EL HOMBRE QUE LLEGÓ TEMPRANO
Sí, cuando un hombre se hace viejo ha oído tantas cosas que no es fácil que haya algo que pueda sorprenderle. Dicen que en Miklagard el rey tiene una bestia de oro delante de su trono que se pone en pie y ruge. Se lo he oído contar a Eilif Ericsson, que sirvió en la guardia real cuando era joven y que es un tipo cabal, cuando no está borracho. También ha visto usar el fuego griego, que arde sobre el agua.
De modo, sacerdote, que no voy a cerrar los oídos a lo que dices acerca del Cristo Blanco. He estado en Inglaterra y en Francia, y he visto cómo prospera la gente. Tiene que ser un dios muy poderoso, para proteger tantos reinos... ¿Y dices que a todos los que se bauticen les regalarán una túnica blanca? Me gustaría tener una. No es muy apropiada para este maldito clima de Islandia, pero un pequeño sacrificio a los duendes domésticos... ¿Qué? ¿Nada de sacrificios? ¡Vamos! Renunciaré a la carne de caballo, si debo hacerlo, ya que mis dientes no son lo que eran, pero todo hombre sensible sabe cuán molestos pueden ser los duendes domésticos si no se les alimenta.
Bueno, tomemos otra copa y hablemos del asunto. ¿Qué te parece esta cerveza? Es de fabricación propia, ¿sabes? Las copas las traje de Inglaterra, hace muchos años. Entonces era joven... El tiempo pasa, el tiempo pasa. Después regresé aquí y heredé esto, la hacienda de mi padre, y no me he movido desde entonces. A los jóvenes les atrae la aventura; pero, a medida que uno se hace viejo, comprende dónde está la verdadera riqueza: aquí, en la tierra y el ganado.
Aviva el fuego, Hjalti. Se está apagando. A veces pienso que los inviernos son ahora más fríos que cuando era un muchacho. Lo mismo dice Thorbrand de la Salmondale, pero él cree que los dioses están furiosos debido a que son tantos los que se apartan de ellos. Te será difícil convencer a Thorbrand, sacerdote. Es un hombre obstinado. Yo soy más razonable, y estoy dispuesto a escuchar, al menos.
Bueno, hay un punto que quiero dejar bien sentado. Sé que el fin del mundo no está próximo, ni mucho menos.
Y si me preguntas por qué lo sé, te diré que es una historia muy larga, y hasta cierto punto terrible. Afortunadamente soy viejo, y estaré seguro en la tierra antes que llegue el gran mañana. Uno de los motivos por los que he escuchado tu predicación es que sé que el Cristo Blanco derrotará a Thor. Sé que Islandia será cristiana, y me parece más prudente alinearme en el bando de los vencedores.
No, no he tenido ninguna visión. Es algo que ocurrió hace cinco años, y que mis parientes y vecinos pueden jurar. La mayoría de ellos no creen lo que el extranjero dijo; por mi parte debo creerlo, ya que resulta inconcebible que un embustero pudiera acarrear tantas desgracias. Yo amaba a mi hija, sacerdote, y cuando todo hubo pasado encontré un buen marido para ella. No le despreció, pero ahora vive con él en su hacienda y nunca viene a visitarme. Y he oído decir que su marido está muy enojado a causa de su silencio y su tristeza, y pasa las noches con una amante irlandesa. No puedo reprochárselo, pero me apena.
Bueno, ahora estoy lo suficientemente borracho para contarte toda la verdad, y me tiene sin cuidado que me creas o no. ¡Eh! ¡Muchachas! Llenen de nuevo esas copas, ya que antes de terminar mi relato tendré la garganta seca.
La cosa empezó un día de principios de verano, hace cinco años. En aquella época, mi esposa Ragnhild y yo teníamos solamente dos hijos solteros viviendo con nosotros: nuestro benjamín Helgi, de diecisiete inviernos, y nuestra hija Thorgunna, de dieciocho. La muchacha, siendo guapa, había tenido ya pretendientes. Pero los había rechazado, y yo no soy de los que presionan a su hija. En cuanto a Helgi, siempre fue un muchacho inquieto. Ahora está sirviendo en la Guardia del Rey Olaf de Noruega. En la casa vivían, además, diez criados: dos siervos, dos muchachas para las tareas femeninas, y media docena de villanos a sueldo. Casi un pequeño ejército.
Ya has visto cómo se extiende mi hacienda. Un par de millas al este se encuentra la bahía; los caseríos de Reykjavik se hallan a unas cinco millas al sur. El terreno asciende hacia el Long Jökull, de modo que mis acres son montañosos; pero es buen terreno para pastos, y a menudo encontramos madera, restos de los barcos naufragados que las olas arrojan a la playa. He construido un cobertizo para guardarla, así como un embarcadero.
La noche anterior habíamos tenido tormenta, una de esas furiosas tormentas que a menudo descargan sobre Islandia, de modo que Helgi y yo nos dirigimos a la playa en busca de madera. Tú, que vienes de Noruega, no sabes lo valiosa que es para nosotros la madera, ya que sólo tenemos unos cuantos árboles raquíticos y debemos traer nuestra madera del extranjero.
Como yo estaba en buenas relaciones con mis vecinos, tomamos solamente armas de mano. Yo llevaba mi hacha, Helgi una espada, y los dos villanos que nos acompañaban llevaban lanzas. La tormenta nocturna había dejado un cielo limpio, y el sol brillaba sobre los húmedos tallos de la hierba. Los cabellos de mi hijo Helgi ondearon al viento del este mientras nos acercábamos al agua. Recuerdo perfectamente todo lo que ocurrió aquel día, aunque en honor a la verdad debo decir que no fue un día como los otros.
Cuando llegamos a la playa, el mar enviaba hasta ella con fuerza sus olas, blancas y grises, oliendo a sal y a algas. Unas cuantas gaviotas gritaban por encima de nuestras cabezas asustadas de un bacalao que retozaba cerca de la playa. Vi un montón de leña menuda, y un gran tronco caído seguramente del barco que lo transportaba, durante la noche. Aquello era un hallazgo útil, aunque como hombre cuidadoso que soy ofrecería más tarde un sacrificio, para asegurarme que el fantasma del dueño de aquel tronco no vendría a importunarme.
Estábamos arrastrando el tronco hacia el cobertizo cuando Helgi profirió un grito. Corrí en busca de mi hacha y miré al lugar señalado por mi hijo. En aquel momento estábamos en paz con todo el mundo, pero siempre hay forajidos.
Sin embargo, el recién llegado parecía inofensivo. En realidad, mientras se acercaba trabajosamente a través de la negra arena vi que iba completamente desarmado y me pregunté qué le había sucedido. Era un hombre alto y extrañamente vestido: llevaba chaqueta y pantalones y zapatos como todo el mundo, pero su corte era muy distinto del normal, y llevaba polainas de cuero en vez de vendas de paño. Tampoco había visto nunca un casco como aquel: era casi cuadrado, y bajaba por detrás para proteger su cuello, pero por delante no ofrecía ninguna protección. Y es posible que no lo creas, pero no era de metal y, sin embargo, había sido fundido en una sola pieza.
Cuando estuvo más cerca, el extranjero agitó sus brazos y gritó algo. Nunca había oído aquel lenguaje, y eso que he oído muchos; era como un ladrar de perros. Vi que iba completamente afeitado y que llevaba el pelo muy corto, y pensé que podía ser francés. Por otra parte, era un joven bien parecido, de facciones regulares y ojos azules. Por el color de su piel deduje que había pasado mucho tiempo bajo techado. Sin embargo, era un hombre robusto.
—¿Será un náufrago? —preguntó Helgi.
—Sus ropas están secas y limpias —dije—. Sin embargo, no he oído hablar de ningún extranjero que se aloje por estos alrededores...
