EL DUPLICADOR DE MATERIA
El Coordinador de Sector frunció el ceño, estudiando el informe que reposaba sobre su escritorio. A pesar que éste estaba redactado con la concisa simbología del cálculo sociodinámico, cubría varias páginas.
—¡Absurdo! —dijo—. ¡Completamente absurdo!
El Jefe del Equipo de Observación asintió.
—Completamente —dijo—. Pero válido.
—Es ridículo. Su prognosis señala la completa auto-exterminación de los nativos de ese planeta..., hum..., «Tierra», en menos de un trimestre galáctico. Es..., bueno, absurdo.
—Exactamente —dijo el observador.
—No podemos permitirlo. Necesitamos ese planeta. El único sistema habitado en un radio de cincuenta años-luz, una civilización en el mismo lindero de la expansión tecnológica, joven, vigoroso..., y ahora, esto. Tenemos que asumir el control directivo, enviar allí todo un equipo administrativo... No, eso costaría billones, por el mismo precio podríamos establecer una colonia con individuos de nuestra raza. Tiene que haber un error.
El Coordinador hojeó el informe De pronto exclamó:
—¡Ah! Creo que he dado con él. Aquí, esta función beligerante, una generalización puramente inductiva que usted aplica en una situación sin precedente. No es válida. En efecto, dice usted que esa gente no puede entenderse mutuamente. Y toda su historia es una historia de adaptación: toman cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, según sus datos de observación, y la adaptan a sus fines.
El Observador Jefe asintió.
—Unos fines individuales, no sociales. Ese es el quid. Primero yo, después yo y siempre yo. La cosa funciona bastante bien cuando un hombre no puede llegar mucho más lejos de la distancia a la cual puede lanzar una piedra, o gritar órdenes en un radio de unos centenares de metros. Pero se complica cuando uno puede decir «Salta, rana» a todo un continente, apoyando su orden con bombas de hidrógeno. Para controlar esa palanca de poder, se requiere adaptabilidad cultural, instintiva o razonada. Y esa gente carece de ella.
Hizo una pausa y se rascó pensativamente la barbilla, o lo que hubiese sido su barbilla, si hubiera sido humano.
—Admito, sin embargo —continuó—, la posibilidad de un error por nuestra parte. De modo que hemos preparado una prueba. Con su autorización, pretendemos ofrecer un artilugio a esa gente. Inofensivo, individualmente deseable, pero culturalmente mortal. Ofrecido de un modo que puedan aceptarlo o rechazarlo, bajo su entera responsabilidad. Lo bueno del caso es que mataremos dos pájaros de un tiro. Si lo aceptan, destruirán su civilización y lo único que tendremos que hacer será trasladarnos y llenar el vacío. Si lo rechazan, no tendremos que trasladarnos, será que estoy equivocado.
—¿Qué clase de artilugio?
—Bueno, ¿qué clase de artilugio puede obtener un resultado positivo? Recuerde, una cultura sumamente competitiva, basada en la economía de la escasez; cosas, propiedad o uso, intercambiada por servicios sobre una base individual...
—¡El duplicador de materia!
—Exactamente.
Era alrededor de media mañana, creo, cuando oímos los primeros rumores acerca del duplicador en Brown's.
Uno de los oficinistas me habló del asunto durante el descanso de diez minutos del que gozábamos por la mañana para tomar café. La historia era que alguien había inventado una máquina que podía reproducir instantáneamente, como por arte de magia, cualquier objeto físico. El oficinista se había enterado por una de sus compañeras, que a su vez había conocido la noticia por uno de los clientes.
En unos grandes almacenes como Brown's, con tantas mujeres empleadas, se oyen toda clase de rumores.
—Bueno, eso es muy interesante, desde luego —le dije al oficinista—. Veremos qué inventan ahora...
Sin embargo, unos minutos más tarde, Pete Martens, del Departamento de Electrodomésticos, me llamó para decirme que estaban dando la noticia en la Televisión.
—Será mejor que venga a echar una mirada, Mr. Thomas —me dijo—. Si no se trata de un truco, es algo muy importante.
—Gracias, Pete —le dije—. Iré en seguida.
No tengo ningún televisor en mi oficina porque creo que sería un mal ejemplo para el personal directivo.
En Electrodomésticos había varios grupos de clientes y vendedores reunidos alrededor de los demostradores. Pete me vio salir del ascensor y agitó una mano.
—Aquí, Mr. Thomas —dijo, cediéndome su puesto.
Le di las gracias y miré a la pantalla. Un hombre sentado detrás de una mesa, hablando. Sobre la mesa había una caja negra, cuadrada, de unas diez pulgadas en cada uno de sus lados, con dos platillos, uno al lado del otro, en la parte superior: algo parecido a unas balanzas de cocina. En la parte delantera de la caja había un botón rojo. Debajo se veía una placa con unas palabras impresas.
—...cualquier cosa que quepa en el platillo —estaba diciendo el nombre—, absolutamente cualquier cosa.
Tomó un par de tijeras, las colocó en uno de los platillos y apretó el botón. Un par de tijeras idénticas apareció instantáneamente en el otro platillo. El hombre rebuscó en sus bolsillos, sacó una llave y la duplicó. Se quitó las gafas y las duplicó.
—También puede hacer esto —dijo el hombre—. Déme el otro duplicador, por favor.
Apareció una mano en la pantalla, sosteniendo un aparato similar al que el demostrador había estado utilizando. El hombre lo colocó sobre un platillo, apretó el botón y en el otro platillo brotó un duplicado. El hombre, después de sacar los dos aparatos de los platillos, barrió la mesa con un amplio gesto de su brazo y tiró la máquina original al suelo. Al caer se rompió en mil pedazos. El demostrador sonrió y miró a la cámara.
—No se preocupen —dijo—. Podemos obtener muchas más.
Con la máquina que acababa de hacer duplicó otra, otra, otra; hasta que la mesa quedó cubierta con ellas.
—¿Cómo funciona eso? —le pregunté a Martens.
—Se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Había un par de ellas en la escalinata del Ayuntamiento, esta mañana. No llevaba marca de fábrica; únicamente una etiqueta explicando cómo funcionaban y diciendo algo acerca de minar los cimientos. Parece ser que se trata de un artilugio electrónico. Han enviado un par de ellas a la Universidad —Martens rió nerviosamente—. Tal vez las han dejado los duendes...
—...pero no olviden una cosa —estaba diciendo el hombre de la T.V. Miré de nuevo a la pantalla. Los duplicadores habían sido quitados de la mesa, excepto uno, y el hombre sostenía un pequeño roedor, un hámster, en la palma de la mano—. No traten de duplicar al pequeño Johnny pensando que es muy listo y que les gustaría tener una docena de ejemplares.
