CORDURA
—Pasa, Phy, y ponte cómodo.
La voz meliflua —y la puerta que se abrió súbitamente— sorprendió al secretario general del Mundo jugueteando con una burbuja de gasoide verdoso, a la cual aplastaba en su mano para contemplar a continuación cómo se filtraba entre sus dedos en forma de espatulados zarcillos que no se disolvían. Lentamente, oblicuamente, volvió la cabeza. El Director Mundial Carrsbury captó una expresión que era al mismo tiempo estúpida, astuta, vacua. Bruscamente, la expresión fue reemplazada por una nerviosa sonrisa. El hombre, muy flaco, se irguió cuanto le permitían sus hombros habitualmente caídos, entró apresuradamente y se sentó en el borde de un sillón neumático.
Contempló con apuro la burbuja de gasoide que conservaba en la mano, y miró a su alrededor buscando un lugar a propósito para dejarla. Al no encontrar ninguno, la introdujo en su bolsillo. Luego reprimió el maquinal movimiento de sus dedos entrelazando fuertemente las dos manos.
—¿Cómo te encuentras, viejo? —preguntó Carrsbury en un tono que revelaba una benevolente amistad.
El secretario general no levantó la mirada.
—¿Te preocupa algo, Phy? —inquirió solícitamente Carrsbury—. ¿Te sientes disgustado, o insatisfecho, por tu... ejem... traslado, ahora que ha llegado el momento?
El secretario general no respondió. Carrsbury se inclinó hacia adelante a través del plateado escritorio semicircular, y apremió a su interlocutor.
—Vamos, viejo amigo, háblame de ello.
El secretario general no levantó la cabeza, pero hizo rodar sus extraños y distantes ojos hasta que quedaron fijos en Carrsbury. Se estremeció ligeramente, su cuerpo pareció contraerse y sus exangües manos se entrelazaron con más fuerza.
—Lo sé —dijo, en voz muy baja y monocorde—. Crees que estoy loco.
Carrsbury se echó hacia atrás, obligando a sus cejas a fruncirse debajo del mechón de cabello plateado.
—¡Oh! No es necesario que finjas sorprenderte —continuó Phy, en tono algo más firme, ahora que había roto el hielo—. Sabes tan bien como yo lo que significa la palabra. Mejor que yo, incluso, aunque ambos hemos tenido que efectuar investigaciones históricas para descubrirlo.
—Locura —repitió soñadoramente—. Desviamiento significativo de lo que constituye la norma. Incapacidad de adaptarse a los convencionalismos básicos a los cuales se subordina toda la conducta humana.
—¡Tonterías! —dijo Carrsbury, exhibiendo su sonrisa más cálida—. No tengo la menor idea de lo que estás diciendo. Estás un poco cansado, un poco aturdido... cosa muy comprensible teniendo en cuenta la carga que has soportado. Un breve descanso te pondrá como nuevo, unas vacaciones apartado de todo esto. Pero de eso a que estés... ¡Absurdo!
—No, dijo Phy, mirando fijamente a Carrsbury—. Tú crees que estoy loco. Crees que todos mis colegas del Servicio de Dirección Mundial están locos. Por eso nos has reemplazado por los hombres que has estado adiestrando durante diez años en tu Instituto de Caudillaje Político. Lo has creído desde el momento en que, con mi ayuda y mi complicidad, te convertiste en Director Mundial.
Carrsbury acusó el impacto. Por primera vez, su sonrisa se hizo un poco insegura. Empezó a decir algo, pero cambió de idea y miró a Phy, como si esperara que añadiese algo.
Sin embargo, Phy estaba mirando de nuevo fijamente el suelo.
Carrsbury se retrepó en su asiento, pensando. Cuando volvió a hablar, lo hizo en un tono más natural, menos melifluo y paternal.
—De acuerdo, Phy. Pero, sinceramente, dime una cosa: ¿no os sentiréis todos mucho más felices cuando os hayan relevado de vuestras responsabilidades?
Phy asintió con aire sombrío.
—Sí —dijo—. Indudablemente. Pero...
—Pero, ¿qué? —apremió Carrsbury.
Phy tragó saliva. Parecía incapaz de continuar. Se había deslizado paulatinamente hacia un lado del sillón, y la presión había hecho que el verde gasoide asomara por su bolsillo. Los largos dedos de Phy lo apretaron maquinalmente.
Carrsbury se puso en pie y dio la vuelta al escritorio. Sus cejas continuaban fruncidas, pero ahora no fingía.
