¿QUÉ LE OCURRIÓ AL CABO CUCKOO?

Gerald Kersh

Varios millares de oficiales y soldados del Ejército de los Estados Unidos que lucharon en Europa durante la II Guerra Mundial pueden dar testimonio de ciertos hechos fundamentales de esta historia, que de no ser así resultaría increíble.

Permitidme refrescar la memoria de mis testigos.

El buque Queen Mary, de la Cunard White Star, zarpó de Greenock, en la desembocadura del río Clyde, el 6 de julio de 1945, rumbo a Nueva York, atestado de pasajeros. Ninguno de los que efectuaron aquel viaje puede haberlo olvidado: había catorce mil hombres a bordo; unas cuantas damas; y un perro. El perro era un pastor alemán, cariñoso e inteligente, salvado de una lenta y dolorosa muerte por un joven oficial norteamericano en Holanda. Me contaron que aquel bravo animal, exhausto y debilitado por el hambre, había tratado de saltar por encima de una alta barrera de alambre de espino, y había quedado enganchado en los pinchos de la parte superior, donde quedó colgado durante varios días, incapaz de avanzar ni de retroceder. El joven oficial le ayudó a bajar, y el perro se encariñó con el hombre, y el hombre se encariñó con el perro. Los animales domésticos no pueden viajar con las tropas. Sin embargo, el joven oficial consiguió que el perro fuese admitido a bordo. Decíase que toda la Compañía había jurado que no regresaría a los Estados Unidos sin el perro, y que las autoridades hicieron la vista gorda, por una sola vez y sin que sirviera de precedente; a eso se refiere Kipling cuando alude a El Poder del Perro. Todos los que embarcaron en el Queen Mary en Greenock, el 6 de julio de 1945, recordarán aquel perro. Llegó a bordo en un estado deplorable, andando trabajosamente, y cuando se le acariciaba el lomo la mano resbalaba por un esqueleto cubierto por una piel deslustrada. Al cabo de tres días de afectuosos cuidados —medio centenar de hombres hambrientos mendigaban o robaban trozos de carne para él—, el perro empezó a recuperarse. El 11 de julio, cuando el Queen Mary atracó en Nueva York, el perro mostraba un interés muy canino por una pelota de goma con la cual varios oficiales estaban jugando en la cubierta del buque.

Menciono todo esto para demostrar que estaba allí, en calidad de corresponsal de guerra, de camino hacia el Pacífico. Dado que llevaba un uniforme de campaña y una poblada barba, creo que mi presencia a bordo tampoco pasó inadvertida. Y la escuela secreta de practicantes de juegos prohibidos debe recordarme con nostálgico afecto. Llegué a Nueva York con quince centavos en el bolsillo, y tuve que pedirle prestados cinco dólares a un amable pastor Congregacionalista llamado John Smith, el cual también dará testimonio de mi presencia a bordo. Si se necesitaran más pruebas, una enfermera, la teniente Grace Dimichele, de Vermont, me tomó una fotografía cuando estábamos a punto de desembarcar.

Pero en medio de la excitación de aquel glorioso momento, cuando millares de hombres se empujaban en su afán de ser los primeros en saltar a tierra, reían y lloraban, y disparaban sus cámaras contra la silueta de Nueva York, que es la más bella del mundo, perdí al cabo Cuckoo. Realicé exhaustivas investigaciones tratando de localizarle, pero aquel hombre extraordinario se había desvanecido como una bocanada de humo.

Seguramente, habrá muchos hombres que conserven un recuerdo de Cuckoo, al cual vieron centenares y centenares de veces en el Queen Mary, entre el 6 y el 11 de julio de 1945.

Era un hombre de cabellos claros y mediana estatura, aunque debía pesar al menos ciento noventa libras, ya que era muy robusto y tenía una poderosa osamenta. Sus ojos desvaídos oscilaban entre el verde y el gris, y cojeaba un poco de la pierna izquierda. En términos generales, la gente es poco observadora, lo sé, pero ninguno de los que vieron al cabo Cuckoo dejará de recordar sus cicatrices. Su cráneo, entre su ceja izquierda y su oreja derecha, mostraba una espantosa hendidura. La primera vez que la vi recordé un asesinato a hachazos que me hizo estremecer cuando era reportero de sucesos, hace muchos años. Aquel hombre debía poseer una constitución extraordinaria para haber sobrevivido a una herida como aquella, pensé. Su barbilla y su garganta estaban literalmente cosidas a cuchilladas. Le faltaba la mitad de la oreja derecha, y muy cerca tenía otra cicatriz, desde el pómulo hasta el mastoide. El dorso de su mano derecha parecía haber sido picada con un cuchillo: conté al menos cuatro formidables cortes, todos antiguos, blancos y profundos. Producía esta impresión: que hacía mucho tiempo, un grupo de personas se había ensañado con él hiriéndole con hachas, sables y cuchillos, y que a pesar de todos sus esfuerzos el hombre había sobrevivido. Ya que todas sus cicatrices eran antiguas. Sin embargo, el hombre era joven: le calculé unos treinta y cinco años.

Me llenó de una ardiente curiosidad. ¡Alguno de ustedes tiene que acordarse de él! Iba de un lado para otro, arisco e insociable, fumando cigarrillos que nunca se quitaba de la boca: sólo escupía las colillas cuando el fuego tocaba sus labios. Era particularmente aficionado a ocupar los rincones más oscuros, donde se entregaba a profundas meditaciones... o al menos eso me parecía a mí. Traté de informarme acerca de él, pero en aquellos momentos todo el mundo estaba interesado apasionadamente por un oficial que se parecía a Spencer Tracy. Aunque al final descubrí lo que quería por mis propios medios.

También el licor estaba prohibido a bordo. Me lo habían advertido, de modo que tomé la precaución de ocultar varias botellas de whisky. El primer día ofrecí un trago a un capitán de infantería. En un abrir y cerrar de ojos me encontré rodeado por diecisiete nuevos amigos que me abrumaron con sus expresiones de afecto y me pidieron un autógrafo. De modo que el segundo día, después de arrojar por la portañola la última de las botellas vacías, me alegré mucho al recibir la visita de Mr. Charles Bennet, el comediógrafo de Hollywood. (También él, si su modestia se lo permite, atestiguará que estoy diciendo la verdad). Bennet me regaló una botella de excelente whisky, la cual oculté debajo de la blusa de mi uniforme de campaña, sin atreverme a permitir que alguno de mis amigos se enterara de que la tenía. Me dirigí a un lugar tranquilo y al mismo tiempo lo bastante iluminado para poder leer. Me proponía luchar de nuevo con algunos de los poemas de François Villon, y refrescarme a intervalos con un trago del whisky de Mr. Bennet. Era difícil encontrar un lugar desocupado más allá de las puertas cerradas en el Queen Mary, pero yo encontré uno. Estaba tratando de leer la Balada del Buen Consejo, que aquel gran poeta que fue Villon escribió en el argot de la gente del hampa medieval, el cual resulta incomprensible incluso para los franceses eruditos que han estudiado la jerga de la época. Repetí los dos primeros versos en voz alta, con la esperanza de captar algún nuevo significado en ellos:

Car ou sote porteur de bulles

Pipeur ou hasardeur de dez.

