin embargo, caballeros, poco después se presentó mi esposa a almorzar, y lo primero que me dijo, caballeros, fue: «Darius, ¿te has enterado...?»

—...de que la Torre Americus ha caído —terminó Cohen.

El tema constituía un tópico de inagotable interés para los neoyorquinos, pero Mr. Murphy se estaba poniendo pesado, como de costumbre.

—¡Ah, exactamente! —dijo Mr. Murphy, dirigiendo una mirada de aprobación al ceñudo Cohen—. Esas fueron sus palabras.

- Post mortem, caballeros —dijo Mr. Blight, en tono impaciente. A través de mi ventana dirigió una mirada al moribundo Nueva York—. La caída de la Torre Americus dio origen a su Ley de Seguridad, limitando la altura de los edificios a diez pisos, aunque la Ley estaba justificada de todos modos. Sus rascacielos estaban creando tales problemas de tránsito...

—¡Ni hablar! —le interrumpió Cohen—. Perdone, Mr. Blight. Yo le diré a usted lo que creó aquel problema de tránsito: fue nuestro sistema de transportes. Retrocedamos a 1930, cuando realmente empezó la construcción en serie de rascacielos, y veamos lo que se hacía en lo que respecta a los transportes. Se construyó el primer puente sobre el río Hudson, por ejemplo, situándolo en la calle Ciento Setenta y Ocho. ¿Quién necesitaba ir a la calle Ciento Setenta y Ocho? Los viajeros querían ir al centro de la ciudad, y tenían que recorrer siete millas a través de la isla de Manhattan para llegar allí. Supongo que resultó más fácil ubicarlo en aquel lugar... lo cual me recuerda un chiste que anoche me contaron en el Home Circuit... ¿No es usted socio del Home Circuit, Mr. Blight? Tienen lo más nuevo... Bueno, el chiste se refería a un borracho que perdió su reloj una noche en la calle Catorce, pero fue a buscarlo a la calle Cuarenta y Dos, porque en ésta había mucha más luz. ¡Ja, ja!... Lo mismo ocurrió con el puente. ¿Y qué pasó con los trenes subterráneos? Tendieron una gran línea de norte a sur, en vez de tender líneas más cortas en Long Island y Jersey, para que la ciudad se extendiera hacia el este y el oeste. La ventaja que ustedes tienen sobre nosotros, en mi opinión...

—¡Los neoyorquinos! —suspiró Mr. Blight—. Hablemos de negocios, caballeros, por favor.

—En mi opinión —repitió Cohen—, Canabec se ha convertido en el centro del mundo debido a que ha tenido la visión suficiente para adaptarse a los hechos. Rascacielos, desde luego. Pero con una elevada proporción de viviendas: este es el detalle. Canabec, con seis millones de habitantes, no tiene ningún problema de tránsito. La gente vive donde trabaja, y no necesita desplazarse. Nosotros tratábamos de aplicar aquí esa solución, hasta que la caída de la Torre Americus dio al traste con todo.

Frunció el ceño.

—Teníamos capacidad directiva —continuó—, pero ni pizca de imaginación. Invertimos un billón de dólares en la traída de agua a la ciudad, vaciando lagunas situadas a un centenar de millas de distancia, teniendo el Hudson delante de nuestras narices... Cuando la última laguna se secó, alguien se fijó en el Hudson y se le ocurrió estrecharlo en Spuyten Duyvil y levantarlo por encima del nivel del agua salada. Hace sólo dos años, vertíamos en el río nuestras aguas residuales... Nueva York no era una ciudad, era un gran poblado indio.

—Puertaventanas a prueba de gases y una planta de ventilación —dijo Mr. Murphy—. Debo insistir en eso, como hice en mi hogar de la Torre Americus, porque con Rusia a seis horas de distancia nunca se sabe lo que puede pasar. Cuando los Estados Unidos eran la única nación fuerte, no había problema; pero ahora hay tres —cuatro, contando el Canadá—, y en el periódico del pasado domingo leí un artículo describiendo la próxima guerra, y se me puso la carne de gallina. Y a Mrs. Murphy no le gustan las paredes de cristal; dice que privan a un hogar de toda su intimidad. Cualquier Tom, Dick o Harry puede espiar lo que hace en su apartamento... De modo que...

—Mr. Craig —dijo Cohen—, me he preguntado a menudo lo que podía haber de cierto en los rumores que circularon acerca de una conspiración de los obreros metalúrgicos para sabotear la Torre Americus, debido a que el constructor había sido un rompehuelgas en el Oeste.