Colocó el hámster en un platillo y apretó el botón. El hámster duplicado dio un salto en el aire en el momento de la materialización y cayó sobre la mesa, estremeciéndose violentamente unos segundos antes de quedar inmóvil. El original trepó hasta el borde del platillo y asomó por él un tembloroso hocico.
—¿Cree usted que puede ser un truco? —le pregunté a Martens.
Sacudió la cabeza.
—No. Lo dan también en los otros canales. Este presentador lo convierte en un verdadero espectáculo, pero todos hablan de ello. Incluso la radio.
—Lo convierte en un espectáculo, desde luego —asentí. Miré los clientes que me rodeaban, pendientes del menor de los movimientos del demostrador—. Si en este preciso instante tuviéramos en la tienda unos cuantos miles de esos aparatos...
—Sería un éxito de venta, sin duda —dijo Martens—. Aunque el asunto me preocupa. Hacer lo que uno quiere, y en la cantidad que quiere, zip, zap, y ya está... ¿Comprende lo que quiero decir? Mi hermano, por ejemplo, trabaja en una fábrica de tijeras...
Asentí pensativamente.
—Comprendo perfectamente su punto de vista. Ese duplicador podría ser una fábrica, sin gastos de materias primas, sin gastos de mano de obra... Bueno, arruinaría toda la estructura de precios. No necesitaríamos la sección de compras: podríamos instalar unos cuantos duplicadores y fabricarnos nuestras mercancías. Ni inventarios: nos limitaríamos a almacenar una unidad de cada objeto... —Empecé a verle posibilidades al asunto—. Pete —dije—, tiene usted razón. Esto es importante, muy importante. —Miré a mi alrededor en busca de un teléfono—. Será mejor que llame a Mr. Brown ahora mismo.
Mr. Brown debía estar contemplando el mismo programa en su casa, ya que a través del hilo pude oír que alguien hablaba de duplicadores.
—Sí, lo sé, John. —Su voz sonó muerta—. Lo he estado viendo. Supongo que significa el final de toda nuestra economía. ¿Leyó usted lo que decía aquella etiqueta unida a la máquina?
—Martens dijo algo acerca de minar los cimientos.
—Yo lo he copiado..., un momento..., aquí está. Había una explicación acerca del funcionamiento de la máquina, y luego esto: «¡Aviso! Apretando el botón podrán satisfacer los deseos de vuestro corazón. Pero al mismo tiempo minarán los cimientos de la sociedad humana. Unos cuantos billones de deseos satisfechos significarán el hundimiento de esa sociedad. La elección les corresponde a ustedes.» Bueno, creo que los cimientos ya se están cuarteando. Mis acciones de la General Motors... —gruñó.
Eché una ojeada a la pantalla del televisor. En un platillo del duplicador había un automóvil de juguete. El presentador estaba utilizando una grúa de juguete para levantar los duplicados del otro platillo y alinearlos sobre la mesa.
—¿Qué pasa con la tienda, Mr. Brown? —pregunté.
—No lo sé, John, no lo sé. Está usted ahí, haga lo que pueda. Hay que esperar y ver cómo se desarrollan los acontecimientos.
¡Esperar! En este negocio, la gente que espera el desarrollo de los acontecimientos suele ser desbordada por ellos. Si uno quiere salir adelante, debe ponerse al frente de las nuevas tendencias y avanzar con ellas. Bueno, Mr. Brown era un verdadero comerciante, levantó el Brown's partiendo de una pequeña tienda; pero eso ocurrió hace cuarenta años, y todos hemos envejecido desde entonces.
—De acuerdo, Mr. Brown —dije—. Haré lo que pueda.
—Gracias, John. Sé que lo hará.
Colgó el receptor. Antes que yo pudiera hacer lo mismo, la telefonista me llamó:
—¡Mr. Thomas! Mrs. Jones reclama su presencia en el Departamento de Confecciones para Señoras. Dice que es una emergencia.
Mrs. Jones es una de aquellas personas para las cuales cualquier cosa es una emergencia, pero el Departamento de Confecciones para Señoras se encuentra en el primer piso, muy cerca del teléfono que yo había estado utilizando.
—Gracias, Connie —dije—. Me ocuparé de ello.
Cuando llegué allí, Mrs. Jones estaba revoloteando alrededor de un hombre rechoncho, de mediana edad, que manipulaba algo sobre el mostrador de paquetería. Era un duplicador. Trataba de mantener en equilibrio otro sobre uno de los platillos. El segundo duplicador continuó oscilando hasta que el hombre colocó un lápiz debajo del platillo. Entonces, el hombre retrocedió un par de pasos. «Al instante, muchacho, abracadabra», dijo, y apretó el botón. Instantáneamente aparecieron tres duplicadores sobre el mostrador: el original, y uno en cada platillo. El lápiz cayó y rodó lentamente por el mostrador. Al natural, por así decirlo, resultaba una operación mucho más impresionante que en la Televisión.
El hombre sacó un duplicador, volvió a colocar el lápiz y repitió la operación.
—¿Es usted el director? —me preguntó.
Asentí.
—¿Cuánto? —inquirió, señalando con un gesto de la cabeza los dos duplicadores que estaban sobre el mostrador.
—No estoy seguro de entenderle —dije, prudentemente—. ¿Quiere usted vender esos duplicadores a la tienda?
—Exactamente. —Metió los dos duplicadores originales en una caja de cartón y añadió—: Vamos, vamos, esta mañana soy un hombre muy ocupado. ¿Cuánto tiene usted en la caja registradora?
Podía ser una estafa, desde luego. Algún truco a base de electrónica en la televisión, y un equipo de vendedores en la calle, colocando la «mercancía». Pero, no, Mr. Brown lo había visto en su casa, también. Además, no olía a estafa. Abrí la caja registradora, conté los billetes —noventa y tres dólares— y los deposité sobre el mostrador.
—De acuerdo, amigo, es usted un verdadero hombre de negocios —dijo el hombre.
Tomó el dinero y la caja de cartón, dio media vuelta y se escabulló entre la multitud de empleados y clientes. Nadie le prestó atención, todo el mundo estaba demasiado ocupado contemplando los duplicadores.
Tomé uno y lo examiné. Pesaba unas quince libras y era una simple caja de metal negro con una tubería en la parte superior sosteniendo los dos platillos, y un botón. Debajo del botón se veía la etiqueta con las instrucciones: «Al apretar el botón, cualquier objeto colocado sobre un platillo quedará duplicado en el otro», y el aviso que Mr. Brown me había leído.
—Le doy a usted doscientos dólares por ellos —dijo uno de los clientes impulsivamente.
—Un momento, por favor —le dije.
Ajusté un duplicador al platillo del otro como había visto hacer al demostrador, apreté el botón y contuve el aliento. Funcionó.
—Servido, caballero —dije—. El precio es de 18 dólares y 98 centavos. Mrs. Jones, cóbrele al caballero, por favor. Hice varios más, con la mayor facilidad. Nada más sencillo: apretar el botón, retirar un duplicador, volver a apretar el botón. Sosteniendo la máquina con una mano, podía prescindirse del lápiz.