Entonces, una voz lánguida dijo:

—¡Eh! ¿Qué sabe usted acerca de eso?

Levanté la mirada y vi el sombrío rostro, lleno de cicatrices, del misterioso cabo, medio oculto en las sombras. Tuve que invitarle a beber, ya que tenía la botella en la mano y él la estaba mirando. Me dio las gracias secamente, se bebió la mitad del contenido de la pequeña botella de un trago y me la devolvió.

- Pipeur ou hasardeur de dez -dijo, suspirando—. Eso es muy antiguo. ¿Le gusta a usted?

Dije:

—Mucho. ¡Qué gran hombre debió ser Villon! ¿Quién, si no él, podría haber conseguido tales efectos con un lenguaje tan ordinario? ¿Quién, si no él, podría haber tomado la jerga de los ladrones —la cual es siempre fea— y convertirla en maravillosa poesía?

—Usted la entiende, ¿eh? —preguntó el cabo, con una mueca que podía pasar por una sonrisa.

—No del todo —contesté—. Pero, desde luego, suena a poesía.

—Sí, lo sé.

- Pipeur ou hasardeur de dez... Tiene ritmo y fuerza.

—¿Quién es usted? Hace mucho tiempo que en el ejército no está permitido dejarse crecer la barba.

—Soy corresponsal de guerra —dije—. Me llamo Kersh. Puede usted terminar esto.

Vació la pequeña botella y dijo:

—Gracias, Mr. Kersh. Yo me llamo Cuckoo.

Se dejó caer a mi lado, golpeando la cubierta como un saco de arena húmeda. Luego cogió mi libro con su acuchillada mano derecha, lo golpeó contra su rodilla y me lo devolvió.

- ¡Hasardeur de dez! -dijo, sin el menor acento.

—Ha leído usted a Villon, ¿no es cierto? —dije.

—No. No soy aficionado a la lectura.

—Pero, habla usted francés... ¿Dónde lo aprendió? —pregunté.

—En Francia.

—¿Regresa a su casa, ahora?

—Supongo que sí.

—No está usted preocupado, al parecer.

—No, supongo que no.

—¿Estaba en Francia?

—En Holanda.

—¿Lleva mucho tiempo en el Ejército?

—Bastante.

—¿Le gusta?

—Desde luego. ¿De dónde es usted?

—De Londres —dije.

—He estado allí.

Pregunté:

—Y usted, ¿de dónde es?

—¿Quién? ¿Yo? ¡Oh! De Nueva York, supongo.

—¿Qué le pareció Londres?

—Lo encontré muy mejorado.

—¿Mejorado? Seguro que estuvo allí antes de la guerra, cabo Cuckoo.

—Sí, estuve allí antes de la guerra.

—Sería usted muy joven...

El cabo Cuckoo respondió:

—No demasiado joven...

Dije:

—Yo soy corresponsal de guerra, y reportero, de modo que tengo derecho a formular preguntas impertinentes. Podría escribir un artículo acerca de usted para mi periódico, ¿sabe? ¿Qué clase de nombre es Cuckoo? Nunca lo había oído.

Para salvar las apariencias, había sacado un cuaderno de notas y un lápiz.

El cabo dijo:

—Mi nombre no es realmente Cuckoo. Es un nombre francés, Lecocu. Ya sabe lo qué significa, ¿verdad?

Algo desconcertado, dije:

—Bueno, si mal no recuerdo, un hombre cocu es un hombre cuya esposa le engaña.

—Exactamente.

—¿Tiene usted familia?

—No.

—Pero ha estado casado...

—Muchas veces.

—¿Qué piensa hacer cuando llegue a los Estados Unidos, cabo Cuckoo?

Dijo:

—Cultivar flores, y criar abejas y gallinas.

—¿Sin la ayuda de nadie?

—Me basto yo solo —respondió el cabo Cuckoo.

—Flores, abejas y gallinas... ¿Qué clase de flores? —pregunté.

—Rosas —respondió, sin vacilar—. Tal vez un poco más tarde vaya hacia el sur —añadió.

El cabo Cuckoo, pensé, debe estar loco. Se me ocurrió que su cerebro podía haberse visto afectado por la herida que dejó aquella espantosa cicatriz en su cabeza.

Dije:

—Al parecer, le han herido a usted en más de una ocasión...

—Desde luego, en más de una.

—La primera vez que le vi tuve la impresión de que había sido usted atrapado por algún engranaje.

—¿Qué quiere usted decir con eso del engranaje?

—¡Oh! No se ofenda, cabo, pero esas heridas en su cabeza, en su cara y en su cuello no tienen el aspecto de las que podría haberle inferido un arma moderna...

—¿Quién ha dicho que me las ha inferido un arma moderna? —replicó el cabo Cuckoo bruscamente. Luego se llenó los pulmones de aire y lo expelió ruidosamente—. ¡Uf! ¿Qué es lo que me ha dado usted a beber?

—Un whisky excelente. ¿Por qué?

—Es bueno, desde luego. Y yo no tendría que beberlo. Hacía muchos años que no probaba el licor. Se me sube a la cabeza. No tendría que probarlo.

—Nadie le pidió que vaciara una botella de un cuarto de litro de whisky en dos tragos —dije, resentido.

—Lo siento, mister. Cuando lleguemos a Nueva York le compraré una botella grande, si quiere —dijo el cabo Cuckoo, parpadeando como si le dolieran los ojos y pasando sus dedos a lo largo de la horrorosa cicatriz de su cabeza.

Dije:

—Algo serio esa herida, ¿verdad?

—Desde luego —respondió—. Muy serio. Perdí parte de los sesos. Y, vea esto... —Desabotonó su camisa y echó hacia arriba su camiseta con la mano izquierda, mientras abría y encendía un mechero Zippo con la derecha—. Eché una mirada.

Proferí una exclamación de asombro. Nunca había visto un cuerpo vivo tan increíblemente maltratado y mutilado. Su torso era como un paraje asolado por la ira divina: fulminado por los rayos, aplastado por los derrumbamientos, devastado por los huracanes. La mayor parte de las costillas, en el lado izquierdo, habían sido troceadas en fragmentos tan pequeños como la falange de un dedo por algún objeto terriblemente pesado. Los huesos, de un modo milagroso habían vuelto a soldarse, y un círculo de nudos muy duros bordeaban una profunda hendidura; a la vacilante claridad de la llama, me recordó uno de los volcanes muertos de la luna. Debajo mismo del esternón había un agujero negro, de casi tres pulgadas de longitud y media pulgada de anchura, y espantosamente profundo. Yo había visto cicatrices como aquella en el muslo de un hombre, pero nunca en la región del pecho.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Tienen que haberle partido a trozos y pegado de nuevo!

El cabo Cuckoo se echó a reír y sostuvo su encendedor de modo que yo pudiera ver su cuerpo, desde el estómago a las caderas. Debajo mismo del hígado había una antigua cicatriz en la cual cabían tres dedos. Cruzándola, otra cicatriz, mucho menos profunda, pero de una longitud superior a las doce pulgadas, se curvaba hacia la ingle izquierda. Otra asombrosa cicatriz surgía de debajo de la hebilla de su cinturón para terminar en un profundo agujero triangular en la región del diafragma. Y había otras cicatrices... pero el encendedor se apagó y el cabo Cuckoo abotonó su camisa.

