NO MOLESTEN A GUS

Algis Budrys

Dos años antes, Gus Kusevic había estado conduciendo lentamente por la angosta carretera que conduce a Boonesboro.

Era una región a propósito para conducir lentamente, de un modo especial en aquella época del año, a finales de la primavera. No había nadie más en la carretera. Los bosques se habían cubierto de un verdor que más tarde agostarían los calores del verano, y las tardes eran todavía frescas. Y, poco antes de llegar a la vista de Boonesboro, Gus vio la casita cerrada y maltratada por el tiempo, edificada sobre un terreno de un cuarto de acre, que estaba en venta.

Gus había detenido su camioneta y se había asomado a la ventanilla, contemplando la casita.

Necesitaba un buen pintado; el entablado de los lados había pasado del blanco al gris, y el conjunto tenía un aire de cosa marchita. En el tejado faltaban algunas bardas, dejando unos cuadros oscuros sobre las tablas de madera de cedro requemadas por el sol, e inevitablemente, algunos de los cristales de las ventanas estaban rotos. Pero los marcos continuaban intactos, y el tejado no se había abombado. La chimenea seguía irguiéndose muy recta.

Gus contempló los hierbajos que crecían en el pequeño jardín de la parte delantera. Su rostro se distendió en una sonrisa. En sus manos notó una especie de comezón: como si tardara en llegarles el momento de empuñar una azada.

Se apeó de la camioneta, cruzó la carretera y se acercó a la puerta de la casita, para anotar el nombre del agente de la propiedad que figuraba en la tarjeta pegada al marco.

Habían transcurrido casi dos años. Era uno de los primeros días del mes de abril, y Gus estaba recortando su césped.

Quería terminar su tarea antes de que empezara la segunda parte del encuentro Gigantes-Kodiaks. Tenía un interés especial en presenciarlo porque Halsey era el lanzador de los Kodiaks, y Gus quería verle en acción.

Trabajaba sin desperdiciar ninguno de los movimientos y sin un excesivo derroche de energías. Una o dos veces interrumpió su tarea para tomarse una cerveza a la sombra del rosal que había plantado alrededor de la puerta principal. De todos modos, el sol calentaba mucho; a primera hora de la tarde, Gus se quitó la camisa.

Poco antes de terminar, un destartalado automóvil se paró delante de la casa. De él se apeó un hombre que llevaba un usado traje de sarga azul y que miró a Gus con aire indeciso.

Gus había dirigido una breve mirada al automóvil cuando éste se detuvo. Había leído el borroso «Oficina del Secretario del Condado de Falmouth» pintado en la portezuela, se había encogido de hombros y había reanudado su tarea.

Gus era un hombre corpulento. Tenía unos hombros muy anchos, y un pecho cubierto de una pelambrera gris. Su estómago había aumentado un poco de volumen con el paso de los años, pero los músculos estaban todavía allí, bajo la capa de grasa. Sus brazos eran más recios que muchos muslos, y sus antebrazos era enormes.

Su rostro estaba cruzado por una red de pliegues y grietas. Sus mejillas estaban marcadas por dos profundos surcos que discurrían desde los lados de su encorvada nariz hasta la roma punta de su barbilla. Sus ojos, de color azul desvaído, pestañeaban encima de unos altos pómulos cubiertos de arrugas. Sus cabellos, cortados casi al rape, eran blancos como el algodón.

El recién llegado examinó el buzón para ver el nombre que figuraba en él, cortejándolo con un sobre que llevaba en la mano. Luego volvió a mirar a Gus, extrañamente nervioso.

De pronto, Gus se dio cuenta de que probablemente no ofrecía una aspecto tranquilizador. El polvo, mezclado con el sudor, se había pegado a rostro, pecho, brazos y espalda. Gus sabía que su aspecto no resultaba demasiado atractivo ni siquiera cuando iba limpio y bien vestido. En aquel momento, no podía reprocharle al hombre su desconcierto.

