IV

Junio, 7: Consciente, por primera vez, de la brevedad de cada día. Cuando estaba despierto durante más de doce horas, orientaba mi tiempo alrededor del meridiano; mañana y tarde conservaban su antiguo ritmo. Ahora, con sólo once horas de conciencia, forman un intervalo continuo, como un trazo de cinta de medir. Puedo ver exactamente cuanto queda en el carrete, y no puedo hacer nada para modificar el ritmo al cual se desenvuelve. Paso el tiempo empaquetando los libros de mi biblioteca; los cestos son demasiado pesados para moverlos y los dejo donde quedan cuando están llenos.

Despierto a las 8,10. A dormir a las 7,15. (Parece ser que he perdido mi reloj de pulsera sin darme cuenta. Tendré que ir al pueblo a comprar otro.)

Junio, 14: Nueve horas y media. El tiempo corre, tan rápido como un expreso. Sin embargo, la última semana de unas vacaciones siempre transcurre con más rapidez que las primeras. Al ritmo actual, me quedarían de cuatro a cinco semanas. Esta mañana he tratado de visualizar lo que sería la última semana, y he sido víctima de un ataque de miedo, algo que no me había ocurrido hasta ahora. He tardado media hora en recobrarme lo suficiente para una intravenosa. Kaldren me persigue como mi sombra luminosa, y ha escrito con tiza en la entrada: «96.688.365.498.702». El cartero se habrá extrañado al verlo.

Despierto a las 9,05. A dormir a las 6,36.

Junio, 19: Ocho horas y cuarenta y cinco minutos. Anderson llamó por teléfono esta mañana. Estuve a punto de colgar, pero conseguí dominarme. Me ha felicitado por mi estoicismo, ha utilizado incluso la palabra «heroico». Absurdo. La desesperación lo corroe todo: valor, esperanza, autodisciplina, todas las mejores cualidades. Resulta muy difícil mantener esa actitud impersonal de aceptación pasiva implícita en la tradición científica. Trato de pensar en Galileo ante la Inquisición, en Freud superando los incesantes dolores de su cáncer de garganta...

Cuando iba al pueblo me he encontrado con Kaldren y he sostenido con él una larga discusión a propósito del Mercurio VII. Él está convencido de que los tripulantes se negaron deliberadamente a abandonar la Luna, después de que el «comité de recepción» que les esperaba los hubo situado en el cuadro cósmico. Los misteriosos emisarios de Orión les habrían dicho que la exploración del profundo espacio no tenía sentido, que la habían iniciado demasiado tarde, ya que la vida del universo está prácticamente acabada... Según Kaldren, algunos generales de las Fuerzas Aéreas se han tomado en serio esa teoría, pero yo sospecho que se trata de una tentativa de Kaldren para consolarme.

Tendré que desconectar el teléfono. Un contratista se pasa el tiempo llamándome para reclamarme el pago de 50 sacos de cemento que, según él, recogí hace diez días. Dice que él mismo me ayudó a cargarlos en un camión. Bajé al pueblo en la camioneta de Whitby, efectivamente, pero sólo para comprar unos quilos de plomo. ¿Qué se imagina ese individuo que puedo hacer con todo ese cemento?

Despierto a las 9,40. A dormir a las 4,15.

Junio, 25: Siete horas y media. Kaldren estaba merodeando de nuevo alrededor del laboratorio. Me llamó por teléfono, limitándose a recitarme una larga hilera de números. Esas bromas suyas me están resultando insoportables. De todos modos, por mucho que me moleste la perspectiva, pronto tendré que ir a verle para llegar a un acuerdo con él. Menos mal que el ver a Miss Marte es un placer.

Ahora me basta con una comida, completada con una inyección de glucosa. El dormir no me produce ningún descanso. Anoche tomé una película de 16 mm. de las primeras tres horas, y esta mañana la he proyectado en el laboratorio. Es la primera película de terror «real». Me he visto a mí mismo como un cadáver semianimado.

Despierto a las 10,25. A dormir a las 3,45.