—¿Qué le parece? —preguntó.

—¡Dios mío! —exclamé—. No soy médico, pero no hace falta serlo para darse cuenta de que cualquiera de esas heridas bastaría para matar a cualquier hombre. ¿Cómo ha conseguido sobrevivir a todas ellas, Cuckoo?

—Eso no es nada... ¿Qué diría usted, pues, si viera mi espalda?

—¿Dónde diablos le causaron todas esas heridas? —inquirí—. Parecen muy antiguas. No pueden habérselas causado en esta guerra...

El cabo Cuckoo aflojó el nudo de su corbata, desabotonó su cuello y dijo:

—No. Mire: esto es lo único que he pescado esta vez. —Señaló con indiferencia su garganta. Conté cinco agujeros de bala en un racimo, espaciados como las yemas de los dedos de una mano medio abierta, en la base del cuello—. Una ametralladora ligera —explicó.

—¡Pero eso es imposible! —dije, mientras él volvía a apretar el nudo de su corbata—. Esa ráfaga debió seccionarle por lo menos un par de arterias y destrozar sus vértebras cervicales.

—Desde luego —dijo el cabo Cuckoo.

—¿Y qué edad ha dicho usted que tenía? —pregunté.

El cabo Cuckoo respondió:

—Alrededor de cuatrocientos treinta y ocho años.

—¿Treinta y ocho?

—He dicho cuatrocientos treinta y ocho.

Este hombre está loco, pensé.

—¿Nacido en 1907? —pregunté.

—En 1507 —dijo el cabo Cuckoo, pasándose un dedo por la hendidura de su cráneo. Luego añadió, lentamente—: Ha hablado usted de escribir acerca de mí en el periódico... Yo puedo proporcionarle los datos. Pero si usted cobra por su trabajo, creo que tengo derecho a alguna gratificación.

Dije:

—¿Para las rosas, las abejas y las gallinas? Cuckoo vaciló y luego dijo:

—Bueno, sí —y volvió a frotarse la cabeza.

—¿Le molesta? —pregunté.

—No, si no bebo.

—¿Dónde le causaron esa herida? —pregunté.

—En la Batalla de Turín.

—No recuerdo ninguna Batalla de Turín, cabo Cuckoo. ¿Cuándo fue eso?

—Ya se lo he dicho, en la Batalla de Turín. Me hirieron en el Desfiladero de Susa.

—¿Cuándo fue eso? —insistí.

—En 1536 o 1537. El rey Francisco nos envió a luchar contra el Marqués de Guast. El enemigo dominaba el desfiladero, pero nosotros lo cruzamos. Aquel fue mi bautismo de fuego.

—¿Estuvo usted allí, cabo Cuckoo?

—Desde luego que estuve allí. Pero entonces no era cabo ni me llamaba Cuckoo. Me llamaban Lecocu. Mi verdadero nombre era Lecoq. Procedía de Yvetot. Trabajaba para un hombre llamado Nicolás, el cual...

Transcurrieron dos o tres minutos mientras el cabo me informaba de la opinión que tenía de Nicolás. Luego, habiéndose desahogado, continuó:

—Resumiendo, Denise me abandonó, y todos los chiquillos del pueblo empezaron a cantar: «Lecoq, lecoq, lecoq, lecoq, lecoq, lecoq» De modo que lo mandé todo al diablo y me alisté en el ejército... En aquella época tenía alrededor de treinta años. Bueno, el rey Francisco nos envió a Turín —Monsieur de Montagnan era Coronel-General de Infantería—, y mi comandante, el capitán Le Rat, recibió la orden de cruzar el desfiladero. Allí me hicieron esto.

El cabo se tocó la cabeza.

Pregunté:

—¿Cómo?

—Fue un alabardero. Ya sabe usted lo que es una alabarda, ¿no? Es una especie de hacha con un mango de diez pies de longitud. Con una alabarda, sabiendo manejarla, puede partirse a un hombre en dos pedazos. Menos mal que no me dio de lleno. Tuve la suerte de resbalar en un charco de sangre en el preciso instante en que descendía la alabarda y sólo me dio de refilón, aquí, en la cabeza. Perdí el mundo de vista, ¿sabe? pero no estaba muerto. Desperté, y allí estaba el médico del ejército, empapado en sangre hasta los codos. En nuestra sangre, naturalmente. Ya sabe cómo son los médicos militares...

—¡Oh, sí! —dije—. Lo sé, lo sé. ¿Y dice usted que eso ocurrió en 1537?

—Tal vez fue en 1536, no lo recuerdo con exactitud. Como iba diciendo, desperté, y vi al médico, y estaba hablando con otro médico al cual no pude ver; y a mi alrededor había muchos hombres gritando desesperadamente... pidiendo a sus amigos que les degollaran de una vez para acabar con sus sufrimientos... reclamando a un sacerdote... Creí que me encontraba en el infierno. Mi cabeza estaba abierta, y noté una especie de corriente de aire a través de mis sesos, y un bump-bump-bump continuo. Pero, aunque no podía moverme ni hablar, podía ver y oír lo que pasaba. El médico me miró y dijo...

Él cabo Cuckoo se interrumpió.

—¿Qué dijo? —pregunté.

—Bueno —respondió el cabo Cuckoo, en tono burlón—, ni siquiera sabe usted el significado de lo que lee en su libro —Pipeur ou hasardeur de dez, y todo eso—, a pesar de que puede verlo en letra impresa. Se lo traduciré de modo que lo entienda. El médico dijo algo así: «¡Venga a echar una mirada, sir! Los sesos de este individuo se le salían del cráneo. Si le hubiera aplicado el Theriac, a estas horas estaría enterrado y olvidado. Pero, al no tener el Theriac a mano, le apliqué mi Digestivo. Y vea lo que ha ocurrido. ¡Ha abierto los ojos! Observe, también, que los huesos se están soldando, y que se está formando una especie de piel sobre su cerebro. Mi tratamiento debe ser correcto, porque está sanando.» Entonces, el médico al cual no podía ver, dijo algo así: «No seas tonto, Ambroise. Estás desperdiciando tu tiempo y tu medicamento en un cadáver.» Bueno, el médico me miró, y tocó mis ojos con las yemas de sus dedos —así—, y yo parpadeé. Pero el otro dijo: «¿Vas a desperdiciar el tiempo y el medicamento en un muerto?»

"Después de parpadear, no pude abrir de nuevo los ojos. No podía ver. Pero podía oír, y cuando oí aquellas palabras, temí que me enterraran vivo. Y no podía moverme. Pero el primero de los médicos dijo: «Después de cinco días, la carne de este pobre soldado continúa teniendo buen aspecto, y, a pesar de que estoy agotado, no veo visiones y le juro que he visto cómo este hombre abría los ojos.» Luego llamó a alguien: «¡Jehan! ¡Tráeme el Digestivo!... Me propongo retener a este hombre hasta que vuelva a la vida o empiece a oler mal. Y voy a verter un poco más de mi Digestivo en su herida.»

