VII
Los sacerdotes, los ancianos y los jefes habían escuchado mi historia maravillados; los mensajeros habían difundido la noticia hasta los más remotos confines. El gran consejo había ordenado que los guerreros se reunieran en la sexta luna del año 22.649, en la llanura de Mehur-Asar, y los profetas habían predicado una guerra santa. Se presentaron más de cien mil guerreros Zahelal, y muchos miembros de razas extranjeras —Dzums, Sahrs, Khaldes—, atraídos por el rumor, llegaron para ofrecerse a la gran nación.
Kzur fue rodeado por un anillo de arqueros, pero todas sus flechas fallaban ante la táctica de los Xipehuz, y eran numerosos los guerreros que perecían, por descuidar las debidas precauciones.
Durante varias semanas un gran temor prevaleció entre los hombres...
El tercer día de la octava luna, armado con un puntiagudo cuchillo, anuncié a las multitudes que iría a luchar contra los Xipehuz solo, con la esperanza de aventar las dudas que habían empezado a levantarse acerca de la veracidad de mi historia.
Mis hijos Lum, Demja y Anakhre se opusieron violentamente a aquel proyecto y se ofrecieron para ir en mi lugar. Y Lum dijo:
—Tú no puedes ir, ya que una vez que estés muerto todos creerán que los Xipehuz son invulnerables y la raza humana perecerá.
Demja, Anakhre y muchos de los jefes se hicieron eco de aquellas palabras y tuve que admitir que tenían razón. De modo que renuncié.
Entonces, Lum, tomando mi cuchillo con mango de cuerno, cruzó la frontera. Los Xipehuz salieron a su encuentro. Uno, mucho más rápido que el resto, estuvo a punto de precipitarse sobre él, pero Lum, más ágil que un leopardo, dio un salto de costado, eludiendo al Xipehuz, y luego volvió a saltar, hiriéndole con la afilada punta.
Los guerreros vieron al Xipehuz caer, encogerse y petrificarse. Un centenar de voces se alzaron al azul amanecer. Lum estaba ya de regreso, cruzando la frontera. La gloria de su nombre se extendió a través de los ejércitos.
El año 22.649 del mundo, el séptimo día de la octava luna.
Al romper el día resonaron los cuernos; los martillos golpearon campanas de bronce para la gran batalla. Un centenar de búfalos negros y doscientos garañones fueron sacrificados por los sacerdotes, y mis quince hijos y yo rogamos al único.
El globo del sol estaba engolfado en el rojo amanecer, los jefes galopaban al frente de sus ejércitos, el clamor del ataque se hinchaba con las voces de cien mil guerreros.
La tribu de Nazzum fue la primera en entablar combate con el enemigo. Indefensos al principio, derribados por invisibles rayos, los guerreros no tardaron en aprender el arte de golpear a los Xipehuz y destruirlos. Entonces, todas las naciones, Zahelals, Dzums, Sahrs, Khaldes, Xisoastres, Pjarvanns, rugiendo como océanos, invadieron la llanura y el bosque, rodeando por todas partes al silencioso enemigo.
Durante largo tiempo la batalla fue un caos; los mensajeros llegaban continuamente para informar a los sacerdotes de que los hombres morían a centenares, pero que sus muertes estaban siendo vengadas.
En el calor del mediodía mi hijo Surdar, enviado por Lum, vino a decirme que por cada Xipehuz destruido habían perecido una docena de los nuestros. Mi espíritu estaba en tinieblas y mi corazón débil, pero mis labios murmuraron:
—¡Cúmplase la voluntad del Único!
Recordándome a mí mismo el número de combatientes de nuestros ejércitos, que sumaban un total de ciento cuarenta mil, y sabiendo que los Xipehuz eran alrededor de cuatro mil, me dije que más de una tercera parte de nuestros guerreros moriría, pero que la tierra pertenecería al hombre.
—Por lo tanto, es una victoria —murmuré tristemente.
La tierra pertenece al hombre.
Dos días de combate han aniquilado a los Xipehuz. Todo el territorio que habían ocupado ha sido quemado, de modo que no crezca en él ni un solo árbol, ni una sola planta, ni un solo tallo de hierba. Y yo, ayudado por mis hijos Lum, Azah y Simho, he terminado de grabar esta historia en tablillas de granito para conocimiento e instrucción de las naciones futuras.
ahora estoy solo, en medio de la pálida noche. Una luna color de cobre cuelga sobre el oeste. Los leones están rugiendo a las estrellas. El arroyo discurre lentamente entre los sauces; su voz eterna habla del paso del tiempo, de la melancolía de las cosas perecederas.
yo estoy solo, en medio de la pálida noche. Y he enterrado mi rostro en mis manos, y mi corazón solloza. Ya que, ahora que los Xipehuz han dejado de existir, mi alma llora por ellos. Y le pregunto al Único qué Fatalidad exige que el esplendor de la Vida sea empañado por la Sombra del Asesinato...