—Poppycock. ¿Se refiere usted a que podían colocar la estructura metálica de modo que más tarde se viniera abajo? Imposible, Mr. Cohen. En Nueva York disponemos de un Departamento de Construcciones, con un competente grupo de inspectores, y la compañía que construyó el edificio disponía de sus propios supervisores. Y yo conozco al ingeniero que diseñó la estructura, y era uno de los mejores.

—Creo que usted vio derrumbarse el edificio, mister Craig.

—Sí —dije, resignándome a contar una vez más la vieja historia—. Y fue una suerte que no me aplastara, ya que yo era uno de sus inquilinos... Como ustedes recordarán, el edificio se derrumbó el día que el primer Controlane aterrizó en Nueva York, y ese fue el motivo de que murieran tan pocas personas: un centenar, aproximadamente. Casi todo el mundo había ido a presenciar el aterrizaje de la nave en el campo de Welfare Island, en el East River. Recordarán que era un sábado, y el alcalde lo declaró día festivo.

»Aquella mañana, a las once, me encontraba en el puente de Queensboro, hablando con un individuo que me describía la nueva nave, ponderándome la gran mejora que significaba en el mundo de los transportes; no era mucho mayor que el primer buque de vapor del viejo Robert Fulton. Me habló de las vías de control, y de cómo la nave era levantada y propulsada por medio de energía enviada a través del aire por las estaciones; dijo que aquellas estaciones podían levantar una locomotora y una hilera de vagones e impulsarlos a través del aire, y yo era lo bastante anticuado como para maravillarme.

»Se estaba produciendo cierto retraso, y yo no esperaba ver llegar la nave. Si no recuerdo mal, en aquella época la energía no era selectiva, y algunos bromistas arrojaban cosas desde el puente al chorro de energía, para contemplar cómo se desvanecían al ser impulsadas por el chorro a través del océano. Corrió la voz de que la nave estaba retenida en Islip, Inglaterra, a la espera de que cesara el bombardeo. Afortunadamente, la almohada protectora funcionaba bien, y nadie resultó seriamente lastimado, excepto en su dignidad; el embajador norteamericano, en pleno discurso, fue alcanzado por una corteza de melón, y luego llegaron pepinos y otros comestibles, ninguno de ellos muy escogido ni bien recibido. La policía de Nueva York se presentó en el puente para acabar con aquellos lanzamientos, y alguien gritó que el puente iba a ser arrastrado por el chorro, y se produjo una ola de pánico. Un tipo me empujó mientras otro me birlaba el reloj, y decidí marcharme a mi oficina y ver la nave otro día.

»Me marché andando, desde luego. En aquella época era el modo más rápido de circular por Nueva York. ¿Recuerdan las calles? Atestadas de automóviles, unos pegados a otros...

»Llegué a la calle Cuarenta y Dos, contemplé la Torre Americus a través del Bryant Park y pensé cuánto me gustaría ser su propietario; era un inmueble magnífico. Tenía doscientos pies de anchura en la base, cien pies de longitud y noventa pisos de altura. Un edificio para oficinas terminado hacía seis meses y con una renta en bruto de tres millones de dólares al año. Una suma muy atractiva, pensé con envidia. Tweed era un tipo con suerte. Tweed, como ustedes recordarán, era el propietario. Un gran éxito como aquel edificio, pensé, y me daría por satisfecho. Tweed había escogido una buena vecindad: una vecindad de clubs profesionales. Su edificio se remontaba por encima de todos ellos; noventa pisos de ladrillo hueco y de piedra caliza de Indiana, con el nuevo tejado holandés, dorado, sin una mancha ni una grieta, todo alquilado y produciendo para Tweed.

»Un camión cargado de tierra salía en aquel momento del solar contiguo a la Americus, en su lado oriental. Un nuevo rascacielos iba a levantarse allí; el excavador trabajaba a destajo, y le tenía sin cuidado la llegada de la nave.

»Estaba en el cruce de la calle Cuarenta y Dos con la Quinta Avenida, y me disponía a cruzar la calle, cuando oí el primer crujido. No fue muy fuerte; una puerta cerrada de golpe a mi lado me hubiera sobresaltado más. Se produjo una especie de trepidación, como la de un tren subterráneo oída desde la superficie.

Hice una pausa para encender un cigarrillo. Era una vieja historia, pero tenía un interés inmarchitable para los neoyorquinos, que encontraban en ella la fascinación de los misterios sin resolver y quizás insolubles. Las tranquilas calles de Manhattan podrían tapizarse en toda su longitud con el papel que se ha ennegrecido con discusiones acerca del derrumbamiento de la Torre Americus.