"Entonces noté que algo penetraba en el interior de mi cráneo, produciéndome un dolor insoportable. Como si dejaran caer un chorro de agua helada sobre mi cerebro. Perdí el conocimiento. Cuando volví a despertar, me encontraba en otro lugar y vi al joven doctor. Comprobé que podía moverme y hablar, y pedí algo para beber. Cuando me oyó hablar, el médico abrió la boca como si se dispusiera a gritar, pero se dominó y me dio un poco de vino. Pero sus manos temblaban tanto que vertió más vino en mi barba que en mi boca. En aquella época yo también llevaba barba, como usted, aunque un poco mayor, ya que me cubría toda la cara. Oí que alguien se acercaba corriendo desde el otro extremo de la habitación Vi un muchacho que tendría quince o dieciséis años, el cual abrió la boca y empezó a decir algo, pero el médico le agarró por el cuello y dijo... bueno, podemos traducirlo así: «Por lo que más quieras, Jehan, cierra la boca.»

"El muchacho dijo: «¡Maestro! ¡Le ha resucitado usted!»

"Entonces el médico dijo: «Silencio, por lo que más quieras. Ni una palabra de esto, o nos llevarán a la hoguera.»

"Luego me quedé dormido, y cuando desperté estaba en una pequeña habitación con todas las ventanas cerradas y un gran fuego ardiendo en el hogar, de modo que el calor resultaba insoportable. El médico estaba allí, y se llamaba Ambroise Paré. Tal vez haya usted leído algo sobre Ambroise Paré.

—¿Se refiere usted a Ambroise Paré que fue cirujano militar bajo Ana de Montmorency en el ejército de Francisco I?

El cabo Cuckoo asintió.

—Eso es lo que estaba diciendo, ¿no? Francisco Primero de Montmorency era nuestro Teniente-General, cuando nos liamos con Carlos V. La cosa empezó entre Francia e Italia, y así fue cómo me abrieron la cabeza en aquel desfiladero, cerca de Turín. Ya se lo he contado, ¿no?

—Cabo Cuckoo —dije—, me ha dicho usted que tiene cuatrocientos treinta y ocho años. Nació en 1507, y se marchó de Yvetot para alistarse en el Ejército porque su esposa le engañó con un comerciante llamado Nicolás. El nombre de usted era Lecoq, y los chiquillos le llamaban Lecocu. Luchó en la Batalla de Turín, y resultó herido en el desfiladero de Susa alrededor de 1537. Le abrieron la cabeza con una alabarda, y perdió parte de sus sesos. Un cirujano llamado Ambroise Paré vertió en la herida de su cabeza lo que usted llama un Digestivo. De modo que volvió usted a la vida... ¡hace más de cuatrocientos años! ¿No es eso?

—Exactamente —asintió el cabo Cuckoo—. Estaba seguro de que usted lo creería.

Yo estaba estupefacto ante lo absurdo de todo aquello, y sólo pude murmurar:

—Bueno, mi venerable amigo, después de cuatrocientos treinta y tantos años de vida, debe usted estar tan lleno de sabiduría, conocimientos y experiencia como la Biblioteca del Museo Británico.

—¿Por qué? —preguntó el cabo Cuckoo.

—¿Por qué? —repetí—. La explicación es sencilla. Un filósofo, digamos, o un científico, no empieza realmente a aprender hasta que su vida toca a su fin. ¿Qué no daría por quinientos años más de vida? Por quinientos años de vida vendería su alma, porque si dispusiera de tanto tiempo, dado que el conocimiento es poder, podría convertirse en el dueño del mundo entero.

El cabo Cuckoo dijo:

—Eso puede ser cierto para los filósofos y esa clase de gente. Sí, podrían continuar haciendo lo que absorbía su interés y aprender a convertir el hierro en oro, o algo por el estilo. Pero, ¿qué me dice de un jugador de fútbol, por ejemplo, o un boxeador? ¿Qué harían con quinientos años de más? Continuarían dándole patadas al balón o pegando puñetazos. ¿Qué haría usted?

—Sí, creo que tiene usted razón, cabo Cuckoo —dije—. Yo continuaría aporreando una máquina de escribir y gastando todo el dinero que ganara, de modo que dentro de quinientos años no sería más sabio ni más rico que en este momento.

—No, espere —dijo Cuckoo, apuntándome con un dedo tan rígido como una varilla de hierro—. Usted continuaría escribiendo libros y cosas. Usted cobra un tanto por ciento por todo lo que publica, de modo que dentro de quinientos años tendría más dinero del que podría gastar. Pero, ¿qué me dice de mí? Para lo único que sirvo es para estar en el ejército. No sé absolutamente nada de filosofía, ni de todas esas monsergas. Y me tienen completamente sin cuidado. No soy más sabio ahora que cuando tenía treinta años. Nunca me ha gustado leer, y nunca me gustará. Lo único que ambiciono es un establecimiento como el de Jack Dempsey en Broadway.

—Me había parecido oírle decir que deseaba cultivar rosas, y criar abejas y gallinas —dije.

—Sí, es cierto.

—¿Cómo compagina usted las dos cosas? Quiero decir, ¿qué relación tiene un restaurante en Broadway con las rosas, las abejas, etcétera?

—Bueno, trataré de explicárselo, Mr. Kersh —dijo el cabo Cuckoo.

—Ya le he contado cómo el doctor Paré me curó la cabeza. Cuando pude andar un poco, me permitió que me quedara en su casa, y puedo asegurarle que me trató a cuerpo de rey, a pesar de que él mismo no vivía demasiado bien. Sí, me cuidó como a un hijo, mucho mejor de lo que me cuidó nunca mi verdadero padre. Al cabo de dos o tres semanas, yo estaba más fuerte que un toro. De modo que aquella vida de reclusión empezó a aburrirme y dije que quería marcharme. El doctor Paré trató de quitarme la idea de la cabeza. Yo le dije: «Doctor, yo soy un hombre activo, y tengo que ganarme la vida; y antes de que me abrieran la cabeza oí decir que había mucho dinero a ganar en uno u otro ejército en estos momentos.»

»Bueno, el doctor Paré me ofreció un par de monedas de oro para que me quedara otro mes en su casa. Acepté el dinero, pero me olí que en todo aquel asunto había algo raro, y decidí averiguarlo. Quiero decir que él era un cirujano del ejército, y yo un piojoso soldado de infantería. ¿Por qué tenía tanto interés en que me quedara? De modo que me hice el tonto, pero procuré mantener los ojos muy abiertos y entablé amistad con Jehan, el muchacho que ayudaba al doctor. El tal Jehan era un chiquillo delgado, de ojos muy grandes, con una pierna más corta que la otra, y me admiraba mucho cuando me veía romper una nuez entre dos dedos, o cargarme a la espalda una enorme mesa, que al menos pesaba quinientas libras. Jehan me dijo que siempre había deseado ser un tipo fuerte, como yo. Pero tenía una constitución enfermiza, y estaba vivo porque el doctor Paré le había cuidado. Bueno, empecé a trabajar a Jehan, y descubrí cuál era el juego del doctor. Ya conoce usted a los médicos, ¿eh?

Dije:

—Desde luego. Continúe.

