EL GORGOJO
El atractivo joven y la guapa enfermera resistieron el impulso durante un período de tiempo razonable, pero las azules aguas del Pacífico, las lánguidas noches tropicales y el pequeño atolón difuminado contra el horizonte —y la ausencia absoluta de cualquier otra persona joven y simpática para acompañarles en sus excursiones en bote—, ejercieron su influencia. El 30 de junio, contemplaron a través de unas gafas ahumadas la asombrosa seta que se extendía sobre el atolón. La manicurada mano de la enfermera agarró el brazo del joven con una mezcla de excitación y de terror. Una insensible radiación pasó a través de sus espaldas.
Al cabo de unos meses, la enfermera fue despedida. Sus jefes alegaron que, siendo soltera, su aspecto actual no era el más a propósito para inspirar confianza a los enfermos. El joven, que no era aficionado a escribir, le telefoneó desde Manila y le dijo que lo que habían hecho con ella era una vergüenza. Cuando la gratitud de la enfermera dio paso a unas preguntas más concretas, su enlace ultramarino sufrió algún fallo, y el joven tuvo que colgar.
La enfermera tuvo un hijo, un niño, lo dejó en una inclusa y no volvió a ocuparse de él. Encontró un buen empleo y finalmente se casó.
El niño creció canijo y obstinado, voraz y desdichado. Un día se encaró con el profesor de gimnasia y le dijo súbitamente:
—Usted me odia. Usted piensa que hago desmerecer a los otros chicos.
El profesor de gimnasia se echó a reír, pero más tarde le dijo al médico, mientras tomaban café:
—Siempre procuro contenerme delante de los muchachos. Son muy listos: captan en seguida el significado de una mirada o de un gesto, y es como una bofetada para ellos. Lo sé, y por eso procuro controlarme. ¿Cómo ha podido saberlo?
El médico le dijo al muchacho:
—Tres libras de aumento en un mes no está mal, pero, ¿qué te parece si dejaras limpio el plato todos los días? No se puede vivir a base de carne y agua; las verduras te convertirían en un chico alto y fuerte.
El muchacho dijo:
—¿Qué significa «neurastenia»
Más tarde, el médico le dijo al director:
—Se me ha puesto la carne de gallina. Estaba examinando su delgado cuerpo y habiéndole de lo buenas que son las verduras en la alimentación, y en mi fuero interno pensaba: «En otra época hubiéramos dicho que estaba neurasténico y santas pascuas.»
—Entonces, ¿es capaz de leer los pensamientos? —preguntó el director. Mira que si se le ocurre leer mi pensamiento acerca del diez por ciento que me paga la Carnicería Schultz...—. Doctor, creo que este año voy a tomarme las vacaciones un poco antes de lo previsto. ¿Se ha interesado alguien por adoptar al muchacho?
—No. No era un bebé atractivo cuando ingresó en el establecimiento, y ahora es un niño excepcionalmente feo. Y ya sabe usted que en lo primero que se fija la gente es en el aspecto exterior.
- Algunas parejas aceptarían cualquier cosa, o al menos eso me dicen.
—¿Se refiere usted a las personas incapacitadas por la ley para adoptar a un niño?
—Las clasificaciones arbitrarias nos imponen a veces unas limitaciones demasiado severas.
—Si piensa usted entregarlo a alguna pareja incapacitada por la ley, no quiero saber nada del asunto.
—No tiene usted que saber nada de él, doctor. A propósito, ¿en qué ala del edificio se encuentra el dormitorio de ese muchacho?
—Oeste —gruñó el médico, saliendo de la oficina.
El director llamó a unos cuantos amigos: un juez, una pareja que el juez le había recomendado y un escribiente del juzgado. Luego se encaminó al ala oeste del edificio.
El muchacho vivió tres meses con los Berryman. La alcohólica Mimi le acariciaba y le apaleaba alternativamente; Edward W. trató de ser un buen explorador pero paulatinamente perdió su interés, viendo claro en su interior. En junio se fugó de la casa. Llevaba un uniforme de Boy Scout, y los Boy Scouts pueden ir a cualquier parte. El dinero que se había llevado le duró un mes. Tres días después de haber gastado el último centavo del último dólar, Edward W. vagaba por una pradera de Nebraska. Se había marchado del último pueblo porque el alguacil empezaba a preguntarse qué diablos estaba haciendo por allí y quiénes eran sus padres. El pueblo se encontraba a unas millas de distancia de una carretera de segundo orden; los escasos automóviles que pasaban por allí no se detenían.