—No veo motivo para que no hablemos de ello ahora, Phy —dijo—. Hasta cierto punto, te debo todo lo que soy. Y no hay razón para mantenerlo en secreto... no existe ningún peligro...
—Sí —asintió Phy, con una amarga sonrisa—, desde hace unos años no has corrido el peligro de que se produjera un golpe de estado. Y en el caso de que nos hubiéramos sublevado, disponías... —su mirada se posó en un punto de la pared opuesta donde una fina rendija vertical señalaba la presencia de una puerta— de tu policía secreta.
Carrsbury se sobresaltó. No se le había ocurrido que Phy pudiera estar enterado. Molesto, pensó: La astucia de los locos. Pero sólo por un instante. El sentimiento de amistad prevaleció de nuevo. Se situó detrás del sillón que ocupaba Phy y apoyó sus manos en los caídos hombros.
—Sabes que siempre he experimentado un afecto especial hacia ti, Phy. —dijo—, y no solamente por el hecho de que tus genialidades me facilitaran el camino para convertirme en Director Mundial. Siempre he sabido que eras distinto de los otros, que había momentos en que...
Vaciló.
Phy se encogió un poco bajo las amistosas manos.
—¿Te refieres a mis momentos de lucidez? —inquirió sin rodeos.
—Como ahora —dijo Carrsbury en voz baja, tras asentir con la cabeza, un gesto que el otro no pudo ver—. Siempre he sabido que a tu manera, poco realista, me comprendías. Y eso ha significado mucho para mí. He estado solo, Phy, espantosamente solo, durante diez años. No he tenido un solo compañero. Ni siquiera entre los hombres que he estado adiestrando en el Instituto de Caudillaje Político, ya que también delante de ellos tenía que representar un papel, mantenerles en la ignorancia de ciertos hechos, por temor a que se anticiparan a tomar el poder antes de estar suficientemente preparados. Siempre solo, sin más compañía que la de mis esperanzas... y los ocasionales momentos que he pasado contigo. Ahora que todo está superado y que un nuevo régimen empieza para los dos, puedo decirte eso. Y me alegro.
Se produjo un silencio. Luego... Phy no volvió la cabeza, pero una mano exangüe ascendió hasta tocar la de Carrsbury. Carrsbury carraspeó. Resultaba extraño, pensó, que pudiera existir una momentánea relación como ésta entre el cuerdo y el loco. Pero así era.
El Director Mundial regresó a su escritorio con cierta precipitación.
—Soy una regresión, Phy —empezó, hablando con más vivacidad que antes—. Una regresión a una época en la que la mentalidad humana era mucho más sana. Si mi caso se debió a las leyes de la herencia, o a determinados accidentes ambientales, o a las dos cosas, es algo que carece de importancia. Lo cierto es que había nacido una persona que estaba en condiciones de analizar el estado actual del género humano a la luz del pasado, de diagnosticar su enfermedad y de iniciar su curación. Durante largo tiempo me negué a enfrentarme con los hechos, pero finalmente mis investigaciones —especialmente las relacionadas con la literatura del siglo XX— no me dejaron otra alternativa. La mentalidad del género humano se había convertido en... anormal. Gracias a algunos avances tecnológicos, que habían hecho mucho más fácil y sencilla la tarea de vivir, y al hecho de que las guerras terminaron con la creación del actual estado mundial, se demoró el inevitable derrumbamiento de la civilización. Pero no hizo más que eso: demorarse. Las grandes masas humanas se han convertido en masas de lo que en otra época recibió el nombre de neuróticos incurables. Sus caudillos se han vuelto... tú te has adelantado a decirlo, Phy... locos. Incidentalmente, este último fenómeno —la tendencia de los enfermos mentales al caudillaje— ha sido observado en todas las épocas.
Carrsbury hizo una pausa. Tal vez se equivocaba, pero le pareció que Phy estaba siguiendo sus palabras con síntomas de una claridad mental mucho mayor que la había observado en él hasta entonces. Quizás —a menudo había soñado esperanzadamente en aquella posibilidad— existía aún la oportunidad de salvar a Phy. Quizás, si le explicaba las cosas claramente...