La dependiente del mostrador contiguo estaba de pie a mi lado, observándolo todo con mucha atención.
—¿Ha visto cómo funciona?-le pregunté—. ¿Sí? De acuerdo. Usted manejará la máquina. Sólo tiene que retirar un duplicador y apretar el botón.
Miré a mi alrededor y vi al supervisor del piso entre la multitud.
—Sam, escoja a un par de hombres y quite aquellas blusas que hay junto a la puerta. Encárguese de la venta desde allí. Sin envolver, al contado, a 18,98 dólares la pieza, una por cliente. Utilizaremos este mostrador para hacerlas.
—¡Ah! —dijo una voz sardónica a mi lado—. El negocio no se interrumpe, mientras Roma arde.
Reconocí la voz, así como el estilo. Pertenecían a George Beedle, nuestro jefe de personal. En los viejos tiempos, antes que el doctor Elton Mayo inventara las Relaciones Humanas, los empleados de la sección de personal eran gente que redactaban tarjetas de admisión y de despido, confeccionaban la nómina y establecían la categoría laboral de los otros empleados. Ahora eran doctores en filosofía, especialistas en sociología y psicología práctica, o licenciados en ciencias económicas. Yo disfrutaba discutiendo con George —resulta sorprendente lo erudita que puede ser una persona sin tener la menor idea de lo que es el comercio—, pero no cuando tenía trabajo.
—Márchese, George —le dije secamente—. Ahora estoy ocupado.
Me miró con una rara expresión en los ojos.
—¿Ocupado en qué? ¿En hacer dinero para Brown's? Permítame enseñarle a hacerlo del modo más sencillo y sin el menor esfuerzo.
Encontró un billete de diez dólares en su monedero, lo colocó sobre el platillo de un duplicador y apretó el botón con el dedo índice de su mano izquierda. Cuando apareció otro billete de diez dólares, lo hizo saltar del platillo con su mano derecha, volvió a apretar el botón, volvió a hacer saltar el nuevo billete.
—A menudo me pregunto —dijo, con expresión soñadora— qué compran los vinateros...
Press, flip, preas, flip, presa, flip... El aire estaba lleno de billetes de diez dólares.
Dos o tres personas empezaron a cazarlos al vuelo. El resto se limitó a mirar.
Debo confesar que quedé bastante desconcertado. Aquella potencialidad del duplicador no se me había ocurrido. Objetos, sí, todo el mundo hace objetos, pero sólo el gobierno hace dinero. O tal vez debería decir hacía dinero.
—El mercado, John —dijo George (press, flip, press, flip)— es un pequeño dios republicano, y la sangre vital del mercado es el dinero. ¿Qué precio tiene ahora el dinero?-Tomó uno de los billetes, lo dobló, aplicó su encendedor a él y prendió un cigarrillo—. Buen material para encender el fuego.
—Sí... —murmuré.
Dominé mi desconcierto. George estaba equivocado, desde luego, en un sentido general. Aunque, en lo que respecta a los billetes de diez dólares, era evidente que tenía razón. Era una vergüenza, precisamente cuando teníamos un artículo de tanta salida como aquellos duplicadores. Pero, en el comercio al detalle, se aprende a no discutir los hechos y a no perder el tiempo en vanas lamentaciones. Capté la mirada de Sam y me acerqué a él.
—No más ventas al contado —le dije—. Acepte solamente cheques personales.
—Los cheques también pueden ser duplicados —me recordó George.
—¿Con qué objeto? —repliqué—. Un cheque no es moneda de curso legal. Es una orden específica de una persona específica para transferir crédito de un modo específico. No necesito un duplicador, puedo extender todos los cheques falsos que se me antoje.
—¡Oh! —dijo George.
Yo había estado pensando mientras hablaba. Muchas de aquellas personas no parecían pertenecer a la clase que tiene cuenta corriente.
—Espere un momento, Sam —dije—. Si los clientes no pueden extender un cheque, ábrales una cuenta de crédito. Lo esencial es mantener la mercancía en movimiento. Esos duplicadores son ahora una novedad, pero mañana estarán tan muertos como Moisés.
—De acuerdo, Mr. Thomas —dijo Sam, regresando apresuradamente a su mostrador.
Llamé al departamento de Crédito y di las órdenes pertinentes para la apertura de cuentas.
—Con tal que certifiquen que tienen un empleo y un hogar permanente, háganles firmar y entréguenles la mercancía.
George continuaba allí, recobrada la habitual confianza en sí mismo, con una sonrisa de superioridad en el rostro. A veces, George me saca de mis casillas.
—¿Y bien?-dije.
—No tengo nada que decir —murmuró—, absolutamente nada. Me estaba maravillando al contemplar la mente comercial en acción. Su capacidad de olvido es asombrosa. Tenemos aquí una máquina que significa la destrucción total de nuestra economía. ¿Está usted preocupado? Sí, pero únicamente en descubrir el modo de ganar dinero rápidamente extendiendo la plaga.
En el Departamento de Confecciones para Señoras había ahora más de doscientos clientes. Los duplicadores brotaban sin interrupción del mostrador de paquetería. Dos empleadas del Departamento de Crédito acababan de salir del ascensor con unos fajos de contratos debajo de los brazos.
—Me pagan para eso —le dije a George—, para poner mercancías en circulación. Otras personas obtienen su salario por preocuparse de las implicaciones sociales.
—Exactamente. Y alguien ha estado preocupándose de ellas. Ha leído usted la etiqueta, ¿verdad?
—La he leído —admití—. ¿Y qué? Comparadas con las veces que hoy se apretará ese botón, las veces que lo apriete yo no cambiarán las cosas.
—Eso cree usted. No se ha parado a pensar por qué estaba allí ese aviso. Deje de pensar en la máquina por la cual la gente pagará veinte dólares, y piense en lo que pueden hacer con ella. ¿Qué le pasará a la United States Steel cuando los ferrocarriles puedan obtener todos los rieles que necesiten, sobre el terreno, con un simple duplicador montado en una vagoneta? Y a propósito, ¿qué les pasará a los ferrocarriles cuando la gente no necesite materias primas para fabricar lo que sea y los minerales, por ejemplo, no tengan que ser transportados de un extremo a otro del país? ¿Qué le pasará a la General Motors cuando cualquiera que desee un nuevo Chevrolet pueda pedir prestado el de su vecino y hacerse uno igual? ¿Qué le pasará a la Westinghouse cuando Mrs. Jones pueda andar por Brown's con su duplicador bajo el brazo, tomar un nuevo tostador de pan del mostrador, colocarlo en el platillo, y disponer de otro tostador al cabo de medio minuto? Si los apuros de la Westinghouse no le afectan, ¿qué le pasará a Brown's cuando Mrs. Jones pueda hacer eso? ¿Qué le pasará...?
