El director de la Policía Judicial, Martin Egge, estaba en la cama del hospital conectado a una máquina que medía su ritmo cardiaco. Entraba y salía del estado inconsciente. El tiempo no era más que una única larga raya gris que empezaba en el jardín de Solveien y terminaba en el aparcamiento helado del polígono industrial. Todo era blanco o de un negro sin fin. No como en el jardín, con el cielo de un azul intenso y los arbustos de escaramujo con hojas dentadas y flores de un rosa pálido destacándose contra la ladera.
No podía mover los brazos. Los dos, cubiertos con pesado yeso. Por un momento levantó la vista hacia el techo blanco. ¿Quién era el hombre bueno? Era él. Oyó algo. Era la enfermera, que andaba silenciosa sobre suelas de goma. Cada vez que intentaba abrir los ojos, sus párpados se volvían a cerrar. Giró un poco la cabeza y vio las siluetas de camas y almohadas dibujarse contra la ventana. Sobre la cama vacía que estaba en el otro lado había una pequeña lámpara roja con un cable. Por un momento recordó el sonido del viento que tiraba del cartel de neón blanco del concesionario de automóviles, y las letras golpeando la pared de ladrillo. Las palabras del libro que acababa de leer volvieron a él de pronto: Y la muerte, a quien siempre consideré la figura más importante de mi vida, oscura, atrayente, no es más que una cañería que de pronto tiene una fuga, una rama que el viento parte, una chaqueta que se desliza por la percha y cae al suelo.
De repente, recordó el rostro en el coche que no paró. En un flashback vio a Marit frente a él, como si estuviera viva, tal y como era, al sol, junto a la piscina en el jardín de Solveien, cuando las mujeres reían y salpicaban agua. Había escuchado ese sonido en su interior muchas veces. Tal vez sólo fuera una versión deformada de la banda sonora de una mala película.
La tranquila calle de los chalets de Nordstrand estaba a tan sólo diez minutos en coche de la comisaría. Cato Isaksen aparcó el coche civil junto a la acera. La vivienda funcional de Martin Egge, pintada de color marrón, era de tejado plano y estaba construida en el jardín de un chalet de estilo suizo con alero de madera tallada. La casa no estaba bien mantenida. Pequeñas almohadillas de musgo de color verde intenso crecían en las juntas marrones de los paneles de madera. En ambos lados de la calle había casas antiguas y nobles con grandes robles y arces en el jardín. En varios lugares habían segregado parcelas y nuevas casas habían hecho aparición entre las antiguas. Desde las mejores parcelas, en la parte más exterior de la plataforma, había una bella y amplia vista del fiordo de Bunne.
A la puerta del garaje estaba el que debía de ser el Audi de Martin Egge. Era un coche negro.
—Por favor, llama a Roger y comprueba la matrícula, Randi.
Ella asintió y se cerró el anorak antes de sacar el móvil del bolsillo.
Un ejemplar de la edición matinal del diario Aftenposten asomaba del buzón que colgaba de uno de los postes de la entrada. Los adoquines estaban cubiertos de una fina y transparente capa de hielo, un peligro mortal si no se andaba con firmeza. Cato Isaksen se deslizó de lado sobre las finas suelas de sus zapatos. Junto a la entrada había una pared de ladrillo rojo. Dio una rápida vuelta alrededor del coche, que no tenía ni un rasguño. Tampoco había ninguna huella en la fina capa de nieve del jardín, ninguna señal de que alguien hubiera estado husmeando por allí.
Llamó a la puerta y se dio cuenta de que no había pegatinas de ninguna empresa de seguridad. Nadie abrió. Se estiró para mirar por la ventana. Sobre la mesa había una taza y, en la encimera, un paquete empezado de pan tostado junto a una radio. La luz del techo estaba encendida. Cato Isaksen sacó el móvil del bolsillo de su chaqueta de cuero. Se quedó de pie sobre la terraza que había frente a la puerta y tecleó un sms para Bente. Lo siento, pero tengo que cancelar el cine con Georg. Excepcional accidente con el director de la Policía Judicial. C. Una oleada de mala conciencia le recorrió cuando presionó Enviar. Siempre igual, nunca tenía tiempo para la familia.
—Es el coche de Egge —gritó Randi Johansen.
La anciana del chalet de estilo suizo tenía triple papada y un rostro redondo de palidez lunar. Llevaba un vestido gris y se había dibujado las cejas con un lápiz negro. Hacían un arco poco natural y le daban una expresión casi cómica. Su nombre figuraba en una placa de bronce en la puerta. Cato Isaksen hizo las presentaciones de Randi Johansen y la suya propia.
—Claro, por favor, entren —dijo Agnes Nicoline Hagemann, pasándose la mano por el vestido de lunares grises. Cato Isaksen y Randi Johansen se secaron los pies en el felpudo y pasaron al recibidor, donde les golpeó el olor de una estufa de aceite.