—En mis estudios históricos —continuó—, no tardé en llegar a la conclusión de que el período crucial fue el de la Amnistía Final, coincidente con la fundación del actual estado mundial. Se nos ha enseñado que con tal motivo fueron liberados millones de presos políticos... y millones de los otros. ¿Quiénes eran aquellos otros? A esta pregunta, nuestras historias actuales sólo dan respuestas vagas y vulgares. Las dificultades semánticas con que he tropezado han sido enormes. Pero he insistido obstinadamente. ¿Por qué, me he preguntado a mí mismo, habían desaparecido de nuestro vocabulario palabras tales como locura, demencia, psicosis, al tiempo que desaparecían de nuestra mente los conceptos que correspondían a ellas? ¿Por qué ha desaparecido del plan de estudios de nuestras Universidades la asignatura «Psicología anormal»? Y, lo que es mucho más significativo, ¿por qué nuestra moderna psicología resulta asombrosamente similar a lo que en el siglo XX se definía como psicología anormal? ¿Por que no existen ya, como en el siglo XX, instituciones para la reclusión y el tratamiento de los enfermos mentales?
Phy irguió la cabeza. Sonrió ladinamente.
—Porque ahora todo el mundo está loco —susurró.
La astucia de los locos. La frase acudió de nuevo a la mente de Carrsbury, como una advertencia. Pero sólo por un instante. Asintió con un gesto.
—Al principio me negué a aceptar esa conclusión. Pero poco a poco razoné el porqué y el cómo de lo que había sucedido. Una civilización altamente tecnológica había sometido al género humano a una gama más amplia de estímulos, convirtiéndolo en sujeto de tensiones mentales, de impulsos emotivos y de sugestiones conflictivas. Pero en los textos de psiquiatría del siglo XX descubrí, además, unas observaciones sobre un tipo de psicosis provocada por el éxito. Un individuo desequilibrado conserva una apariencia de normalidad mientras lucha por algo, mientras avanza hacia un objetivo. Pero alcanza el objetivo, y se desmorona. Sus reprimidas confusiones asoman a la superficie, se da cuenta de que no sabe lo que quiere, en realidad, sus energías, hasta entonces comprometidas en una lucha externa se vuelven contra él, y le destruyen. Bien, cuando la guerra quedó finalmente eliminada, cuando el mundo entero se convirtió en un estado unificado, cuando la desigualdad social quedó abolida... ¿Te das cuenta de la dirección de mi pensamiento?
Phy asintió lentamente.
—Esa es una deducción muy interesante —dijo, con una voz extraña, remota.
—Habiendo aceptado a regañadientes mi premisa principal —continuó Carrsbury—, todo se aclaró. Las cíclicas fluctuaciones semestrales del crédito mundial: me di cuenta en seguida de que Morgenstern, de Finanzas, era un maníaco-depresivo con una frase semestral, o una personalidad dualista, con una faceta de derrochador y otra de avaro. Resultó ser lo primero. ¿Por qué permanecía estancado el Departamento de Cultura? Porque el Director Howard era un catatónico. ¿Por qué se excedía en sus actividades el Departamento de Investigaciones Extraterrestres? Porque McElvy era un eufórico.
Phy le miró con una expresión de extrañeza.
—Es natural —dijo, extendiendo sus delgadas manos, de una de las cuales cayó el gasoide como un bucle de humo verde.
Carrsbury replicó.
—Sí, ya sé que tú y algunos de los otros os dais cuenta de las diferencias entre vuestras... personalidades, aunque no apreciéis la anormalidad fundamental implícita en todas ellas. Pero, sigamos. Cuando supe cuál era la situación, decidí lo que tenía que hacer. En mi calidad de hombre cuerdo, capaz de fijarme unos objetivos realistas, y rodeado de individuos cuyas inconsistencias y fantasías podía aprovechar en beneficio mío, estaba en condiciones de alcanzar, con tiempo y tacto, todo lo que me propusiera. Entonces formaba parte ya del Servicio Directivo. En tres años me convertí en Director Mundial. Entonces, mi esfera de influencia se amplió enormemente. Al igual que el hombre del epigrama de Arquímedes, tenía un punto de apoyo desde el cual podía mover el mundo. Conseguí, con diversos pretextos y bajo diferentes disfraces, promulgar unas disposiciones cuyo verdadero objetivo era el de apaciguar a las grandes masas neuróticas, eliminando muchos de los estímulos perturbadores e introduciendo un programa de vida más ordenado. Conseguí, halagando a mis compañeros del Directorio Mundial y poniendo a contribución toda mi capacidad de trabajo, mantener los asuntos mundiales dentro de unos límites razonables de seguridad, evitando, al menos, lo peor. Al mismo tiempo conseguí sacar adelante mi Plan Decenal: el adiestramiento, en un relativo aislamiento, primero en pequeño número, y luego, a medida que los instruidos podían convertirse en instructores, en número mayor, de un grupo de futuros dirigentes cuidadosamente escogidos teniendo en cuenta su relativa carencia de tendencias neuróticas.