—Doce habitaciones y cinco cuartos de baño —dijo Mr. Murphy—, un verdadero palacio. Nosotros teníamos un estudio-sala de estar o treinta y cinco pies de longitud y veinte pies de altura; opino que lo que da más categoría a una vivienda son los techos altos. Pero no hay que olvidar las puertaventanas a prueba de gases, cerrando todas las aberturas al aire. Mrs. Murphy y yo no podríamos descansar tranquilos si creyésemos que podíamos ser gaseados en nuestros lechos. ¿Quién podría hacerlo, en realidad?

»Perdone, Mr. Craig, no pretendo interrumpirle. Sí, nosotros estábamos en nuestra finca de recreo, en Maine, cuando se derrumbó el edificio. Habíamos dejado nuestro hogar de la Americus a mediados de mayo, y llevábamos unas seis semanas en la playa cuando ocurrió la catástrofe. ¿Quién podía imaginar una cosa tan terrible? Me parece estar viendo a Mrs. Murphy, esperándome en el ascensor. "Darius —me dijo—, ¿estás completamente seguro de que has cerrado todas las ventanas, y de que has dejado abiertas todas las puertas interiores? Eres tan descuidado..." Habíamos tenido problemas con los ratones, y cuando en una casa hay ratones lo más juicioso es dejar abiertas las puertas interiores cuando uno se ausenta, ya que los muy granujas son capaces de agujerearlas para abrirse paso. Puede evitarse utilizando puertas de acero, desde luego. Pero yo soy partidario de las puertas de madera incombustible. Las de acero resultan frías, deshumanizadas... ¿No opina usted igual?

—Sí, Mr. Murphy, sí... Y luego se produjeron aquellos ensordecedores chirridos. Mis ojos contemplaban la Americus, y puedo asegurarles que estaban desorbitados. Los escaparates de las tiendas de la planta baja habían desaparecido; yo no los había visto desaparecer, ni los había oído; no podía oírse nada que no fuera aquel implacable chirriar... Los sillares de piedra que formaban el revestimiento exterior entre las aberturas de las ventanas se desprendieron, y dejaron al descubierto el armazón de hierro de color rojo. Levanté la mirada hasta el tejado. Las brillantes superficies doradas parecían ondular a la luz del sol.

»El edificio estaba... La gran Torre Americus... No podía creerlo. Al igual que nuestro amigo Mr. Murphy, aunque con menos disculpa, no podía creerlo. Permanecí allí. Los tres pisos de piedra labrada estaban ondulando, doblándose, y parecían tan flexibles y elásticos como la goma. No se desintegraban; no caían. Y luego cayeron —tres pisos de piedra labrada— a la calle. Pero mi incredulidad era tal, que me pareció que caían lentamente, como hojas de papel columpiándose en el aire.

»El edificio estaba cayendo. La Torre Americus estaba cayendo. La mampostería de todo el piso veinticinco —algunos dijeron que era el dieciocho, pero yo vi que era el veinticinco— cayó lentamente, flotando.

»La Americus se estaba inclinando. Su fachada se disolvía. Yo afirmo que la estructura de acero empezó a fallar en el piso veinticinco. Ahora ya no importa, pero en un momento determinado fue muy importante, antes de que la opinión pública llegara a unas conclusiones prematuras. Yo atestigüé en aquel sentido, diciendo lo que había visto; otras personas dijeron lo que ellas vieron. La fachada por debajo del piso veinticinco, pareció resistir mientras los veinte pisos superiores iniciaban su caída. Y luego toda la enorme estructura se movió de su lugar en el cielo... se movió hacia adelante, lentamente, muy lentamente; reuniendo velocidad.

»Di media vuelta y eché a correr, Nunca había corrido tanto; ni siquiera me daba cuenta de que corría; no pensaba más que en alejarme, para poner a salvo mi vida. Llegué al final de la Quinta Avenida. Dirigí una rápida mirada a mi alrededor, para comprobar si podía considerarme a salvo, y vi a la gente en la estación del Elevado de la Sexta Avenida, boquiabierta, con los brazos levantados. El pasado mes de febrero conocí a un hombre en Sebring que aquel día se encontraba en la estación del Elevado; me dijo que en aquel momento no había tenido consciencia de estar asustado, pero que su corazón dejó de latir. El mío, en cambio, parecía un caballo desbocado. Me han dicho que el aire estaba lleno de terribles sonidos, pero yo no oí nada. Cuando la Americus se desplomó sobre el Bryant Park y las manzanas situadas más al norte —la residencia de Mr. Murphy aterrizó en la calle Cuarenta y Cinco, aplastando una casa de diez pisos—, el estrépito se oyó en Irvington-on-the-Hudson y en Summit, en Nueva Jersey, pero yo no oí nada, palabra de honor. Yo estaba corriendo.