Uno de los «ríos» de Nebraska, un cauce seco en aquella época del año, se extendía delante de él, cruzado por la alcantarilla de una vía férrea. Unos hombres descansaban a su sombra, y él tenía hambre.
Eran unos hombres feos y sucios, y sus pensamientos eran embrollados y estúpidos. Inmediatamente le aplicaron el apodo de «Shorty» y le dieron un poco de pan seco y unas malolientes sardinas que sacaron de una lata. Los pensamientos de uno de ellos se hicieron menos embrollados y más asquerosos. Habló con sus compañeros a espaldas del muchacho, y todos estallaron en grandes carcajadas. El muchacho quiso echar a correr, pero las piernas no le sostenían.
Pudo leer claramente los pensamientos de los hombres mientras avanzaban hacia él. Asco, miedo y furor se mezclaron en su cerebro, y algo estalló en él como un relámpago, y súbitamente uno de los hombres estaba muerto sobre el reseco suelo, y los otros huían, asustados ahora, muy asustados.
El muchacho ya no tenía hambre. Se sentía completamente saciado y satisfecho. Se incorporó y salió detrás de los otros hombres, que corrían. El terror de aquellos individuos resultaba tan agradable como el placer que acababa de experimentar. Distinto, pero igualmente agradable.
Despojó al cadáver de los tres dólares y veinticuatro centavos que llevaba en sus bolsillos.
A partir de entonces, su fama le precedió como un viento de muerte. Dos años vagando por los caminos y completó su desarrollo, saciándose con las mentes obtusas y estúpidas que encontraba en ellos. Se trasladó a las ciudades del norte, un año aquí, un año allá, silencioso, prudente, epicúreo.
Sebastián Long despertó de pronto, con algo en la mente. A medida que se aclaraba la niebla de su cerebro, recordó, feliz. ¡Hoy empezaba con la Copa Deméter! Al fin tenía tiempo, al fin tenía dinero: seiscientos veintitrés dólares en el Banco. La noche anterior había empaquetado y enviado las tres docenas de vasos para combinados con las iniciales de Mrs. Klausman: su último pedido hasta que terminara la Copa.
Se vistió, bebió un sorbo de café, hirvió un huevo, pero estaba demasiado excitado para comerlo. Se dirigió a la parte delantera de su tienda-taller-apartamento, saludó con la mano a los niños de la vecindad que iban a la escuela y colocó ceremoniosamente un letrero en el escaparate.
Decía: «NO SE ACEPTAN ENCARGOS HASTA NUEVA ORDEN.»
De un armario sacó con mucho cuidado un objeto envuelto y lo dejó sobre su mesa de trabajo. Lo desenvolvió. Era una copa de vidrio. ¡Pero qué copa de vidrio! El más puro cristal sueco, las líneas más puras que nunca había visto, su secreto tesoro desde el día que la había comprado, hacía mucho tiempo, con sus ganancias de seis meses. Su esposa no había dejado de reprochárselo ni un solo día hasta que murió. Del mismo armario sacó una carpeta llena de bocetos y dibujos que se remontaban a la época en que había comprado la copa. Sebastián Long sonrió al contemplarlos: una idea muy rococó, que no encajaba en el clasicismo de las líneas y la serenidad del cristal perfecto.
A través de muchos años y centenares de bocetos había refinado su idea hasta convertirla en adecuada al noble material. La imagen de Deméter iba a dominar la pieza, una matrona tan serena como el cristal, y todos los frutos de la tierra brotarían de sus brazos extendidos.
Súbitamente empezó a trabajar. Con una vela ahumó ligeramente una zona ovalada en la parte exterior de la copa. Dos dedos firmes apoyaron el dibujo de Deméter contra la zona ahumada; una aguja tan fina como un cabello empuñada por la otra mano trazó las líneas. Cuando hubo calcado el dibujo, Sebastián Long preparó su torno. Acopló un pequeño disco de cobre, ligeramente gastado como a él le gustaba, y con sus dedos lo cargó del rojo más fino de Ruan. Cogió luego un cenicero roto y lo apoyó contra el disco que giraba rápidamente. El disco mordió el cristal con suavidad.
