Cato Isaksen estaba sentado frente a la pantalla del ordenador. Había pasado por casa para cenar y darse una ducha. Bente le había pedido que volviera a casa a pasar la noche. Se lo prometió. Eran las 18:10. Irmelin Quist acababa de asomar la cabeza para contarle que había encargado una corona de parte del departamento para el entierro de Egge. Ahora escuchaba cómo el repiqueteo de sus tacones se perdía pasillo abajo. Volvía a estar solo. Había mandado a los demás a casa, para que pudieran descansar un poco.

Llamó a la cárcel de Ila y concertó cita para interrogar a Hans Saltaker a las 9:00 del día siguiente. Roger iría con él. Podía resultar interesante.

Se inclinó sobre la pantalla. La luz lo deslumbraba. Tenía el presentimiento de que se les había pasado algo por alto. Así era con frecuencia. Los pequeños, nimios detalles, los que eran tan simples que uno no reparaba en ellos.

Leyó por encima las declaraciones de John Gustav Bieler y de Jorunn Hagemann, se fijó un momento en lo que ésta había dicho de Greta Bieler, que quería marcharse. Randi había escrito en una nota que tomaría declaración a Greta Bieler en cuanto la localizaran.

Cato Isaksen fijó la vista en un punto de la pared, por encima de la pantalla. Habían intentado hallar alguna señal en el mapa que encontraron en el estudio de Adnan Arif, pero no había nada. Esperaba recibir más información de la sección de Extranjería. Todo daba vueltas en su cabeza. El cansancio le hacía sentirse mareado.

Se levantó y bajó por el pasillo a sacar un café de la máquina. Stein Billington venía hacia él.

—Otro que trabaja hasta tarde —dijo, y se quitó las gafas—. ¿No habrás visto a Marian Dahle?

—Hace muchas horas que no —dijo Cato Isaksen. En ese momento sonó su móvil. Era Vetle—. Mi hijo —dijo haciendo un gesto desanimado a Stein Billington; cogió la taza de café con una mano y se llevó el móvil a la oreja con la otra.

—¿Te importa pasar a recogerme por la casa de un amigo cuando vayas hacia casa? Mamá dijo que vendrías pronto.

—Sí, lo intentaré. ¿Cuándo?

—Dentro de un par de horas.

—De acuerdo, Vetle. Te llamo cuando salga.

Marian perjuró. La puerta del almacén estaba cerrada. Para salir había que volver a introducir el código en el dispositivo. Miró por la ventana de la oficina. Estaba vacía. El perro había desaparecido. Era imposible abrir la puerta del garaje. Sacó el teléfono móvil y marcó el número que figuraba en un letrero de la pared. Una voz grabada le informó de que el almacén estaba atendido de 8:00 a 16:00 y que, en caso de necesitar ayuda, se podía llamar a un teléfono de guardia. Marian volvió a meterse el móvil en el bolsillo. Cuando estaba a punto de rendirse, volvió a sonar el zumbido del mecanismo de la puerta. Se levantaba despacio. Marian se preparó para escabullirse. De pronto apareció un hombre. Lo empujó en un acto reflejo, pero era fuerte y la agarró por los antebrazos.

Cato Isaksen leyó rápidamente las entrevistas con los colaboradores de Martin Egge, secretarias y recepcionistas. Juntó los dedos hasta formar un círculo con las manos. Cuando llegó a los comentarios sobre la visita de Marian al despacho del director de la Policía Judicial, según decía para recoger un par de manuales, se formó una profunda arruga en su entrecejo. La había provocado un poco cuando la llamó aquella noche, pero no había segundas intenciones. Ahora leía lo que la recepcionista había dicho de ella: Parecía alterada. Dijo que venía a buscar unos manuales. Pero no llevaba nada cuando bajó.

Dio un trago al café y leyó por encima la toma de declaración que Asle había hecho a Marian, en relación con su vinculación tan cercana al director de la Policía Judicial, sin encontrar nada de interés. De pronto se le ocurrió pensar en la tarjeta de identificación de Martin Egge. ¿Estaba registrada en algún sitio?