Inclinamos nuestras armas y el extranjero se acercó más a nosotros y dejó de gritar. Vi que su chaqueta y la camisa que llevaba debajo estaban atadas con botones de hueso y no con cordones como los nuestros. Sus zapatos eran de un tipo nuevo para mí, muy bien cosidos. En su chaqueta, de color pardo-verdoso, había trozos de metal pegados, y pegadas también a sus mangas vi tres pequeñas franjas doradas; también llevaba una cinta negra con letras blancas, las mismas letras que figuraban en su casco. No eran rúnicas, sino romanas. Así: MP. Llevaba un cinturón muy ancho, con un pequeño objeto de metal metido en una funda de cuero en un lado y una porra en el otro.
—Creo que es un hechicero —murmuró mi villano Sigurd—. ¿Por qué llevaría tantos amuletos, si no?
—Pueden ser simples adornos, o una protección contra la brujería —susurré a su oído. Luego me dirigí al extranjero—: Soy Ospak Ulfsson, de Hillstead. ¿Qué te ha traído aquí?
Me miró, respirando agitadamente y con una expresión de extrañeza en los ojos. Por lo visto, había caminado mucho. Finalmente profirió una especie de gemido, se sentó en la arena y se cubrió el rostro con las manos.
—Si está enfermo, será mejor que le llevemos a la casa —dijo Helgi.
Asentí con un gesto. Aquí tenemos pocas ocasiones de ver rostros nuevos.
—No..., no... —El extranjero alzó la mirada—. Déjenme descansar un momento...
Hablaba el idioma noruego con bastante facilidad, aunque con un fuerte acento y con muchas palabras extranjeras que yo no entendía.
El otro villano, Grim, blandió su lanza.
—¿Han desembarcado vikingos por aquí? —preguntó.
—¿Cuándo has visto vikingos en Islandia? —me mofé—. Siguen otra ruta.
El recién llegado sacudió la cabeza, como si acabaran de golpeársela. Se puso en pie, trabajosamente.
—¿Qué ha pasado? —inquirió—. ¿Dónde está la ciudad?
—¿Qué ciudad? —pregunté a mi vez, amablemente.
—¡Reykjavik! —gritó—. ¿Dónde está?
—A cinco millas de aquí, en dirección sur, de donde tú has llegado. A no ser que te refieras a la bahía —dije al extranjero.
—¡No! Allí sólo había una playa, y unas cuantas chozas destartaladas, y...
—Procura que Hjalmar Broadnose no se entere de la opinión que tienes de su caserío —le aconsejé.
—¡Pero allí había una ciudad! —insistió—. Yo estaba cruzando la calle, en medio de una tormenta, y oí un estampido, y luego me encontré en la playa, y la ciudad había desaparecido.
—Está loco —dijo Sigurd, apartándose—. Cuidado. Si empieza a echar espuma por la boca, es que se pone furioso.
—¿Quién es usted? —balbuceó el extranjero—. ¿Por qué lleva esas ropas? ¿Y esa lanza?
—Por su manera de hablar no parece que esté loco —dijo Helgi—. Yo diría que está asustado y desconcertado. Como si algún diablo le hubiera perseguido.
—¡No quiero estar cerca de un hombre hechizado! —aulló Sigurd, y echó a correr.
—Alto! —grité—. ¡Quédate donde estás, o te parto en dos tu piojosa cabeza!
La amenaza hizo su efecto, ya que Sigurd no tenía ningún pariente que pudiera vengarle; se detuvo, pero no se acercó. Entretanto, el extranjero se había tranquilizado hasta el punto de poder expresarse de un modo más coherente.
—¿Ha sido la bombache? —preguntó—. ¿Ha estallado la guerra?
Utilizó aquella palabra a menudo, bombache, de modo que ahora la conozco, aunque no estoy seguro de lo que significa. Parece ser una especie de fuego griego. En cuanto a la guerra, no sabía a qué guerra se refería, y se lo dije.
—Anoche tuvimos una gran tormenta —añadí—. Y tú dices que te encontraste en medio de otra, también. Tal vez el martillo de Thor te ha golpeado, trasladándote desde el lugar en que te encontrabas hasta aquí.
—Pero, ¿dónde es aquí? —insistió.
—Ya te lo he dicho. Esto es Hillstead, que pertenece a Islandia.
—¡Aquí estaba yo! —exclamó—. En Reykjavik... ¿Qué ha pasado? ¿Lo ha destruido todo la bombache mientras yo estaba sin sentido?
—Nada ha sido destruido —dije.
—Tal vez se refiera al incendio de Olafsvik del pasado mes —sugirió Helgi.
—¡No, no, no! —gritó el extranjero, cubriéndose de nuevo el rostro con las manos. Al cabo de unos instantes alzó la mirada y dijo—: Escuchen: soy el sargento Gerald Robbins, del Ejército de los Estados Unidos, y pertenezco a la base de Islandia. Estaba en Reykjavik, y fui herido por un rayo o algo por el estilo. De pronto me encontré en la playa, perdí la cabeza y eché a correr. Esto es todo. Ahora, ¿pueden indicarme ustedes el camino más corto para regresar a la base?
Esas fueron más o menos sus palabras, sacerdote. Desde luego, no entendimos la mitad de ellas, y se las hicimos repetir varias veces. Lo único que sacamos en limpio fue que el extranjero era de un país llamado los Estados Unidos de Norteamérica, el cual se encuentra más allá de Groenlandia, hacia el oeste, y que él y algunos otros estaban en Islandia para ayudar a nuestro pueblo contra sus enemigos. Esto no lo consideré una mentira, sino un error o una fantasía. Grim le hubiera hecho pedazos por creernos tan tontos como para tragarnos aquel cuento, pero yo comprendí que hablaba sinceramente.
El hablar le tranquilizó todavía más.
—Bueno —dijo—, tal vez podamos llegar a la verdad a través de lo que ustedes saben. ¿Ha habido alguna guerra? Algo que... Verán, los hombres de mi país vinieron a Islandia para protegerla contra los alemanes. Ahora se trata de los rusos, pero la primera vez los enemigos eran los alemanes. ¿Cuándo fue eso?
Helgi sacudió la cabeza.
—Nunca ha ocurrido eso, que yo sepa —dijo—. ¿Quiénes son esos rusos? —Más tarde descubrimos que se refería al pueblo de los Gardariki—. A no ser —añadió Helgi— que los antiguos hechiceros...
—Se refiere a los monjes irlandeses —expliqué—. Vinieron unos cuantos aquí con los noruegos, pero fueron expulsados. Eso fue hace más de un centenar de años... ¿Ayudó tu reino en alguna ocasión a los monjes?
—Nunca he oído hablar de ellos —respondió el extranjero—. Ustedes... ¿No llegaron acaso los islandeses de Noruega?
—Sí, hace un centenar de años —contesté pacientemente—. Después que el Rey Harald el Rubio sometió el territorio y...
- ¡Hace un centenar de años! —susurró el extranjero. Vi extenderse la palidez por toda su piel—. ¿En qué año estamos?
Le miramos con asombro.
—Bueno, estamos en el segundo año después de la captura del gran salmón —dije.
—Me refiero al año después de Cristo —insistió el extranjero, con voz ronca.
—¡Oh! De modo que eres cristiano... Hum, déjame pensar... En cierta ocasión hablé con un obispo en Inglaterra; le reteníamos con nosotros en calidad de rehén, y me dijo..., vamos a ver..., creo que dijo que el tal Cristo vivió hace mil años, o quizás un poco menos.
—Hace mil años... —murmuró el extranjero, con ojos vidriados... Sí, he visto vidrio, ya te he dicho que he viajado mucho.
Y cuando emprendimos el camino de regreso, el extranjero nos siguió como un chiquillo.