Julio, 3: Cinco horas y cuarenta y cinco minutos. Hoy no he hecho casi nada. Sumido en una especie de letargo, me he dirigido al laboratorio y por dos veces he estado a punto de salirme de la carretera. Me he concentrado lo suficiente para dar de comer a los animales y poner mi diario al día. Leyendo por última vez los manuales que dejó Whitby, me he decidido por un nivel de proyección de 40 roentgens/min., con una distancia del blanco de 350 cm. Todo está preparado.

Despierto a las 11,05. A dormir a las 3,15.

Powers se desperezó, arrastró su cabeza lentamente a través de la almohada, contemplando las sombras proyectadas en el techo por la persiana. Luego miró hacia sus pies, y vio a Kaldren sentado al borde de la cama, observándole en silencio.

—Hola, doctor —dijo Kaldren, tirando su cigarrillo—. ¿Se acostó tarde anoche? Parece usted cansado.

Powers se incorporó sobre un codo y echó una ojeada a su reloj. Eran poco más de las once. Con el cerebro ligeramente embotado, se sentó en el borde del lecho, con los codos sobre las rodillas, frotándose la cara con las palmas de las manos.

Se dio cuenta de que la habitación estaba llena de humo.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó a Kaldren.

—He venido a invitarle a almorzar. —Señaló el aparato telefónico sobre la mesilla de noche—. Su teléfono no contestaba, de modo que decidí venir. Espero que no le moleste mi visita. Estuve tocando el timbre por espacio de media hora. Me extraña que no lo haya oído.

Powers se puso en pie y trató de alisar las arrugas de sus pantalones de algodón. Había dormido con ellos toda una semana, y estaban muy sucios.

Cuando echaba a andar hacia el cuarto de baño, Kaldren señaló la cámara montada sobre un trípode al otro lado del lecho.

—¿Qué es eso? ¿Piensa dedicarse al cine, doctor?

Powers le contempló en silencio unos instantes, echó una ojeada al trípode y luego se dio cuenta de que su diario estaba abierto sobre la mesilla de noche. Preguntándose si Kaldren habría leído las últimas anotaciones, cogió el diario, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta detrás de él.

Del armario colgado junto al espejo sacó una jeringuilla y una ampolla; después de inyectarse, se apoyó contra la puerta esperando que el estimulante obrara sus efectos.

Kaldren estaba en la antesala cuando Powers se reunió con él; leía las etiquetas pegadas a los cestos llenos de libros.

—De acuerdo —dijo Powers—. Almorzaré contigo.

Observó a Kaldren cuidadosamente. El joven parecía más sumiso que de costumbre.

—Bien —dijo Kaldren—. A propósito, ¿piensa usted marcharse?

—¿Te importa, acaso? —inquirió Powers secamente—. Creí que el que te atendía era Anderson.

Kaldren se encogió de hombros.

—No se enfade, doctor —dijo—. Le espero a las doce. Así tendrá tiempo de cambiarse de ropa. Lleva la camisa muy sucia... ¿Qué es eso? Parece cal.

Powers inclinó la mirada y cepilló con la mano las manchas blancas. Cuando Kaldren se hubo marchado, se desvistió, tomó una ducha y sacó un traje limpio de uno de los baúles.

Hasta que conoció a Coma, Kaldren vivió solo en la abstracta residencia de verano que se alzaba en la orilla norte del lago. Era un edificio de siete pisos construido por un matemático excéntrico y millonario, en forma de cinta de hormigón que ascendía en espiral, enroscándose alrededor de sí misma como una serpiente, revistiendo paredes, suelos y techos. Kaldren era el único que se había interesado por el edificio, y en consecuencia había podido alquilarlo en unas condiciones muy favorables. Por las tardes, Powers le había visto con frecuencia desde el laboratorio, subiendo de un piso al otro a través del laberinto de rampas y terrazas, hasta el mismo tejado, donde su figura delgada y angulosa se recortaba como un patíbulo contra el cielo, allí estaba cuando Powers llegó, poco después de las doce del mediodía.

—¡Kaldren! —gritó.

Kaldren miró hacia abajo y agitó su brazo derecho trazando un lento semicírculo.