—Parece ser que en la época en que nosotros cruzamos el desfiladero de Susa, las heridas graves eran tratadas con un compuesto de aceite de saúco y un chorro de algo que era conocido como Theriac. El Theriac se elaboraba con miel y hierbas. Bueno, parece ser que en aquellos días de la Batalla de Turín el doctor Paré había agotado el aceite de saúco y el Theriac, y decidió utilizar un compuesto de su invención al cual había dado el nombre de Digestivo.

»Mi comandante, el capitán Le Rat, que había recibido un balazo en la cadera, fue el primero en ser tratado con el Digestivo. Su cadera mejoró mucho. Yo fui el tercero o el cuarto soldado que recibió una dosis de Digestivo del doctor Paré. El doctor recorría el campo de batalla, en busca de un cadáver para sus experimentos. Ya sabe usted cómo son los médicos. Jehan me dijo que necesitaba un cerebro. Bueno, allí estaba yo, con los sesos al aire. Resumiendo, vio que yo estaba respirando, y se preguntó cómo diablos podía respirar un hombre con la cabeza abierta. Bueno, vertió un poco de Digestivo en el agujero, me vendó la cabeza y esperó. Ya le he contado lo que pasó. Volví a la vida. Más aún, los huesos de mi cráneo se soldaron. El doctor Ambroise Paré creía haber descubierto algo. Y me tenía bajo observación, por así decirlo, y tomaba notas.

«Conozco a los médicos. Bueno, de todos modos, yo continué trabajando a Jehan. Le dije: "Sé un buen chico, Jehan, y dile a tu amigo qué diablos es ese Digestivo."

»Jehan dijo: "El doctor no hace ningún secreto de ello. No es más que una mezcla de yemas de huevo y aceite de rosas. (No me importa decírselo a usted, amigo, porque ya ha aparecido en letra impresa.)

Le dije al cabo Cuckoo:

—Ignoro cómo demonios ha podido enterarse de esos hechos tan curiosos, pero da la casualidad de que sé que son ciertos. Se encuentran descritos en varias historias de la medicina. El Digestivo del doctor Paré, con el cual trató a los heridos después de la batalla de Turín, era, como usted dice, una simple mezcla de aceite de rosas y yemas de huevo. Y también es un hecho conocido que el primer herido al que aplicó el tratamiento fue el capitán Le Rat, en 1537. Paré dijo en aquella época: «Yo cuidé sus heridas, y Dios le curó...»

—Sí —dijo el cabo Cuckoo—. Desde luego. Aceite de rosas y yemas de huevo. Exacto. ¿Conoce usted las proporciones?

—No —contesté.

—Sabía que no las conocía, amigo. Bueno, yo sí. ¿Comprende? Y le diré algo más. En mi caso, como un experimento, el doctor Paré añadió otro ingrediente al aceite de rosas y las yemas de huevo. Y yo sé cuál es el ingrediente.

Dije:

—Bien, continúe.

—Me di cuenta de que el doctor Ambroise Paré pretendía utilizarme para algo, de modo que mantuve los ojos muy abiertos, y continué trabajando a Jehan, hasta que descubrí lo que el doctor anotaba en su cuaderno. En aquella época, uno podía obtener sesenta o setenta mil dólares por un trozo de hueso de lo que era conocido como «cuerno de unicornio». ¿Comprende? Quiero decir que si yo conseguía una fórmula capaz de resucitar a un hombre, capaz de soldar sus huesos y dejarlo como nuevo en un par de semanas, aunque se le salieran los sesos del cráneo, podía hacerme rico en muy poco tiempo, ya que entonces todo el mundo estaba en guerra.

Dije:

—No lo dudo.

—¿Qué derecho tenía el doctor a utilizarme como conejillo de Indias? —dijo el cabo Cuckoo—. ¿Dónde estaría él de no haber sido por mí? ¿Y dónde cree usted que hubiera estado yo al final de todo aquello? Dando tumbos por ahí, sin más recompensa que un par o tres de monedas de oro, mientras el doctor obtenía la gloria y los millones. Yo deseaba abrir un establecimiento en París: muchachas y todo eso, comprende? ¿Podía hacerlo con dos o tres monedas de oro? No, ¿verdad? De acuerdo. Una noche, cuando el doctor Paré y Jehan estaban fuera, me apoderé del cuaderno, salté por una ventana y me perdí de vista.

«Cuando me creí a salvo, entré en una taberna, bebí un poco de vino y entablé conversación con una muchacha. Pero parece ser que había alguien más interesado en aquella muchacha, y se produjo una lucha. El otro tipo me dio un navajazo en la cara. Yo también tenía una navaja. Ya sabe usted lo que son estas cosas: de repente noté que mi navaja se hundía en algo blando, y vi que la había clavado entre las costillas del hombre. Era uno de esos tipos flacos, que no pesaba más de ciento veinte libras, y tenía la cara picada de viruelas. (Ella era una chica alta y rubia.) Me di cuenta de que le había matado, de modo que escapé, dejando la navaja donde estaba: clavada entre sus costillas. Me oculté, temiendo lo peor. Pero no dieron conmigo. La mayor parte de aquella noche la pasé tumbado debajo de un puente. Me sentía muy enfermo. Aquel individuo me había herido profundamente con su navaja, y el corte se extendía desde mi pómulo derecho hasta la nuca. Me había seccionado, además, la parte superior de la oreja. El dolor que experimentaba era insoportable, pero no me atrevía moverme, porque sabía que me identificarían fácilmente por aquel navajazo y por la media oreja que había perdido. Y, si me pescaban, nadie me libraría de la horca, ¿comprende? Antes de que amaneciera me quedé dormido. Y, al despertar, la herida no me dolía, ni siquiera la oreja... y puedo asegurarle que cuando a uno le cortan media oreja no deja de notarlo. Me levanté y fui a lavarme la cara en una charca, y cuando el agua se quedó quieta pude verme el rostro, y comprobé que mis heridas, incluso la de la oreja, estaban cicatrizadas como si me las hubieran inferido hacía media docena de años. ¡Y todo en unas horas! De modo que continué mi camino. Dos días más tarde, el perro de un granjero me mordió en la pierna, arrancando un trozo de carne. Bueno, una mordedura como aquella debía tardar varias semanas en curar. Pero no la mía. Al día siguiente estaba completamente cicatrizada. La mezcla que Paré había vertido en mi cabeza había hecho que yo pudiera sanar inmediatamente de cualquier herida, en cualquier parte, como por arte de magia. Yo sabía que el cuaderno que le había quitado a Paré era algo importante. Pero no hasta ese extremo...

—¿Tiene usted todavía el cuaderno, cabo Cuckoo?

—¿Qué cree usted? Claro que lo tengo, envuelto en un trozo de tela y atado alrededor de la cintura. Cuatro páginas de pergamino, dobladas por la mitad y cosidas a lo largo del pliegue. La parte exterior estaba en blanco, como una cubierta. Pero todas las páginas interiores estaban escritas. Lo malo era que no podía leerlas. Nunca he sabido leer, ¿comprende? Bueno, tenía aún parte de las dos monedas de oro que me había entregado el doctor Paré, y me dirigí a París.

Pregunté:

—¿Dijo algo el doctor Ambroise Paré?

El cabo Cuckoo me miró con asombro.