Extendiendo sus manos, para comprobar que los dedos no temblaban de excitación, Sebastián Long acercó la gran copa al torno y se dispuso a practicar la primera de los millones de diminutas incisiones que requeriría la obra maestra.
Alguien llamó a la puerta e hizo girar el pomo de un lado para otro.
Sebastián Long no se movió ni miró hacia la puerta. El importuno no tardaría en ver el letrero y en marcharse. Pero continuaron las llamadas y el pomo siguió girando. Long soltó la copa y se dirigió furiosamente al escaparate; cogiendo el letrero, lo sacudió en dirección a la puerta. No pudo distinguir claramente el rostro del hombre, que no se movió.
El tallista descorrió el cerrojo, abrió la puerta y gruñó:
—La tienda está cerrada. Durante varios meses no aceptaré ningún encargo. No me moleste ahora, por favor.
—Quiero hablarle de la Copa Deméter —dijo el intruso.
Sebastián Long le miró fijamente.
—¿Qué diablos sabe usted acerca de mi Copa Deméter?
Vio que el hombre era un forastero, bajito, de mediana edad.
—Déjeme pasar —apremió el desconocido—. Es importante. ¡Por favor!
—No sé de qué está hablando —dijo el tallista—. Pero, ¿qué sabe usted de mi Copa Deméter?
El forastero empujó suavemente la puerta y se deslizó al interior de la tienda.
Sebastián Long pensó por un instante que podía tratarse de una pesadilla al ver que el hombre se movía rápidamente, cogiendo un buril y soltándolo, cogiendo un disco estriado y soltándolo.
—¿Qué hace usted? —rugió, mientras el desconocido cogía una llave inglesa y no la soltaba.
Long avanzó hacia él, pero el intruso dejó caer la llave inglesa sobre la copa que reposaba sobre la mesa de trabajo.
El corazón de Sebastián Long ardía de pesar y de rabia; un vendaval de emociones como nunca había conocido le sacudió de pies a cabeza. Paralizado, vio que el desconocido sonreía con anticipado placer.
Las piernas del tallista se doblaron debajo de su cuerpo y cayó al suelo, desangrado y muerto.
El Gorgojo, encerrado en el dormitorio de su apartamento de lujo, sonrió de nuevo, recordando...
Sin dejar de sonreír, marcó la fecha en un calendario de pared.
—¡Dolores! —aulló la madre en castellano—. ¿Piensas pasarte el día ahí?
La muchacha había estado ensayando unas sonrisas sexy, como las de Lauren Bacall, en el espejo del cuarto de baño. Se volvió, furiosa, y gritó en inglés:
—¿Cuántas veces he de decirte que no vuelvas a llamarme Dolores? ¡Es un nombre vulgar!
—¡Dolly! —se mofó su madre—. ¿Cuándo has visto una santa Dolly en el calendario?
La muchacha pasó corriendo por delante de su madre y bajó corriendo la escalera del inmueble.
¡Iba a llegar tarde, desde luego!
En la parada del autobús golpeó el suelo con el pie, impaciente. Y entonces se produjo el milagro. Igual que en las películas, un gran convertible se paró delante de ella y su conductor dijo, abriendo la portezuela:
—Parece usted tener, prisa. ¿Puedo dejarla en alguna parte?
Desconcertada ante la súbita realización de un centenar de sueños, Dolores no dejó por ello de obsequiar al conductor con una sonrisa sexy, mientras decía:
—Es usted muy amable. ¡Gracias!
Subió al automóvil. El conductor no era Cary Grant, precisamente, pero conservaba todos sus cabellos... Un poco bajito, pero también ella era menuda. Y, ¡caramba!, el convertible tenía los asientos forrados de piel de leopardo.
El automóvil se unió a la corriente del tránsito, descendiendo la avenida.
—Hace un hermoso día —dijo Dolores—. Un día demasiado hermoso para ir a trabajar.