—¡Suba! —gritó a su vez.

Powers se apoyó en el automóvil. En cierta ocasión, unos meses antes, había aceptado la misma invitación y al cabo de tres minutos se había extraviado en el laberinto del segundo piso. Kaldren tardó media hora en encontrarle.

De modo que esperó a que Kaldren bajara, cosa que no tardó en hacer. El joven le acompañó a través de cavidades y escaleras hasta el ascensor que les condujo al último piso.

Tomaron un combinado en un amplio estudio de techo encristalado. La enorme cinta blanca de hormigón se desenrollaba alrededor de ellos como pasta dentífrica surgida de un inmenso tubo. De las paredes colgaban gigantescas fotografías, y la estancia estaba llena de mesitas, encima de las cuales se veían una serie de objetos cuidadosamente etiquetados, dominado todo por unas letras negras de veinte pies de altura en la pared del fondo que componían una sola palabra:

TU.

Kaldren apuró de un trago el contenido de su vaso.

—Este es mi laboratorio, doctor —dijo, con evidente orgullo—. Mucho más significativo que el suyo, créame.

Powers sonrió en su fuero interno y examinó el objeto que tenía más cerca, una antigua cinta EEG en cuya etiqueta podía leerse. EINSTEIN, A.: ONDAS ALFA, 1922.

Siguió a Kaldren alrededor de la habitación, sorbiendo lentamente su combinado, gozando de la breve sensación de lucidez proporcionada por la anfetamina. Dentro de dos horas desaparecería, dejando su cerebro en blanco.

Kaldren iba de un lado para otro, explicando el significado de los llamados Documentos Terminales. Son ediciones definitivas, afirmaciones finales, fragmentos de una composición total. Cuando haya reunido los suficientes, construiré un mundo nuevo con ellos. —Cogió un grueso volumen de una de las mesas y lo hojeó—. Las Actas de los Juicios de Nuremberg. Tengo que incluirlas...

Powers lo contemplaba todo con aire ausente, sin escuchar a Kaldren. En un rincón frío tres teletipos, con las cintas colgando de sus bocas. Se preguntó si Kaldren estaba lo bastante despistado como para jugar al mercado de valores, el cual había estado declinando lentamente durante los últimos veinte años.

—Powers —oyó que decía Kaldren—. Creo que ya le hablé a usted del Mercurio VII. —Señaló una colección de hojas escritas a máquina. —Esas son las transcripciones de las señales finales radiadas por la tripulación de la cápsula.

Powers examinó superficialmente las hojas, leyendo una línea al azar.

«...AZUL... GENTE... RECICLO... ORIÓN... METROS...»

—Interesante —dijo, sin el menor entusiasmo—. ¿Qué hacen allí los teletipos?

Kaldren sonrió.

—He estado esperando desde hace meses que me hiciera esa pregunta. Eche una mirada.

Powers se acercó y cogió una de las cintas. La máquina llevaba también su correspondiente rótulo: AURIGA 25 — G. INTERVALO: 69 HORAS.

La cinta decía:

96.688.365.498.695

96.688.365.498.694

96.688.365.498.693

96.688.365.498.692

Powers dejó caer la cinta.

—Me resulta familiar. ¿Qué representa la secuencia?

Kaldren se encogió de hombros.

—Nadie lo sabe.

—¿Qué quieres decir? Tiene que responder a algo.

Desde luego. Es una progresión matemática decreciente. Una cuenta atrás, si lo prefiere.

Powers cogió la cinta de la derecha, etiquetada: ARIES 44R 951. INTERVALO: 49 DÍAS.

Aquí la secuencia era:

876.567.988.347.779.877.654.434

876.567.988.347.779.877.654.433

876.567.988.347.779.877.654.432

Powers miró a su alrededor.

—¿Cuánto tarda en llegar cada señal?

—Unos segundos solamente. Tienen una terrible compresión lateral, desde luego. Una computadora del observatorio no puede captarlas. Fueron recogidas por primera vez en Jodrell Bank hace veinte años. Ahora nadie se molesta en escucharlas.