—Pero, eso... —empezó a decir Phy, en tono excitado, poniéndose en pie.
—Eso, ¿qué? —inquirió Carrsbury rápidamente.
—Nada —murmuró Phy, dejándose caer de nuevo sobre el sillón.
—Creo que te lo he explicado todo —concluyó Carrsbury—. Excepto una cosa, quizás. Lo de mi proyección. No podía arriesgarme a prescindir de ella. Lo que a mí dependía era muy importante. Y existía el peligro de que me arrollara un estallido de violencia, desorganizado pero de todos modos efectivo, provocado por mis compañeros del Directorio Mundial. Por ello decidí dar un paso peligroso: creé mi policía secreta. Existe un tipo de locura conocida como paranoia, que se caracteriza por una exagerada suspicacia, la cual conduce a la manía persecutoria. Por medio de la técnica Rand de hipnotismo, muy utilizada a finales del siglo XX, inculqué a cierto número de esos desdichados individuos la idea fija de que sus vidas dependían de mí, de que yo estaba amenazado por todas partes y que debían protegerme a toda costa. Una desagradable medida, aunque haya resultado eficaz. Me sentiré satisfecho, muy satisfecho, cuando deje de ser necesaria. ¿Comprendes por qué me vi obligado a tomarla?
Miró a Phy con aire interrogador... y se dio cuenta con asombro de que su interlocutor le sonreía con una expresión idiota mientras sostenía el gasoide entre dos dedos.
—Hice un agujero en mi colchón y salió un montón de este material —explicó Phy, en el mismo tono que emplea un chiquillo para hablar de sus juegos—. Un material muy raro. Líquido rarificado. Gas de volumen fijo. —Esculpió con sus dedos una espantosa cabeza, verde transparente. Luego la aplastó en la palma de su mano—. Tengo el suelo de mi oficina lleno, enmarañado con los muebles.
Carrsbury se echó hacia atrás en su asiento y cerró los ojos. Se sintió súbitamente un poco cansado, un poco más ávido de ver llegar el día de su triunfo. Sabía que no debía desanimarse por su fracaso con Phy. Después de todo, había ganado la batalla principal. Siempre había sabido que, exceptuando algunos breves períodos de lucidez, Phy era tan incurable como el resto. Sin embargo...
—No tienes que preocuparte por el suelo de tu oficina, Phy —dijo, amablemente—. Tu sucesor se encargará de limpiarlo. A todos los efectos, ya has sido reemplazado.
—¡Eso es! —Carrsbury se sobresaltó ante el estallido de Phy. El Secretario Mundial se puso en pie de un salto y avanzó hacia él, extendiendo una excitada mano—. ¡Por eso he venido a verte! ¡Eso es lo que he estado tratando de decirte! ¡No puedo ser reemplazado así! ¡Ni tampoco los otros! ¡No puedes hacer eso!
Con una rapidez nacida de una larga práctica, Carrsbury se deslizó detrás de su escritorio. Obligó a sus facciones a reflejar una expresión de tranquila y sonriente benevolencia.
—Vamos, vamos, Phy —dijo, en tono contemporizador—. Si no puedo hacerlo, no puedo hacerlo, desde luego. Pero, ¿no crees que deberías decirme el motivo? ¿No crees que sería preferible que nos sentáramos, y habláramos del asunto, y me dijeras el motivo?
Phy se detuvo y dejó colgar su cabeza, desconcertado.
—Sí, supongo que sí —dijo lentamente, hablando de nuevo en voz baja y monocorde—. Supongo que tendré que hacerlo. Supongo que no hay otra solución. Sin embargo, había alimentado la esperanza de no tener que contártelo todo.
Carrsbury continuó sonriendo. Phy retrocedió hasta el sillón y se sentó.
—Bien —empezó finalmente, sin dejar de juguetear con el gasoide—. Todo comenzó cuando quisiste ser Director Mundial. No eras el tipo habitual, pero pensamos que podría resultar divertido. Sí, y al mismo tiempo útil. —Miró a Carrsbury—. En realidad, has beneficiado al Mundo en muchos sentidos, no lo olvides nunca —le aseguró—. Desde luego —añadió, concentrándose de nuevo en el torturado gasoide—, no lo has beneficiado exactamente en el sentido que tú creías.
—¿No? —inquirió Carrsbury maquinalmente.
Síguele la corriente. Síguele la corriente. La frase resonó una y otra vez en su cerebro.
Phy sacudió tristemente la cabeza.
—Tomemos, por ejemplo, esas disposiciones que promulgaste para apaciguar a la gente...