Trató de sonreír cordialmente.

El hombre se pasó la lengua por los labios, carraspeó y señaló el buzón con un gesto.

—Es usted Mr. Kusevic? —inquirió.

Gus asintió.

—Sí. ¿Qué puedo hacer por usted?

El hombre le tendió el sobre.

—Le traigo un aviso del Ayuntamiento del Condado —murmuró, pero era evidente que estaba mucho más interesado en equiparar a Gus con el rosal, los bien cuidados macizos de flores, los setos, el enlosado camino que conducía a la puerta principal, la pequeña balsa con sus peces de colores debajo del sauce, la casita pintada de blanco con sus persianas nuevas y los visillos visibles a través de los brillantes cristales de las ventanas.

Gus esperó hasta que el hombre hubo terminado con sus obvios pensamientos, pero en su interior suspiró en silencio. Había pasado por este momento de asombro con tantas personas que se había acostumbrado a él, pero no es lo mismo acostumbrarse que olvidar.

—Bueno, pase —dijo, tras una breve pausa—. Aquí hace mucho calor, y en la nevera tengo un poco de cerveza.

El hombre vaciló de nuevo.

—Sólo he de entregarle este aviso del Ayuntamiento —dijo, sin dejar de mirar a su alrededor—. Ha arreglado esto muy bien —añadió.

Gus sonrió.

—Es mi hogar. A un hombre le gusta vivir en un lugar agradable. ¿Tiene usted prisa?

El hombre parecía preocupado por algo de lo que Gus había dicho. Luego alzó la mirada, dándose cuenta de que le habían formulado una pregunta directa.

—¿Eh?

—No tiene usted prisa, ¿verdad? Pase; tomará una cerveza. Nadie está obligado a apresurarse en una tarde de primavera.

El hombre hizo una mueca que quería ser una sonrisa.

—No... supongo que no. ¡De acuerdo! Acepto su invitación.

Gus le precedió, sonriendo de placer. Nadie había visto el interior de la casa desde que la había arreglado; aquel hombre era el primer visitante desde que Gus vivía allí. Boonesboro era un pueblo tan pequeño, que su única tienda no tenía servicio de entregas a domicilio. Y Gus no recibía ninguna carta.

Hizo pasar al hombre al pequeño salón.

—Siéntese. Vuelvo en seguida.

Se dirigió rápidamente a la cocina, sacó un par de cervezas de la nevera, colocó sobre una bandeja un par de vasos, un tazón de patatas a la inglesa y las cervezas, y regresó al salón.

El hombre estaba de pie, examinando las estanterías de libros que cubrían dos de las paredes de la habitación.

Por la expresión de su mirada, Gus se dio cuenta con sincero pesar de que el hombre no era un tipo capaz de preguntarse si un destripaterrones como Kusevic había leído alguno de aquellos libros. Para él, los libros significaban una pérdida de tiempo, especialmente para un individuo como Gus. Otra cosa sería si se tratara de un sujeto interesado en la política.

Gus comprendió que había sido un error esperar algo de aquel hombre. Se había dejado llevar por su hambre de compañía. Siempre había tenido hambre de compañía y ya era hora de que aceptara, de una vez por todas, que nunca encontraría ninguna.

Depositó la bandeja sobre la mesa, descapsuló una cerveza rápidamente y se la tendió al hombre.

—Gracias —murmuró el visitante. Bebió un sorbo, suspiró en voz alta y se secó la boca con el dorso de la mano. Miró de nuevo a su alrededor—. Le habrá costado un pico arreglar todo esto...

Gus se encogió de hombros.

—La mayoría de las cosas las he hecho yo mismo. Las estanterías, los muebles y todo eso. He tenido que comprar algunos de los cuadros, los libros y los discos.

El hombre gruñó. No parecía encontrarse a gusto, probablemente a causa del aviso que había venido a traer, cualquiera que fuese. Gus se preguntó de qué podía tratarse, pero, ahora que había cometido el error de invitar al hombre a una cerveza, tenía que esperar cortésmente a que terminara de beber para interrogarle.