»En aquella época estaba muy gordo, y perdí el aliento en las cercanías de la calle Cuarenta y Cinco; un agente de policía me agarró por el hombro. Yo estaba tan ocupado en llenar de aire mis pulmones que no podía hablar. Yo conocía al agente y el agente me conocía a mí, y me dijo que había creído que yo estaba corriendo después de haber colocado una bomba; pero no supe hasta unos meses más tarde, en el curso de la investigación, que había disparado un tiro contra mí. Lo único que dijo al verme la cara fue: "Pero si es Mr. Craig..."

»"¿Lo ha visto?", jadeé.

»"¿El qué? Lo he oído, desde luego. ¿Qué ha pasado?"

»”El agua que bajaba por la calle Cuarenta y Cinco nos llegaba más arriba de las rodillas; se había roto una tubería, evidentemente.

»"Retrocedamos", dije. Y llevando al agente pegado a mis talones, corrí en sentido contrario, como si una ola me hubiera lanzado hacia la calle Cuarenta y Cinco y ahora me arrastrara, alejándome de ella con la misma fuerza.

»Sí, hay muchas personas en Nueva York que deben su vida a la llegada del nuevo Controlane y a la decisión del alcalde de declarar festivo aquel día. Siete mil personas hubieran estado trabajando en la Americus, tendida ahora a través del Bryant Park como un buque destrozado contra las rocas de un acantilado. Desde el último terremoto ninguna ciudad moderna había presenciado nada semejante; y me atrevo a decir que ni siquiera entonces lo presenciaron. Hace sesenta años, en San Francisco, los edificios que poseían estructuras metálicas permanecieron en pie; el clamor contra ellos después del desastre de la Americus fue un pánico reaccionario. Lo mismo que se condenó a los barcos con estructuras metálicas después del hundimiento del Titanic y del Burgundia; el Burgundia desplazaba noventa mil toneladas, y se hundió como una pequeña taza. Un accidente es un accidente, y ocurrirán hasta el fin del tiempo. El desastre de la Americus podía haber sido mucho peor. Creo que no murieron más de ciento cincuenta personas en total, lo cual fue una gran suerte, desde el punto de vista del resto de nosotros.

»Las empresas Northard y Hennessy, especializadas en aquella clase de tareas, tardaron cuatro meses en retirar los escombros; invirtieron dos semanas en limpiar la calle Cuarenta y Cinco de los restos del tejado metálico. Por cierto que el Metropolitano sólo obtuvo dos mil dólares de la venta del tejado como chatarra: un precio sospechosamente bajo, teniendo en cuenta que el metal se cotizaba en el mercado a un dólar y diez centavos la libra... En fin, el hecho no tiene importancia; lo he mencionado, porque salió a relucir en el curso de la investigación.

—Aquella fue una gran investigación —dijo Cohen—. Algunos de los testigos tenían que haber salido de la sala entre dos policías, ya que es evidente que violaron la Ley P. & P.

—Propaganda —asentí—. El testimonio de Harrigan es un claro ejemplo: propaganda descarada del nuevo procedimiento a base de acero estriado. Yo mismo había pensado algunas veces que los proyectistas llegaban demasiado lejos en su afán de hacer más ligeras las estructuras metálicas, pero yo no soy ingeniero, y supongo que Hendricks conoce su oficio; él diseñó la estructura de la Americus. Y demostró que se habían tenido en cuenta todos los factores de seguridad exigibles.

—Sin embargo, creyeron a Harrigan...

—¡Ya les he dicho que Harrigan vendía acero estriado! Observen el edificio de cincuenta pisos de la calle Mail, y verán ustedes las llamadas «grietas de asiento». Esta denominación es un puro eufemismo; en realidad, las grietas tienen su origen en el alabeo de las columnas de acero estriado. El material posee una enorme fuerza tensadora, y es excelente para armazones y conexiones —vigas secundarias, tizones y empalmes de vigas—, aunque yo prefiero el hierro colado, incluso, a efectos de compresión. No soy ingeniero, pero cada día apuesto mi dinero sobre mis ideas en el ramo de la construcción. El acero no falló hasta que la Americus se desplomó... arrastrada por la mampostería.

»Pero la gente excitada e intrigada está dispuesta a escucharlo todo; recordarán ustedes a aquel detective aficionado que metió las narices en el asunto y afirmó seriamente que las columnas del primer piso no eran de acero, sino de tierra cocida...

—¡Caballeros, caballeros! —dijo Mr. Blight.

—Creo, Mr. Craig —intervino de nuevo Mr. Murphy—, que ustedes, los constructores, calculan sus costos por pies cúbicos; corríjame si me equivoco. Ahora bien, incluyendo la sala de observación y el garaje, yo disponía de unos ciento diez mil pies cúbicos en mi residencia de la Torre Americus, y si les pago a ustedes ochenta mil dólares al año...