No quise oír más. Desde luego, George tiene un modo muy gráfico de plantear las cosas. Comprendí que tenía razón. Hasta entonces no había pensado en el asunto, me había limitado a reaccionar. En el mostrador contiguo había un teléfono.
—Connie —dije—, póngame en conexión con todos los jefes de departamento, para una conferencia.
Los primeros clientes habían empezado a obtener sus duplicadores. La mayoría salían apresuradamente de la tienda, pero unos cuantos se demoraban, contemplando especulativamente las mercancías. Una mujer, con un brillo avaricioso en su mirada, se acercó a una colección de vestidos de tarde, muy caros.
—¡George! —dije—. ¡Cuida del teléfono!
Cuando llegué allí, la mujer había sacado uno de los vestidos y estaba doblándolo para colocarlo en el platillo de su duplicador. Alargué el brazo por encima de su hombro y pude pescarlo antes que la dama apretara el botón.
—Lo siento, señora —dije secamente—. No podemos permitir que los clientes dupliquen la mercancía.
Me miró con aire de reto.
—¿Quién dice eso?
—Lo dice la ley. —Posiblemente no era cierto, pero no le di tiempo para que pensara en ello—. ¿Está usted interesada en este vestido, señora? —dije—. Permítame. —Coloqué el vestido sobre el platillo y apreté el botón—. Aquí lo tiene. —Eché una ojeada a la etiqueta; el precio era 98,75 dólares—. El precio es un dólar y noventa y ocho centavos. ¿Tiene usted su carta de crédito? —Ella asintió, aunque no parecía convencida del todo—. Posiblemente —añadí— le gustaría llevarse alguno más a este precio tan bajo. —Me acerqué a las perchas, tomé media docena de vestidos al azar y los dupliqué—. Si alguno de ellos no le gusta, puede devolverlo y restaremos su importe de su cuenta. Ahora, tal vez quiera llevarse un chaquetón de piel de marta sintética, o un bolso de seda artificial, con el mismo fenomenal descuento y sin que tenga que pagar nada hasta el día uno del próximo mes.
La vendedora estaba junto a nosotros, desconcertada, con la boca abierta.
—Yo lo anotaré en la cuenta —le dije—. Empiece a envolver los artículos.
—Servidor de usted, señora —le dije a la cliente, acompañándola hasta la puerta—. Y recuerde que esta venta no es únicamente para el día de hoy. Todos los artículos que vende Brown's pueden ser duplicados y adquiridos a un precio asombrosamente bajo. No necesita usted traer su propio duplicador, tendremos uno en cada mostrador para su comodidad.
Me acerqué a Sam.
—Haga que los clientes que han adquirido un duplicador salgan de aquí —dije—. Bloquee los pasillos y ponga vigilancia en las otras puertas. No se permite permanecer en la tienda con un duplicador. Luego, envíe duplicadores a todos los otros departamentos. Reclame todo el personal que precise para que le ayuden.
Regresé junto a George y le encontré sosteniendo el receptor.
—Todos están en la línea —dijo.
—Gracias, George.
Tomé el receptor.
—Supongo que todos ustedes están enterados del asunto de los duplicadores —dije—. ¿Hay alguien que no esté al corriente? —Nadie habló—. De acuerdo. Oigan ahora lo que hemos estado haciendo en el primer piso. —Les conté a grandes rasgos lo que había sucedido—. Hasta ahora, hemos actuado de un modo improvisado. Vamos a ver si conseguimos organizar las cosas un poco mejor. ¿Alguna sugerencia?
—El asunto del crédito —dijo Markov—. La mayoría de las personas que lo han solicitado son tarjetas blancas y unas cuantas rosas. Si hay muchas ventas, no tendremos tiempo material para comprobar las cuentas. Es imposible contabilizar a este ritmo.
—Hasta nueva orden, concedan a todo el mundo el trato de tarjeta azul —dije—. Volveremos a la rutina de siempre cuando las cosas se normalicen. En Brown's, una tarjeta azul es como dinero en efectivo, sólo que más rápido, sin ninguna restricción al crédito. Lo único que el cliente tiene que hacer es presentar la tarjeta. El vendedor anota el número de la cuenta en el ticket y eso es todo.
—De acuerdo. Pero, ¿nos será favorable conceder crédito a todo el mundo, si no tenemos dinero?
—No tenemos dinero desde 1933 —le dije—. Esos papeles verdes que lleva usted en su billetero son tarjetas de crédito, para simplificar la contabilidad. ¿No es cierto, Joslyn?
—Más o menos —dijo Joslyn, del Departamento de Contabilidad—. Ahora bien, ese descuento del noventa y ocho por ciento que aplicó usted en el Departamento de Confecciones para Señoras puede dar resultado allí. Pero, ¿qué pasará en otros artículos, especialmente con los que tienen un precio inferior a un dólar? ¿Podemos vender un artículo de diez centavos por dos milésimas de dólar? ¿Y qué pasará con los artículos que no pueden duplicarse? No puede usted colocar un refrigerador de quinientas libras sobre ese platillo...
Con el duplicador, desde luego, no teníamos que preocuparnos del costo original de los artículos duplicables, que era cero. Pero teníamos unos gastos generales, y en el moderno comercio al detalle no se opera con un margen comercial fijo. Brown's disponía de cien mil dólares de máquinas electrónicas para calcular el margen comercial exacto de cada artículo, basado en los gastos generales del Departamento, costos de almacenaje, amortización de instalaciones y otra docena de factores.
—Aplicaremos un descuento —dije— del noventa por ciento a los artículos más baratos y del noventa y nueve por ciento a los más caros, que sean duplicables. En los artículos que no puedan duplicarse, el descuento será del diez por ciento. No debemos perder de vista que estos últimos artículos pueden no ser duplicables hoy, pero lo serán mañana, en cuanto alguien construya un duplicador de mayor tamaño, y tenemos que liquidar existencias. Si podemos terminar el día con un solo ejemplar de cada uno de los artículos que vendemos en los pisos, y con los almacenes vacíos, podremos darnos por satisfechos. Con el duplicador, es lo único que necesitamos para continuar el negocio.
Casi pude oír los engranajes girando en la cabeza de Joslyn; hacían exactamente el mismo ruido que una computadora IBM.
—Supongo —dijo finalmente— que esa es una medida provisional para mantener el movimiento de mercancías...
—Supone usted bien —dije—. ¿Más preguntas?
Intervino Toivo, del Departamento de Personal, el hombre que hacía el trabajo de George mientras George estaba ocupado en filosofar. Quería saber qué descuento se aplicaría en la venta de duplicadores a los empleados.
—No se venderá ningún duplicador a los empleados —le dije—. Cada empleado recibirá uno, gratis, obsequio de Brown's. Se lo llevarán a casa esta noche, y no se les permitirá traerlos de nuevo a la tienda.