—¿Sí?
—Por ejemplo, tu prohibición de toda literatura excitante en las cintas de lectura... ¡Oh! Al principio tratamos de transigir con los temas sedantes que tú habías sugerido. La gente se lo tomó a risa, incluso. Pero, pasada la novedad, tu disposición se convirtió de hecho en una prohibición de toda literatura no excitante.
La sonrisa de Carrsbury se hizo más ancha.
—Todos los días paso por delante de varios puestos de venta de cintas de lectura —dijo, amablemente—. Los envases son completamente asépticos, desde el punto de vista de la moral. Han desaparecido las fotografías y los grabados obscenos que solían verse en todas partes.
—¿Has comprado alguna cinta? ¿La has escuchado? ¿0 proyectado el texto visual? —inquirió Phy.
—Durante diez años he sido un hombre muy atareado —respondió Carrsbury—. Desde luego, he leído los informes oficiales acerca de tales materias, y a veces he echado una ojeada a muestras resumidas de cintas de lectura.
—¡Oh, claro, los informes oficiales! —dijo Phy, alzando la mirada hacia la pared cubierta de archivos, más allá del escritorio—. Verás, lo que hicimos fue conservar los castos envases, y volver al antiguo contenido. ¿Comprendes? Como ya te he dicho antes, muchas de tus disposiciones han resultado beneficiosas.
Los informes oficiales. Aquellas tres palabras continuaban resonando desagradablemente en los oídos de Carrsbury. La rápida mirada que dirigió por encima de su hombro a la pared cubierta de archivos estaba cargada de suspicacia.
—¡Oh, sí! —continuó Phy—. Lo mismo que aquella prohibición de ceder a los impulsos anormales o indecorosos, con una larga relación de categorías específicas. La disposición entró en vigor, en efecto, pero con una breve coletilla: A menos que se considere indispensable ceder a ellos. Así quedaba garantizada la libertad del individuo —los dedos de Phy trabajaban furiosamente con el gasoide—. En lo que respecta a la prohibición de diversas bebidas estimulantes... bueno, en esta localidad continúan sirviéndose bajo otros nombres, aunque se ha desarrollado una interesante costumbre: la de comportarse sobriamente mientras se ingieren. Y si hablamos de la jornada de ocho horas de trabajo...
Casi involuntariamente, Carrsbury se puso en pie y se acercó a una de las paredes. Con un gesto de su mano a través de un rayo invisible en forma de U, conectó la ventana. La pared desapareció. A través de su transparencia casi perfecta, el Director Mundial miró hacia abajo con curiosidad.
Las calles y parques parecían tranquilos y en orden. Pero luego se produjo una especie de confusión: una pandilla de personas, que desde aquella altura no eran más que diminutas cabezas con brazos y piernas, salió de un taller y empezó a bombardear a otro grupo con pieles de frutas. Al mismo tiempo, en otra calle contigua, dos pequeños vehículos ovoides, de color plateado, se embestían el uno al otro, retozando.
Carrsbury desconectó apresuradamente la ventana y dio media vuelta. Una simple casualidad, se dijo a sí mismo furiosamente. Desprovista de todo significado estadístico. Por espacio de diez años el género humano había tendido a la cordura, a pesar de las ocasionales recaídas. Lo había visto con sus propios ojos... Se había portado como un tonto al permitir que las divagaciones de Phy le afectaran.
Consultó su reloj.
—Tendrás que disculparme —dijo bruscamente, encaminándose hacia la salida—. Me gustaría continuar esta conversación, pero he de asistir a la primera reunión del nuevo Consejo Directivo Central.
Phy se puso rápidamente en pie.
—¡Oh! ¡No puedes hacer eso! ¡No puedes hacer eso! Es imposible!
Y agarró a Carrsbury por un brazo. El Director Mundial, impaciente, trató de desasirse. La rendija de la pared lateral se ensanchó, convirtiéndose en una puerta. Inmediatamente, los dos hombres dejaron de luchar.
En el umbral de la puerta apareció un cadavérico gigante, con un arma de color negro en la mano. Una barba negra sombreaba sus mejillas. En su rostro se reflejaba una cruel mezcla de suspicacia y de fanática devoción, la primera dirigida a lo largo del arma hacia Phy, y la segunda —con los ojos sonámbulos— hacia Carrsbury.
—¿Le estaba amenazando? —preguntó el hombre barbudo con voz ronca, moviendo significativamente el arma.