—Hendricks insistió hasta el día de su muerte en que los soportes de carga se habían movido. Era el mejor ingeniero de Nueva York, pero se había ganado su reputación reduciendo los márgenes de seguridad. Cualquiera puede diseñar una estructura si se le da carta blanca para reforzarla, pero el ingeniero que obtiene el contrato es el que utiliza menos material. Cuando fue construida la Americus, el acero se vendía a cien dólares la tonelada, y un ahorro de un millar de toneladas era digno de tenerse en cuenta. Yo opino que su cuarenta por ciento de aleación de aluminio era excesivo, en las columnas, pero todo el mundo lo había aceptado en la práctica, sin oponer el menor reparo.

»El acero falló en alguna parte, transformando en tensiones lo que tenían que ser compresiones. Los edificios con estructuras metálicas resisten una sacudida, un terremoto, por ejemplo, mucho mejor que un inmueble construido de acuerdo con las normas tradicionales; pero son más sensibles a un impulso lateral. Una bomba que estalle junto a una pared de mampostería abrirá un agujero en ella y dejará el resto de la pared en pie; pero si aquella bomba destruye una columna de una estructura metálica, todo el edificio se vendrá abajo. Esta es mi opinión, aunque no sea ingeniero. Hendricks dijo que el centro de gravedad de la carga se había desplazado, para gravitar sobre unas columnas que no estaban diseñadas para soportar aquel peso, pero no pudo explicar cómo había sucedido. Sus planos están todavía en los archivos municipales, y muchos ingenieros competentes los han revisado.

—¿Qué me dice usted de los cimientos?

—Nada que no se sepa ya. Aquella excavación contigua a la Americus pudo tener algo que ver con la catástrofe. Lástima que el excavador y sus ayudantes resultaran muertos cuando el muro de aguilón cayó sobre ellos. Dan Derry, más conocido por el apodo de «Dinamita Dan», era el excavador. Había hecho estallar varios barrenos al mismo tiempo, lo cual resulta poco prudente, ya que existe la posibilidad de que una carga sin estallar quede en la roca. Después de vaciar el agua del solar se procedió a una minuciosa inspección, pero no se descubrió nada.

—¿El agua? —inquirió Mr. Murphy, frunciendo el ceño.

—El conducto principal quedó roto, naturalmente.

—Mrs. Murphy...

—Los cimientos reposaban sobre un lecho rocoso y nada indicaba que se hubieran movido. Recordarán ustedes el informe del comité investigador; tras pasar revista a todas las posibilidades, se inclinaron por la teoría del ingeniero que atribuía el derrumbamiento a la «fatiga de los materiales».

—En otras palabras —sonrió Cohen—, dictaron un veredicto de muerte por suicidio: la Torre Americus se había cansado de vivir.

—¿Puedo atreverme a esperar que encontraremos tiempo para atender a nuestro negocio? —dijo Mr. Blight—. Si pueden utilizar ustedes esos diez acres en Canabec...

—Se me ocurre una idea —dijo Mr. Murphy—. Tal vez usted pueda resolver una controversia doméstica, Mr. Craig. A menudo he discutido con Mrs. Murphy —y no siempre de un modo amistoso—, a causa de su manía de utilizar mis navajas de afeitar.

»¿Se han fijado en lo que ocurre con las navajas de afeitar? Si se utiliza siempre la misma, llega a fatigarse y no corta. Pero si se la deja descansar, vuelve a funcionar perfectamente. Y lo mismo sucede con un hombre que parte una roca con un mazo; la golpea una docena de veces sin resultado, y luego, al siguiente golpe, se parte en dos.

—La fatiga de los materiales, Mr. Murphy —dije—, es un tema acerca del cual los científicos no han podido producirse todavía. Saben que es un hecho. Y nosotros podemos aceptar como un hecho que si la Torre Americus no contaba con un margen de seguridad suficiente, si el acero estaba sobrecargado hasta el límite de su resistencia, pudo haber resistido algún tiempo y luego ceder a la fatiga.

—Lo que ha dicho usted acerca de la rotura de la conducción de agua, Mr. Craig —insistió Mr. Murphy—, confirma mi postura de entonces. Después del desastre, el municipio me presentó una factura descabellada por consumo de agua. Tuve que declarar bajo juramento que cuando la Torre Americus se derrumbó yo llevaba seis semanas sin residir en ella. No puede imaginar cuan desatentos se mostraron aquellos individuos.

Cohen cogió los contratos que Mr. Blight le tendía, les echó una ojeada y los dejó sobre la mesa.

—¡Rascacielos, Mr. Craig! —exclamó.

