Kari Helene estaba en el cuarto de estar, siguiendo con la mirada las luces rojas en el maletero del coche de su padre. Se abría camino cuesta abajo por el estrecho camino que cruzaba los interminables campos blancos. ¿Por qué no venía su madre?

Tras el valle estaba la ciudad, porque, cuando oscurecía, se podía ver a lo lejos un resplandor anaranjado, como una niebla de estrellas sobre las afiladas copas de los abetos.

Kari Helene salió al pasillo. Miró la silla en la que la sentaron la primera noche, cuando la habían obligado a tragar esas pastillas azules. Fue hacia la cocina. Olía bien.

Había tenido consulta con la psiquiatra por la mañana. Tove Kvamme había puesto la nota de su suicidio frente a ella, sobre el escritorio, pero Kari Helene no quería mirarla. Habían pasado nueve años desde que la escribió. Tove Kvamme dijo que sabía que no contestaba nunca a las preguntas en clase, pues había llamado a su antigua profesora. Esa carta sólo había sido una petición de auxilio, una forma de castigarlos. Tenía 15 años cuando la escribió. Nunca tuvo intención de saltar desde el muelle del Puerto del Ayuntamiento, sólo quería que comprendieran que estaba muy triste. ¡Tenía tantas ganas de contárselo todo a Tove Kvamme!, pero su padre se le había adelantado. La psiquiatra nunca creería su versión. Las palabras descansaban en su interior en forma de pensamientos, pero cuando llegaban a su boca tomaban forma de afilados dientes de dragón.

Se quedó en el quicio de la puerta observando al joven cocinero. Cocía patatas. El chico quitó la tapa de la cacerola y pinchó una patata con un tenedor. El vapor cubrió las ventanas de la cocina y sus cortinas de volantes de cuadros azules. El cristal quedó velado por un vaho blanco.

El chico se volvió hacia ella. Kari Helene llenaba todo el hueco de la puerta. Tenía la cara roja por el vapor.

—Pasa, pasa. Hoy tenemos carne asada. Te gusta, ¿a que sí? Salsa casera de nata y eneldo, con espárragos y col lombarda de guarnición.

La boca se le hacía agua.

—Lávate las manos, y podrás ayudarme a cortar la carne —dijo secándose las suyas en el pantalón a cuadros de cocinero.

Kari Helene arrastró los pies por el suelo ajedrezado, se aclaró las manos bajo el grifo, luego cogió el afilado cuchillo que el chico le tendía y empezó a cortar.

El vaho estaba desapareciendo de las ventanas, sólo quedaban unas manchas dispersas. A la luz del farol, vio que había empezado a nevar grandes copos que caían despacio. Tenía que conseguir que Tove Kvamme llamara a su madre. El chico levantó la tapa y volvió a comprobar el punto de las patatas. Kari Helene cerró los dedos alrededor del cuchillo y lo hundió en la carne.