Después de eso, Sam formuló una pregunta acerca de las etiquetas pegadas a los duplicadores. Sam no era jefe de Departamento, desde luego, pero yo apreciaba mucho sus opiniones de experto vendedor.
—¿No sería preferible arrancar esas etiquetas? —inquirió—. No son un incentivo para la compra.
—¿Ha perdido usted alguna venta por causa de ellas? —pregunté.
—Bueno, no.
—Entonces, no toque nada. No podemos asumir la responsabilidad de suprimirlas. De este modo, el cliente no podrá decir que no ha sido advertido.
No diré que habíamos resuelto en media hora todos los problemas que planteaba el duplicador, pero sí que habíamos hecho frente a la situación de un modo satisfactorio.
—Todo eso está muy bien —dijo George, mientras yo colgaba el receptor y me secaba el rostro con un pañuelo de seda que había tomado del mostrador—. Pero, ¿cómo piensa solucionar lo de los tumultos?
—¿Tumultos? ¿Qué tumultos?
—Tumultos —dijo George en tono firme—. Usted puede creer que esa advertencia no es importante, pero mucha gente opinará de un modo distinto. Y a esa gente le preocupará lo que puede ocurrir cuando los cimientos estén minados. Y se dirá: «Carguemos ahora con lo que podamos, y el que venga detrás que arree.» ¿Cómo piensa hacer frente a ese problema?
No era mucho lo que yo podía hacer. No es un tema que se oiga discutir en las convenciones de comerciantes al detalle, aunque el espectáculo de una muchedumbre desatada turbe de cuando en cuando el sueño de los que poseen grandes zonas encristaladas en una calle de mucho tránsito. En mi propio caso, hacía mucho tiempo que había llegado a una conclusión: se trata de algo contra lo cual no se puede luchar, del mismo modo que no se puede luchar contra un huracán. Afortunadamente, habíamos dejado en todos los otros Departamentos el personal indispensable, a fin de contar con una plantilla de reserva en el primer piso, para hacer frente a cualquier contingencia. Ordené que aquellos empleados vaciaran los escaparates, sin dejar en ellos ni una corbata.
A continuación, visité a los que trabajaban en la confección de carteles y pancartas:
ABRA UNA CUENTA DE CRÉDITO EN BROWN'S. HASTA UN 99% DE DESCUENTO EN TODOS LOS ARTÍCULOS.
DUPLICADORES A 18,98 DÓLARES. COMPRE AHORA Y PAGUE A SU COMODIDAD.
FABULOSA LIQUIDACIÓN DE EXISTENCIAS CON UN DESCUENTO DE HASTA EL 99%.
Poco original, desde luego, pero tal como estaban las cosas no podíamos andarnos con sutilezas.
—Coloquen esos carteles en los escaparates —dije—. Dense prisa.
Markov había bajado al primer piso. Le llamé.
—¿Cuánto tardan sus empleadas en extender un contrato y llenar una tarjeta de crédito? —le pregunté.
—Las que trabajan con los duplicadores invierten un promedio de dos minutos.
—Demasiado. A partir de este momento, no quiero que entre nadie en la tienda sin una tarjeta de crédito. Vendrá mucha gente, y no estará de humor para hacer cola. Si es preciso, limítese a anotar su nombre y dirección y a obtener su firma. De este modo daremos más fluidez a la entrada de clientes, sin que se produzcan aglomeraciones que rebasen nuestras posibilidades de control, ¿comprende la idea?
Markov meditó unos instantes.
—Creo que sí. Canalizaremos la entrada de clientes a través de cuatro pasillos, con dos empleadas extendiendo contratos en cada pasillo. Limitando al mínimo la información para el crédito, como usted dice, creo que podemos atender a unos ochocientos clientes por hora y por entrada.
—Muy bien —dije—. Manos a la obra.
A continuación reuní a los supervisores del piso y les di instrucciones. —Cuando empiece la aglomeración de clientes —les dije—, limítense a anotar el número de su tarjeta de crédito y entréguenles la mercancía. No pierdan tiempo discutiendo. Si alguien se pone pesado, oblíguenle a marcharse. Si dejamos que un solo cliente altere el ritmo de la venta, estamos perdidos.
—Si se presentan tantas complicaciones, Mr. Thomas —dijo Sansom, de Zapatería—, ¿por qué no cerramos hoy la tienda?
—Por dos motivos. En primer lugar, si cerramos y nos marchamos a casa, pueden violentar las puertas y no tendremos a nadie aquí para controlar las cosas. Y en segundo lugar, no estamos aquí para divertirnos, sino para vender. ¿Más preguntas?
Hubo varias acerca de los aspectos técnicos del manejo de muchedumbres, y las resolvimos apresuradamente, porque la situación empezaba a ponerse al rojo vivo. Se produjo una especie de conmoción en el exterior, y una docena aproximada de hombres irrumpieron a la vez por la entrada sur. Permanecieron allí unos instantes mirando a su alrededor con aire indeciso. Antes que tuvieran una oportunidad para tomar una decisión por su cuenta, Markov estaba empujándoles hacia las empleadas de contabilidad. Un buen elemento, Markov, su sitio no estaba en el Departamento de Crédito: su labor sería más eficaz en uno de los pisos.
Dos de los clientes llevaban duplicadores y no estaban dispuestos a soltarlos. Me di cuenta que mí norma «sin duplicadores» no iba a funcionar, hoy.
—Olvídenla —les dije a las empleadas—. Procuren controlar el género, y anótenlo todo en el ticket.
Cuando Markov hubo controlado el primer grupo, todas las entradas estaban ya obstruidas. Afortunadamente para nosotros, la joyería que se encontraba dos puertas más abajo no había recibido el aviso a tiempo, o tal vez sus responsables no habían pensado con la suficiente rapidez. Los más agresivos pasaron de largo ante nuestros escaparates llenos de carteles, con los ojos puestos en los escaparates de la joyería. En cualquier muchedumbre como ésta, siempre hay un pequeño porcentaje de individuos activamente antisociales, y un gran número de personas que engrosan la multitud, sin saber exactamente por qué. Tras los primeros momentos de excitación, la mayoría de esas personas se están preguntando por qué no se quedaron en casa. Y muchas de ellas buscaron una especie de refugio en Brown's.
No diré que no tuvimos problemas, porque lo tuvimos. Cuando se reúnen tres o cuatro mil personas en el interior de una tienda, seguro que hay problemas.
Brown's tiene un bar en el cuarto piso donde no llama demasiado la atención. Como es de suponer, se trata de un simple servicio complementario, ya que no nos interesan los clientes que entren en la tienda sólo para tomarse una cerveza. Poco después de la una, me llegó una llamada del cuarto piso, anunciándome que unos cuantos elementos alborotadores campaban por sus respetos en el bar. Subí inmediatamente.
Un tipo pelirrojo estaba detrás del mostrador, arrojando botellas a la multitud.