Se inclinó sobre el televisor.

—¿Es usted aficionado a la pelota base? —inquirió.

—¡Desde luego!

—Van a retransmitir el encuentro Gigantes-Kodiaks.

Gus puso en marcha el televisor y se sentó sobre un almohadón para no ensuciar una de las butacas. El visitante se acercó al aparato y se quedó de pie mirando a la pantalla, mientras bebía lentamente su cerveza.

Había empezado el segundo juego y cuando el aparato se calentó apareció en la pantalla la familiar figura de Halsey. El delgado joven, que era zurdo, estaba lanzando la pelota sin ningún esfuerzo aparente, pero la bola pasó por delante del bateador con un zumbido que el micrófono recogió claramente.

Gus señaló a Halsey con un gesto de la cabeza.

—Es todo un lanzador, ¿verdad?

El hombre se encogió de hombros.

—No es malo. Pero su mejor elemento es Walker.

Gus suspiró mientras se daba cuenta de que había vuelto a olvidarse de sí mismo. El hombre no prestaría mucha atención a Halsey, naturalmente.

Pero empezaba a sentirse enojado por la actitud de su visitante, con sus ideas preconcebidas de lo que era adecuado y de lo que no lo era, de quién tenía derecho a cultivar rosas y quién no.

—A propósito —dijo súbitamente Gus—, ¿podría decirme cuál fue la marca de Halsey, el año pasado?

El otro se encogió de hombros.

—Me parece que no. Lo único que recuerdo es que no fue del todo mala. 13-7, o algo así.

Gus asintió.

—Bien. ¿Y la de Walker?

—¿Walker? Bueno, Walker ganó unos veinticinco juegos, ni más ni menos. Y no le devolvieron tres bolas.

Gus sacudió la cabeza.

—Walker es un buen lanzador, de acuerdo. Pero le devolvieron todas las bolas. Y sólo ganó dieciocho juegos. Recuerdo perfectamente su actuación.

El hombre frunció el seño. Abrió la boca para replicar, pero cambió de idea. Su expresión recordó la de un apostante seguro de ganar que acaba de darse cuenta de que la memoria le ha jugado una mala pasada.

—Bueno... —murmuró finalmente—. Creo que tiene usted razón. ¿Cómo diablos se me ha ocurrido pensar que Walker era el tipo? Y, ¿sabe usted una cosa? He estado hablando de él todo el invierno, y nadie me dijo ni una sola vez que estaba equivocado. —El hombre se rascó la cabeza—. Sin embargo, alguien lanzó esas bolas. ¿Quién diablos fue?

Gus contempló en silencio cómo Halsey efectuaba su tercer lanzamiento, y su rostro se distendió en una lenta sonrisa. Halsey era todavía joven; estaba dando sus primeros pasos. Se entregaba al juego con toda la energía y entusiasmo que experimenta un hombre cuando se da cuenta de que es tan bueno como lo haya sido cualquiera antes que él en su profesión.

Gus se preguntó cuánto tiempo tardaría Halsey en descubrir la trampa que se había tendido a sí mismo.

Porque la pelota base no era una competición. No lo era para Halsey. Lo había sido para Christy Mathewson. Lo había sido para Lefty Grove y Dizzy Dean, para Bob Feller y Slats Gould. Para Halsey no era más que una forma complicada de solitario que siempre salía bien.

Halsey no tardaría en comprobar que en un solitario uno no puede aplicarse una desventaja. Si se sabe dónde están todas las cartas, si se sabe que uno va a ganar, a menos que se haga trampa a sí mismo, ¿qué placer hay en el juego? El día menos pensado, Halsey se daría cuenta de que no había un solo juego en la tierra en el que él no pudiera ganar, lo mismo si se trataba de una competición física, organizada y formalmente reconocida como un deporte, que si se trataba de la máquina electrónica con un billón de botones llamada Sociedad.