Por unos instantes, un brillo furioso y vengativo se reflejó en los ojos de Carrsbury. Luego se apagó. Se reprendió a sí mismo por aquel momentáneo impulso. El Secretario Mundial era un pobre lunático, y no debía odiarle, sino compadecerle.
—No pasa nada, Hartman —dijo tranquilamente—. Estábamos discutiendo un asunto, nos hemos excitado y hemos levantado un poco la voz. No pasa nada.
—Muy bien —dijo el hombre barbudo en tono dubitativo, después de una pausa. De mala gana, devolvió el arma a su funda, pero mantuvo su mano sobre ella y permaneció de pie en el umbral.
—Y ahora —dijo Carrsbury, desasiéndose—, tengo que marcharme.
Había recorrido todo el pasillo y estaba junto al ascensor cuando se dio cuenta de que Phy le había seguido y tiraba tímidamente de su manga.
—No puedes marcharte así —suplicó Phy, dirigiendo una aprensiva mirada hacia atrás por encima de su hombro. Carrsbury observó que Hartman también les había seguido—. Tienes que darme una oportunidad para que te explique el motivo, tal como me has pedido.
Síguele la corriente. El cerebro de Carrsbury estaba mortalmente cansado del susurro, pero decidió contemporizar.
—Puedes hablarme en el ascensor —concedió, al tiempo que su mano gesticulaba a través de un rayo en forma de U y un movimiento serpentino de luz en la pared señalaba la obediente subida del ascensor.
—Verás, no se trata únicamente de las disposiciones prohibitorias —dijo Phy apresuradamente—. Hay otras muchas cosas que nunca han funcionado como señalaban tus informes oficiales. Los presupuestos departamentales, por ejemplo. Los informes indicaban que las asignaciones para las Investigaciones Extraterrestres no experimentaban ningún aumento. En realidad, durante los últimos diez años, se han decuplicado. Desde luego, tú no podías saberlo. No podías estar en todo el mundo al mismo tiempo y presenciar todos los lanzamientos de cohetes supraestratosféricos.
El movimiento de la luz se interrumpió. Carrsbury entró en el ascensor. Pensó en la conveniencia de despedir a Hartman. El pobre Phy no representaba ninguna amenaza. Sin embargo... la astucia de los locos. Cambió de idea y accionó el rayo de control que enviaría al ascensor al centésimo y último piso. La puerta se cerró suavemente. Las cifras empezaron a parpadear. Veintiuno, veintidós, veintitrés.
—Y no hablemos del Servicio Militar. Tú lo redujiste drásticamente.
—Desde luego —asintió Carrsbury—. Hay un sólo país en el mundo. Evidentemente, la única necesidad militar es la de una adecuada fuerza policíaca. Además, sería muy arriesgado poner armas en manos de la actual población mundial.
—Lo sé —dijo Phy—. Sin embargo, lo que ha ocurrido es que, sin que tú lo supieras, el Servicio Militar se ha ido incrementando, y recientemente se han formado cuatro escuadrillas de cohetes.
Cincuenta y siete, cincuenta y ocho. Síguele la corriente.
—¿Por qué?
—Bueno, hemos descubierto que la Tierra está siendo explorada. Tal vez desde Andrómeda. Tal vez con intenciones hostiles. Tenemos que estar preparados. No te lo hemos dicho... bueno, porque temíamos que la noticia pudiera excitarte.
Carrsbury cerró los ojos. ¿Cuánto iba a durar aquello? Se dio cuenta, con un sentimiento de asombro, de que durante la última media hora, las personas como Phy, soportadas por espacio de diez años, se habían convertido para él en seres indeciblemente fastidiosos.
—¿Sabes cuántos pisos hay en este edificio?
Carrsbury no captó inmediatamente el nuevo tono de la voz de Phy, pero reaccionó inmediatamente.
—Cien —respondió.
—Entonces, ¿en qué piso estamos ahora?
Carrsbury abrió los ojos. Parpadeó una cifra: ciento veintisiete, ciento veintiocho, ciento veintinueve.
Algo muy frío se instaló en el estómago de Carrsbury, ascendió hasta su cerebro. Pensó en dimensiones ocultas, en agujeros insospechados en el espacio. Unos postulados de física elemental danzaron a través de sus pensamientos. Si era posible que un ascensor se mantuviera en movimiento hacia arriba con aceleración uniforme, sus ocupantes no podían determinar si los efectos que experimentaban eran debidos a la aceleración o a la gravedad: si el ascensor permanecía inmóvil sobre algún planeta, o se disparaba con creciente velocidad a través del libre espacio.
Ciento cuarenta y uno, ciento cuarenta y dos.
