Stein Billington asomó su cabeza pelirroja por la puerta. Marian tenía una manta sobre las rodillas. Debajo del escritorio estaba Birka.
Billington se enderezó las gafas.
—Los técnicos dicen que tienen ADN. Entre otras cosas, un par de cabellos que han encontrado en el cadáver.
—¿Qué cadáver?
—El de Helga Hansen, está claro, ése es el caso que estamos investigando.
—Sí, claro —dijo Marian rápidamente.
—Puede parecer que se ha encontrado con el asesino en el camino, que la ha seguido o que la ha arrastrado hasta la casa después.
Birka se levantó y fue hacia Billington. Él ignoró a la perra.
—He dicho al equipo que habrá una reunión en mi despacho dentro de media hora. El informe provisional de la autopsia ya ha llegado.
—Vale —dijo Marian observando la silla vacía de Randi—. Pero mira: hay una especie de aparcamiento, justo debajo de su casa, donde suelen aparcar los esquiadores y luego caminan un poco hasta llegar a la pista iluminada. También hay un terraplén bajando un poco, un terreno escarpado que acaba en el río que hay más abajo. Alguien podría haber tirado una persona allí.
Stein Billington la contemplaba.
—¿Qué persona? ¿De qué estás hablando?
—No lo sé. Sólo estoy pensando en esas huellas en el sendero detrás del aparcamiento… los técnicos han encontrado ese mechón en una rama.
La miró.
—El cabello no da ninguna coincidencia en nuestros registros de ADN y no es de Helga Hansen. Puede ser de un niño que haya estado esquiando, puesto que colgaba tan bajo. Los del departamento técnico han comprobado todas las huellas en la nieve por los alrededores de la casa —Stein Billington concluyó con un movimiento de cabeza—. Nos vemos en media hora, ¿de acuerdo?
Marian se quitó la manta, se levantó y se acercó a la ventana. Miró fijamente hacia los árboles desnudos. Las ramas estaban blancas de escarcha. Mañana enterrarían a Martin. El almacén City de Billingstad probablemente era un almacén de droga, pero Cato no la quería escuchar. Era sabido que muchos de esos almacenes estaban en la zona oeste de la ciudad, no en la este, y que los iban cambiando de sitio.
—Un paseo rápido, Birka —dijo cogiendo la correa, que estaba enrollada en el suelo.
Marian salía por la puerta principal con Birka atada cuando la jefa del Servicio de Inteligencia llegó junto a su secretario.
Vivi Grode miró a la bóxer y sonrió. Marian le devolvió la sonrisa y se metió el móvil en el bolsillo. Había descargado una sintonía nueva, la banda sonora de las películas de James Bond.
Marian alargó la mano.
—Hola, hola. Seguramente viene a vernos a nosotros. Trabajo en el caso Egge.
La directora del Servicio de Inteligencia echó un vistazo a la tarjeta de identificación que llevaba colgada alrededor del cuello, y estrechó su mano.
—Lamentablemente no puedo asistir a la reunión —dijo Marian.
—¡Qué perro tan hermoso! —Vivi Grode dejó el bolso en el suelo y se agachó hacia la perra, que se frotaba feliz y daba vueltas alrededor de sus brillantes botines.
Marian sonrió, y tensó la correa.
—No, no, no le tengo miedo —Vivi Grode sonrió—. Los bóxer nunca se hacen mayores. Cuando me jubile, tendré uno como éste.
—Por cierto, enhorabuena por la cobertura de la seguridad de Obama durante la entrega del Premio Nobel de la Paz.
Vivi Grode sonrió.
—Los del Secret Service nos dijeron que habíamos estado rozando la perfección. Pero me alegro de que se haya terminado. En estos tiempos tenemos más que suficiente con ocuparnos de la seguridad del reino de Noruega. Y mañana es el entierro de Egge.
Marian sintió que un escalofrío helado recorría su columna vertebral. El secretario vino hacia ellas y desaparecieron en el interior del edificio. Tiró de Birka, bajó al aparcamiento y dejó a la perra en la furgoneta. Al entrar en el ascensor, se encontró con Cato Isaksen e Ingeborg Myklebust. Ninguno dijo ni una palabra. Sintió de inmediato un cierto malestar. Había algo en la manera en que la miraban. ¿Qué pasaba? ¿Sabían que tenía esos papeles? Lo que era seguro es que algo había cambiado a peor.