IV
En aquella época vivía un hombre extraordinario llamado Bakhun, miembro de la tribu de Ptuh y hermano del Alto Sacerdote Supremo de los Zahelals. En su juventud había abandonado la vida nómada para instalarse en un verde valle, entre cuatro colinas, donde un manantial entonaba su clara canción. Había construido una tienda de piedra, una morada ciclópea. Con paciencia, y utilizando sabiamente sus caballos y sus bueyes, había alcanzado la opulencia de las cosechas regulares. Sus cuatro esposas y sus treinta hijos vivían allí como en el paraíso.
Bakhun profesaba unas extrañas creencias, por las cuales podía haber sido lapidado, de no mediar el respeto que a los Zahelals les inspiraba su hermano mayor, el Alto Sacerdote Supremo.
En primer lugar, declaraba que la vida sedentaria era mejor que la vida de los nómadas, porque conservaba la fuerza del hombre para provecho de su espíritu.
En segundo lugar creía que el Sol, la Luna y las Estrellas no eran dioses, sino masas luminosas.
Los Zahelals le atribuían poderes mágicos, y los más osados se arriesgaban incluso a consultarle. Nunca se arrepintieron de ello. Decíase que Bakhun había ayudado con frecuencia a tribus infortunadas entregándoles alimentos.
Y en aquella hora crítica, cuando los hombres se enfrentaban con la melancólica elección de renunciar a sus feraces pastos o ser destruidos por los inexorables dioses, las tribus pensaron en Bakhun, y los propios sacerdotes, después de luchar con su orgullo, le enviaron una comisión formada por tres de los más grandes de entre ellos.
Bakhun escuchó con mucha atención sus relatos, pidió que le repitieran ciertos pasajes y formuló preguntas concretas. Solicitó dos días de plazo para meditar. Cuando hubieron transcurrido, anunció simplemente que dedicaría su vida al estudio de las Formas.
Las tribus quedaron un poco decepcionadas, ya que confiaban en que Bakhun sería capaz de liberar sus tierras por medio de la brujería. Sin embargo, los jefes se declararon satisfechos por aquella decisión, esperando grandes cosas de ella.
Bakhun instaló su observatorio en el lindero del bosque de Kzur, abandonándolo únicamente cuando se hacía de noche. Todo el largo día, montado en el garañón más rápido de Caldea, observaba. No tardó en convencerse de la superioridad del espléndido animal sobre las Formas más ágiles, y así pudo iniciar su atrevido y laborioso estudio de los enemigos del hombre, estudio del cual poseemos el gran antecuneiforme libro de sesenta tablillas, el mejor libro de piedra legado por la era nómada a la civilización moderna.
En aquel libro, admirable por su moderación y su paciente observación, se describe una forma de vida completamente distinta de nuestros reinos animal y vegetal, una forma que Bakhun admite humildemente que sólo pudo analizar en sus características más superficiales. Resulta imposible para un hombre leer, sin estremecerse, aquella monografía de los seres a los cuales Bakhun llamó los Xipehuz; aquellas desapasionadas notas, nunca forzadas para que encajaran en cualquier sistema, de sus actividades, de sus medios de locomoción, de combate, de procreación. Aquellas notas que demuestran que la raza humana estuvo una vez al borde de la nada, que la tierra estuvo a punto de convertirse en patrimonio de un reino del cual se ha perdido todo rastro.
El libro debería ser leído en la maravillosa traducción de Dessault, llena de sorprendentes descubrimientos en lo que respecta a las lenguas pre-asirias: descubrimientos más apreciados, por desgracia, en países extranjeros, en Inglaterra, en Alemania, que en la patria del autor. El eminente erudito ha dado a conocer algunas páginas destacadas de aquella valiosa obra, que reproduciremos a continuación, con la esperanza de que esas páginas induzcan al lector a trabar conocimiento con la soberbia traducción de Dessault.