—¿Les ha pasado algo a Finn y a Cookie? Tengo 87 años, y mi hijo acaba de marcharse. Si les hubiera pasado algo, no lo soportaría.
—No tiene que ver con su hijo —dijo Randi Johansen, observando por un momento la mancha de café en el cuello del traje de la anciana.
—Menos mal —echó a andar. Sus anchas caderas se cimbrearon con una sorprendente ligereza, un movimiento poco natural para la edad que tenía.
—Es un lugar increíble —dijo Cato Isaksen cuando entraron en un salón con muebles antiguos y grandes cuadros en las paredes. Junto a la ventana había un pino con adornos navideños. Se vio reflejado fugazmente en el espejo de la consola. Un reloj de pared hacía tictac. Había una vista amplia y bella del fiordo y de las islas lejanas. La señora Hagemann asintió orgullosa:
—He vivido aquí más de cincuenta años —levantó la mano y atusó su fino cabello—. ¿Ahora me dirán de qué se trata?
—Se trata de su vecino —dijo Cato Isaksen—, Martin Egge. Ha sido atropellado y está gravemente herido.
—¿Qué? —jadeó la anciana dejándose caer en una clásica butaca tapizada de terciopelo—. Estuvo aquí en Nochebuena, con mis hijos, Finn y Jorunn. Lo pasamos muy bien.
—Está vivo —dijo Randi Johansen, y vio el blanco cuero cabelludo que brillaba bajo los escasos mechones de cabello de la anciana.
—Menos mal —dijo la señora Hagemann, cubriéndose el pecho con su mano arrugada.
—Lo atropellaron muy cerca de su lugar de trabajo, el conductor se ha dado a la fuga —dijo Randi.
—Es completamente espantoso —una lágrima se deslizaba por su mejilla, cerca de la nariz—, Martin nos quita la nieve. Ayudó a mi hija a practicar con el coche hasta que, por fin, consiguió sacarse el carnet, a los 53 años.
Cato Isaksen indicó con un gesto de la cabeza una ventana que estaba casi cubierta de pesadas cortinas de encaje. En el alféizar de la ventana había varias fotos enmarcadas.
—Usted ve la casa de Egge de frente. ¿Se ha dado cuenta de si ha tenido alguna visita últimamente?
—Martin estaba muy entusiasmado porque este año habíamos conseguido un pino —señaló el árbol recargado de pretenciosos adornos—. Él creció con pinos, ¿comprende? Conozco a Martin desde que empezó el instituto con mi hijo, aunque Finn lo dejó a mitad de curso. Quitó la nieve de nuestro camino ayer por la mañana, antes de ir a trabajar. Martin siempre trabajaba mucho.
—No tiene por qué decir trabajaba, puede decir trabaja, porque sigue vivo —sonrió Randi.
Por un momento, Agnes Nicoline Hagemann pareció desconcertada. Levantó la mano y se secó la lágrima.
—La verdad es que esa casa no nos pareció bonita, no al principio. Pero ahora las casas de diseño funcional se han vuelto a poner de moda. Hace casi treinta años que la construyeron.
—Eran jóvenes —comentó Cato.
—Mucho. Marit, su mujer, era la que tenía dinero, por herencia —comentó solemne—. Martin sólo era un policía, pero con 25 años ya había acabado los estudios.
—¿Ha tenido alguna visita últimamente? —repitió Cato Isaksen.
Agnes Nicoline Hagemann le miró con los ojos entrecerrados.
—Sólo Marian, y un chaval, o un hombre, si prefiere.
—Marian Dahle —dijo Cato Isaksen intercambiando una mirada con Randi.
—Marian estuvo aquí con su perra el 27 de diciembre.
—¿Y el chaval?
—Estuvo aquí el día anterior. Le he visto un par de veces antes, un adolescente rapado. Martin es… un buenazo. Fue una gran pena que Marit y él no tuvieran hijos.
—El Suzuki negro que hay en la entrada de tu casa… —Cato Isaksen levantó la mano.
—Es de mi hija. Jorunn vive en el apartamento del sótano. Martin la ayudó a gestionar la compra del coche, pero yo lo he pagado.
Cato Isaksen cambió el peso hasta descansar sobre la otra pierna.
—Jorunn limpia, hace la compra y cocina para mí. Y también está bien poder dar una vuelta en coche de vez en cuando. Mi hijo Finn vive aquí conmigo. Siempre lo ha hecho, pero nunca tiene tiempo para ayudarme. Mi marido era abogado, pero Finn nunca ha llegado a nada. Es vago, dejó el instituto a mitad de curso.
Randi Johansen la miró:
—Y ¿qué hace su hijo?
—Uf. Sólo trabaja en un almacén en Asker. Por cierto, que en Nochebuena sucedió algo.
—¿Qué?
—Vino un inmigrante para hablar con Finn. Oí que Finn le llamaba Arif. Cuando se fue, Martin le hizo a Finn algunas preguntas sobre él. Me dio la impresión de que trabajaba para John Gustav, otro amigo suyo.