Kari Helene Bieler se levantó de la cama, se acercó a la puerta y miró afuera con mucho cuidado. La limpiadora escurrió la bayeta mojada y la dejó caer en el suelo, colocó un palo sobre el trapo y lo pasó arriba y abajo. Se parecía a Mayla, la au-pair que tuvo de niña. Seguramente la limpiadora también fuera de Filipinas. Su padre pidió a Mayla que se marchara la misma noche en que murió el pequeño Gustav. Cuando salía por la puerta con su gran maleta en la mano, sus ojos se encontraron. Había angustia en la mirada de Mayla, pero también otra cosa, ira. Volvió a entrar y estrechó a Kari Helene contra su cuerpo, luego desapareció.
Kari Helene fue hasta el lavabo y se miró en el espejo. Su rostro era una masa rosada. Había vuelto a ver las fotos de Martin en la televisión del cuarto de estar. La habían encerrado aquí porque Martin estaba muerto. El responsable tenía que ser su padre. Todo había ocurrido porque ella llamó a Martin el día 28. Pero, en realidad, había empezado en octubre, cuando recordó.
La gente moría todo el tiempo, en todas partes. Había muertes pequeñas y muertes grandes. Martin había tenido una muerte grande, porque salía en televisión. Gustav había tenido una muerte pequeña. Lloró, pero su llanto no era gran cosa. Sólo un poco de agua bajo los ojos y en el labio superior. Fue hacia la puerta y la volvió a abrir. Se secó bajo la nariz con el dorso de la mano y salió de la habitación. Sus calcetines estaban húmedos, pero no tenía importancia.
En el cuarto de estar, el hombre de la chaqueta de punto estaba como siempre, sumergido en un periódico. Una mujer joven sentada en el sofá tejía un jersey beige con remate marrón. Su cabello colgaba hacia delante, como una cortina.
Sobre una mesa había un jarrón con flores. ¿Por qué se decoraba con flores? Eran manchas de colores inquietas, chillonas, que desordenaban la habitación.
Una mujer encorvada, con un vestido azul, levantó la mirada y le dijo:
—Mira, te voy a prestar mi Biblia, tienes que leer la Biblia. Lo entenderás todo. Me han dejado aquí. Éste es el tipo de sitio donde pueden dejar a la gente, te habrás dado cuenta, ¿no?
Kari Helene aceptó la Biblia y fue hacia la ventana. Tenía vistas a un amplio valle. Apretó el libro de piel negra contra el pecho y pensó en el pequeño Gustav sobre la alfombra persa. Gateaba. De verdad, ella no le odiaba. En realidad, le había amado.
En su habitación se sentó en la cama y pasó salvajemente las páginas de la Biblia. Adelante y atrás, de un lado a otro. De pronto sus ojos cayeron sobre un texto. Tenía que tratarse de una señal. Era una señal. Una señal iluminadora.
Evangelio según San Mateo 10, 26-28: Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados. Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehena.
Kari Helene cerró el libro de golpe y levantó la vista. A ella, su padre le dijo que ella había tirado el azúcar por el suelo. Nunca entendió por qué el azúcar era tan peligroso. Lo había comido y comido para matarse. Pero no funcionaba. Vivía y vivía. A su madre también le había dicho que ella había matado al pequeño Gustav, pero le había dado otra versión, le dijo que Kari Helene había apretado un cojín contra el rostro de su hermano. Así se aseguraba. Nunca debían hablar de ello. Eso les dijo a las dos. Dos versiones, para mantener alejada la verdad. Esclusas impermeables contra la verdad viniera de donde viniera. Y Martin creyó que Gustav murió en su cuna, boca abajo. Pero nada de eso era cierto. El polvo que el tío Hans tenía en el pequeño espejo sobre la mesa y que tiró al suelo, fue lo que le mató.
Puso el libro sobre la colcha y se llevó las manos a la frente. Todo le daba vueltas. Si Martin hubiera ido a Pascal y sabido cómo había muerto Gustav realmente, habría comprendido que Hans y su padre eran igual de culpables. Habría puesto en marcha investigaciones que hubieran podido demostrar que su padre aún ganaba mucho dinero ilegalmente. Su padre también debería estar en la cárcel.
Se levantó y salió al pasillo, hasta la puerta de la cocina. El pinche estaba inclinado en la encimera sobre algo. Se dio la vuelta y la miró. Tenía el pelo rizado y abundante, los ojos muy azules y un minúsculo bigote, casi infantil.
—¿Quieres ayudarme? —le preguntó.
Kari Helene cerró los ojos un instante, luego asintió. La nevera emitía un sonido vibrante. Sobre las grandes placas eléctricas colgaban pulidos cazos y cuchillos alineados. Las patatas hervían en una cazuela, y en el fregadero había un bol de plástico metido hasta la mitad en agua templada. Contenía una masa de pan que sobresalía un poco por el borde.
Arrastró los pies por el suelo ajedrezado. Había tan pocos pacientes que era suficiente con ese único aprendiz de cocinero. Llegaba a las diez todos los días y preparaba el almuerzo y la cena. Del desayuno se encargaban ellos mismos. Había pan integral y blanco en la panera de la encimera, hechos allí. El chico horneaba el pan y preparaba la cena a conciencia. Subía y bajaba constantemente al sótano para coger harina, azúcar y verduras del almacén. La puerta del sótano estaba a la derecha de la puerta de entrada, de vidrio, que permanecía cerrada. Era distinta de las puertas que daban a las habitaciones, sin pintar, con un picaporte de hierro suelto y gastado. Una vez la puerta se cerró de golpe porque había corriente. Tenía que haber una puerta en el sótano. Una puerta que llevara al exterior.
—Lávate las manos y podrás amasar los panecillos.
Hizo lo que le decía. Él le dio un cuchillo y una tabla para amasar.
—Voy a bajar un momento a coger un paquete de harina —dijo—. Si se te hace muy largo esperar hasta la cena, te puedo dar un poco de té y una rebanada de pan.
Rió. Ella estiró los labios en un intento de devolverle la sonrisa.
El cocinero sacó la llave del bolsillo del delantal. El delantal era de cuadros azules, exactamente igual que las cortinas de volantes que daban al aparcamiento. Oyó que abría la puerta del sótano.
Kari Helene clavó el cuchillo en la masa. Se hundió con un cálido soplido. Volvió a sacar el cuchillo y salió al pasillo. Un viento helado y húmedo subía por la puerta abierta.