Kari Helene y Juha caminaban uno junto al otro por la acera resbaladiza. En algunos lugares habían echado arena, pero había largos trayectos que eran como una pista de patinaje. Kari Helene se esforzaba por mantener el equilibrio. Juha dio unas rápidas caladas a un cigarrillo antes de tirar la colilla al suelo. Pasó un autobús, cambió de marcha y echó una bocanada gris de humo. Kari Helene pensaba en su horrible encuentro con Finn en el muelle del Ayuntamiento la noche anterior, y tuvo la misma sensación gris que cuando contemplaba el pájaro muerto del estanco. El polvo sobre las alas, las plumas descoloridas. El pájaro estaba muerto, pero parecía vivo. Finn parecía bueno, pero era peligroso. Pensó que no tenía por qué esperar a Marian en el patio trasero. No era peligroso que subiera, ahora que Juha iba con ella. Juha la protegería si fuera necesario, pero tal vez a su madre no le caería bien, pensó de pronto.
Marian estaba junto al paso elevado de la estación Sur de Oslo. Giró a la derecha, cuesta abajo, muy cerca de la Ópera, pasó el hotel y tomó el carril que decía Drammen. En el túnel, echó un vistazo al retrovisor para ver si alguien la había seguido. Daba un rodeo por si acaso. Tenía que respetar que estaba apartada del servicio. Se desvió en Skøyen y condujo por Bydgøy allé. Llevaría a Kari Helene a la comisaría y luego pasaría por casa para empaquetar algunas cosas. Después, iría a la cabaña de Enebakk.
Tras haber patinado y acelerado entre taxis y tranvías en las calles estrechas, por fin llegó a la calle Inkognito. Desde muy lejos reconoció el coche de Asle y Tony. Pasó deprisa a su lado. Esperaba que no la hubieran visto. Dio la vuelta a la esquina y aparcó en una perpendicular.
—Joder, a ver si pasa algo ya —dijo Asle Tengs volviéndose hacia Tony Hansen. Estaban en un coche civil, vigilando la casa de la calle Inkognito. Tony apartó un momento la mirada de la entrada al portal—. Estoy hasta las narices de esta oscuridad, apenas pasan un poco de las cuatro y ya es casi de noche —pasaba las páginas del diario VG—. Ha estallado la guerra entre el director de la Policía y el ministro de Justicia. No ha resultado nada de la reunión que tuvieron Cato, Ingeborg y todos los jefes de departamento con el ministro de Justicia en las Navidades. Jansen sigue afirmando que el proyecto Nieve Blanca continúa incorporado a otro proyecto, y que el esfuerzo es aún mayor que antes.
Asle Tengs suspiró.
—¿No exigió el ministro de Justicia que el proyecto siguiera adelante?
Tony daba vueltas al pendiente que llevaba en la oreja.
—No creo que el ministro de Justicia entienda el trabajo de la policía.
Una figura juvenil con sudadera gris y la capucha subida pasó deprisa por delante del coche y entró en el portal.
—Esa chavala no parecía ir muy abrigada —dijo Asle Tengs frotando sus dedos fríos.
Marian tiró de la sudadera para tapar sus muslos. Había pasado el coche de guardia sin ser reconocida. Kari Helene y Juha estaban en el patio trasero. Juha fumaba y daba patadas a unas placas de hielo.
Marian los miró y levantó la mano a modo de saludo.
—La policía te está buscando —dijo señalando a Kari Helene con un movimiento de cabeza—. ¿Cómo habéis conseguido entrar en el patio trasero sin que os vieran?
Kari Helene intentó sonreír, pero su boca no pasó de ser una delgada línea.
—Hay una puerta trasera. Entramos por allí.
—No sabía que hubiera una puerta trasera aquí. ¿Cómo te va, Kari Helene? ¿Dónde has estado?
—Ha estado un poco aquí y allá —dijo Juha—. Joder, qué casa tan buena tiene.
Marian asintió.
Juha le lanzó una mirada de soslayo, y levantó las botas alternándolas para mantener el calor.