—¿Qué diablos podía decir? —inquirió—. ¿Decir qué? ¿Decir que había resucitado a un muerto con su Digestivo? Aquello hubiera terminado con él. ¿Dónde estaba la prueba? Y puede usted apostar la vida a que Jehan hubiera mantenido la boca cerrada; no quería que el doctor supiera que se había ido de la lengua. ¿Comprende? No, nadie dijo una sola palabra. Llegué a París sin novedad.

—¿Qué hizo usted allí? —pregunté.

—Mi intención era encontrar a alguien de confianza para que me leyera aquellos papeles, ¿comprende? Si quiere saber cómo me ganaba la vida, hacía todo lo que podía: eso no importa ahora. Una noche, en un establecimiento de bebidas me encontré con un estudiante, medio borracho. Nos hicimos amigos. Le enseñé los papeles del doctor y le pregunté qué significaban. Le hicieron pensar un poco, pero al fin los descifró. El doctor había escrito cómo mezcló su Digestivo, y esto llenaba una página. Otras dos páginas estaban llenas de cifras, y en la última página hablaba de mí y de mi curación.

Dije:

—¿Con un compuesto de yemas de huevo y aceite de rosas?

El cabo Cuckoo asintió y dijo:

—Sí. Con esas dos cosas y algo más.

Dije:

—Le apuesto lo que quiera a que sé cuál es el tercer ingrediente de ese Digestivo.

—¿Qué apuesta usted? —preguntó el cabo Cuckoo.

Dije:

—Le apuesto una colmena.

—¿Qué quiere usted decir?

—Vamos, cabo, la cosa cae por su propio peso. Dijo usted que quería cultivar rosas y criar gallinas y abejas. Ha citado el aceite de rosas y las yemas de huevo como componentes de la fórmula del doctor Paré. ¿Para qué querría criar abejas un hombre como usted? Evidentemente, el tercer ingrediente es la miel.

—Sí —dijo el cabo Cuckoo—. Tiene usted razón, amigo. El doctor añadió algo de miel. —Sacó una navaja de uno de sus bolsillos, la abrió, me miró fijamente, volvió a cerrarla y se la guardó, diciendo—: Usted no conoce las proporciones. No sabe cómo mezclar la pócima. No sabe lo caliente que tiene que estar, o cuánto tiempo debe dejarla en reposo...

—De modo que posee usted el Secreto de la Vida —dije—. Tiene más de cuatrocientos años, y las heridas no pueden matarle. Sólo se requiere cierta mezcla de aceite de rosas, yemas de huevo y miel. ¿No es cierto?

—Es cierto —dijo el cabo Cuckoo.

—Bueno, ¿no ha pensado en comprar los ingredientes y mezclarlos usted mismo?

—Desde luego que sí. El doctor decía en sus notas que el Digestivo que nos había aplicado al capitán Le Rat y a mí lo había guardado en una botella y en un lugar oscuro durante dos años. De modo que llené una botella con la mezcla y la guardé a cubierto de la luz por espacio de dos años, dondequiera que fui. Luego, unos amigos y yo nos vimos envueltos en un jaleo, y uno de mis compañeros, un tipo llamado Pierre Solitude, recibió un tiro de pistola en el pecho. Le apliqué la mezcla, pero murió. Al mismo tiempo, yo había recibido un sablazo en un costado. Créalo o no, aquella herida cicatrizó en nueve horas, por sí misma.

»Me marché de Francia, y viví a salto de mata por espacio de un año hasta que me encontré en Salzburgo. Habían pasado cuatro años desde que me hirieron en el desfiladero de Susa. Bueno, en Salzburgo me enteré de que se encontraba en la ciudad el mejor médico del mundo. Recuerdo su nombre perfectamente, aunque la cosa no es de extrañar, porque, ¿quién no lo recuerda? Se llamaba Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim. Había dado mucho que hablar en Basilea unos años antes. Era más conocido como Paracelsus. En aquella época apenas trabajaba. Se pasaba la mayor parte del tiempo en una bodega llamada Las Tres Palomas, bebiendo como un condenado. Allí le conocí una noche —debió ser en 1541—, y cuando creí que nadie podría oírnos le conté la historia.

Dije:

—Paracelsus fue un gran hombre. Fue uno de los médicos más famosos del mundo.

El cabo Cuckoo se echó a reír.

—No era más que un viejo borrachín —dijo, en tono despectivo—. Aquella noche iba bastante cargado. Cuando le hablé del asunto, confidencialmente, empezó a soltar palabrotas —y le aseguro que su repertorio era bastante extenso— y terminó por arrojarme a la cabeza una jarra cuyo contenido acababa de vaciar. La sangre brotó de mi frente. Me disponía a darle su merecido, pero súbitamente pareció calmarse y me dijo: «¡Experimento, experimento! ¡Una demostración! Si vuelve usted mañana y me enseña esa herida completamente cicatrizada, charlatán, le escucharé.» Luego estalló en una carcajada inacabable, y yo pensé que no tardaría en hacerle tragar aquella risa. De modo que salí a dar un paseo, y al cabo de una hora la herida de mi frente había cicatrizado, y regresé a la bodega. Y allí estaba el Doctor von Hohenheim, o Paracelsus, como usted prefiera, caído en el suelo con una daga clavada en el pecho. Por lo visto, había discutido con otro cliente de tendencias tan agresivas como las suyas. Nunca he tenido suerte, y nunca la tendré...

—¿Y luego? —pregunté.

—Permanecí en Salzburgo cosa de un año, hasta que me expulsaron de la ciudad por vagabundo. Me dirigí a Suiza, y me alisté como mercenario —allí les llamaban condottieri— a las órdenes de un coronel suizo, para luchar en Italia. Se suponía que allí había un buen botín. Pero alguien me robó lo poco que había conseguido reunir, y tampoco percibí la paga que me habían prometido. De modo que regresé a Francia. Allí conocía a un capitán de la marina mercante que transportaba coñac a Inglaterra y que necesitaba un hombre para completar su tripulación. Un barco pirata inglés nos detuvo en el Canal. El capitán se apoderó del cargamento y ordenó el degüello de Bordelais y el lanzamiento por la borda de toda la tripulación... excepto yo. Al capitán pirata, Hawker, le gustó mi aspecto. Me uní a la tripulación, pero nunca he tenido vocación de marino. El barco había sido bautizado con el nombre de Harry, en homenaje al rey de Inglaterra, Enrique VIII, cuyas bodegas abastecíamos. Estábamos especializados en coñac francés: parábamos los barcos en medio del Canal, nos apoderábamos del cargamento y arrojábamos al capitán y a la tripulación por la borda. «Los muertos no hablan», decía siempre el viejo Hawker. Bueno, abandoné el barco en un puerto cercano a Romsey, con algo de dinero en el bolsillo. Nunca me ha gustado el mar, ¿comprende? Además, sabía que las heridas no podían matarme. Pero, ¿qué sucedería si me arrojaban por la borda? Seguro que me ahogaría, porque ni siquiera sabía nadar.