Ya has podido ver, sacerdote, que mi esposa Ragnhild conserva restos de su pasada belleza, y Thorgunna había salido a ella. Era —es— alta y esbelta, con una hermosa mata de cabellos dorados. En aquella época, siendo soltera, los llevaba sueltos sobre los hombros. Tenía unos grandes ojos azules, un rostro ovalado y unos labios muy rojos. Era muy alegre, y cariñosa, de modo que todo el mundo la quería. Sverri Snorrasson se unió a una expedición vikinga cuando ella le rechazó, y le mataron, pero nadie tuvo la imaginación suficiente para comprender que ella era desdichada.
Llevamos al tal Gerald Samsson —cuando se lo pregunté, me dijo que su padre se llamaba Sam— a casa, dejando a Sigurd y a Grim en la playa terminando de recoger la madera. Mucha gente no hubiera admitido a un cristiano en su casa, por miedo a la brujería, pero yo soy un hombre de criterio muy amplio y Helgi, a su edad, tenía una insaciable sed de novedades. Nuestro huésped tropezaba a cada instante, como si estuviera ciego, pero pareció recuperarse cuando entramos en el patio. Sus ojos observaron con expresión de curiosidad los establos, los cobertizos, el cuarto de ahumar las carnes, la cocina, la fábrica de cerveza y la urna del dios, y finalmente se posaron en la casa. Y Thorgunna estaba de pie en el umbral de la puerta.
Las miradas de los dos jóvenes se cruzaron, y vi que Thorgunna se ruborizaba, pero en aquel momento no me llamó la atención. Cruzamos el patio. Mis dos siervos dejaron de limpiar los establos para curiosear, boquiabiertos, hasta que me dirigí a ellos diciéndoles que un hombre que se preocupa de los demás constituye siempre una buena materia para un sacrificio a los dioses. Esa es una práctica muy útil que los cristianos no aplican. Personalmente, nunca he llevado a cabo un sacrificio humano, pero no puedes imaginarte cuánto me habría ayudado el hecho de poder hacerlo.
Entramos en la casa y anuncié a los míos el nombre de Gerald y cómo le habíamos encontrado. Ragnhild ordenó a las criadas que avivaran el fuego y trajeran cerveza, mientras yo conducía a Gerald al asiento de honor y me instalaba junto a él. Thorgunna nos trajo los vasos de cuerno llenos. Su categoría no era como la tuya, y por eso no utilizamos las copas.
Gerald probó la cerveza e hizo una mueca. Me sentí algo ofendido, ya que mi cerveza tiene fama de buena, y le pregunté si no la encontraba de su gusto. Se echó a reír y dijo que estaba acostumbrado a una cerveza que hacía espuma y no era ácida.
—¿Y dónde pueden fabricar esa clase de cerveza? —le pregunté, extrañado.
—En todas partes —dijo—. En Islandia, también... No... —Fijó delante de él una mirada inexpresiva—. Digamos..., en Finlandia.
—¿Dónde está Finlandia? —pregunté.
—Es un país situado al oeste de donde yo he llegado. Creí que lo conocían ustedes... Un momento —frunció el ceño—. Tal vez pueda averiguar algo. ¿Ha oído usted hablar de Leif Eiriksson?
—No —dije.
Más tarde pude comprobar que lo que decía el extranjero era cierto, ya que Leif Eiriksson es ahora un jefe muy conocido.
—¿Y a su padre, Eirik el Rojo? —preguntó el extranjero.
—¡Oh, sí! —dije—. Si es que te refieres al noruego que vino aquí porque había matado a un hombre, y luego se marchó de Islandia por el mismo motivo, y ahora se ha establecido con sus amigos en Groenlandia.
—Entonces, estamos a... un poco antes del viaje de Leif —murmuró—. A finales del siglo décimo.
—Oye, amigo —intervino Helgi—, hasta ahora hemos sido pacientes contigo, pero déjate ya de acertijos. Nosotros los reservamos para los festines. ¿Por qué no nos dices claramente de dónde has venido y cómo has llegado aquí?
Gerald inclinó la mirada hacia el suelo, desconcertado.
—Déjale en paz, Helgi —dijo Thorgunna—. ¿No ves que está trastornado?
El extranjero levantó la cabeza y miró a Thorgunna con los ojos de un perro herido al que acaban de dar una palmada cariñosa. No había ninguna vela encendida y en la estancia reinaba una semipenumbra. Sin embargo, observé que los rostros de los dos jóvenes habían enrojecido.
Gerald suspiró y empezó a rebuscar. Sus ropas estaban llenas de bolsillos. De uno de ellos sacó una cajita de pergamino casi llena de palitos blancos. Tomó uno de los palitos y se lo puso en la boca. Luego sacó otra caja, y de ella un palito más pequeño y lo rascó contra la misma caja. Brotó una llama, y el extranjero la acercó al palito que tenía en la boca y chupó, sacando mucho humo.
Mientras efectuaba todas aquellas operaciones, le habíamos estado observando fijamente.
—¿Es eso un rito cristiano? —preguntó Helgi.
—No —respondió el extranjero, mientras una sonrisa decepcionada asomaba a sus labios—. Pensé que quedarían ustedes más sorprendidos, incluso aterrorizados.
—Es algo nuevo —admití—, pero en Islandia no nos asombramos fácilmente. Esos palitos de fuego podrían ser útiles. ¿Has venido a comerciar con ellos?
—Ni pensarlo —suspiró. El humo que respiraba parecía tranquilizarle, lo cual resultaba muy raro, ya que el humo de nuestro hogar le había hecho toser y lagrimear los ojos—. La verdad es... Bueno, algo que ustedes no creerían. Apenas puedo creerlo yo mismo.
Esperamos. Thorgunna estaba de pie, inclinada hacia adelante, con los labios entreabiertos.
—Aquel rayo... —continuó Gerald—. Me sorprendió la tormenta, y aquel rayo debió alcanzarme en el punto exacto, algo que sólo ocurre una vez entre millones de veces. Y me transportó al pasado.
Esas fueron sus palabras, sacerdote. Yo no las comprendí, y se lo dije.
—Resulta difícil de comprender —convino—. Dios quiera que esté soñando. Pero si esto es un sueño, debo soportarlo hasta que despierte. Verán... Yo nací mil novecientos treinta y tres años después de Cristo, en un país del oeste, que ustedes no han descubierto aún. En el año vigésimocuarto de mi vida, me encontraba en Islandia con un ejército de mi país. El rayo me hirió, y ahora, ahora estamos en el año mil después de Cristo, y sin embargo estoy aquí. ¡Casi mil años antes de nacer, estoy aquí!
Permanecimos sentados, en silencio. Bebí un largo trago de cerveza. Una de las criadas gimió, y Ragnhild la reprendió duramente:
—¡Cállate! —le dijo—. El pobre muchacho no está en sus cabales. Pero es inofensivo.
Pensé que Ragnhild tenía razón, al menos en la última de sus afirmaciones. Los dioses pueden hablar a través de un loco, y los dioses no son siempre de fiar. El extranjero podía ponerse furioso de repente, o podía ser víctima de una maldición capaz de afectarnos también a nosotros.
Mientras meditaba, capturé unas cuantas pulgas y las aplasté entre las uñas de mis pulgares. Gerald se dio cuenta y me preguntó, al parecer horrorizado, si teníamos muchas pulgas aquí.
—Desde luego —dijo Thorgunna—. ¿Acaso tú no tienes ninguna?
—No —respondió Gerald, sonriendo tímidamente—. Todavía no.
—¡Ah! —suspiró mi hija—. Entonces, debes estar enfermo.
Era una muchacha lista. Adiviné lo que pensaba, y lo adivinaron también Ragnhild y Helgi. Evidentemente, un hombre tan enfermo que no tiene pulgas, puede desvariar... Esto representó un alivio para mí: no se trataba de nada sobrenatural, sino de una simple enfermedad, de algo con lo cual podíamos enfrentarnos.