Y entonces, ¿qué, Halsey? ¿Qué? Y si lo descubres, por favor, en nombre de la hermandad que compartimos, házmelo saber.

El hombre gruñó.

—Bueno, no importa. Puedo consultar las revistas que tengo en casa.

Sí, puedes hacerlo, comentó Gus en silencio. Pero no te darás cuenta de lo que dicen, y, si te das cuenta, lo olvidarás y nunca sabrás que lo has olvidado.

El hombre terminó su cerveza, dejó la botella sobre la bandeja y quedó libre para recordar a qué había venido aquí. Miró de nuevo a su alrededor, como si tratara de encontrar una pista.

—Muchos libros —comentó.

Gus asintió, mientras contemplaba cómo Halsey completaba otra carrera.

—Hum... ¿Los ha leído todos?

Gus sacudió la cabeza.

—¿Qué opina de ese de Miller? He oído decir que es muy bueno.

Bien. El hombre tenía un interés limitado por determinados aspectos de determinada clase de literatura.

—Supongo que lo es —respondió Gus sinceramente—. En cierta ocasión leí las tres primeras páginas.

Y, después de leerlas, había sabido lo que venía a continuación y cuál sería el desenlace, y había perdido todo su interés. La biblioteca había sido un error, uno más de una docena de experimentos similares. Si deseaba familiarizarse con la literatura humana, le hubiera bastado con hojear los libros en cualquier librería, en vez de comprarlos y hacer lo mismo en casa. Hiciera lo que hiciera, no podía esperar que su personalidad se proyectara en el objeto de la contemplación, para extraer una emoción.

Aunque, a fin de cuentas, unas hileras de libros, por muy inútiles que fueran, resultaban preferibles a una pared desnuda. Para Gus, la cultura moderna no tenía un significado mayor que la cultura de los Incas. Por mucho que lo intentara, él no podría ser nunca un Inca. Ni siquiera un Maya o un Azteca, ni nada que se le pareciera.

Pero él no tenía ninguna cultura propia. Este era el problema; el doloroso vacío; la falta de raíces, la ausencia absoluta de un lugar en el cual quedarse y decir: «Esto es mío.»

El hombre le entregó el sobre.

—Tome —dijo bruscamente, habiendo decidido por fin que debía hacerlo, a pesar de su evidente nerviosismo ante la probable reacción de Gus.

Gus abrió el sobre y leyó la nota. Luego, tal como había hecho su visitante, miró a su alrededor. Una expresión de pesar asomó a sus ojos.

—Yo... quiero que sepa que lo lamento mucho —murmuró el hombre—. Todos lo lamentamos.

Gus asintió apresuradamente.

—Desde luego, desde luego.

Se acercó a la ventana y miró a través del cristal. Sonrió amargamente, contemplando el recortado césped, los macizos de flores. Había trabajado mucho, cavando el suelo, sembrando, regando... para nada. El solar y la casita estaban condenados, de un modo definitivo.

—Van a... van a convertir la carretera en una autopista —explicó el hombre.

Gus asintió con aire ausente.

El hombre se acercó más y bajó la voz.

—Mire... me encargaron que le dijera una cosa que no podían comunicarle por escrito.

Se acercó todavía más, y echó una recelosa ojeada a su alrededor antes de hablar. Apoyó su mano en el desnudo antebrazo de Gus.

—Cualquier precio que pida usted estará bien —murmuró—, con tal de que no sea demasiado exagerado. El Condado no pagará la factura. Ni siquiera el Estado, ¿comprende?

Gus comprendió. Las autopistas son construidas a cargo de los gobiernos nacionales.

Comprendió algo más. Los gobiernos nacionales no actúan de ese modo a menos de que exista un buen motivo.

—¿Una autopista entre Hollister y Farnham? —preguntó.

El hombre palideció.

—No estoy seguro —murmuró.