Sobre la mesa de reuniones ovalada tenía los listados del hospital y de los departamentos técnico y táctico, tanto de su oficina de Bryn como de Solveien. Se acercó y les echó un vistazo rápido. Levantó el rostro y se vio reflejado en la ventana. La imagen del cristal se diluyó hasta formar una masa borrosa con dos agujeros negros por ojos. La tarjeta de identificación de Egge no se mencionaba en ninguna parte.

Marian daba patadas y golpes para soltarse. Tras ella, la puerta del garaje se cerraba con un zumbido constante.

—¿Qué coño estás haciendo? —gritó, levantando la vista para ver la cara colorada de Finn Hagemann. Llevaba el caniche gigante blanco sujeto con una correa.

—Hago mi trabajo —gritó él, contemplándola con frialdad.

—¡Yo también! —aulló Marian, reconociendo una sensación desagradable.

Finn Hagemann había perdido mucho pelo. Una vez, cuando paseaba a Birka en Solveien, apareció de pronto detrás de ella. Sintió la angustia escarbando en su cuerpo.

Finn Hagemann respiraba pesadamente.

—¿Estás aquí sola?

—No —mintió, echó un vistazo a los negros abetos delante de los chalets adosados y se cerró la cazadora de cuero. El corazón le golpeaba en el pecho. Hizo un gesto con la cabeza—. Hay varios agentes en coches aparcados un poco más abajo. Si montas un follón y nos estropeas el trabajo ahora, te denuncio. Ni una palabra de esto a nadie, ¿comprendido?

La miró fijamente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Es una orden. Puedes estropearnos toda la operación. Está penado interferir en la labor de la policía.

Él levantó las manos en un gesto conciliador.

Marian se dio cuenta de que el coche de John Gustav Bieler ya no estaba. Finn Hagemann la observaba. El caniche gigante blanco tenía la cabeza levantada.

—No hay otros policías —dijo de pronto bajito—, acabo de dar una vuelta con Cookie.

Marian cambió el peso de su cuerpo a la otra pierna. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad. La perra se sentó.

—Estás completamente sola —constató.

Marian tragó saliva. Aparte de la luz de la puerta del garaje, la oscuridad era total.

—Conocías a Hans Saltaker. ¿Cuál era la relación con…?

Finn Hagemann la miraba con frialdad.

—Si quieres interrogarme, tendrá que ser en la comisaría. Mi contacto es Cato Isaksen. Creo que te tomas la muerte de Martin como algo personal, Marian Dahle. Quieres encontrar al asesino, ¿verdad? Cueste lo que cueste. Pero a lo mejor no conocías a Martin tanto como crees.

Marian miró a la perra. Tenía la boca cerrada. A lo lejos se oía el zumbido de la carretera principal. Sintió una repentina necesidad de echar a correr, pero en lugar de eso le hizo otra pregunta.

—¿Cuánto cuesta alquilar un trastero aquí?

—Mil quinientas coronas al mes —dijo despacio, y se acercó a un coche cubierto con una funda azul que empezó a quitar.

—Cato Isaksen está esperando que le llame —dijo Marian—, dijiste que John Gustav Bieler no alquila ningún trastero, pero acaba de estar aquí.

Finn Hagemann se puso alerta.

—No lo tenía, pero ahora ha alquilado uno.

—¿Me lo puedes abrir?

Negó con la cabeza.

—¿Tienes una orden para eso? Necesitas una orden escrita.

—La tendrás, maldita sea —le miró iracunda, se dio la vuelta y se alejó.

—Sólo quiero decir que ¡está muy bien que la policía contrate inmigrantes! —gritó tras ella mientras lanzaba la funda azul en el maletero.

—No soy una inmigrante —gritó ella caminando hacia su furgoneta blanca—, ¡soy jodidamente noruega!