El conductor sonrió tímidamente. Sonreía como Jimmy Stewart, aunque no era tan alto, desde luego. Dijo:
—También yo tengo la sensación de que hago novillos. ¿Le gustaría dar un paseo por Long Island?
—¡Sería estupendo!
El convertible giró a la izquierda.
—Ha hablado usted de hacer novillos... ¿A qué se dedica?
—Publicidad.
- ¡Publicidad!
Dolores se acusó mentalmente de haber sido una estúpida al llegar a creer, en sus momentos de depresión, que no tendría suerte, que se vería obligada a casarse con un tendero o un mecánico, y viviría para siempre en un infecto tugurio, cargada de hijos y de achaques. Luego pensó que la cosa podía haber sido más romántica. Pero, un hombre que se dedicaba a la publicidad, asientos forrados de piel de leopardo... ¿Qué más podía desear una muchacha con una sonrisa sexy y una agradable figura?
Mientras descendían hacia la Shut Shore, Dolores se enteró de que su compañero se llamaba Michael Brent, como debía ser, exactamente. Ella deseó poder decirle que se llamaba Jenifer Brown, por ejemplo, pero se tranquilizó cuando él le dijo que opinaba que Dolly González era un bonito nombre.
Se detuvieron a almorzar en Medford, un almuerzo maravilloso en un pequeño restaurante, con velas en la mesa y todo eso. Dolores llamaba «Michael» a su compañero, y él la llamaba «Dolly». Dolores se enteró de que a él le gustaban las muchachas morenas, y pensó que las historias del True Story eran realmente ciertas, y que él opinaba que era bastante alta, y que Greer Garson era maravillosa, pero no al modo de Dolly, y que él creía que el vestido que llevaba Dolly era delicioso.
Pasado Medford, el convertible avanzó lentamente, y Michael Brent cargó con el peso de la conversación. Había viajado por todo el mundo. Había estado en la guerra y le habían herido: una herida sin importancia. Tenía treinta y ocho años, y había estado casado una vez, pero su esposa murió. No tenía hijos. Estaba solo en el mundo. No tenía a nadie para compartir su casa en la ciudad, en la calle Cincuenta, su casa de campo en Westchester, su residencia en los bosques de Maine. Cada una de sus palabras enviaba a la muchacha flotando más y más alto sobre una ola de felicidad; los síntomas eran inconfundibles. Era el sueño acariciado durante toda su vida.
Cuando llegaron a Mountauk Point, la última zona arenosa del continente antes del agua azul y de Europa, se ponía el sol, con una gran lámina púrpura y rosa extendiéndose a través del cielo y las primeras estrellas asomando por encima del oscuro horizonte del agua.
Se apearon del automóvil, aparcado en la arena, y echaron a andar, solos, bañados en glorioso tecnicolor. El corazón de Dolores casi estalló de alegría al oír que Michael Brent decía, rodeándola con sus brazos:
—Querida, ¿quieres casarte conmigo?
—¡Oh, sí, Michael! —suspiró Dolores, moribunda.
El Gorgojo, soñoliento, notó súbitamente el afilado aguijón del peligro. Vagó por la gran ciudad, rastreando tentáculos de pensamiento:
—...moriré si ella no me deja...
—...seis y seis son doce y llevamos una y tres son cuatro...
—...bla-bla-bla-bla Madre de Dios pero soy bla-bla-bla...
—...resina fundida añade el cloruro de plata y disuélvelo con aceite de lavanda...
—...esa cabeza cuadrada se ha confundido bla-bla-bla si trata de propasarse le saco un ojo...
—...Dios mío me arrepiento de todo corazón de haberte ofendido...
—...habla como un mandamás...
—...bla-bla-bla dos dólares veinticinco centavos...
—...un solo trago y lo llenaré de agua y me lavaré la boca...
—...asqueroso piojoso cabezota patoso bla-bla-bla narizotas retrasado mental hijo de...
—...escribir en las paredes es una cochinada y además...
- ...was ich weiss nicht geh bei Broadway...
—...mi hija Rosa sale con un tipo bla-bla-bla...
—...me pregunto si ese que no ha vuelto la cara...
—...visto con ella en el restaurante Medford...
El Gorgojo se concentró en aquel pensamiento.