Kari Helene observaba el sitio vacío donde solía estar el coche eléctrico. ¿Se habría ido su madre?
Nada más hacerse esa pregunta, pasó algo. Por un instante, a través del cristal de la puerta, vio la espalda de un hombre: su padre.
Marian siguió su mirada. Entrecerró los ojos. Había algo en esa manera de correr que tenía el hombre. Como si quisiera esconderse. Era John Gustav Bieler.
Marian gritó:
—Va al sótano. ¿Qué va a hacer tu padre en el sótano, Kari Helene?
—Es ahí donde está la puerta trasera —dijo Juha—, se sale a otra calle. Se está escapando —señaló.
Marian le miró un segundo, luego metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros.
—Aquí, Juha. Toma las llaves de mi piso. Vamos —corrió hacia la puerta y la abrió de un tirón. Juha se lanzó tras ella. Kari Helene se quedó donde estaba.
Marian bajaba a toda velocidad por las escaleras del sótano. Juha iba pisándole los talones. Abajo había un pasillo. El golpe de la puerta de arriba al cerrarse produjo un fuerte eco. Una bombilla solitaria lucía en el techo. Al final del pasillo había una puerta. Se estaba cerrando. Marian llegó la primera y la abrió con otro fuerte tirón.
—Vamos, Juha —asomó la cabeza.
Los sonidos de la calle zumbaban hacia ella. Echó un vistazo acera abajo. La fila de coches aparcados era larga. De pronto, se encendieron los faros de un coche negro al final de la calle. Marian se abalanzó hacia su coche. Juha estuvo a punto de tirar a un anciano. Abrió la puerta y sacó a Birka, luego cogió la correa, que estaba sobre el asiento, y la tiró a la calle. Cerró de un portazo, rodeó el coche y se lanzó al asiento del conductor. Giró la llave de contacto, bajó la ventanilla y gritó a Juha:
—No cuentes a nadie que estoy persiguiendo al padre de Kari Helene. Ve a la calle Hesselberg. Llévate a Kari Helene. El código de la alarma es 0007. Cuida de Birka, dale de comer. ¡Prométeme que lo harás!
—Prometido —susurró Juha en la oscuridad, se agachó y cogió la correa de la perra.
El coche negro salía. Marian giró el volante, salió a la calle y pisó con fuerza el acelerador.
El coche que tenía delante era un Lexus RX 450. Era el mismo vehículo de alquiler al que había perseguido hasta el almacén de Billingstad. El coche giró a la derecha, frente a la residencia del presidente del Gobierno y la parte trasera del Palacio Real. Miraba fijamente los faros de detrás. Metió cuarta y pisó el acelerador. Se esforzaba por ver la silueta de John Gustav Bieler, que se hacía visible cada vez que el coche pasaba bajo una farola.
—¡Me cago en la leche, Asle! —gritó Cato Isaksen.
—Me temo que ha escapado —dijo Asle Tengs—, pero tenemos a su hija en el coche. Está en el asiento trasero junto con Juha Sakkonen y la perra de Marian. Estaremos en la comisaría dentro de cinco minutos.
—¿La perra de Marian? ¿Qué coño quieres decir?
—Juha Sakkonen dice que se la están cuidando. Hay una salida por el sótano, debajo de la mansión. No sabíamos que tenía otra salida. No sabemos qué ha ocurrido, pero su Volvo sigue aparcado en el patio trasero.
—Así que ni siquiera sabéis en qué coche ha desaparecido, ni si alguien le ha recogido. Sois unos idiotas incompetentes de mierda. Supongo que sois conscientes de que probablemente nos estamos perdiendo una operación a gran escala, que la Operación Corona se va a poder desarrollar con toda tranquilidad gracias a vosotros. ¡Demonios, habéis perdido a Bieler!
El Lexus cogió el túnel en dirección a Gardermoen, pasó Galgeberg y siguió por la autopista en sentido Lillestrøm. Bieler iba a unos noventa kilómetros por hora.