Siendo yo un jefe que ofrecía sacrificios a los dioses, no podía echar de mi casa a un extranjero. Además, si Gerald llevaba muchos de aquellos palitos de fuego, podríamos hacer un provechoso negocio. De modo que le dije a Gerald que se fuera a descansar. Protestó, pero le conducimos a una de las alcobas. Se dejó caer sobre el lecho y no tardó en quedarse dormido. Thorgunna dijo que ella le cuidaría.
Al día siguiente decidí sacrificar un caballo, en acción de gracias por la madera que habíamos encontrado y, al mismo tiempo, para alejar cualquier maldición que pudiera pesar sobre Gerald. Además, el animal que había escogido era viejo e inútil, y andábamos escasos de carne fresca. Gerald había pasado la mañana vagando tristemente por el patio, pero cuando llegué a mediodía para comer le encontré en compañía de mi hija, riendo.
—Parece que has mejorado —le dije.
—¡Oh, sí! Podía haber sido mucho peor para mí. —Se sentó a mi lado mientras los villanos instalaban la mesa y las criadas traían la comida—. Además, siempre me había gustado la época de los vikingos, y sé hacer algunas cosas.
—Bueno —dije—, si no tienes hogar, puedes quedarte aquí una temporada.
—Puedo trabajar —se apresuró a decir—. Me ganaré mi paga.
Entonces supe que era de muy lejos, porque ningún jefe querría trabajar una tierra que no fuera la suya, ni convertirse en un asalariado. Sin embargo, Gerald tenía unos modales que parecían demostrar la nobleza de su cuna, y era evidente que había comido con abundancia toda su vida. Pasé por alto el hecho que no me había ofrecido ningún presente; después de todo, era un náufrago.
—Tal vez puedas regresar a tus Estados Unidos —dijo Helgi—. Podríamos alquilar un barco. Me gustaría ver aquel reino.
—No —dijo Gerald secamente-No existe tal lugar. Todavía no.
—¿De modo que sigues aferrado a la idea que tú has llegado del mañana? —gruñó Sigurd—. Una idea absurda. Pásame el cerdo.
—Desde luego —dijo Gerald. Había recobrado la calma—. Y puedo demostrarlo.
—No veo cómo puedes hablar nuestro lenguaje, si vienes de casi mil años después —dije.
Yo no llamaría embustero a un hombre, en su propia cara, a no ser que estuviéramos fanfarroneando amistosamente, pero...
—En mi país y en mi época se habla otro lenguaje —dijo Gerald—, pero da la casualidad que en Islandia el idioma ha cambiado muy poco desde los viejos tiempos. Y como siempre me ha gustado hablar con la gente, lo aprendí al llegar aquí.
—Si eres cristiano —dije—, no te gustará asistir al sacrificio, esta noche.
—Al contrario —dijo Gerald—. Temo que nunca he sido un buen cristiano. Me agradará verlo. ¿En qué consiste?
Le expliqué que aturdíamos al caballo con una maza delante del dios, golpeándolo en la cabeza, y luego lo degollábamos, rociando el suelo con la sangre. Después lo descuartizábamos y celebrábamos un festín.
Gerald se apresuró a decir:
—Esta es mi oportunidad para demostrar lo que soy. Poseo un arma que matará al caballo como un relámpago.
—¿Qué clase de arma es esa? —pregunté. Nos agolpamos a su alrededor mientras sacaba la porra de metal de su funda y nos la enseñaba. Yo tenía mis dudas; parecía bastante buena para golpear a un hombre, de acuerdo, pero era demasiado corta—. Bueno, podemos probarlo —dije.
Ya habrás visto que en Islandia no seguimos los ritos tan al pie de la letra como en los países más antiguos.
Gerald nos enseñó las otras cosas que llevaba en los bolsillos. Había algunas monedas muy bien acabadas, aunque ninguna de ellas era de oro ni de plata; una llave diminuta; un palo con un plomo dentro para escribir; una bolsa plana con muchos trozos de papel marcado. Cuando nos dijo seriamente que aquellos trozos de papel eran dinero, incluso Thorgunna se echó a reír. Mejor era un cuchillo cuya hoja se doblaba dentro del mango. Cuando vio que lo admiraba, me lo regaló, un gesto muy de agradecer en un náufrago. Le dije que le daría a cambio ropas y una buena hacha, así como alojamiento por todo el tiempo que fuera necesario.
No, no tengo el cuchillo ahora. Ya sabrás por qué. Es una lástima, porque era un buen cuchillo, aunque más bien pequeño.
—¿Qué hacías antes que la guerra te obligara a salir de tu país? —preguntó Helgi—. ¿Comerciante?
—No —dijo Gerald—. Era... endginiero..., mejor dicho, aprendiendo a serlo. Un hombre que construye cosas, puentes, y caminos, y herramientas..., algo más que un simple artesano. Y creo que mis conocimientos pueden ser muy útiles aquí. —Vi una especie de fiebre en sus ojos—. Sí, denme tiempo, y seré un rey.
—En Islandia no tenemos ningún rey —gruñí—. Nuestros antepasados vinieron aquí para huir de los reyes. Cada hombre, en su hacienda, es su propio rey.
—Pero, supongamos que alguno codicia la hacienda o los bienes de su vecino... —objetó Gerald.
—En tal caso, el perjudicado sabría defenderse —dijo Helgi, y empezó a contar algunas de las matanzas que se habían producido en los últimos años. Gerald parecía molesto y acariciaba su revólver. Así llamaba él a su porra escupefuego. Thorgunna intervino de pronto, seguramente para desviar el curso de la conversación: tampoco a ella le gustaban aquella clase de relatos.
—Llevas unas ropas muy buenas —dijo—. Tu familia debe poseer muchos acres.
—No —dijo Gerald—. Nuestro..., nuestro rey da a todos los hombres del ejército ropas como estas. En cuanto a mi familia, no poseemos ninguna hacienda. Alquilamos nuestro hogar en un edificio, en el cual viven también otras muchas familias.
No soy un hombre orgulloso de lo que poseo, pero me pareció que el extranjero no había sido honrado al compartir mi asiento de honor, como un jefe, cuando en realidad era un hombre que no poseía ninguna hacienda. Pero Thorgunna debió adivinar lo que estaba pensando, porque se apresuró a decir:
—Ganarás una hacienda más tarde.
Después de la puesta del sol fuimos a la urna del dios. Los villanos habían encendido una fogata delante de ella, y cuando abrí la puerta apareció la imagen de madera de Odín. Mi familia le había invocado más que a cualquier otro dios. Gerald, dirigiéndose a mi hija, murmuró que la talla era muy tosca, y el comentario me enfureció, ya que la imagen había sido tallada por mi padre. Algunas personas desconocen por completo las bellas artes.
De todos modos, le permití que me ayudara a conducir el caballo hasta el altar de piedra. Tomé en mis manos el cuenco para recoger la sangre, y le dije a Gerald que podía ya matar al caballo. Sacó su revólver, apoyó la punta detrás de la oreja del animal y apretó. Oímos un chasquido, y el caballo dio un respingo y cayó con un agujero en el cráneo, por el que se le salían los sesos. Un arma muy rústica. Mi olfato captó un olor a humo, acre y picante, como el que se percibe en las cercanías de un volcán. Todos nos sobresaltamos, y una de las mujeres gritó, y Gerald pareció quedar muy satisfecho de su demostración. Disimulando mi desconcierto, terminé la ceremonia como era debido. Gerald no quiso que le rociara con la sangre del animal, pero después de todo era un cristiano. Y se limitó a comer un poco de sopa y de carne.