—...no tenía ni una señal en el cuerpo pero no es la primera vez que Su Señoría se equivoca y el fallo cardíaco no significa nada de todos modos trata de hablar con la madre para que autorice la autopsia llévate a Pancho que habla perfectamente el castellano...
El Gorgojo supo que tendría que trasladarse otra vez... y pronto. Era una lástima; algunos de los pensamientos que había captado señalaban una buena... ¿caza?
De mala gana, tendió otra vez su red:
—...con chartreuse sabe mucho mejor ahora que lo pienso creo que...
—...e...f(X1X2) = j = 0°j(nj)x:n = jx2j...
¿Qué diablos era eso?
El Gorgojo se apartó, con frenética prisa. La inteligencia era maciza, su voz mental la de un vigoroso adulto. Tendría que actuar rápidamente, mordiendo con la boca cerrada.
El Gorgojo bebió un vaso de agua, necesaria también para su metabolismo.
Ocho personas, incluidas tres mujeres, fueron encontradas muertas por causas desconocidas en asientos muy distantes unos de otros en el anfiteatro del Cine Odeon de la calle Ciento Diecisiete La policía busca a un hombre descrito por el acomodador del anfiteatro, Michel Fenelly, de 18 años, como un individuo que se dedicaba a molestar a las espectadoras.
Fenelly descubrió el primero de los cadáveres después de ver al hombre «cambiando de asiento varias veces». Fue a preguntarle a una mujer que ocupaba un asiento contiguo al que el hombre acababa de abandonar si el individuo en cuestión la había molestado. La mujer estaba muerta.
Casi inmediatamente, resonó un grito. En otra parte del anfiteatro, Mrs. Sadie Rabinowitz, de 40 años, profirió el grito cuando otra víctima se desplomó sobre ella desde el asiento contiguo.
El encargado de la sala, I. J. Marchsohn interrumpió la proyección y ordenó que encendieran las luces. Trató de aleccionar a sus empleados para que evitaran que los espectadores abandonaran la sala antes de la llegada de la policía. Pero no consiguió avisarles con tiempo y la mayoría de los espectadores se habían marchado cuando un retén de la Comisaría más próxima y una ambulancia del Hospital de Harlem llegaron al lugar de la tragedia.
La oficina del Forense no se ha pronunciado aún sobre las causas de la muerte. Un portavoz dijo que las víctimas no mostraban ninguna huella de envenenamiento ni de violencia. Añadió que «era inconcebible que pudiera tratarse de una coincidencia».
El teniente John Braidwood, refiriéndose al supuesto importunador de señoras, dijo: «Tenemos una buena descripción suya, y, naturalmente, trataremos de dar con él para interrogarle.»
Clickety-click, clickety-click, clickety-click cantaban los raíles mientras el Gorgojo dormitaba en su asiento.
Algunas personas se dirigían al comedor. Era la hora de la cena. Una de ellas estaba pensando: «Un tipo raro, (a) es anormal, (b) no es anormal, está enfermo. Eliminemos (b): respiración normal, piel lisa y saludable, ningún temblor en las extremidades, bien vestido. Es anormal (1) trivialmente; (2) significativamente. Eliminemos (1): no revela ningún interés involuntario cuando... ¡Qué raro! ¡Corriendo hacia el lavabo! Inesperado, porque (a) lo cuidadoso de su atuendo revela amor propio incompatible con divertir a los demás; (b) evidente salud, incompatible con...
Había tardado menos de un minuto en detallarle minuciosamente.
El Gorgojo, encerrado en el lavabo del vagón, se preguntó cuál era la próxima parada. Se apearía allí... no por miedo, sino por precaución. Esquívales, sigue esquivándoles, y todo irá bien. No envíes ninguna llamada mental hasta que el tren esté lejos, todo irá bien.
Se apeó en un pueblo minero de la Virginia Occidental rodeado de sucias montañas y lleno de la hez de la Europa oriental: servios, albaneses, croatas, húngaros, búlgaros y todas las combinaciones y permutaciones posibles partiendo de ellos. El Gorgojo salió lentamente de la destartalada estación. El tren empezaba a alejarse.
—...no se encuentra nada que valga la pena esto es un desierto...
—...ese estúpido no sabe manejar a la gente ni aprenderá nunca de modo que voy a despedirle...