Marian agarró con fuerza el volante y miró fijamente las luces traseras rojas. El reloj del salpicadero marcaba las 16:28. Había un par de coches entre ellos. Eso le convenía, así no le sería tan fácil verla. En el asiento del copiloto estaban su jersey de lana y su cazadora de cuero. Puso la calefacción al máximo. Cuando sonó su teléfono móvil, lo cogió y miró el número, era Olav Thiis. Aceptó la llamada.
—Hola —dijo él.
—Hola —respondió Marian sujetando el volante con la otra mano.
—He conseguido localizar a la au-pair —dijo Olav Thiis.
—¿De verdad? —Marian miró un momento por el retrovisor, puso el intermitente izquierdo, y adelantó un coche a toda velocidad.
—Me llevó algo de tiempo, pero Mayla Ganzon vive en Filipinas, en una ciudad que se llama Sierra Bullones. Ahora tiene 38 años.
—¿Has hablado con ella?
—Sí, hasta me ha enviado una foto suya y de su familia por correo electrónico. Una mujer guapa, en vaqueros y camisa azul.
—Su ropa no me interesa. ¿Qué dijo?
—¿Dónde estás? ¿Tu voz suena muy rara?
—Al grano Thiis. Espera un momento, sólo voy a ponerme el auricular en la oreja.
—Tenías razón, Marian Dahle. Bieler ya era un traficante cuando el niño murió, igual que Hans Saltaker. Mayla llamaba a Saltaker un amigo de pelo marrón y gafas. El bebé gateaba por el suelo. Hans Saltaker estaba sentado junto a la mesa del salón y, según dice ella, manipulaba cocaína sobre un espejo. Mayla Ganzon estaba en la cocina. Algo del polvo cayó al suelo. El niño lo tocó con los dedos y se lo llevó a la boca. Enfermó al instante. Fue Kari Helene quien se dio cuenta, se lanzó sobre el niño y lo tomó en sus brazos. Lo llevó llorando hasta su habitación y lo puso sobre su cama. Mayla dice que entonces ya estaba muerto. Los niños pequeños mueren inmediatamente a causa de la cocaína. La droga paraliza su respiración.
Marian aferró el volante y mantuvo la vista fija en el coche que tenía delante.
—Bieler llamó a un amigo que trabajaba en la policía. Cuando él llegó, el amigo del pelo marrón se había marchado. Tal y como lo entendió Mayla, Bieler le contó al policía que el niño estaba tumbado boca abajo en su cuna y que le habían encontrado muerto allí. Puedes imaginarte el resto. Supongo que habrá intentado manipular a su hija con la historia del cojín para que se lo creyera.
—Los casos por muerte súbita se redujeron de forma significativa cuando los padres empezaron a acostar a los niños boca arriba. Bieler le sacó al asunto todo el partido que pudo. Sería eso lo que contó a Martin. Por supuesto, él era el amigo que trabajaba en la policía.
—Menudo manipulador.
—Por cierto, me han apartado del servicio. Pero ahora tengo que colgar. Gracias. Te llamaré.
—Hoy tiene dos hijos —continuó Olav Thiis—, me contó también que todo esto la había estado persiguiendo todos estos años, y me pidió que dieses recuerdos a Kari Helene.
Marian frenó cuando un coche se coló delante de ella.
—Mierda —murmuró, y se esforzó por no perder de vista al Lexus.
—¿Pero en dónde estás?
—En ninguna parte.
—Me dijo que le gustaría mucho volver a verla algún día.
—Tengo que colgar —repitió Marian quitándose el auricular. Entonces era como había creído. «Pobre, Kari Helene», pensó mirando fijamente al coche que iba delante de ella en la oscuridad.
Bieler se colocó en el carril derecho y se desvió hacia Lillestrøm. Marian dejó el móvil en el asiento del copiloto, puso el intermitente y se colocó detrás. Cuando dejaron atrás el pueblo y llegaron a un cartel donde ponía Fjerdingby, se acordó de pronto de las indicaciones para ir a la cabaña de Enebakk. Desvíate en sentido Lillestrøm, conduce hacia Fjerdingby. Sigue la nacional 120, pasa Tomter y Flateby.