Más tarde, Helgi le interrogó acerca del revólver, y Gerald dijo que podía matar a un hombre a la distancia de un tiro de flecha, pero que no había en ello ninguna brujería, sólo la utilización de algunos artificios que nosotros desconocíamos. Habíamos oído hablar del fuego griego, le creí. Un revólver podía ser útil en una lucha, como tuve ocasión de comprobar, pero no parecía muy práctico: el hierro es muy caro, y se tardarían meses en forjar cada uno de ellos.
Me preocupaba más el hombre en sí.
Y a la mañana siguiente le encontré contándole a Thorgunna muchas tonterías acerca de su país: edificios tan altos como montañas, y carros que volaban o corrían sin caballos. Decía que en su pueblo, un lugar llamado Nueva Yorvik o algo así, vivían ocho o nueve miles de millares de personas. Yo celebro una buena fanfarronada como el primero, pero aquello era demasiado, y le dije bruscamente que viniera a ayudarme a reunir algún ganado disperso.
Después de un día entero buscando por las colinas, me di cuenta que Gerald no sabía absolutamente nada acerca del ganado. No distinguía a un buey de una vaca. Le pregunté si sabía ordeñar, esquilar, manejar una guadaña o aventar el grano, y me dijo que no, que nunca había vivido en el campo.
—Eso es una vergüenza —observé—, ya que en Islandia todo el mundo lo hace, a menos que sea un forajido.
Gerald enrojeció.
—Sé hacer otras cosas —replicó—. Deme algunas herramientas y le mostraré cómo se trabaja el metal.
Aquello me gustó ya que, a decir verdad, ninguno de mis sirvientes estaba dotado para la herrería.
—Ese es un hermoso oficio —dije—, y puedes serme de gran ayuda. Tengo una espada rota y varias lanzas despuntadas, y no sería una mala idea herrar a los caballos.
Su confesión de no saber poner una herradura enfrió mucho mi entusiasmo.
Mientras hablábamos habíamos llegado a casa, y Thorgunna salió a nuestro encuentro con una expresión furiosa en el rostro.
—Ese no es modo de tratar a un huésped, padre —dijo—. ¡Haciéndole trabajar como un villano!
Gerald sonrió.
—Me gusta trabajar —dijo—. Necesito hacer algo para distraerme. Y, al mismo tiempo, quiero corresponder a lo amables que son conmigo.
Aquellas palabras me reconciliaron con él, y dije que no era culpa suya si en los Estados Unidos tenían unas costumbres distintas de las nuestras. Por la mañana podría empezar a trabajar en la herrería, y yo le pagaría, aunque sería tratado como un igual, puesto que los artesanos tienen su mérito. Esto le hizo ganarse unas negras miradas por parte del resto de los criados.
Aquella noche, Gerald nos entretuvo con historias de su país. Ciertas o no, resultaban interesantes y amenas. Sin embargo, no era un verdadero narrador, ya que era incapaz de componer una línea de verso. En los Estados Unidos, la gente debía ser muy ruda y atrasada. Dijo que su tarea en el ejército había consistido en mantener el orden entre las tropas. Helgi objetó que un hombre solo no podía dominar a tanta gente, pero Gerald replicó que la gente le obedecía por temor al rey. Cuando añadió que la duración de un enganche en los Estados Unidos era de dos años, y que los hombres podían ser llamados para guerrear incluso en la época de la recolección, le dije que había estado de suerte al salir de un país con un amo tan implacable y poderoso.
—No —declaró Gerald—. Somos personas libres, y decimos lo que queremos.
—Pero, al parecer, no pueden hacer lo que quieren —dijo Helgi.
—Bueno —dijo Gerald—, no podemos asesinar a un hombre sólo porque nos ha ofendido.
—¿Ni siquiera si ha asesinado a alguien de tu propia sangre? —preguntó Helgi.
—No. Le corresponde al..., al rey hacer justicia, en nombre de los que han sido perjudicados.
Me eché a reír.
—Tienes salida para todo —dije—, pero aquí te he pillado. ¿Cómo podría el rey, por sí solo, hacer justicia por todos los crímenes que se cometen? Ni siquiera le quedaría tiempo para engendrar un heredero...
Gerald no pudo decir nada más a causa de las risas que siguieron.
Al día siguiente fue a la herrería, con un siervo que se encargaría del fuelle de la fragua. Yo estuve ausente todo el día y toda la noche: había ido a Reykjavik a venderle unas ovejas a Hjalmar Broadnose. Le invité a venir a mi casa en compañía de su hijo Ketill, un joven pelirrojo de veinte inviernos que había sido rechazado por Thorgunna.
Encontré a Gerald sentado en un banco, dentro de la casa, y su expresión me pareció lúgubre. Llevaba las ropas que yo le había dado; las suyas habían sido estropeadas por la ceniza y las chispas del fuego. ¿Qué esperaba, entonces? Hablaba en voz baja con mi hija.
—Bueno —dije de buenas a primeras—, ¿cómo va la tarea?
El villano Grim hizo una mueca de desdén.
—Ha echado a perder dos puntas de lanza, pero hemos logrado apagar el incendio que provocó; por muy poco no ha ardido toda la herrería.
—¡Cómo! —grité—. Dijiste que eras un herrero.
Gerald se puso en pie, desafiador.
—Yo trabajaba con herramientas distintas, y mucho mejores —replicó—. Aquí lo hacen ustedes todo de otra manera.
Los villanos me contaron que había encendido un fuego demasiado fuerte; que su maza había golpeado en todas partes, menos el lugar en que debía hacerlo; que había estropeado el temple del acero, por no saber cuándo debía enfriarlo. Se tarda muchos años en dominar el oficio de herrero, desde luego, pero Gerald podía haber confesado que no era más que un aprendiz.
—Bien —dije—, ¿qué puedes hacer, entonces, para ganar tu pan?
Lo que más me fastidiaba era quedar como un tonto delante de Hjalmar y de Ketill, a los cuales había hablado del extranjero.
—Sólo Odín lo sabe —dijo Grim—. Me lo llevé conmigo a caballo para reunir las cabras, y nunca había visto un jinete peor. Le pregunté si sabía hilar o tejer, y me dijo que no.
—¡Eso no se le pregunta a un hombre! —exclamó Thorgunna—. Debía haberte matado por eso.
—Es cierto —rió Grim—. Pero déjenme terminar la historia. Pensé que podíamos reparar el puente sobre el foso. Pues bien, apenas sabe manejar una sierra, pero estuvo a punto de cortarse su propio pie con la azuela.
—¡Ya he dicho que nosotros no utilizamos esas herramientas! —protestó Gerald, cerrando los puños.
Hice un gesto a mis huéspedes para que se sentaran y continuamos la conversación.
—Supongo que tampoco sabes descuartizar ni ahumar un cerdo —dije—, ni salar un pescado, ni encespedar un tejado...
—No.
Apenas pude oír su respuesta.
—Bueno, entonces, ¿qué sabes hacer?
—Yo...
Las palabras no le salían.
—Tú eres un guerrero —dijo Thorgunna.
—¡Sí, eso era yo! —se apresuró a decir Gerald, animándose.
—En Islandia te servirá de muy poco, si no tienes otras habilidades —gruñí—. Aunque tal vez, si puedes llegar a las tierras del este, algún rey te aceptará en su guardia.
A Ketill Hjalmarsson no le había gustado, evidentemente, la actitud de Thorgunna hablando en favor de Gerald. Llameándole los ojos, dijo:
—Yo podría dudar también de tu habilidad para luchar.
—Eso es lo que me han enseñado a hacer —replicó Gerald secamente.
—¿Quieres luchar conmigo? —preguntó Ketill.
—¡De buena gana! —escupió Gerald.