—Desde luego —dije—. Una necesidad de la industria moderna; la gran unidad.

—¿Qué decía usted, Mr. Blight, acerca de la Ley de Educación de Canabec?

—Nos hemos puesto al día —dijo Mr. Blight orgullosamente—. Nuestros jóvenes deben abandonar las escuelas y encontrar un empleo remunerado a la edad de dieciocho años.

—Yo tenía veinticuatro cuando me gradué —dijo Mr. Murphy—. Es evidente, Mr. Blight, que un muchacho no puede completar el estudio del latín, del griego...

—Ni del sánscrito, Mr. Murphy; y todos los argumentos en favor del estudio universal del latín y del griego tienen validez para el sánscrito. Es el idioma básico y posee una gran literatura. Y, para la mayoría de las personas, la astrología es una ciencia más divertida y más interesante que las matemáticas superiores, y tan útil como estas últimas. Ustedes cometen el error de dejar a los educadores profesionales la tarea de decidir lo que los niños deben aprender; al limitar la edad escolar, nosotros persuadimos a nuestros ciudadanos para que se tomen interés en la educación de sus hijos y para que procuren que no pierdan el tiempo. Ustedes dejan que los jurisconsultos elaboren sus leyes, los profesores controlen su educación, los soldados planeen sus instituciones militares, y la población planee sus ciudades.

—Digamos más bien los contribuyentes —rectificó Cohen—. La mayoría de contribuyentes aprovecharon el derrumbamiento de la Americus para imponer unos determinados límites a la altura de los edificios. Sus intereses, desde luego, resultaban perjudicados por la construcción de rascacielos. El hecho de que el proceso fuera inevitable, biológico, no les servía de consuelo. Nosotros somos constructores, como hormigas: proporcionalmente, su Canabec no es tan alta como las ciudades levantadas por las hormigas africanas; nuestras ciudades son parte de nuestro proceso vital, y aunque podemos mejorar sus efectos sobre el individuo, no podemos forzar la biología humana, obligando a unos ciudadanos a unirse, a cooperar, a construir... rascacielos.

—No me parece lógico comparar a un ser humano con una hormiga, Mr. Cohen —objetó Mr. Murphy—. Es mucho más inteligente, sin duda.

—¿Quién?

—¿Eh? El ser humano, naturalmente.

—No estoy de acuerdo, Mr. Murphy. Primero llega el reparto del trabajo, luego la adaptación a la tarea, y finalmente la división de opiniones. Las hormigas han recorrido todo el camino.

Cohen era extravagante, mordaz, inclinado al escarnio; yo comprendía perfectamente sus sentimientos. También yo era un neoyorquino de muchas generaciones, y había sido testigo de la progresiva decadencia de nuestra ciudad. Los que viven en el campo se encariñan con la colina y el arroyo familiares; se encariñan incluso con el árbol —un simple vegetal— que da sombra a su casa. ¿No sería mayor su orgullo, más susceptible de ser herido profundamente, si su gente hubiera construido cada pie de aquel paisaje, si aquel árbol fuera un gigantesco edificio levantado por su gente? Cohen y yo, obedeciendo a la voluntad de vivir, más fuerte que el amor, más impetuosa que el orgullo, estábamos aquí para preparar una emigración en masa a la ciudad que estaba suplantando a nuestro incomparable Nueva York.

—No es una cuestión de sentimiento —declaró Cohen, como si hubiera captado mis pensamientos—. ¡El gran edificio es una necesidad insoslayable! Si vivimos, tenemos que crecer; a nuevos tiempos, nuevos sistemas. Nada de lo que se alega contra el rascacielos es un defecto del rascacielos. ¿Congestión del tránsito? El gran edificio inmoviliza el tránsito, reúne a una multitud de personas en un lugar. Dicen que convierte la calle en un desfiladero... Pero, ¿acaso no convierte a su vez la casa en una colina? Existe una morbosa oposición a los cambios; la gente desea que las cosas continúen como son, como eran. Fíjense en nuestros coleccionistas de antigüedades: mi esposa pagó ayer seis mil dólares por una cama de latón, fabricada en 1910; y ha colocado en nuestra sala de estar, donde tengo la mejor calefacción eléctrica, una antigua estufa de petróleo que huele a demonios. Botellas de Gordon Gin de contrabando, discos de fonógrafo, llamadores de hierro... Ella dice que soy un bárbaro. Que no sé apreciar lo que es bello y artístico.

—¿Su esposa colecciona botellas de G. G., Mr. Cohen? —inquirió Mr. Murphy, en un tono más deferente que el que había utilizado hasta entonces—. Me gustaría saber lo que opina de las pocas que he conseguido reunir; creo que son auténticas, pero no tengo una seguridad absoluta. ¡Abundan tanto las falsificaciones! ¿Posee su esposa alguna botella de American Scotch? Yo tengo una, y el comerciante me dio su palabra...