—¡Aquí estoy, Mac! —me dijo, mientras me abría paso hacia el mostrador—. ¡Ahí va un obsequio del viejo Brown!
Y me lanzó una botella del Black Label.
—Gracias —dije. Rompí el gollete contra el borde del mostrador—. ¡A su salud! —exclamé, empinando la botella.
El pelirrojo me miró.
—Cuidado, amigo —dijo—. Va a cortarse la lengua. A mí me pasó una vez, intentando eso.
—Hay que saber el truco —le dije—. Se toma fuertemente el gollete con una mano y se deja que el whisky se deslice a lo largo del dedo pulgar. —Le devolví la botella—. Pruébelo.
Lo intentó, sin éxito. —No, así no —dije, en tono impaciente—. Coloque su dedo pulgar sobre el labio inferior, levante la botella y deje que fluya el whisky. Así.
Lo mejor de este sistema es que, utilizando adecuadamente el dedo pulgar, puede parecer que uno ingiere una gran cantidad de licor, cuando en realidad bebe muy poco. Aprendí el truco en mi juventud, cuando hacía el servicio militar.
—Estas botellas cuadradas son poco manejables, de todos modos —dije—. Déme un par de esas de Lemon Hart. -Rompí los golletes y le entregué una—. Esto es mucho mejor. —Una mano surgió por debajo de mi brazo en busca de la botella que yo había dejado sobre el mostrador. Golpeé la muñeca con el filo de mi propia mano, y el hombre que estaba detrás de mí aulló—. Compre su propio whisky, amigo —dije fríamente—. Atención —añadí, dirigiéndome a uno de los dependientes—. Este caballero quiere una botella de whisky. Empiecen a servir a los clientes.
El pelirrojo había empinado ya el codo cuando yo llegué allí, y el Lemon Hart tiene 151°. Cuando hubo aprendido el truco de beber con el gollete roto, estimé que no estaba en condiciones de seguir molestando.
—Busquen su tarjeta de crédito y cárguenle en cuenta dos botellas de Black Label y otras dos de Lemon Hart -dije—. Luego, avisen a los detectives de la tienda para que lo saquen de aquí.
Esas cosas no son difíciles de manejar, si se actúa con rapidez y decisión. El principio básico es: no reacciones nunca como el otro individuo espera que lo hagas, deja que se preocupe por lo que vas a hacer y, desde luego, no pierdas nunca de vista el objetivo, que en nuestro caso es vender mercancías. Resulta sorprendente comprobar lo difícil que les resulta a los vendedores de hoy aprenderse esta sencilla lección. Dejan que el cliente tome la iniciativa. En cuanto uno permite esto, está perdido. Ya no está vendiendo, sino comprando, al margen del camino que siga el dinero.
Aquella misma tarde tuve ocasión de recordarlo varias veces. Los jóvenes que teníamos en los pisos se desenvolvían bastante bien, pero no estaban vendiendo, en realidad. Recibí otra llamada de auxilio, por ejemplo, del Departamento de Artículos para Deporte.
—Este caballero desea comprar una pistola, pero no tiene permiso de armas —dijo el vendedor nerviosamente.
Un individuo alto, cadavérico, estaba de pie junto al mostrador.
—Aquí está mi permiso —gruñó el hombre. Se volvió hacia mí. Me encontré contemplando el negro cañón de una Luger del.30—. Ahora quiero balas, y pronto.
—Comprendo —dije. Observé que el seguro estaba alzado. Examiné el mostrador. No había ninguna caja de munición abierta. Y no acostumbramos a tener pistolas cargadas en las estanterías, desde luego—. ¿Para qué desea utilizar la pistola, caballero? —inquirí—. ¿Para tirar al blanco, para competiciones deportivas, o para..., ejem..., su defensa personal?
—Para matar gente con ella —dijo el hombre en tono lúgubre—. A partir de ahora, la ley dejará de existir. Sólo sobrevivirán los más aptos. Y yo pretendo sobrevivir.
—En ese caso —dije—, ¿podría sugerirle un arma algo más perfeccionada? Hijo, alcánzame una de esas Sten, por favor.
—¡Nada de trucos! —advirtió el hombre con voz ronca—. ¡Les tengo cubiertos a los dos!
—De acuerdo —convine—. Nada de trucos. Aquí tiene usted, caballero, una Sten auténtica, la metralleta preferida por los comandos británicos durante la Segunda Guerra Mundial. Una de las armas de fuego más seguras y de tiro más rápido que se han diseñado en los últimos veinticinco años. —Hice funcionar el mecanismo unas cuantas veces y le mostré cómo se introducía y se quitaba el cargador. Al mismo tiempo, rasqué con la uña el precio que figuraba en la etiqueta—. Sólo vale 179,50 dólares, caballero —dije—. Con dos cargadores completos.
La tomó ávidamente, brillándole los ojos como a un niño de cuatro años que acaba de descubrir su juguete preferido en el árbol de Navidad.
—Ahora, si me permite su tarjeta de crédito, por favor, mientras el dependiente le prepara la munición... Alcánzame una docena de cajas de proyectiles del.38, esas cajas verdes, con la etiqueta blanca, que están en la repisa inferior, a tu derecha. —Anoté el número de la cuenta—. Necesitará usted algo para llevar la munición y otros utensilios, desde luego. Puedo recomendarle una de nuestras mochilas Everest, diseñadas según el modelo de las que utilizaron Sir Edmund Hillary y el Tenzing Norkay en la conquista del Everest. Son el último grito en mochilas... Y una funda para la pistola: tenemos un bonito modelo, el Lawrence, diseñado especialmente para poder «sacar» con rapidez desde cualquier posición...
—¿No cree usted que eso ha sido poco..., ejem..., ético? —preguntó el dependiente, mientras contemplábamos al hombre que se alejaba con su mochila Everest colgando pesadamente de sus estrechos hombros, su funda Lawrence abultando en su cadera y la Sten debajo del brazo.
—En circunstancias normales, lo sería —admití—. Hoy, no. La ley nos obliga a inutilizar esas Sten, pero no estamos obligados a decirle al cliente lo que hemos hecho con ellas. Se supone que el cliente conoce la ley en cuestión. Si le hubiéramos dado a ese individuo una metralleta que disparara, o munición del calibre de su pistola, dentro de media hora estaría muerto, y posiblemente heriría también a otras personas. De este modo, no tardarán ni diez minutos en detenerle, y nadie saldrá perjudicado. Ni siquiera creo que nos molesten por haber vendido esa pistola sin permiso de armas. Y en caso de que lo hicieran, tendremos los 160 dólares que hemos cobrado de más por la Sten para ayudarnos a pagar la multa. Esa es nuestra retribución por correr el riesgo.
