La anciana observaba el haz de luz de la linterna que danzaba de un lado a otro sobre la nieve. Se cubrió los hombros con el chal de lana gris y dejó el hacha apoyada en la pared. Veía la silueta de un coche y de un hombre. ¿Qué hacía aquí, en este lugar perdido, en Nochevieja? Tendría que bajar, con mucho esfuerzo, para ver si podía ayudarle en algo. Luego tendría que seguir partiendo leña. Se puso los guantes. Parecía que el hombre había llegado hasta el borde del precipicio. Ay, que no tuviera intención de tirarse, por favor. Entrecerró los ojos y se esforzó al máximo para ver. Ahora se abría camino hacia arriba. Vio que iba hacia el coche. Esperaba que no fuera uno de esos tipos que venían a deshacerse de unos gatitos. Si era así, le echaría una buena bronca. Podía ofrecerse a regalar los gatitos por él. Tal vez podría quedarse uno ella. Hacía tiempo que tenía ganas de tener otro gato. Podría dejarle probar el pequeño asado que había preparado. Necesitaba un gato que le hiciera compañía.

El paisaje se contrajo y se cerró a su alrededor como una manta asfixiante. Era como si estuviera en un planeta lejano, a millones de kilómetros de la Tierra. John Gustav Bieler apagó la linterna al llegar al coche. Si no fuera por la luna, no vería nada. Tenía los dedos entumecidos y helados, a pesar de que llevaba guantes. Puso la linterna en el suelo, se agachó y abrió el maletero. De pronto, la visión de Greta allí doblada le produjo arcadas. Pasó las manos bajo ella e intentó sacarla. Al tacto estaba dura como una piedra, pesada como el plomo e imposible de manejar. Por el espacio que quedaba entre los guantes y la manga notó su cabello tieso y frío, como una cuerda contra la piel de su muñeca.

La atrajo hacia sí de un tirón, consiguió sacarla a medias, pero se le escapó y volvió a deslizarse dentro del maletero. Al tercer intento consiguió dejarla por fin en el suelo. Se le escurrió de las manos y quedó apoyada contra una de las ruedas traseras. Se agachó y agarró su vestido. Enrolló la tela del vestido hasta convertirla en dos asas, consiguió sujetarla entre sus brazos, la apoyó contra su estómago y fue tambaleándose por la nieve con las rodillas flexionadas. Cada medio metro era una lucha. Intentaba volver a pisar sus propias huellas, pero le costaba mantener el equilibrio. Consiguió respirar de forma acompasada. Anduvo despacio y concentrado. No tenía que pensar. Sólo tenía que conseguir llegar al borde del precipicio.

Cuando por fin consiguió llegar hasta el pequeño risco, la dejó caer en la nieve y tomó aire. El corazón le golpeaba locamente en el pecho. Giró la cabeza y escuchó. Contuvo la respiración. ¿Era una voz muy débil?

No, nada. Se agachó y empujó el cadáver hacia la ladera. El agua hacía un ruido atronador contra las paredes de hielo, allá abajo. Dio un fuerte empujón al cuerpo, que descendió unos cuantos metros, pero, de pronto, se quedó enganchado en una rama que sobresalía de la nieve. Perjuró, cayó de rodillas y se deslizó tras ella, con mucho cuidado, metió los dedos en la nieve y la empujó con la otra mano. No se movió. Tenía que tener cuidado para no resbalarse con el cadáver y precipitarse al caudal de agua helada.

Cambió de postura, se sentó y empujó con los pies. Después de la cuarta patada el vestido se desprendió de la rama y el cuerpo cayó lentamente hacia abajo hasta alcanzar el agua espumosa con un chapoteo. Por un momento quedó flotando junto a la ribera helada, hasta que el cuerpo, de pronto, fue arrastrado por la corriente. Greta se deslizó bajo el hielo y desapareció.

John Gustav Bieler volvió al sendero helado caminando pesadamente. Golpeó los pies contra el suelo para quitarse la nieve. Se acercó al coche, puso los brazos en el techo y apoyó la frente en ellos un rato antes de incorporarse, sacar las llaves del bolsillo, agacharse y coger la linterna. Justo cuando abría la cerradura, vio tras los abetos un solitario cohete de año nuevo volar por el cielo como un espermatozoide. Un segundo después, vio a la anciana.