—O como si uno ascendiera a través de la conciencia hacia un reino insospechado de mentalidad situado encima —sugirió Phy con su nueva voz, sonriendo suavemente.
Ciento cuarenta y seis, ciento cuarenta y siete. El ascensor aminoraba ahora la velocidad. Ciento cuarenta y nueve, ciento cincuenta. Se había parado.
Esto era algún truco. La idea fue como un chorro de agua fría en el rostro de Carrsbury. Algún truco infantil de Phy. Cambiar las cifras de los pisos no resultaba difícil.
—Prepárate para una sorpresa —le advirtió Phy.
Casi simultáneamente, la brillante claridad del sol le deslumbró, mientras su estómago experimentaba un doloroso espasmo de vértigo.
Phy, Hartman y Carrsbury estaban de pie en el aire, cincuenta pisos por encima del Centro Directivo Mundial. Por un instante, Carrsbury se agarró frenéticamente a... nada. Luego se dio cuenta de que no estaban cayendo, y sus ojos... empezaron a localizar un asomo de paredes, techo y suelo e, inmediatamente debajo de ello una especie de pozo.
—Maravilloso, ¿no? —inquirió Phy—. Se trata de una de esas fascinadoras ideas modernas contra las cuales has legislado tan obstinadamente: como nuestras escaleras incompletas y nuestros caminos que no conducen a ninguna parte. El Comité de Construcciones decidió ampliar el radio de acción del ascensor y convertirlo en una especie de atalaya. El pozo tuvo que ser transparente para no estropear la forma del edificio original y para mejorar la visión. Los resultados fueron tan satisfactorios, que tuvo que ser instalado un sistema de alarma electrónico para la seguridad de las aeronaves.
Phy hizo una pausa y miró a Carrsbury con expresión burlona.
—Todo muy sencillo —observó—. Pero; ¿no encuentras una especie de simbolismo en ello? Durante diez años has pasado la mayor parte de tu vida en este edificio. Todos los días has utilizado este ascensor. Pero ni una sola vez —has sospechado la existencia de estos cincuenta pisos suplementarios. ¿No crees que pueda haberte ocurrido algo por el estilo en lo que respecta a tus observaciones de otros aspectos de la vida social contemporánea?
Carrsbury miró al Secretario Mundial con aire de desconcierto.
Phy se volvió a contemplar una aeronave que parecía dirigirse hacia ellos.
—Puedes mirarla, también —le dijo a Carrsbury—, ya que va a trasladarte a un lugar en el que gozarás de una vida más feliz y más descansada.
Carrsbury se humedeció los labios.
—Pero... —tartamudeó—. Pero...
Phy sonrió.
—Es verdad, he de terminar mi explicación. Bueno, tú podías haber continuado siendo Director Mundial toda tu vida, en el aislamiento de tu oficina, con tus informes oficiales y tus ocasionales contactos conmigo y con los otros. Pero se te ocurrió lo del Instituto de Caudillaje Político. Eso trastornó todas las cosas. Desde luego, nosotros estábamos tan interesados en él como tú. Ofrecía unas posibilidades concretas. Confiábamos en que la idea tendría éxito. Y nos hubiéramos retirado de buena gana de salir bien la cosa. Pero, afortunadamente, la idea fue un fracaso.
Sorprendió la dirección de la mirada de Carrsbury.
—No —dijo—. Temo que sus pupilos no están esperándole en la sala de conferencias del centésimo piso, como pensaba. Temo que están todavía en el Instituto. Y temo que éste se ha convertido en... bueno... en otra clase de Instituto.
Carrsbury notó que sus pensamientos y su voluntad emergían paulatinamente de la espantosa pesadilla que los había paralizado.
La astucia de los locos: no había hecho caso de aquella advertencia. En el preciso instante de la victoria... ¡No! ¡Se había olvidado de Hartman! Esta era justamente la emergencia para la cual había creado su cuerpo de protección personal.
Miró de soslayo al miembro principal de su policía secreta. El barbudo gigante, despreocupado al parecer de su extraña posición, contemplaba fijamente a Phy, como podría haber contemplado a un mago diabólico, capaz de las peores hazañas.
De pronto, Hartman captó la mirada de Carrsbury. Adivinó su pensamiento.
Sacando el arma de su funda, apuntó a Phy.
De sus labios brotó un sonido sibilante. Luego, en voz alta, gritó.
—¡Estás muerto, Phy! ¡Te he desintegrado!
Phy avanzó un par de pasos y arrancó el arma de manos del barbudo.