»Ahora, otra cosa. Cuando las cosas se normalicen, recuérdame que debo darte unas cuantas lecciones para que aprendas a conocer los artículos que vendes y a mostrar un poco de iniciativa en tu trato con los clientes. Cuando ese duplicador empiece a funcionar de veras, hijo, va a ser muy difícil encontrar un empleo.
Bueno, el muchacho era capaz de entender una indirecta, no quedaba duda. Durante el resto del día, un verdadero río de personas abandonó el Departamento de Artículos para el Deporte con una Sten debajo del brazo y una mochila Everest a la espalda. Tuve que enviar a otros tres empleados para que le ayudaran, y cuando me presenté allí un poco más tarde comprobé que había liquidado todas las cajas de munición, algunas de las cuales se remontaban a la época en que yo mismo trabajaba en el Departamento de Artículos para Deporte..., y sin el noventa y nueve por ciento de descuento, además. Para las armas y municiones continuaban en vigor los precios normales, exceptuando el mil por ciento de aumento que aplicábamos a las Sten.
A los clientes no les importaba. Eran personas que se habían tomado muy en serio aquel aviso acerca de los cimientos minados, y todos estaban convencidos que mañana Times Square sería una jungla: tipos profesionales en su mayor parte, como el individuo de la Luger.
Finalmente, alrededor de las diez de la noche, la Guardia Nacional entró en acción y pudimos cerrar.
Para entonces, superada la primera impresión, la gente estaba acostumbrándose ya al duplicador. Sus ojos no se desorbitaban ya cuando el duplicado aparecía como por arte de magia, las facilidades de pago y los precios bajos habían dejado de ser una novedad, y la gente empezaba a elegir.
Nadie había sido capaz de imaginar cómo era generado el efecto duplicador, pero los ingenieros habían descubierto que era transmitido a los platillos por medio de un simple circuito eléctrico. Sabiendo esto, era evidente que podían construirse duplicadores de mayor tamaño. Cuando tuvimos la seguridad que era factible construirlos, telegrafiamos a nuestros proveedores cancelando todos los pedidos pendientes. Un duro golpe para ellos, sin duda, pero, el negocio es el negocio.
En el almacén principal, los mozos tenían ya funcionando un gran duplicador. En realidad, era un duplicador normal, al cual se habían acoplado dos grandes platillos de aluminio. Cuando fui a echar un vistazo allí después de cerrar la tienda, estaban haciendo aparatos de televisión. Por algún motivo que no alcanzaba a vislumbrar, se había producido una gran demanda de aparatos de televisión. Yo hubiese jurado que todo el mundo tenía ya un televisor, pero al parecer no era así. Un mozo apretaba el botón y otros dos recogían el aparato recién hecho y lo colocaban sobre una estantería adosada a la pared.
Me pareció que mostraban un exceso de entusiasmo en su tarea. Yo quería disponer de existencias suficientes de artículos de gran tamaño, para no tener que recurrir al duplicador cada vez que vendiéramos una estufa o un refrigerador, pero hasta que las cosas se normalizaran no me interesaba almacenar un exceso de mercancía. Los artículos pequeños podíamos hacerlos directamente en el mostrador, a medida que los vendíamos.
—Está bien, muchachos —les dije—. Pueden marcharse a casa. Hay un montón de duplicadores junto a la puerta. Llévense uno. Y lleven también un par para los niños, si quieren.
Había decidido prescindir de la norma «uno por cliente». Durante el día habíamos vendido más de dos mil a veinte dólares, otros mil doscientos o mil quinientos a precios inferiores a cinco dólares, pero al final de la jornada no podíamos colocarlos ni siquiera a un dólar cincuenta centavos la unidad. Mañana no los aceptarían ni regalados.
Regresé a la tienda. Reinaba en ella el mayor desorden, pero los mostradores y las estanterías ofrecían un hermoso aspecto de desnudez y las carretillas continuaban transportando montones de contratos a los ascensores. El espectáculo alegró mi corazón.
Habíamos habilitado la cafetería como cuerpo de guardia para los militares, ya que no me sentía completamente tranquilo en lo que respecta a la posibilidad de un saqueo. George estaba allí, sentado delante del mostrador manchado de café, con un subteniente. Sobre las mesas se veían transmisores, raciones de campaña y otros heterogéneos utensilios militares. Un sargento estaba leyendo historietas que había tomado del bastidor, junto a la puerta, y un par de guardias dormían calzados. Todo muy hogareño y tranquilo.
—¡Ah! —dijo George—. Aquí está el hombre del 3 1/4 por ciento... Siéntese, John, y tome una taza de café. Teniente Simond, le presento a Mr. Thomas. El teniente y usted, John, son de la misma raza. El teniente es otro príncipe del comercio: el teniente es el dueño del supermercado de la esquina.
Simond enrojeció. Era un joven de aspecto agradable. George resulta un poco desconcertante, cuando no se le conoce a fondo, y tras haber trabajado duramente todo el día, me pareció que se mostraba demasiado jovial. Le miré fijamente.
—Lo que está pensando es verdad, John —dijo alegremente—. Al terminar la tarea cotidiana, cuando el mundo parece triste y sucio, llega aquel momento de la revitalizadora libación conocido como la «hora del cóctel». —Sacó una botella de su bolsillo—. Vamos, eche un chorlito de esto en su café, se sentirá mejor.
—Gracias, George —dije.
No me gusta que se beba en la tienda, y George lo sabe; pero siempre hay una ocasión en que puede hacerse una excepción de la regla.
George levantó su taza.
—Por la civilización occidental —brindó—, ahogada por el cuerno de la abundancia. ¡Salud!
—Creo que se precipita un poco... —dije.
—¡Oh! Vamos, John, no nos engañemos, aunque las cosas tarden un par de días en derrumbarse. Usted ha podido salvar el primer golpe, moviéndose con rapidez y aprovechándose de la estupidez de la multitud. Pero persiste el hecho que esa máquina hará que cada hombre se baste a sí mismo. Y la gente no tardará en darse cuenta. ¿Quién comprará entonces sus artículos, quién le comprará alubias al teniente Simond, pudiendo colocar una lata de caviar en el platillo, y... ¡zas!
Hizo un ademán, como si apretara un botón.
—Bueno, hay que esperar —dije—. Es posible que la cosa no sea tan mala como usted piensa.
—Será peor de lo que yo pienso —dijo George obstinadamente.
Me encogí de hombros y sorbí mi café. No compartía el pesimismo de George. Siempre han habido comerciantes, desde la edad de piedra, y a pesar de las guerras, de las revoluciones y de los cataclismos, la gente siempre ha comprado y vendido. Sin embargo, es difícil argumentarlo con lógica.
Simond se aclaró la garganta.
—No es que trate de cambiar de tema —dijo—, pero lo que Mr. Beedle acaba de mencionar con respecto a las alubias...
Se interrumpió, indeciso.
