Cato Isaksen notó que olía a sudor. Estaba agotado y alterado por el enfrentamiento con Marian. Era tan condenadamente intensa… Te puedes reír si quieres, pero no he vuelto a estar con nadie después de eso. Se ponía malo sólo de pensar en todo aquello. ¡Maldita sea! Que se quedara en casa.

Cuando iba hacia el coche camuflado, vio la silueta de Jorunn Hagemann recortada contra la pared blanca del chalet suizo. Ya eran las 20:15. Tiraba de un árbol de Navidad, lo apoyó contra la pared, se dio la vuelta y le miró. El caniche gigante venía hacia él con la cabeza levantada. Apartó de sus pensamientos el desagradable incidente con Marian y fue deprisa hacia la casa. La perra lo siguió. Sabía que los perros pueden oler el miedo.

Jorunn Hagemann le miró.

—¿Todavía estáis liados por aquí? —temblaba de frío.

Él asintió con una breve inclinación de cabeza.

—Ya que estoy aquí, tal vez podría hablar con tu madre otra vez.

Sobre la mesa del comedor estaban los adornos de Navidad colocados en ordenados montoncitos. Agnes Nicoline Hagemann se levantó de la honda butaca.

—¿Usted otra vez? ¿Le apetece una taza de café, o es demasiado tarde?

—Es un poco tarde —dijo Cato Isaksen deprisa.

En ese momento se escucharon unos arañazos en la puerta cerrada del salón.

—Es Cookie —dijo la anciana—, ¿le importaría dejar que entre, por favor? La perra odia estar en el recibidor.

Cato Isaksen dio unos pocos pasos y abrió la puerta. El caniche blanco se deslizó con aire majestuoso hacia el interior de la habitación. Lo mismo hizo Jorunn Hagemann, con dos cajas en las manos.

—He ido al desván a buscar esto para los adornos de Navidad.

—¡Estoy tan harta de esta maldita perra de Finn! —dijo irritada Agnes Nicoline Hagemann—. Finn nos ha dado mucho trabajo extra a Jorunn y a mí toda la vida. Y ahora esto, va y se marcha.

Cato Isaksen la miró.

—¿Adónde?

—Simplemente se fue —la señora Hagemann levantó la cabeza haciendo temblar sus carrillos—, John Gustav le llamó para pedirle algo.

—¿Qué le pidió?

—Nunca dice nada sobre adónde va o qué va a hacer —dijo Jorunn dejando las cajas sobre la mesa.

Cato Isaksen contempló sus ojos castaños, su cabello brillante y los rasgos de su rostro pecoso y dulce.

Ella empezó a meter los adornos navideños en las cajas con movimientos rápidos.

Cato Isaksen se vio durante un instante reflejado en el espejo de la consola. El reloj de péndulo hacía tictac. Se acercó a la ventana y miró un momento las fotos enmarcadas y alineadas en el alféizar.

Agnes Nicoline Hagemann suspiró.

—Menos mal que Jorunn es buena y se ocupa de la perra para que yo tenga tranquilidad. Finalmente, Finn ha ido ahora a recoger tu coche, Jorunn. Tengo pasteles de almendra —continuó hablando, y miró fijamente a Cato Isaksen—, ¿prefiere té en lugar de café?

Cato Isaksen oía la voz de Marian en su interior. Tengo la fuerte sensación de que ha matado a su esposa.

Vio el reflejo de Jorunn Hagemann en el cristal de la ventana.

—Conoces a Greta Bieler, ¿verdad?

—Vamos a vernos cuando vuelva —dijo ella.

—Van a recuperar el contacto —añadió Agnes Nicoline Hagemann.

Cato Isaksen asintió. Su mirada se había quedado detenida en una de las fotos de Jorunn y su madre en el alféizar de la ventana. De repente, la perra estaba a su lado. Retiró la mano, y vio en ese momento que la niebla pasaba baja sobre el mar y tapaba la mayor parte de la vista de las islas. No se veía ni una luz.