»De modo que abandoné el barco y me dirigí a Londres. Allí conocí a una viuda que tenía una trapería cerca del Puente de Londres. Se encariñó conmigo, y, ¡qué diablos!, me casé con ella, después de enterarme del volumen de sus ahorros. Vivimos juntos trece años. Al principio se mostró muy dominante, pero no tardé en educarla. Se llamaba Rose, y murió el mismo año en que fue coronada la reina Elizabeth. En 1558, si mal no recuerdo. Yo le infundía miedo —a Rose, no a la reina Elizabeth—, porque siempre andaba metido en experimentos con miel, huevos y aceite de rosas. Además, ella iba envejeciendo, y yo conservaba el mismo aspecto que tenía el día de nuestra boda, y eso no le gustaba. Llegó a pensar que yo era un brujo. Decía que yo tenía la piedra filosofal y conocía el secreto de la eterna juventud. Y no andaba muy equivocada. Quería que yo la hiciera partícipe de aquellas ventajas. Pero, como ya le he dicho, yo continuaba trabajando con las notas del doctor Paré, mezclando miel, aceite de rosas y yemas de huevo, como había hecho él, en las proporciones correctas y a la temperatura adecuada, y conservaba la mezcla embotellada en un lugar oscuro durante el tiempo necesario... pero sin conseguir ningún resultado positivo.

Le pregunté al cabo Cuckoo:

—¿Cómo sabía usted que su mezcla no obraba sus efectos?

—Bueno, la probé en Rose. No me dejó en paz hasta que lo hice. De cuando en cuando discutíamos, como todos los matrimonios, y terminada la gresca le aplicaba el Digestivo. Pero sus heridas tardaban en cicatrizar lo mismo que las de cualquier persona normal. Lo más interesante era que yo, no sólo no podía morir a consecuencia de una herida, sino que no podía envejecer, ni enfermar. ¡No podía morir! De modo que, calcúlelo usted mismo: si una pócima que curaba cualquier clase de herida valía una fortuna, ¿qué no valdría si además conservara la juventud y la salud para siempre? ¿Eh?

El cabo Cuckoo hizo una pausa.

Dije:

—Una meditación interesante... Podía usted haberle aplicado la pócima, por ejemplo, a Shakespeare. Su obra hubiera mejorado a medida que pasaba el tiempo. ¿A qué cimas habría llegado? Claro que si Shakespeare hubiera tomado un elixir de vida y juventud eternas cuando era muy joven, se habría quedado tal cual, joven y sin desarrollar. Tal vez continuaría abriendo portezuelas de carruajes delante de los teatros...

»Pero, si hubiera tomado la pócima cuando escribió, digamos, La Tempestad, su genio podía haber alcanzado alturas inaccesibles. Sin embargo después de vivir más de cien años, su aburrimiento no hubiera tenido fin, y estoy convencido de que habría anhelado morir. ¡Esa pócima suya puede ser muy peligrosa, cabo Cuckoo!

—¿Shakespeare? —dijo Cuckoo—. ¿Shakespeare? William Shakespeare. Le conocí. Conocí a un compañero suyo cuando estaba luchando en los Países Bajos, y él nos presentó cuando regresamos a Londres. William Shakespeare: un hombre de rostro abotargado, calvo... Gesticulaba mucho al hablar. Simpatizó conmigo. Sostuvimos muchas conversaciones.

—¿Qué decía? —pregunté.

El cabo Cuckoo respondió:

—¡Oh! ¿Cómo diablos puedo recordar lo que hablamos hace tiempo? Me hacía preguntas, como usted. Hablábamos, sencillamente.

—¿Y qué impresión le causó? —pregunté.

El cabo Cuckoo meditó unos instantes y luego dijo, lentamente:

—La clase de hombre que cuenta el cambio y deja cinco centavos de propina... Un día de éstos voy a leer sus libros, pero nunca he tenido mucho tiempo para leer.

—Tengo la impresión de que su único interés por el Digestivo Paré ha sido un interés financiero —dije—. ¿Me equivoco?

—Claro que no —dijo el cabo Cuckoo—. Yo he tomado la pócima. Yo no la necesito, personalmente.

—Cabo Cuckoo, ¿no se le ha ocurrido pensar que anda usted detrás de un imposible?

—¿Cómo es eso?

—Verá —dije—. Su Digestivo Paré está compuesto de yema de huevo, aceite de rosa y miel. ¿No es cierto?

—Sí. ¿Y qué? ¿Qué hay de imposible en eso?

Dije:

—Usted sabe que la dieta de una gallina altera el sabor de un huevo, ¿verdad?

—¿Y qué?

—Lo que come una gallina cambia no sólo el sabor, sino también el color de un huevo. Cualquier granjero puede confirmárselo.

—¿Y qué?

—Bueno, lo que come una gallina pasa al huevo, del mismo modo que lo que come una vaca pasa a la leche... ¿Se ha parado usted a pensar cuántas especies distintas de gallinas han existido en el mundo desde la Batalla de Turín, en 1537, y la variedad de los alimentos que han ingerido en el curso de los años? ¿Ha pensado usted que la yema de huevo es solamente uno de los tres ingredientes mezclados en el Digestivo Paré? ¿Es posible que no se le haya ocurrido que ese ingrediente implica permutaciones y combinaciones de varios millones de otros ingredientes?

El cabo Cuckoo permaneció silencioso.

Continué:

—Hablemos de las rosas. Si no hay dos huevos exactamente iguales, ¿qué me dice de las rosas? Según usted, procede de una región en la cual abundan las viñas. Por lo tanto, debe saber que el simple espesor de una pared puede separar dos clases completamente distintas de vino: que un viñedo noble puede encontrarse a menos de dos pies de distancia de unas cepas que no sirven para nada. Lo mismo puede decirse del tabaco. ¿Se ha parado usted a pensar en sus rosas? Las rosas son polinizadas por las abejas, que van de flor en flor, haciéndolas fértiles.

Su aceite de rosas, por lo tanto, engloba una infinidad de posibles ingredientes. ¿No es cierto?

El cabo Cuckoo continuó silencioso.

Continué, con una especie de malicioso entusiasmo:

—Hablemos de la miel. Sí, mi querido amigo, hablemos de la miel. Hay más clases de miel en el mundo de las que puedan haber sido clasificadas. Cada colmena produce una miel ligeramente distinta. Debe usted saber que las abejas que viven en los brezos producen una clase de miel, mientras que las que viven en un huerto de manzanos producen algo completamente distinto. Todo es miel, desde luego, pero su aroma y su calidad varían mucho.

—¿Y qué? —repitió el cabo Cuckoo, en tono lúgubre.

—Bien. Todo esto es relativamente simple, cabo, comparado con lo que sigue. No sé cuántas colmenas hay en el mundo. Supongamos que en cada colmena hay —seamos moderados— mil abejas. (Hay más, desde luego, pero estoy tratando de simplificar.) Cada una de esas abejas deja en la colmena una gota de miel ligeramente distinta. Cada una de esas abejas, en sus viajes, puede tomar miel de cincuenta flores distintas. La miel acumulada por todas las abejas en la colmena se mezcla. ¡Cualquier célula individual de cualquier colmena contiene un gran número de elementos ligeramente distintos! Y no hablemos del factor tiempo. La miel de seis meses es muy distinta de la miel sacada de la misma colmena un año después. De un día a otro, la miel cambia. Ahora, tomando todas las combinaciones posibles de huevos, rosas y miel, ¿dónde está usted? Responda a eso, cabo Cuckoo.

El cabo Cuckoo luchó con la idea unos segundos, y luego dijo:

—No lo sé. Usted cree que estoy chiflado, ¿no es cierto?

