John Gustav Bieler desayunaba en la cama de Rosmarie Harde. Comía deprisa mientras echaba rápidas miradas a la habitación luminosa. Bajó la vista hacia sus manos, pensó en Greta. Masticaba y tragaba sin percibir el sabor de la comida. Rosmarie estaba en la ducha. Tenía 37 años, el pelo oscuro, era esbelta y bella. El caniche gigante de color marrón claro le observaba sentado en la suave moqueta. Miró un rato al perro antes de darse la vuelta. Era él quien se lo había regalado a Rosmarie. Brownie tenía año y medio y era uno de los cachorros que había tenido la perra de Finn, Cookie. Se tumbó en la cama y se subió hasta la barbilla el edredón, con una funda de estampado marrón. Veía frente a él la máscara mortuoria de Greta, el rostro rígido y los labios azules. ¿Por qué sucedía todo ahora, y en esta secuencia absurda? Notó que tenía que vomitar. La angustia le pinchaba en el pecho como una aguja. Desde ahora todo sería insoportable, una inquietud permanente, hacer equilibrios por el filo de un cuchillo. Una forma de terror psicológico que sólo una cabeza fría con mucha fuerza de voluntad podría sobrellevar.

Esa noche había nevado. No podía haber tenido más suerte, las marcas de los neumáticos del coche y sus huellas estarían ocultas, si es que no habían desaparecido ya del todo.

Anoche volvió directamente a la calle Inkognito. Estaba en casa sobre las once. Por si acaso, se quitó los gruesos zapatos de invierno en el coche y los llevó en la mano. Cruzó el patio y subió la escalera en calcetines. Ya en casa, se arrancó las prendas mojadas y lo metió todo en una bolsa de basura, junto con el abrigo de piel, sus botas, unos vestidos y algo de ropa interior que cogió en su armario. Había apagado el móvil y lo metió también en la bolsa. Luego llamó a Rosmarie y le dijo que él y Greta habían discutido, que no podía más, que se acabó, que Greta había dicho que se marchaba una temporada. Había una feria de mobiliario en no sabía dónde, mintió. Rosmarie se alegró.

Le mandó un sms desde el móvil de Kari Helene. Sabía que la policía, en algún momento, lo comprobaría. Feliz año. Estoy aquí con una esposa medio borracha. Voy en media hora. Te echo de menos. John Gustav. Luego se dio una ducha hirviendo, se vistió y fue en el coche hasta su casa de Kirkeveien. Ella había estado con un par de amigas, pero después se había ido a casa. Él paró para tirar la bolsa de basura en un contenedor de la calle Bogstad.

Rosmarie entró en albornoz. Le sonrió. Por un momento se sintió invadido por el dolor. Pensó en todo aquello y volvió a tener náuseas.

No había sido capaz de asimilar la pena y el shock cuando Gustav murió. Sintió con más intensidad la ira contra la imbécil de la au-pair a la que pagaban para que cuidara del niño y, por supuesto, contra Hans, que había provocado todo. Greta había empezado a beber a escondidas y Kari Helene estaba cada vez más y más callada, más y más gorda.

Él tenía que presentarse de traje y corbata en el trabajo todos los días y ganar dinero. Todo se había hecho más difícil. Angelina, la maldita correo que tenía que traer la bolsa con la mercancía desde Ámsterdam, fue detenida al bajar del tren en la estación Sur de Oslo. Cuando cogieron a Hans todo estuvo en juego, pero Hans era un hombre decente y tranquilo. Entendió lo que era razonable hacer, y lo que no. Llegaron a un acuerdo. Lo último que sabía era que Corona había cambiado de bando y se había convertido en un confidente. No tenía ni idea de quién era Corona, sólo que era un coordinador en los Países Bajos. Así era este juego. Personas en los márgenes en las que había que confiar, pero que por razones de seguridad no desvelaban su identidad.

Estaba profundamente ensimismado en sus pensamientos y dio un respingo cuando Rosmarie le habló.

—Me voy a vestir y salgo a toda prisa para dar un paseo a Brownie.

—Hazlo, querida —dijo cansado, y encendió la televisión con el mando a distancia. Retransmitían el concierto de Año Nuevo desde Viena. Los músicos estaban sentados en una plataforma. Su perímetro estaba decorado con flores doradas.

Rosmarie le contemplaba desde la puerta.

—Pareces deprimido —dijo. Volvió a entrar y se sentó en el borde de la cama.

—En realidad estoy aliviado —dijo—, ahora somos nosotros dos —le dio un beso en la mejilla. Luego sonrió. Era una agente inmobiliaria competente. Lista, y con muy buena presencia—. Cogeré vacaciones en Semana Santa y podremos irnos a Cap des Freu.

Ella se levantó.

—¿Y qué pasa con tu hija?

—Va a estar ingresada mucho tiempo. Ahora somos tú y yo —repitió.

—Por fin —dijo ella enganchando la correa de Brownie—. Vamos, Brownie.

La puerta sonó tras ella. Tal vez pudiera dejarla embarazada. Un niño, un hijo podría salvarle de la debacle, pero primero tenía que sobrevivir a los primeros días, las primeras semanas. Sólo si conseguía conservar la calma, porque era innegable que las cosas se estaban precipitando. Si fueran padres de un niño pequeño, podría sugerir el marcharse a vivir a Cap des Freu.

Sonó el móvil. Lo cogió. Era la policía, querían venir a recoger los móviles. Sólo tenía el que había usado Kari Helene, dijo que había perdido el otro, pero sabía que podían comprobar el servidor de Telenor y saber a quién había llamado. No era muy peligroso. Tenía un tercer teléfono, de tarjeta. Ése era el que había utilizado para hablar con Arif, Timur, Sako y Sitek.