A medida que me hago viejo, sacerdote, voy descubriendo que la vida no hace a los hombres absolutamente buenos o absolutamente malos, sin transición entre lo blanco y lo negro; cada uno de nosotros tiene alguna faceta gris. Aquel tipo inútil, aquel individuo pusilánime capaz de permitir, sin levantar el hacha, que le preguntaran si sabía hacer los trabajos de las mujeres, salió al patio con Ketill Hjalmarsson y le derribó por tres veces consecutivas. Se portaba mal, agarrando por las ropas a Ketill cada vez que éste se precipitaba contra él... Di la voz de alto cuando el hijo de Hjalmar se estaba dejando poseer por una rabia asesina, les elogié a los dos y ordené que llenaran los vasos de cuerno. Pero Ketill pasó toda la velada enfurruñado.
Gerald habló de fabricar un revólver como el suyo, pero mucho mayor, que podría hundir barcos y dispersar ejércitos. Un cañón, lo llamó. Necesitaría la ayuda de varios herreros, y también materiales diversos. El carbón estaba a mano, y el azufre podía encontrarse junto a los volcanes, supongo, pero no tenía la menor idea de lo que podía ser el salitre.
Y, ¿cómo iba a fabricar una cosa así? ¿Sabía acaso cómo mezclar el polvo? No, admitió. ¿Qué tamaño tendría el revólver? Cuando me lo dijo —al menos tan largo como un hombre—, me eché a reír y le pregunté cómo podría ser fundida o agujereada una pieza de aquellas dimensiones, suponiendo que pudiéramos reunir tanto hierro. Tampoco lo sabía.
—No tienen ustedes las herramientas para hacer las herramientas con las cuales hacer las herramientas —dijo. No comprendí el significado de sus palabras—. Y no puedo avanzar a través de mil años de historia con mi solo esfuerzo.
Sacó el último de sus palitos de humo y lo encendió. Helgi había tratado de chupar uno pero se mareó, aunque no por ello dejó de ser amigo de Gerald. Ahora, mi hijo propuso que a la mañana siguiente tomáramos una barca, él, Gerald y yo, para ir a Ice Fjord, donde yo tenía pendiente de cobro el producto de una venta de ganado. Hjalmar y Ketill dijeron que nos acompañarían, y Thorgunna suplicó tanto que terminé accediendo a que también ella fuera con nosotros.
—Una imprudencia —murmuró Sigurd—. A los dioses no les gusta que una mujer viaje a bordo de una embarcación. Trae mala suerte.
—¿Cómo trajeron tus padres a las mujeres a esta isla? —le dije.
Ojalá le hubiera escuchado. No era un hombre listo, pero a menudo sabía lo que se decía.
El viento era favorable, de modo que levantamos mástil y vela. Gerald trató de ayudar, pero no distinguía una cuerda de otra y se hizo un lío. Grim le regañó y Ketill se burló de él descaradamente, de modo que vino a sentarse a mi lado. Yo manejaba el remo-timón.
Al cabo de un largo rato, Gerald aventuró tímidamente:
—En mi país tenemos..., tendremos unos aparejos y un timón mucho mejores que éstos. Con ellos puede navegarse incluso contra el viento.
—¡Ah! Nuestro sabio marinero nos da consejos —se mofó Ketill.
—¡Cállate! —dijo Thorgunna secamente—. Deja que Gerald hable.
Gerald le dirigió una mirada de agradecimiento, y a mí no me desagradaba escucharle.
—Es algo que podría hacerse fácilmente. Aunque no soy marino, he navegado en esa clase de embarcaciones y las conozco bien. En primer lugar, la vela no tiene que ser cuadrada y colgar del peñol de la verga, sino de tres puntas, con las dos puntas inferiores atadas a una verga giratoria unida al mástil; y tiene que haber otro par de velas de la misma forma, más pequeñas. En segundo lugar, el remo-timón no está en el lugar que debiera. Tendría que haber un timón en la popa, guiado por una barra. —Trazó el plano con su uña sobre la capa de Thorgunna—. Con esas dos cosas y una quilla profunda, que se hundiera tres pies para una embarcación de este tamaño, podrían cortar el viento...
Bueno, sacerdote, debo admitir que la idea no era mala, pero tenía sus inconvenientes, y los señalé de un modo razonable.
—El principal de todos —dije—, es que ese timón y esa quilla profunda no permitirían navegar a la embarcación por ríos con poca agua. Es posible que en tu país haya muchos puertos donde recalar, pero aquí una embarcación debe atracar donde pueda, y ser lanzada al agua rápidamente si se produce un ataque.
—La quilla podría construirse de modo que se replegara al interior del casco —dijo Gerald—, con una caja alrededor para que no entrara el agua.
—¿Cómo evitarías que se pudriera la caja? —repliqué—. No, tu quilla tendría que ser fija, y muy pesada para que la embarcación no volcara bajo el peso de tanto velamen. Eso significaría la utilización de hierro o plomo, y el precio sería ruinoso. Además —dije—, ese mástil tuyo resultaría muy difícil de quitar cuando amainara el viento y se tuvieran que utilizar los remos. Por otra parte, las velas no podrían extenderse como un toldo cuando hay que dormir en el mar.
—La embarcación podría quedar quieta mientras los ocupantes se dirigían a tierra en un pequeño bote —dijo Gerald—. También se podrían construir camarotes a bordo para resguardarse.
—Los camarotes no permitirían manejar los remos —dije—, a no ser que la embarcación fuese muy ancha, o que los remeros se sentaran debajo de una cubierta; y aunque he oído decir que los esclavos de las galeras lo hacen así en los países del sur, los hombres libres no remarían nunca en tales condiciones.
—¿Son imprescindibles los remos? —preguntó Gerald, ingenuamente.
Estalló un coro de carcajadas.
—¿Acaso en tu país tienen vientos domesticados? —inquirió burlonamente Hjalmar—. ¿Qué pasaría si el viento dejara de soplar durante días enteros, y las provisiones escasearan?
—Podría construirse una embarcación suficientemente grande para transportar provisiones para muchas semanas.
—Podría construirse..., con las riquezas de un rey —dijo Helgi—. Y esa embarcación suntuosa, abandonada en el mar, sería invadida por todos los vikingos, desde aquí hasta Jomsborg. En cuanto a dejarla en el agua mientras uno acampaba, ¿cómo se guarecería y qué defensa tendría si era atacado en tierra?
Gerald se encogió de hombros. Thorgunna le dijo, amablemente:
—Algunas personas no tienen corazón para probar algo nuevo. Yo creo que es una gran idea.
Gerald le agradeció aquellas palabras con una sonrisa y se reanimó hasta el punto de decir algo acerca de un sistema para encontrar el norte con cielo nublado; según él, había una clase de piedra que siempre apuntaba al norte cuando colgaba de un cordel. Yo le dije amablemente que estaría más interesado si podía encontrarme un trozo de aquella piedra, o si sabía dónde podía adquirirse, ya que estaba dispuesto a pedirle a un comerciante que me comprara un trozo. Pero lo ignoraba, y permaneció silencioso. Ketill abrió la boca, pero Thorgunna le dirigió una mirada tan imperativa, que volvió a cerrarla inmediatamente. Pero la expresión de su rostro reflejaba a las claras su opinión respecto a que Gerald era un mentiroso y que le molestaba todo cuanto decía.
Poco después amainó el viento, de modo que inclinamos el mástil y empuñamos los remos. Gerald era fuerte y voluntarioso, aunque torpe; sin embargo, sus manos eran tan blandas que no tardaron en sangrar. Le dije que podía descansar, pero insistió obstinadamente en continuar remando.