Gus sonrió. Sabía que el hombre se estaba preguntando cómo había podido enterarse. De todos modos, la cosa no podía ser un secreto, y el objetivo de aquella autopista era evidente. Además, el hombre saldría pronto de dudas.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó bruscamente Gus.

—Yo... Harry Danvers.

—Bueno, Harry, suponga que le digo a usted que yo podría evitar que se construyera la autopista... Suponga que le digo que ningún bulldozer podría acercarse a este lugar, que ninguna pala mecánica podría excavar este suelo, que los cartuchos de dinamita no podrían estallar... Suponga que le digo que si construyen la autopista se convertirá en algo tan blando como un helado, si se me antoja, y discurrirá como un río...

—¿En?

—Présteme su pluma.

Danvers la sacó maquinalmente del bolsillo superior de su chaqueta y se la entregó. Gus la colocó entre las palmas de sus manos y la enrolló en forma de bola. Luego hizo botar varias veces aquella bola sobre la recia alfombra. A continuación la estiró entre sus dedos, devolviéndole su forma cilíndrica. Se la entregó de nuevo a Danvers.

El hombre la contempló, asombrado.

—Bueno —inquirió Gus—, ¿no siente usted curiosidad por saber cómo lo hice, y quién soy?

Harry Danvers sacudió la cabeza.

—Un buen truco. Supongo que ustedes, los magos, deben pasar mucho tiempo practicando, ¿verdad? Creo que yo no sería capaz de dedicar tanto tiempo a una afición.

Gus asintió.

—Ese es un punto de vista muy saludable y muy práctico —dijo.

Miró por encima del hombro de Danvers hacia el césped, y sonrió tristemente.

Sólo Dios puede hacer un árbol, pensó, contemplando los arbustos y los macizos de flores. ¿Debemos limitar nuestro esfuerzo, por tanto, a los trabajos de jardinería? ¿Debemos convertirnos en los jardineros de los humanos ricos en sus lujosas mansiones, conduciendo nuestros antiguos y oxidados vehículos, engrasando nuestras cortadoras de césped, arrodillándonos ante las leyes humanas, acercándonos a la puerta de la cocina a pedir un vaso de agua en un cálido día de verano?

La autopista. Sí, él podía evitar que se construyera la autopista. O hacer que discurriera rodeando su casita. Podía obligar a su mente a trabajar de un modo exhaustivo, y nadie vería la casita, el césped, el rosal, ni al anciano bebiendo su cerveza. Mejor dicho, viendo todo aquello, nadie le prestaría la menor atención.

Pero la primera vez que fuera al pueblo, o cuando muriera, acabaría todo, y, ¿qué pasaría entonces? La curiosidad, la investigación, tal vez un fragmento de teoría aquí o allá para ser encajado con otro fragmento en alguna otra parte. ¿Qué vendría después? ¿Un pogrom?

Sacudió la cabeza. Los humanos no podían ganar, y perderían monstruosamente. Por eso no podía dejarles una pista a los humanos. No le gustaba degollar ovejas, y dudaba de que a sus compañeros les gustara.

Sus compañeros. Gus hizo una mueca. El único del que podía estar seguro era Halsey. Tenía que haber otros, pero no había modo de descubrirlos. No provocaban ninguna reacción de los humanos. No dejaban ningún rastro que pudiera seguirse, únicamente si se mostraban por su propia iniciativa, como Halsey, podían ser vistos. Desgraciadamente, no existía ninguna línea telepática privada entre ellos.

Gus se preguntó si Halsey esperaba que alguien le reconociera y entrara en contacto con él. Se preguntó si Halsey sospechaba siquiera que había otros como él. Se preguntó si alguien había reconocido a él, cuando el nombre de Gus Kusevic había aparecido ocasionalmente en los periódicos.

Es el amanecer de mi raza, pensó. La primera generación. Y me pregunto dónde estarán las mujeres.

Se volvió hacia Danvers.

—Quiero por esta casa lo que pagué por ella —dijo—. Ni un centavo más.

Los ojos de Danvers se fruncieron ligeramente. Luego suspiró y se encogió de hombros.