—...bla-bla-bla-bla-bla...
El Gorgojo no entendió una sola palabra.
—...bla-bla-bla maldita mujer voy a romperle el cuello...
—...bla-bla prefiero el whisky a la cerveza bla-bla-bla-bla...
—...bla-bla-bla-bla-bla...
—...me tiene loco bla-bla-bla pero no me gusta que una mujer me tome el pelo...
Un muchacho rubio, con el ceño fruncido, debajo de un farol.
—...Casey Oswiak el muy estúpido voy a matarle como siga importunándola...
Era una posibilidad. El Gorgojo se acercó.
—...claro que también ella tiene la culpa bla-bla-bla tendría que tratarla con menos miramientos como dice mi padre...
—Hola —dijo el Gorgojo.
—¿Qué desea?
—Casey Oswiak me ha encargado que te dijera que no esperes a tu chica. Esta noche va a salir con él.
La rabia del muchacho ardió en su rostro y en sus ojos. Estaba a punto de dar media vuelta cuando el Gorgojo empezó a alimentarse. Era como faisán después de pollo, venado después de buey. ¿Lo rudo del ambiente, o la antigua tensión? El Gorgojo se lo preguntó a sí mismo mientras andaba calle abajo. Una muchacha pasó junto a él:
—...oh va a volverse loco con sus estúpidos celos es muy simpático pero cuando empieza con sus tonterías no hay quien le aguante allí está apoyado en el farol tiene un aspecto raro espero que no estará borracho tiene un aspecto raro como si estuviera enfermo o durmiendo o bla-bla-bla-bla...
Los pensamientos de la muchacha continuaron en un idioma extranjero del cual el Gorgojo no conocía una sola palabra. Cuando su ataque de histeria amainó, la muchacha recordó, en el idioma extranjero, que había pasado junto a él.
El Gorgojo, estimulado por la inesperada calidad del último alimento, decidió quedarse unos días. Se instaló en un hotel de la Calle Mayor.
Canturreando, tendió su red:
—...bla-bla-bla bla-bla-bla bla-bla...
—...llévalo al sótano y enséñale a este maldito ladrón que no tiene nada que hacer en esta parte del condado...
—...bla-bla-bla...
—...ha llamado por teléfono el viejo Ryan diciendo que no está dispuesto a pagar para que le protejan dice que ya sabe protegerse a sí mismo...
El Gorgojo siguió aquel hilo conductor; si quería quedarse algún tiempo en el pueblo, tal vez le condujera a la obtención de algún dinero.
Los europeos orientales del pueblo, pensó equivocadamente, eran como los mendigos y vagabundos que había conocido y de los cuales se había alimentado durante sus años de vida errante: estúpidos y seguros, seguros y estúpidos, exactamente iguales.
Por la mañana no encontró ninguna mención de la muerte del muchacho rubio en el periódico local, y pensó que había pasado prácticamente inadvertido. Y así era... en lo que respecta al periódico, el cual era de, por y para la compañía minera y sus directivos norteamericanos. El otro pueblo, el que carecía de carta de ciudadanía, el que sólo leía un par de periódicos importados semanalmente de la ciudad más próxima, la advirtió. El otro pueblo tenía unas raíces de una profundidad de más de dos mil años, difíciles de arrancar. Pero el Gorgojo ignoraba su existencia.
Se alimentó otra vez aquella noche, de una prostituta que encontró en la calle y que le llevó a su cuarto. La había asombrado y entusiasmado con un fajo de billetes de diez dólares antes de empezar a engullir. De nuevo la deliciosa diferencia de sabor con el de las personas criadas en la ciudad...
Por la mañana nadie había advertido su hazaña, pensó. El pueblo con carta de ciudadanía no estaba dispuesto a admitir que había prostitutas ni que eran encontradas muertas; el único de sus miembros que se preocupó fue el comisario norteamericano que vio mermados sus ingresos, a falta del porcentaje que semanalmente le entregaba la muchacha muerta.
El otro pueblo, desconocido para el Gorgojo, se inquietó. Una comisión acudió a la oficina del único funcionario público del otro pueblo. Por desgracia, se trataba de un hombre joven, educado a la americana, que quizás ignoraba incluso algunas cosas importantes. Ya que les dijo:
—Hijos míos, eso son supersticiones absurdas. Dejadme en paz.