Contemplándole, mientras se movía hacia adelante y hacia atrás, con el mango del remo rojo y húmedo en el punto por el cual lo empuñaba, pensé en muchas cosas relacionadas con él. Había hecho todas las cosas equivocadas que un hombre podía hacer —así lo imaginaba entonces, no conociendo el futuro—, y no me gustaba la manera que Thorgunna tenía de mirarle. No era un hombre para mi hija, desde luego. No tenía hacienda ni dinero. Sin embargo, yo no podía evitar que me agradara. Su historia podía ser cierta o producto de la locura, pero yo estaba convencido de su sinceridad al contarla; y cualquiera que fuese el camino que le había traído hasta aquí, no era un camino normal, evidentemente. Observé los cortes que se había hecho en la cara con mi navaja de afeitar; dijo que no estaba acostumbrado a nuestro tipo de afeitado y que se dejaría crecer la barba. Me pregunté cómo me sentiría yo, y qué hubiera hecho, de haber desembarcado solo en este país, con un foso de centenares de años entre mí mismo y mi tierra natal.
Tal vez aquella misma indefensión había conmovido el corazón de Thorgunna. Las mujeres son muy raras, sacerdote, y yo, que he dormido con medio centenar de ellas en seis países distintos, no creo haber llegado a comprenderlas. Pero el nacimiento, la vida y la muerte son los grandes misterios, y una mujer está más cerca de ellos que un hombre.
El viento continuó sin soplar. Unas nubes bajas y plomizas cubrían el cielo. Después de la puesta del sol no pudimos remar más, de modo que decidimos recalar en una pequeña bahía desierta y pasar allí la noche.
Habíamos cargado leña para encender una fogata. Gerald, a pesar de su visible fatiga, nos resultó muy útil, ya que sus palitos de azufre eran mucho más prácticos y rápidos que la yesca y el pedernal. Thorgunna se dispuso a preparar nuestra cena. Los hombres nos envolvimos en nuestras capas y acercamos nuestras entumecidas manos a las llamas, sin apenas hablar.
Comprendí que necesitábamos algo que nos animara, y ordené que se abriera un casco de mi cerveza más fuerte. Un espíritu maligno me impulsó a dar aquella orden, pero ningún hombre escapa a su destino. Con los estómagos vacíos, la cerveza se nos subió rápidamente a la cabeza. Recuerdo que empecé a recitar el canto fúnebre de Ragnar Hairybreeks, por el simple motivo que me gustaba recitarlo.
Thorgunna se acercó al lugar donde estaba sentado Gerald. Vi cómo los dedos de mi hija rozaban ligeramente los cabellos del extranjero, y Ketill Hjalmarsson también lo vio.
—¿No tienen versos en tu país? —preguntó Thorgunna.
—Como los de ustedes, no —respondió Gerald, alzando la mirada. Y ya no la apartó del rostro de mi hija—. Más que declamar, cantamos. Si tuviera aquí mi guitarra... Es una especie de arpa —explicó.
—¡Ah! Un bardo irlandés —dijo Hjalmar Broadnose.
Recuerdo la sonrisa de Gerald y lo que dijo en su propio idioma, aunque no comprendí el significado: «Sólo le canto a mi dama...» Supuse que eran unas palabras de magia.
—Bueno, canta para nosotros —rió Thorgunna.
—Déjame pensar —dijo Gerald—. Tendré que poner palabras noruegas a la melodía, en honor tuyo...
Al cabo de unos instantes, sin dejar de mirarla, empezó a cantar.
Dicen en el valle que vas a marcharte.
Echaré de menos tus ojos ardientes y tu dulce sonrisa
Te llevarás contigo el brillo del sol,
que ha iluminado mi vida hasta ahora...
Cuando hubo terminado, Hjalmar y Grim fueron a darle vuelta a la carne. Capté un brillo de lágrimas en los ojos de mi hija.
—Ha sido una canción maravillosa —murmuró.
Ketill se irguió. Las llamas iluminaron su rostro con un resplandor rojizo, sangriento.
—Sí —declaró, en tono despreciativo—, ya hemos descubierto lo que este individuo sabe hacer. Sentarse junto al fuego y entonar bonitas canciones para las muchachas. Consérvalo para eso, Ospak.
Thorgunna palideció, y Helgi llevó su mano al pomo de su espada. El rostro de Gerald adquirió un tono ceniciento y su voz se espesó.
—Ese no es modo de hablar. Retira lo que acabas de decir.
Ketill se puso en pie.
—No —dijo—. Yo no le pido perdón a un vago que vive a costa de unas personas honradas.
Estaba furioso, pero conservó el suficiente sentido común para no extender a mi familia el insulto contra Gerald. De no ser así, él y su padre hubieran tenido que enfrentarse a cuatro de los nuestros.
Gerald se puso en pie, también, con los puños pegados a sus costados, y dijo:
—¿Te atreverás a apartarte de aquí y sostener tus palabras?
—¡Desde luego!
Ketill dio media vuelta y echó a andar a lo largo de la playa, tomando su escudo de la embarcación. Gerald le siguió. Thorgunna permaneció unos instantes como petrificada. Luego tomó el hacha de Gerald y corrió detrás de él.
—¿Vas a luchar sin armas? —inquirió.
Gerald se detuvo, y miró a Thorgunna con una expresión de asombro.
—Tengo mis puños —murmuró.
Ketill desenvainó su espada.
—No dudo que en tu país están acostumbrados a luchar como villanos —dijo—. De modo que si me pides perdón, daré por terminado este asunto.
Gerald miró a Thorgunna como preguntándole que debía hacer. Ella le tendió el hacha.
—¿Quieres que le mate? —susurró Gerald.
—Sí —respondió Thorgunna.
Entonces supe que ella le amaba, ya que de no ser así, ¿por qué había de preocuparle el hecho que Gerald se deshonrara a sí mismo?
Helgi le entregó a Gerald su casco. El extranjero se lo puso y empuñó el hacha.
—Un asunto desagradable —me dijo Hjalmar—. ¿Estás de parte del extranjero, Ospak?
—No —dije—. No es pariente mío ni hermano de sangre.
—Me alegro —dijo Hjalmar—. No me gustaría luchar contigo. Siempre has sido un buen vecino.
Nos acercamos juntos al lugar donde los combatientes se disponían a batirse. Thorgunna me dijo que le prestara a Gerald mi espada, de modo que también él pudiera utilizar un escudo, pero el hombre me dirigió una extraña mirada y me dijo que prefería conservar el hacha.
Gerald y Ketill empezaron a luchar.
Aquel no era un duelo reglamentado, de los que se interrumpen con el primer derramamiento de sangre, señalando con él un vencedor. Era un duelo a muerte. Borrachos como estábamos, todos nos dimos cuenta, pero nadie trató de imponer la paz. Ketill empezó a girar, descargando terribles mandobles con su espada. Gerald retrocedió, empuñando torpemente el hacha. Cuando se atrevió a descargarla, rebotó contra el escudo de Ketill. Éste sonrió torvamente y atacó con su espada las piernas de Gerald. La sangre brotó con fuerza, empapando los rasgados calzones.
Lo que siguió fue una carnicería. Gerald no había utilizado nunca un hacha de guerra. Ketill se ensañó con él, y el extranjero no tardó en sangrar por una docena de heridas.
—¡Basta de lucha! —gritó Thorgunna, y echó a correr hacia ellos. Helgi la tomó por los brazos y la obligó a retroceder, aunque para ello necesitó la ayuda de Grim.
Vi una expresión de pena en el rostro de mi hijo, pero los ojos del villano resplandecían de maligno júbilo. Parecía gozarse en la derrota del extranjero.
La espada de Ketill descendió y acuchilló la mano izquierda de Gerald, el cual dejó caer el hacha. Ketill profirió un aullido de triunfo y se dispuso a terminar con él. Gerald desenfundó su revólver. Al fogonazo siguió un estampido. Ketill cayó, con la cara destrozada.
Se produjo un largo silencio, turbado solamente por el leve susurro del viento y el murmullo del mar.