—Este es otro ejemplo de lo despistado que estás en lo que respecta al temperamento moderno —le dijo a Carrsbury—. Todos nosotros tenemos un aspecto débil en nuestro carácter. Hartman era excesivamente suspicaz; padecía un complejo de conjuras y persecuciones. Tú le asignaste la peor de las tareas, puesto que alimentaba y estimulaba su debilidad. Concentrado en una idea fija, se olvidó de las otras realidades, hasta el punto de que pasó años enteros sin darse cuenta de que llevaba una pistola de juguete.
»Pero —añadió Phy—, dale la tarea adecuada y funcionará perfectamente. Asignar a cada hombre el trabajo que mejor encaja con sus condiciones es un arte con infinitas posibilidades. Por eso teníamos a Morgenstern en Finanzas: para mantener el crédito fluctuante, con un ritmo seguro y vaticinable. Por eso teníamos a un eufórico en la dirección del programa de Investigaciones Extraterrestres: para crear un clima de superoptimismo. Y a un catatónico en el Departamento de Cultura: para que no se estrelle en su prisa por avanzar demasiado.
Carrsbury observó que la aeronave se estaba acercando cada vez más a ellos.
—Pero, entonces, ¿por qué...? —empezó a decir.
—¿Por qué te nombramos Director Mundial? —terminó Phy—. ¿Acaso no es obvio? ¿No te he dicho varias veces que has hecho mucho bien, indirectamente? Nos interesabas, ¿no lo comprendes? En realidad, tú eras prácticamente único. Como ya sabes, nuestro principio fundamental es el de permitir que cada individuo se exprese a sí mismo como desee. En tu caso, eso significaba permitir que te convirtieras en Director Mundial. En conjunto, la cosa no ha ido mal. Todo el mundo se ha divertido, se han promulgado algunas disposiciones constructivas, hemos aprendido mucho... ¡Oh! No hemos realizado todo lo que esperábamos llevar a cabo, pero esto es algo inevitable. Desgraciadamente, al final nos hemos visto obligados a interrumpir el experimento.
La aeronave había establecido contacto.
—Comprendes por qué ha sido necesario todo eso, ¿verdad? —continuó Phy, mientras acompañaba a Carrsbury hacia la portezuela abierta de la aeronave—. Estoy seguro de que lo comprendes. Todo se reduce a un problema de cordura. ¿Qué es la cordura... ahora, en el siglo XX, en cualquier época? La adhesión a unas normas. La conformidad con determinados convencionalismos fundamentales que presiden toda conducta humana. En nuestra época, el apartarse de la norma se ha convertido en la norma. La incapacidad para conformarse se ha convertido en la pauta del conformismo. Está claro, ¿no? Y explica tu propio caso y el de tus protegidos. Durante un largo período de años has insistido en adherirte a unas normas, en conformarte con determinados convencionalismos básicos. Has sido completamente incapaz de adaptarte a la sociedad que te rodeaba. Sólo podías fingir... y tus protegidos ni siquiera han sido capaces de eso. A pesar de tus muchas cualidades personales, no podíamos hacer otra cosa.
Carrsbury se volvió. Por fin había recobrado su voz. Una voz ronca, furiosa.
—¿Quieres decir que durante todos estos años os habéis estado burlando de mí?
La portezuela se cerraba ya. Phy gritó:
—Hubo una vez un indio sioux llamado Caballo Loco. Venció a Crock y venció a Custer. No creas que subestimo tu fuerza, Carrsbury.
Mientras la aeronave se remontaba, Phy agitó la burbuja de gasoide verde en un gesto de despedida.
—Encontrarás muy agradable el lugar al cual te diriges —gritó, en tono estimulante—. Alojamiento cómodo, aparatos adecuados para hacer ejercicio, y una biblioteca de literatura del siglo XX para que te ayude a pasar el tiempo.
Contempló el rígido rostro de Carrsbury, pegado al cristal de la portezuela, hasta que la aeronave se alejó, convirtiéndose en un pequeño punto en el espacio.
Entonces dio media vuelta, contempló sus manos, tiró el gasoide por la puerta abierta del ascensor, estudió su vuelo unos instantes y luego accionó el rayo en forma de U.
—Me alegro de haber perdido de vista a ese individuo —murmuró, más para sí mismo que para Hartman, mientras el ascensor descendía hacia el tejado.
Hartman le miró con ojos completamente inexpresivos.
—Sí —continuó Phy—, empezaba a ejercer una influencia muy perniciosa sobre mí. En realidad, estaba comenzando a temer por mí... —su expresión se hizo súbitamente vacua— «locura».