Powers cogió la última cinta.

6.554

6.553

6.552

6.551

—Está acercándose al final —comentó.

Examinó la etiqueta, que decía: FUENTE SIN IDENTIFICAR. CANES VENATICI. INTERVALO: 17 SEMANAS.

Mostró la cinta a Kaldren.

—Pronto habrá terminado.

Kaldren sacudió la cabeza. Levantó un pesado volumen de una mesa y lo meció en sus manos. Súbitamente, la expresión de su rostro se había ensombrecido.

—Lo dudo —dijo—. Esos son únicamente los últimos cuatro números. La cifra total contiene más de cincuenta millones.

Tendió el volumen a Powers, el cual volvió la cubierta y leyó el título: «Secuencia principal de Señal Seriada recibida por el Radio-Observatorio de Jodrell Bank, Universidad de Manchester, Inglaterra, a las 0012:59 horas del 21-72. Fuente: NGC 9743, Canes Venatici».

Powers hojeó el grueso fajo de páginas impresas: millones de números, como Kaldren había dicho, discurriendo de arriba a abajo a través de mil páginas consecutivas.

Powers sacudió la cabeza, cogió de nuevo la cinta y la contempló pensativamente.

—La computadora solo anota los últimos cuatro números —explicó Kaldren—. Las series enteras llegan en períodos de 15 segundos, pero una IBM tardaría más de dos años en anotar una de ellas.

—Asombroso —comentó Powers—. Pero, ¿qué es?

—Una cuenta atrás, como puede ver. NGC9743, en alguna parte de Canes Vanatici. Las grandes espirales se están rompiendo y dicen adiós. Dios sabe qué creerán que somos, pero de todos modos nos lo hacen saber, irradiándolo a través de la línea de hidrógeno para que pueda oírse en todo el universo... —Kaldren hizo una pausa—. Algunas personas le han dado otra interpretación, pero sólo hay una explicación plausible.

—¿Cuál?

Kaldren señaló la última cinta de Canes Venatici.

—Sencillamente, que se ha calculado que cuando esta serie llegue al cero el universo habrá dejado de existir.

Powers hizo una mueca que quería ser una sonrisa.

—Muy considerado por su parte hacernos saber en qué momento del tiempo nos encontramos —observó.

—Desde luego —asintió Kaldren—. Aplicando la ley del cuadrado inverso, la fuente de esa señal está emitiendo a una potencia de casi tres millones de megawatios elevados a la centésima potencia. Casi el tamaño de todo el Grupo Local. Considerado es la palabra.

Súbitamente, Kaldren agarró el brazo de Powers y le miró fijamente a los ojos, temblando de emoción.

—No está solo, Powers, no crea que lo está. Esas son las voces del tiempo, y están despidiéndose de usted. Piense en sí mismo en un contexto más amplio. Cada partícula de su cuerpo, cada grano de arena, cada galaxia lleva la misma firma. Como usted ha dicho, ahora sabe en qué momento del tiempo se encuentra. ¿Qué importa lo demás? No hay necesidad de consultar continuamente el reloj.

Powers cogió la mano de Kaldren y la estrechó calurosamente.

Se acercó a una ventana y extendió la mirada a través del blanco lago. La tensión entre Kaldren y él se había desvanecido, y ahora deseaba marcharse lo antes posible, olvidar a Kaldren como había olvidado los rostros de los innumerables pacientes cuyos cerebros habían pasado entre sus dedos.

Se acercó de nuevo a los teletipos, arrancó las cintas de sus ranuras y se las guardó en los bolsillos.

—Me las llevo como un recordatorio para mí mismo. Dile adiós a Coma de mi parte, ¿quieres?

Avanzó hacia la puerta, y al llegar a ella se volvió a mirar a Kaldren, de pie a la sombra de las dos gigantescas letras de la pared del fondo, con los ojos clavados en las puntas de sus zapatos.

Cuando Powers se alejaba se dio cuenta de que Kaldren había subido al tejado; a través del espejo retrovisor le vio agitar lentamente la mano hasta que el automóvil desapareció en una curva.