—Yo no he dicho eso —contesté.

—No, no lo ha dicho. Escuche, déjese de discursos. Le estoy haciendo un favor. Mire...

Sacó y abrió su navaja, y examinó su mano izquierda, buscando una zona de piel sin cicatrices.

—¡No! —grité, y agarré la mano que empuñaba la navaja.

El efecto fue el mismo que si hubiese tratado de echar hacia atrás el vástago de émbolo de una gran locomotora. Mi capacidad de arrastre no era nada para el cabo Cuckoo.

—Mire —repitió, tranquilamente, y cortó a través de la carne entre el pulgar y el índice de su mano izquierda, hasta que la hoja del acero topó con el hueso, y el pulgar se dobló hacia atrás hasta tocar el antebrazo—. ¿Ve esto?

Lo vi a través de una bruma. Súbitamente, el buque había empezado a dar vueltas.

—¿Estará usted loco? —dije, cuando recobré el uso de la palabra.

—No —dijo el cabo Cuckoo—. Voy a demostrarle que no lo estoy.

Acercó su mutilada mano a mi rostro.

—Aparte eso —dije.

—Desde luego —dijo el cabo Cuckoo—. Mire esto. —Devolvió a su sitio el pulgar casi cercenado, y lo sostuvo allí con su mano derecha—. No pasa nada —añadió—, no tiene por qué poner esa cara de difunto. Voy a hacerle una demostración, ¿comprende? No se vaya... siéntese. No estoy bromeando. Puedo proporcionarle a usted una gran historia, una historia real. Puedo enseñarle el cuaderno de notas del doctor Paré y todo lo demás. ¿Vio usted lo que le enseñé al levantarme la camisa? ¿Vio lo que tengo aquí, en el costado izquierdo?

Dije:

—Sí.

—Bueno, aquí es donde me dio una bala de cañón de nueve libras cuando me encontraba en el Mary Ambrée, luchando contra la Escuadra Española. Aplastó mi pecho y mis costillas quedaron destrozadas... y al cabo de quince días estaba como nuevo. Y todas mis heridas sanaron del mismo modo, mientras a mi alrededor los hombres morían como moscas. ¡Puedo demostrárselo, se lo aseguro! Es una historia que vale dinero, ¿no? Mi propuesta es esta: yo se la cuento, usted la escribe y nos partimos las ganancias. ¿Qué le parece? Así podré comprar una granja...

Sólo se me ocurrió preguntar:

—¿Por qué no ha ahorrado una parte de su paga durante todos estos años?

El cabo Cuckoo replicó, en tono burlón:

—¡Por qué no he ahorrado una parte de mi paga! ¡Porque soy el que soy, idiota! Hubo una época en que, si hubiera dejado de jugar a los naipes, podría haber comprado la isla de Manhattan por menos de lo que perdí jugando con un holandés llamado Brucker... ¡Ahorrar parte de mi paga! Cuando no era una cosa era otra. Dejé de beber. De acuerdo. Pero me aficioné a las mujeres Dejé las mujeres. Y me aficioné a las cartas o a los dados Siempre me proponía ahorrar parte de mi paga, pero nunca lo llevé a cabo. La pócima del doctor Paré me dejó clavado tal como era, y soy, y siempre seré. ¿Comprende? Un ignorante soldado de infantería. Me costó casi cien años aprender a escribir mi nombre, y cuatrocientos años ascender a cabo. ¿Qué le parece? Repito: la mitad de las ganancias que produzca la historia. Y si cree que bromeo échele una mirada a esto. ¿Vio lo que hice?

—Lo vi, cabo.

—Mire —dijo, poniendo su mano izquierda delante de mi nariz.

Estaba cubierta de sangre. El puño de su camisa aparecía húmedo y rojo. Fascinado, vi una gota colgando de la tela, cerca del ojal, antes de caer sobre mi rodilla Conservo aún la huella de la mancha en la tela de mi pantalón.

—¿Ve? —dijo el cabo Cuckoo, y lamió el espacio entre sus dedos donde había cortado su navaja. Apareció una zona clara—. ¿Dónde me he cortado? —preguntó.

Sacudí la cabeza: allí no había ninguna herida: sólo una cicatriz blanca. El cabo Cuckoo limpió la navaja en la palma de su mano —dejó una mancha roja— y la cerró. Luego secó su mano en la pernera de su pantalón y dijo:

—¿Estoy bromeando?

—Bueno —murmuré, completamente aturdido—. Bueno...

—Bueno —gruñó a su vez el cabo Cuckoo—. ¿Cree usted que es un truco? Vamos a ver... ¿tiene usted un cuchillo?

—Sí. ¿Por qué?

—¿Un cuchillo grande?

—De tamaño mediano.

—De acuerdo. Húndalo en mi garganta y vea lo que pasa. Apuñáleme donde quiera. Le apuesto mil dólares a que estaré perfectamente dentro de dos o tres horas. Vamos. De hombre a hombre, es una apuesta. O pida prestada un hacha, si lo prefiere; hiérame en la cabeza con ella.

—Que me aspen si lo hago —dije, estremeciéndome.

—¿Se da cuenta? —dijo el cabo Cuckoo, desesperado—. Me persigue la negra. Cada vez ocurre lo mismo. Docenas de individuos se hacen ricos vendiendo jabones y dentífricos, y yo, con algo en el bolsillo que garantiza la juventud y la salud eternas... ¡Maldita sea! No debí aceptar ese condenado whisky. Pero lleva usted una barba como la que yo llevaba antes de que me destrozaran la barbilla en Zutphen, cuando luchaba a las órdenes de Sir Philip Sidney... De no ser por eso no hubiera hablado con usted. ¡Oh! De buena gana le mataría... ¡Váyase al diablo!

El cabo Cuckoo se puso en pie y se alejó tan rápidamente, que antes de que consiguiera incorporarme había desaparecido.

—¡Cuckoo! ¡Cuckoo! —grité—. ¡Oh! ¡Cuckoo! ¡Cuckoo!

Pero no volví a ver al cabo Cuckoo, y me pregunto dónde puede estar. Es posible que me diera un nombre falso. Pero lo que oí lo oí, y lo que vi lo vi, y tengo quinientos dólares aquí, en un sobre, para el hombre que me ponga en contacto con él.

Miel, aceite de rosas y yemas de huevo. Tres ingredientes que implican, como ya dije, permutaciones y combinaciones infinitas. Lo mismo que cualquier mezcla equivalente.

Sin embargo, creo que vale la pena investigar. ¿Por qué no?

Fleming obtuvo la penicilina del moho. Sólo Dios conoce los gloriosos misterios del polvo, del cual proceden los arbustos y las abejas, y la vida en todas sus formas, desde el moho hasta el hombre.

Perdí de vista al cabo Cuckoo antes de que atracáramos en Nueva York, el 11 de julio de 1945. En alguna parte de los Estados Unidos, creo, hay un hombre que tiene una fuerza terrible en los brazos y que está cubierto de espantosas cicatrices. Ese hombre posee el secreto —un secreto muy peligroso— de la juventud y la vida eternas. Aparenta unos treinta y tantos años de edad y sus ojos, desvaídos, oscilan entre el verde y el gris.