Luego, Hjalmar se adelantó, muy rígido. Se arrodilló junto al cadáver de su hijo y le cerró los ojos, reclamando así el derecho a vengarle. Incorporándose, dijo:
—Has jugado sucio, extranjero. Y por ello serás declarado fuera de la ley.
—No me quedaba otra alternativa —murmuró Gerald—. ¿Qué otra cosa podía hacer? Yo quería luchar solamente con mis puños.
Me interpuse entre ellos y dije que la Justicia decidiría, pero que esperaba que Hjalmar aceptaría una indemnización por Ketill.
—Pero, yo le maté para salvar mi propia vida —protestó Gerald.
—De todos modos, la indemnización tiene que ser pagada, si los parientes de Ketill la aceptan —expliqué—. A causa del arma, creo que ascenderá al doble de lo habitual, pero eso debe decidirlo la Justicia.
Hjalmar dejó oír una risa sarcástica y preguntó de dónde sacaría el dinero un hombre que no poseía absolutamente nada.
Thorgunna se acercó a nosotros, muy tranquila, y dijo que su familia pagaría la indemnización. Yo abrí la boca para protestar, pero cuando vi la expresión de sus ojos asentí:
—Sí, la pagaremos, para mantener la paz.
—¿De modo que haces tuya la lucha? —preguntó Hjalmar.
—No —contesté—. Este hombre no es de mi sangre. Pero si se me antoja regalarle una suma de dinero, ¿acaso no tengo derecho a hacerlo?
Hjalmar sonrió. Sus ojos estaban llenos de tristeza, pero me miró con la antigua camaradería.
—Algún día puede convertirse en tu yerno —dijo—. Conozco los síntomas, Ospak. Entonces pertenecerá realmente a tu familia. Incluso ayudándole ahora en su necesidad, te pones de su parte.
—¿Y bien? —intervino Helgi, en tono tranquilo.
—Aunque yo estimo vuestra amistad, tengo hijos que se tomarán muy a pecho la muerte de su hermano. Querrán vengarse en la persona de Gerald Samsson, aunque sólo sea por dejar a salvo su buen nombre, y así nuestras dos casas se convertirán en enemigas, y una muerte conducirá a otra. Ha ocurrido con mucha frecuencia hasta ahora. —Hjalmar suspiró—. Yo mismo deseo tu amistad, Ospak, pero si te pones de parte de este asesino no podremos conservarla.
Medité unos instantes, pensando en Helgi caído en el suelo con la cabeza abierta, en mis otros hijos que vivían tranquilos en sus hogares y que se verían arrastrados a una lucha por causa de un hombre al que nunca habían visto. Pensé que tendríamos que llevar escolta cada vez que bajáramos a la playa en busca de madera, y que nunca sabríamos, al acostarnos, si al despertar encontraríamos la casa llena de hombres armados.
—Sí —dije—, tienes razón, Hjalmar. Retiro mi oferta. Dejaré que arreglen este asunto ustedes dos.
Sellamos el pacto con un apretón de manos.
Thorgunna profirió un grito y voló a los brazos de Gerald. Él la estrechó contra su pecho.
—¿Qué significa eso? —preguntó lentamente.
—No puedo darte alojamiento en mi casa por más tiempo —dije—, pero tal vez algún campesino te admitirá bajo su techo. Hjalmar es un hombre cumplidor de la ley, y no te hará ningún daño hasta que la Justicia te haya declarado proscrito. Pasarán unos días antes que suceda eso. Tal vez para entonces hayas conseguido salir de Islandia.
—¿Una persona tan inútil como yo? —inquirió con amargura.
Thorgunna se desasió del abrazo y gritó que yo era un cobarde, y un perjuro y todas las peores cosas del mundo. Dejé que se desahogara, antes de posar mis manos en sus hombros.
—Hago esto por nuestro hogar —le dije—. El hogar y la sangre son sagrados. Los hombres mueren y las mujeres lloran, pero mientras pervive la casta nuestros nombres son recordados. ¿Puedes pedirle a los hombres de tu sangre que mueran por tus anhelos?
Thorgunna permaneció callada, y nunca he sabido cuál hubiera sido su respuesta. Pero Gerald habló.
—No —dijo—. Supongo que tiene usted razón, Ospak..., la razón de su época, que no es la mía.
Estrechó mi mano y la de Helgi. Sus labios rozaron la mejilla de Thorgunna. Luego dio media vuelta y se hundió en la oscuridad.
Oí contar, más tarde, que fue a parar a la casa de Thorvald Halsson, el campesino de Humpback Fell, y que no le dijo lo que había sucedido. Seguramente esperaba pasar inadvertido hasta que pudiera embarcar en alguna nave que se dirigiera al este. Pero se corrió la voz. Recuerdo que a veces Gerald nos contaba que en los Estados Unidos la gente podía hablar con cualquier persona, aunque ésta se encontrara en el extremo más alejado del mundo. De modo que debió pensar que entre nosotros, solitarios en nuestras haciendas, no corrían las noticias con tanta rapidez. El hijo de Thorvald, Hrolf, fue a casa de Brand Sealskin-Boots para hablar de algún asunto, y mencionó al huésped, y todo el occidente de la isla se enteró de la historia.
Si Gerald hubiese sabido que tenía que dar la noticia de la muerte de un hombre a la primera hacienda que encontrara, hubiera estado a salvo al menos hasta que la Justicia dictara su fallo, ya que Hjalmar y sus hijos son hombres de bien que no matarían a un hombre sin saberse apoyados por la ley. Pero, el mantener el asunto secreto le convirtió en un asesino y, en consecuencia, en un proscrito. Hjalmar y los suyos cabalgaron inmediatamente hacia Humpback Fell y le sacaron de la casa. Pero Gerald se abrió paso entre ellos con su revólver y huyó a las colinas. Le siguieron, con varios heridos y un muerto más que vengar. Me he preguntado muchas veces si Gerald creyó que lo misterioso de su arma nos asustaría. Es posible que no comprendiera que cada hombre muere cuando le llega el momento, ni antes ni después, de modo que el temor a la muerte es inútil.
Al final, cuando le tenían cercado, su arma le falló. Entonces tomó la espada de un muerto y se defendió con tanta valentía, que desde entonces Ulf Hjalmarsson ha cojeado. Incluso sus enemigos reconocieron que había luchado como un hombre. Los estadounidenses pertenecen a una raza muy fantasiosa, pero no carecen de valor.
Cuando hubo muerto, su cadáver fue quemado, por miedo a su fantasma, ya que tal vez había sido un hechicero, y todas sus pertenencias ardieron con él. Así perdí el cuchillo que me había regalado.
La tumba que contiene sus restos se encuentra en el marjal, al norte de aquí, y la gente evita el lugar, aunque el fantasma no se ha presentado nunca. Hoy, con la constante sucesión de acontecimientos, el estadounidense ha sido casi olvidado.
Y esta es la historia, sacerdote, tal como yo la presencié y la oí. La mayoría de los hombres creen que Gerald Samsson estaba loco, pero yo opino, por mi parte, que vino desde más allá del tiempo, y que su desgracia consistió en que ningún hombre puede madurar una cosecha antes de la época de la recolección.
Pero yo miro al futuro, a un millar de años a partir de ahora, cuando los hombres vuelen a través del aire y cabalguen en carros sin caballos y aplasten una ciudad entera en unos segundos...
Pienso en nuestra Islandia de entonces, y en los jóvenes de los Estados Unidos que vendrán a ayudarnos a defendernos cuando esté próximo el fin del mundo.
Tal vez alguno de ellos, paseando por estos alrededores, descubra aquella tumba y se pregunte qué antiguo guerrero reposa enterrado allí, y tal vez piense que le hubiera gustado vivir en su época, cuando los hombres eran libres.