—¡Por favor, caballeros! —le interrumpió mister Blight—. Recuerden que estoy a más de mil kilómetros de mi casa y que todavía no he almorzado... Bueno, tendré que llamar. —Sacó su televistor de bolsillo—. ¡Allo! Billy llamando... ¡Hola, Molly! Te he llamado para decirte que posiblemente no almorzaré en casa... ¿Cómo dices, cariño?... ¡Oh, no, no!... Te aseguro que no, estoy en Nueva York, en una conferencia... Sí, negocios... ¡Oh, Molly! ¿Cómo puedes pedirme que sea tan descortés?... ¡Oh! Muy bien, querida, espera un momento. —Se volvió hacia nosotros, con las mejillas encendidas en rubor, y dijo—: ¿Me permiten ustedes?

También nosotros estábamos casados; nos pusimos en pie, sonriendo, y saludamos a la dama con una inclinación cuando apareció en la pantalla del televistor; sus ojos nos barrieron con una penetrante mirada.

—Lamento mucho que haya ocurrido esto, caballeros —dijo Mr. Blight, desconectando el televistor—. ¿Podemos ahora continuar con nuestro negocio?

—Sé lo que usted siente, Mr. Blight —dijo Mr. Murphy—. Y hablo como un compañero de enfermedad, y no como un médico. La semana pasada fui a pescar a Chesapeake. En aquellas aguas no hay nada que valga la pena, pero paso unas horas al aire libre. Entretenido con la pesca, olvidé mi televistor en la playa. No quieran saber la que me esperaba en casa por haber permanecido tanto tiempo fuera de la vista de mi esposa... Y no es que yo sea una persona olvidadiza, al contrario.

»A propósito, Mr. Craig, hay algo que no he podido olvidar durante los últimos veinte años, desde que el municipio me pasó aquella absurda factura por cien mil pies cúbicos de agua. Desde luego, si yo debía aquel dinero, estaría dispuesto a pagarlo incluso ahora. ¿Está usted completamente seguro de que se rompió la conducción?

—Desde luego... Mr. Cohen, será mejor que cerremos el trato. Si firmamos enseguida, tomaré el expreso de St. Lawrence con Mr. Blight y mi superintendente, y mañana por la mañana iniciaremos los trabajos. Tienen que decidir ahora si utilizarán ladrillo o cristal; a este respecto, he de informarles de que los albañiles se han declarado en huelga contra las nuevas máquinas que colocan mil ladrillos por minuto. El cristal les costará un poco más, pero no necesitarán ventanas, y el edificio resultará más moderno en todos los sentidos.

—Para los hogares prefiero las paredes de ladrillo —dijo Cohen—. Resultan más íntimas... Podemos construir treinta y cinco pisos de cristal, y los sesenta y cinco superiores de ladrillo. ¿Qué hay acerca de la iluminación? ¿Han pensado algo en este sentido?

—Yo continúo siendo partidario de las antiguas bombillas. Por otra parte, el servicio de Radio-luz es poco satisfactorio en cuanto se hace de noche. Para la calefacción, utilizamos el Silver-Bar, el mismo que tienen ustedes en sus hogares; el precio de la instalación es algo elevado, pero se amortiza en poco tiempo.

—Nosotros utilizamos luz de gas y calefacción a vapor —dijo Mr. Murphy con inocente vanidad—. Esos inventos modernos son muy vulgares, ¿no creen? A mí que me den el suave parpadeo de la llama del gas en los mecheros, y el alegre zumbido del vapor en los radiadores. Es un poco más caro, desde luego, pero a nosotros nos gustan las cosas antiguas. Dan otra atmósfera a un hogar. Y nosotros tenemos auténticos radiadores de la época de Hoover en todas las habitaciones. —Sonrió tímidamente—. No es que tenga importancia, Mr. Craig, pero me alegro de tener la seguridad de que cerré el grifo del agua de la bañera en nuestra residencia de la Torre Americus. Mrs. Murphy insistió siempre en que no lo había cerrado, y yo sostenía lo contrario. Y mientras estábamos discutiendo, el edificio se derrumbó, de modo que el asunto no quedará nunca claro entre nosotros.

Cohen contempló la pluma que tenía en la mano; la responsabilidad del momento le abrumaba. Habían transcurrido quince años desde que Nueva York dejó de crecer; doce desde que registró su primer descenso de población. Iniciado el movimiento, las ciudades que no habían adoptado la arbitraria altura-límite, habían aumentado lentamente de volumen, pero la nuestra sería la primera deserción en gran escala. Y no faltarían imitadores.