—Eso es cuenta suya —dijo—. Pero, si estuviera en su caso, yo le apretaría las clavijas al gobierno.

Sí, pensó Gus. No dudo de que lo harías. Pero yo no quiero hacerlo porque a un chiquillo no se le pide un caramelo, sencillamente.

De modo que el superman empaquetaría sus cosas y se apartaría del camino de los humanos. Gus reprimió una carcajada que pugnaba por asomar a sus labios. La evolución, por fortuna, no se había dado cuenta aún de que existía una sociedad humana que producía un ser con determinadas modificaciones. A fin de proteger a esta nueva especie, cuyos miembros estaban tan terriblemente dispersos, aquella sociedad les proporcionaba un disfraz perfecto.

Resultado: cuando el joven Augustin Kusevic ingresó en la escuela, se descubrió que no tenía ningún certificado de nacimiento. Una realidad brutal era que sus padres humanos olvidaban a veces su existencia durante días enteros.

Resultado: cuando el joven Gussie Kusovic trató de ingresar en la escuela superior, se descubrió que nunca había cursado estudios primarios. No importaba que pudiera citar nombres de profesores, libros de texto, o número de aulas. Las angustiosas entrevistas eran olvidadas. Nadie dudaba de su existencia: la gente recordaba el hecho de su existir, y el hecho de su haber actuado y haber sido objeto de actos ajenos. Pero sólo como si lo hubieran leído en algún libro infinitamente tedioso.

Gus no tenía amigos, ni pasado, ni presente, ni amor. No tenía ningún lugar donde quedarse. De haber existido esos seres llamados fantasmas, Gus hubiera encontrado en ellos sus camaradas.

En la época de su adolescencia, había descubierto una absoluta desvinculación con la raza humana. Estudió el fenómeno, porque era la característica más relevante de su medio. Pero no le dijo nada que tuviera un valor personal; sus motivaciones, su moral, no encontraban en él reacciones correspondientes. Y las suyas, desde luego, no hacían ninguna impresión en aquella raza.

La vida del campesino de la antigua Babilonia interesa únicamente a unos cuantos antropólogos, ninguno de los cuales desearía ser un campesino babilónico.

Habiendo resuelto la ecuación social humana desde su desapasionado punto de vista, y sin preocuparse más que el naturalista que descubre que los ciervos son muy aficionados a las hojas tiernas de los álamos, se entregó a un relajamiento físico. Descubrió la emoción de provocar una pelea y de ganarla; de hacer que alguien le prestara atención, mediante un simple expediente: aplastar su raíz.

Podía haberse convertido en un obrero fijo en los muelles de Manhattan, si otro portuario no le hubiera acuchillado con una navaja. Se vio obligado a matar al hombre.

Aquello había sido el final de un combate personal sin normas que lo regularan. Gus descubrió, no con horror sino con disgusto, que podía asesinar a un hombre sin que le pasara nada. No se llevó a cabo ninguna investigación, nadie trató de darle caza.

De modo que aquello había sido un final, pero le había conducido a la única evasión posible de la trampa para la cual había nacido. Descartada por carecer de significado la competición intelectual, el deporte organizado aparecía como la única réplica. Regulando sus esfuerzos y haciendo que quedaran anotados en la lista de records, proporcionaban la primera continuidad oficial que su vida había conocido. La gente olvidaba aún sus hazañas, pero cuando consultaban la lista de records su nombre figuraba allí. Un expediente puede perderse. Los archivos de una escuela pueden desaparecer. Pero resulta casi imposible que las hazañas de un atleta dejen de pasar a la posteridad.

A Gus le parecía —y pensaba mucho en ello— que esa cadena de progresión era inevitable para cualquier macho de su especie. Cuando, tres años antes, descubrió a Halsey, su hipótesis quedó fortalecida. Pero, ¿qué consuelo podía encontrar en Halsey, otro macho como él? Gus no tenía intención de establecer contacto con Halsey.

