Jorunn Hagemann miraba a Cato Isaksen con sus ojos castaños.
—No creo que sepa nada que pueda tener interés —dijo.
Estaban en el despacho de Cato Isaksen. Había pedido no tener que estar en una habitación pequeña y claustrofóbica.
—Yo no tengo ni idea de si Martin ha tenido amistades poco recomendables. No fue hasta octubre cuando se puso en contacto conmigo y empezamos a cenar juntos. Antes de eso, nos limitábamos a saludarnos.
—¿Por qué? —preguntó Cato Isaksen.
Se encogió de hombros. Estuvo a punto de contar lo de Hans, pero no tuvo fuerzas. Ya se enteraría la policía por su cuenta. Seguro que sabían que había estado casada con un fantasma. El psicólogo le había enseñado que debía tener consideración consigo misma, no asumir las culpas de otros; que no se escondiera, que fuera como una domadora de leones, sin miedo.
—¿Qué clase de relación tenías con Martin Egge, era de tipo sexual?
Ella bajó la mirada.
—Lo lamento, pero tengo que preguntarlo.
Ella tomó aire y levantó la vista.
—No, nunca fue así. Era un poco raro. Su lenguaje corporal era totalmente anómalo.
—¿Anómalo?
—Era tímido. Podíamos estar muy cerca el uno del otro, con los brazos entrelazados, pero era como si no quisiera mirarme. Pensé que necesitaría algo más de tiempo.
—Estás divorciada, ¿verdad?
Asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa.
—Mi exmarido tiene coartada. No es él quien ha matado a Martin, si es eso lo que estás insinuando. Está cumpliendo condena.
—¿Condena? ¿Por qué?
—Nueve años por blanqueo, delitos económicos y drogas —dijo con los labios apretados.
Cato Isaksen notó que se le aceleraba el pulso. Tendrían que haber descubierto eso hace mucho.
—¿Cómo se llama?
Llamaron a la puerta. Randi Johansen se asomó.
—Perdona —dijo él.
—Te lo puedo contar luego, aunque…
—¿Es importante?
Ella asintió.
Cato Isaksen sacudió la cabeza, se levantó y salió del despacho. Cerró la puerta de un portazo.
Randi puso los brazos en jarras.
—Sí, ya sé que no hay que molestar durante una toma de declaración, pero he dado otra vuelta al Volvo de Bieler. Ahora, de pronto, tiene un feo golpe delante. He pedido a los técnicos que lo traigan para una revisión en profundidad.
Cato Isaksen notaba cómo la irritación le hervía en el pecho.
—Mierda, Randi, dijiste que habías comprobado su coche y que no tenía ni un rasguño.
—Sí, lo sé. Bieler dice que chocó con un Subaru, en Nochevieja.
—Pero, por Dios, Randi, lo puede haber hecho a propósito, para ocultar los daños anteriores.
—Pero es que estoy completamente segura de que hace unos días no tenía ninguna marca. Bieler dice que tuvo mala suerte cerca de la Casa de la Literatura. Sólo había salido a comprar algo al Seven Eleven. He llamado a la compañía de seguros. Todavía no han recibido ningún parte, pero he hablado con la mujer del Subaru con el que chocó. Y dice que fue así.
—Vale. Ahora no vuelvas a molestarme. Me interrumpiste en un momento muy… El marido de Jorunn Hagemann está en la cárcel.
Cato Isaksen volvió a entrar.
—Lo siento —dijo sonriendo brevemente a Jorunn Hagemann—. ¿Cómo dijiste que se llama tu marido?
Jorunn Hagemann respiró profundamente.
—Hans Saltaker, pero ya no tengo ninguna relación con él.
Cato Isaksen tomó nota en un pequeño cuaderno. El nombre no le decía nada.
—Tu hermano conoce a John Gustav Bieler, ¿no?
—Sí, yo también lo conozco, claro.
—¿Sabías que iba a divorciarse de su mujer?
—¿John Gustav? ¿De Greta?
—Sí.
—No —dijo sorprendida—. Pero la verdad es que no me extraña.
—¿Puedes explicar eso un poco más…?
—Ya no tenemos trato alguno, pero hablé con Greta hace unos días, y entonces dijo que quería irse lejos, que estaba cansada.
Cato Isaksen la contemplaba.
—¿Por qué ya no sois amigos? ¿Y por qué crees que te contó que estaba cansada?
Jorunn Hagemann sonrió sin ganas.
—No dije que ya no fuéramos amigos, dije que ya no nos tratamos. Algunas amistades simplemente se diluyen. John Gustav no es precisamente del tipo fiel, si es que puedo decirlo así.