—Nuestro defecto —dijo Cohen— fue el de situar la administración en un plano demasiado elevado; siempre escogimos como caudillo al directivo más capacitado. Y la capacidad directiva no convirtió a Norteamérica en la primera potencia mundial, ni salvó a las otras naciones. ¡Fue la imaginación! Fue la empresa privada. La imaginación es privilegio de una minoría, y la empresa privada siempre la acoge con agrado. Al gobierno, a la administración, no les gusta la imaginación, se muestran hostiles a ella. El Gobierno expresa el modo de pensar de la mayoría que carece de imaginación. La empresa privada construyó Nueva York, la convirtió en la capital del mundo; y luego, a causa de una pequeña catástrofe, fue apartada a un lado, y la mayoría que carece de imaginación se hizo cargo de la ciudad, con sus rostros vueltos hacia el pasado. Basta de integración; basta de crecimiento; basta de rascacielos.

—Pero, Mr. Cohen —dijo Mr. Murphy, con desesperante paciencia—, antes de que existieran los rascacielos había grandes ciudades. Londres, París, Roma...

—Esas ciudades tienen ahora sus rascacielos —dijo Mr. Blight—. Y siempre han construido tan alto como han podido. El edificio moderno resultaba imposible antes de la invención del ascensor. Incluso así, Roma tenía sus edificios de diez y doce pisos... Por lo visto, los romanos tenían las piernas más fuertes en aquella época. ¿Y bien, Mr. Cohen?

Cohen hundió la pluma en el tintero.

—Recuerden la sangre y las lágrimas que costó la construcción de las pirámides. ¿Y para qué? Una de las historias más antiguas de nuestra raza es la de los hombres que trataron de construir una torre que llegara al cielo. Me atrevería a decir que fueron saboteados por los contribuyentes locales, cuyas cuevas no podrían ya ser alquiladas...

Yo había estado haciendo algunos cálculos.

—Esto puede tener un valor puramente histórico —dije, contemplando el resultado—, pero ahora estamos haciendo historia. Mr. Murphy, ¿dice usted que el municipio le envió una factura por cien mil pies cúbicos de agua? El agua no podía proceder de la conducción rota, pues de ser así no la hubiera registrado su contador.

—El municipio aceptó que el contador se había estropeado a consecuencia de la catástrofe, Mr. Craig —dijo Mr. Murphy—, cuando yo puntualicé que mi residencia había permanecido cerrada por espacio de seis semanas.

—¿Cerró usted bien, puertas y ventanas?

—¡Oh, sí! Mrs. Murphy...

—Mrs. Murphy, de Chicago —murmuró Cohen, captando mi intención. Sus ojos negros brillaban intensamente.

—De Nueva York, Mr. Cohen... Sí, lo hice todo rápidamente. Estábamos en mi habitación, vaciando mi bañera —habíamos enviado a los criados delante de nosotros—, cuando mi empleado Rogers nos envió recado de que la agencia de viajes le había comunicado que se aproximaba una tormenta, y que debíamos darnos prisa. Vistiéndome rápidamente...

—¿Dónde estaba su cuarto de baño?

—En el entresuelo. Teníamos cinco cuartos de baño. Pero creo que en nuestra residencia de Canabec...

—Si estaba vaciando su bañera, es posible que con las prisas interrumpiera aquella tarea —dije—. Y también es posible se marchara de la casa dejando el grifo abierto.

—Una mera suposición, Mr. Craig. ¿Pero, por qué insiste tanto? Si cree que debo pagar aquella factura, incluso ahora...

Respiré profundamente.

—Cien mil pies cúbicos de agua, caballeros, pesan más de tres mil toneladas. En mi opinión, aunque no soy ingeniero, la estructura metálica diseñada por Hendricks no podía resistir una carga suplementaria de tres mil toneladas... Bueno, supongo que es demasiado tarde para solicitar la reapertura de la investigación sobre el derrumbamiento de la Torre Americus.

—Probablemente —dijo Cohen en tono vehemente, poniendo en marcha el televistor—. Pero no tardaremos ni veinte minutos en conocer la opinión de un experto en lo que respecta al problema de ingeniería... ¡Allo! Póngame con el Departamento de Construcciones, y luego con la Alcaldía. No se vaya, Mr. Murphy, por favor. Parece ser que dio usted un puntapié a la lámpara, pero quizás la ciudad no esté aún destruida. Si existe una posibilidad de derogar la ley del límite de altura en un período razonable de tiempo, y nos permiten edificar aquí como queremos y debemos, mi industria no se trasladará a Canabec.

—¡Caballeros, caballeros! —exclamó Mr. Blight, de Canabec, enfurecido.