Harry Danvers carraspeó.

Gus volvió rápidamente la cabeza y le miró, desconcertado: se había olvidado de él.

—Bueno —dijo Danvers—. Creo que voy a marcharme. Recuerde que sólo tiene dos meses de plazo.

Gus asintió.

El hombre había entregado su mensaje. ¿Por qué no reconocía Gus que servía a su propósito, y se marchaba?

Gus sonrió tristemente. ¿A qué propósito servía el homo nondescriptus, y a dónde iba a ir? Halsey estaba descendiendo ya a lo largo del bien trazado camino. Y los de su especie sólo podían reconocerse unos a otros a través de un complicado proceso de eliminación; tenían que observar a las personas en las cuales no se fijaba nadie.

Gus abrió la puerta a su visitante, vio la carretera y sus pensamientos volvieron a concentrarse en la autopista.

La autopista se extendería desde Hollister, que era un empalme ferroviario, hasta la base de las fuerzas aéreas de Parnham, donde sus cálculos en sociomatemáticas habían predicho hacía mucho tiempo que sería construida y lanzada la primera nave espacial.

Gus suspiró. Allí, en el espacio, en alguna parte más allá del sistema solar, había otra raza. La huella de sus visitas a la Tierra era evidente. Los humanos se enfrentarían con ellos, y de nuevo podía predecir el resultado; los humanos ganarían.

Gus Kusevic no podría ir a investigar los retos que sin duda se escondían entre las estrellas. ¿Qué credenciales podía presentar para que le admitieran en las fuerzas aéreas? ¿Quién se acordaría de ellas al día siguiente si tuviera alguna? ¿Quién se acordaría de reservar un catre para él, o de cargar suministros para él, o de añadir su consumo al total cuando llegara el momento de utilizar el oxígeno?

¿Embarcar como polizón? Nada más fácil. Pero, ¿quién moriría para que él pudiera vivir dentro del reducido espacio de la nave? ¿A qué oveja degollaría, y con qué objetivo útil en último término?

—Bueno, hasta la vista —dijo Harry Danvers.

—Adiós —dijo Gus.

Danvers avanzó por el enlosado camino y se dirigió hacia su automóvil.

Creo, se dijo Gus a sí mismo, que hubiera sido mucho mejor para nosotros que la evolución fuera un poco menos protectora y un poco más previsora. Un pogrom ocasional no nos hubiera causado ningún daño. Un ghetto resuelve al menos el problema del noviazgo.

Nuestra semilla había sido esparcida por el suelo.

Súbitamente, Gus echó a correr, impulsado por algo que no se detuvo a analizar. Miró a través de la ventanilla del automóvil, a punto de emprender la marcha, y Harry Danvers le devolvió una mirada aprensiva.

—Danvers, usted es aficionado a los deportes —dijo Gus apresuradamente, dándose cuenta de que su tono era demasiado apremiante, de que estaba sobresaltando a Danvers con su vehemencia.

—Es cierto —respondió Danvers, removiéndose nerviosamente en su asiento.

—Quién es el campeón del mundo de los pesos pesados? —preguntó Gus.

—Mike Frazier. ¿Por qué?

—¿A quién derrotó para obtener el título? ¿Quién era el anterior campeón?

Harry Danvers frunció los labios.

—¡Hum! Han pasado mucho años... No lo sé. No lo recuerdo. Pero puedo consultarlo, si le interesa.

Gus suspiró.

—No importa —dijo.

Dio media vuelta y regresó a la casa, mientras Harry Danvers se alejaba en su automóvil.

El televisor continuaba encendido. Gus comprobó la marcha del partido. Halsey había conseguido una carrera, y el lanzador de los Gigantes otra. Los Gigantes bateaban, y era el último lanzamiento de la novena entrada. La cámara se concentró en el rostro de Halsey.

Halsey miró al bateador con un desinterés absoluto, echó el brazo izquierdo hacia atrás y lanzó la bola.