—Siga, Mr. Simond —le animé. Por mi parte, me alegraba cambiar de tema. La satisfacción que experimentaba cuando me había sentado junto a George, se había desvanecido. No era la primera vez que el contacto con George me deprimía—. ¿Qué decía usted de las alubias?
—Bueno, he estado pensando en ello. Mr. Beedle tiene razón, no habrá muchas personas que quieran comprar alubias, pudiendo comer faisán ahumado... De modo que lo he estado pensando, y creo que en vez de un supermercado debería abrir una tienda de platos escogidos de todo el mundo. Las mejores especialidades de cada país, miles y miles, todas distintas. Bastará, además, con un solo ejemplar de cada uno.
—Sería un fracaso —dijo George—. Eso es lo que trataba de explicarle a John. ¿Por qué tendría que comprarle mis lenguas de ruiseñor a usted, pudiendo tener una lata en mi propia cocina y duplicar hasta la náusea?
—Hasta la náusea, precisamente por eso —se apresuró a decir Simond—. Usted puede comer alubias todos los días. Pero no puede comer todos los días lenguas de ruiseñor. Cuando empezamos a vender los platos congelados, la gente pareció que había descubierto el séptimo cielo. La cosa duró quince días. Luego, el entusiasmo se apagó. Cambiamos de proveedores, y como si tal cosa. Los servimos calientes, luego otra vez fríos... Finalmente, alguien tuvo una idea. Toma usted la cena mexicana, es un buen plato, yo mismo lo he comido y me ha gustado. Prueba la primera y la encuentra deliciosa. La segunda ya no es tan buena. La tercera y la cuarta pasan con dificultad, y al llegar a la décima no soporta usted la vista del envase.
—Raciones de campaña —dije.
—Eso es. Por más combinaciones que se hagan, siempre tienen el mismo sabor.
—Comprendo lo que quiere decir —dije pensativamente—. Antes, nosotros vendíamos estandarización, porque el artículo escaseaba. Ahora, en cambio, vendemos diversidad. En vez de ofrecerle al cliente una elección entre los refrigeradores General Electric o Westinghouse, tratamos de ofrecerle una elección entre todos los refrigeradores que se construyen en cualquier parte del mundo... —Me asaltó una idea repentina—. ¡Maldición! —exclamé—. No podremos librarnos aún de nuestros proveedores.
—Y no sólo eso —intervino George, servicial—. ¿Cree que le permitirán reproducir un artículo manufacturado sin cobrarle los correspondientes derechos? Era cierto. El simple hecho de reproducir una marca de fábrica es ya un acto ilegal... Empecé a imaginar lo que iba a ocurrir, y mi optimismo acabó de enfriarse.
Consulté mi reloj.
—Ponga el televisor en marcha, George, por favor —dije—. Están dando las noticias de última hora.
«-... Y esta es la situación en lo que respecta al duplicador, la noticia más importante del mundo, hoy —dijo el locutor—. A continuación, daremos a ustedes un resumen de la opinión de algunos expertos acerca de la influencia que el duplicador puede ejercer sobre nuestras vidas. En primer lugar, hablaremos con Mr. William Peterkin, de Detroit...
»—Mr. Peterkin, ¿cuál será el efecto más notable del duplicador sobre la industria del automóvil, en su opinión?
»Mr. Peterkin apareció en la pantalla con un rostro ojeroso y cansado. Era evidente que el día había sido duro para él, también.
»—Bueno, yo diría que la eliminación de nuestra dependencia de las máquinas, herramientas caras y de las líneas de montaje. Tenemos un montón de cosas en los tableros de dibujo (inyección de combustible, interesantes ideas en diseño de carrocerías, arranque electrónico, incluso una especie de «conductor electrónico», por así decirlo, para recordar rutas previamente recorridas y sustituir en ellas al conductor humano), muchas cosas que no han salido al mercado debido a dificultades de producción. Me atrevo a afirmar que dentro de unas semanas habremos dado un salto que normalmente hubiera supuesto un siglo de trabajo.
»—¿Y el problema del empleo, Mr. Peterkin? Muchas personas están preocupadas, pensando que pueden quedarse sin empleo. ¿Qué perspectivas hay en su industria en ese aspecto?
»—Verá, cuando nos enteramos de la existencia de ese duplicador, inmediatamente empezamos a pensar en términos de drásticas reducciones de nuestras plantillas. Luego, a medida que hemos estudiado las posibilidades reales, nos hemos dado cuenta del verdadero alcance del problema. Necesitaremos seis veces más ingenieros, proyectistas y diseñadores de los que tenemos. Tendremos que prescindir del peonaje sin calificar; pero necesitaremos muchos más mecánicos, torneros, ajustadores y peonaje especializado... No podemos obtenerlos de otras industrias, que se encontrarán en el mismo caso que nosotros, de modo que tendremos que iniciar inmediatamente un gigantesco programa de capacitación...
»—Muchas gracias, Mr. Peterkin —dijo el locutor—. Y ahora, establecemos conexión con el Departamento de Comercio, en Washington.
»—Las perspectivas, por lo que se refiere a todas las formas de transporte de superficie y determinadas categorías de transporte aéreo son favorables. No se ha establecido aún si el efecto de duplicación puede ser extendido sobre circuitos metálicos o inalámbricos para cualquier distancia. Si la duplicación a larga distancia fuese factible, la mayor parte de nuestro material de transporte quedaría anticuado. Sin embargo, el aumento previsto en el tonelaje total manipulado, puede exigir una expansión del mercado de bienes manufacturados...
»—...Wall Street.
»—...Después de una incontenible ola de pánico, traducida en una psicosis de venta, los valores industriales y los de servicios públicos se han recuperado sorprendentemente a la hora del cierre...»
—¿Se da cuenta? —dije, dirigiéndome a George—. Hemos estado corriendo como locos todo el día, sólo para volver al punto de partida.
George sacudió la cabeza lentamente.
—Se equivoca, John. No hemos vuelto al punto de partida. Esta mañana teníamos una economía basada en la escasez. Esta noche tenemos una economía basada en la abundancia. Esta mañana, teníamos una economía del dinero, era una economía del dinero, aunque el crédito fuera importante. Esta noche, tenemos una economía del crédito cien por cien. Esta mañana, el teniente y usted vendían estandarización. Esta noche venden diversidad.
»Toda la estructura de nuestra sociedad ha sufrido una transformación radical —George frunció el ceño, pensativamente—. Y, sin embargo, hasta cierto punto tiene usted razón: estamos donde estábamos. Han cambiado los factores, pero no los términos del problema. No lo comprendo.
—Bueno, tal vez la estructura no sea tan importante como usted cree, George —dije—. De todos modos, siga meditando en ello. Yo no tengo tiempo, ahora. Mañana será un día de mucho trabajo, y probablemente también los próximos días. —Terminé mi café y me puse en pie—. Disculpen, amigos, voy a acostarme.
Y aquel fue el primer día del duplicador, el día que marcó la pauta.