El Gorgojo, durante el día, enturbió la superficie del pueblo permitiendo que le embarcaran en una partida de póquer en un salón del hotel. No era un buen jugador, no le gustaba jugar, y se levantó de la mesa con un suspiro de alivio después de haberles limpiado trescientos dólares a seis hombres de miradas huidizas e infatigables bebedores. Uno de ellos se dirigió a la Comisaría y acusó al desconocido de ser un tramposo. Pero un sargento jovial se lo quitó de encima recordándole el refrán: «El que roba a un ladrón...»
De nuevo la noche, de nuevo el hambre...
El Gorgojo recorrió las calles del pueblo y las encontró vacías. Era muy raro. Los ciudadanos norteamericanos estaban en el bar, leyendo el periódico, cobrando sus alquileres, atendiendo sus negocios... Pero, ¿dónde estaban los otros?
El Gorgojo tendió su red:
—...bla-bla-bla-bla-bla-bla...
—...mi madre trató de llevarme al Majestic, echan una película de Errol Flyn...
Aquello estaba cerca. El Gorgojo cruzó la calle y estuvo más cerca. Volvió a captar el pensamiento:
—...es un hombre como Stanley pero nunca me ha mirado me gustaría tirar del pelo a esa Vera Kowalick son sus aires bla-bla-bla-bla...
Estaba a media manzana de distancia, junto a una calle lateral. Casas de ladrillo, dos pisos, con patios traseros a lo largo de una avenida. Ella iba a salir por la parte de atrás.
La avenida estaba extrañamente silenciosa.
—...hay que arreglar ese escalón el otro día casi me rompo una pierna no sé por qué están tan asustados han ido a ver al Padre Drugas...
Estaba más cerca; estaba más cerca.
—...todos creen que soy una niña si él me encontrara sola aquí en la avenida lo único que se le ocurriría pensar es que soy una niña en cambio esa maldita Vera Kowalick...
La muchacha se sobresaltó, aterrorizada, cuando el Gorgojo la saludó:
—¡Hola!
—¿Quién... quién... quién...? —tartamudeó.
Rápido, antes de que gritara. Su terror era delicioso.
No demasiado ahíto para estar alerta, tendió la red, buscando.
—...bla-bla-bla vom pir...
Los incontables ojos del otro pueblo, con más de dos mil años de experiencia en cosas semejantes, habían estado siguiéndole. Lo que él había captado como un rumor insignificante, era en realidad una apasionada discusión en una casa cercana y a oscuras.
—¡Estúpidos! ¡Estúpidos! Ya os advertí que no debíamos esperar. ¡Ahora ha tomado una virgen! ¿Qué vamos a decirle a su madre?
Un anciano con un poblado bigote y, a pesar del calor, con las mangas de la camisa bajadas y abotonadas en los puños, replicó sin excitarse:
—Lo siento tanto como puedas sentirlo tú, Casimir, pero tenemos que estar seguros. Sería terrible cometer un error en un asunto como éste.
El peso de la opinión conservadora estaba con él. Otros ancianos de poblados bigotes, alguno recordando quizás errores cometidos hacía mucho tiempo, asintieron y dijeron:
—Sería terrible. Sería terrible.
El Gorgojo regresó a su hotel y se tendió en la cama para descabezar un sueño. Una sensación de inminente peligro le despertó. Inmediatamente tendió su red:
—...bla-bla-bla vom pir...
—...vampir...
¡VAMPIRO!
¡Cerca! ¡Cerca y mortalmente!
La puerta de su habitación se abrió de golpe, unos ancianos de poblados bigotes, con las mangas de la camisa bajadas y abotonadas en los puños, a pesar del calor, avanzaron sin vacilar. Sus pensamientos eran un torbellino de sonidos extranjeros que el Gorgojo no consiguió interpretar.
La puntiaguda estaca había atravesado su corazón antes de que el Gorgojo pudiera darse cuenta de que no había sido el primero de su especie; y de que lo que la gente ilustrada no había aprendido aún, algunas personas completamente vulgares no lo habían olvidado aún del todo.