El director de la Policía Judicial, Martin Egge, caminó deprisa hacia su Audi. El viento helado llegaba de todas partes y levantaba su cabello gris. Era 28 de diciembre. Las 12:40. El coche estaba aparcado junto al muro, que tenía brotes de pino. La nieve en polvo se deslizaba sobre el suelo, acumulándose junto a los cimientos de la sede de la Policía Judicial. Los marcos de acero de las ventanas alargadas estaban cubiertos de escarcha.

Entró en el coche y dio marcha atrás lentamente, se reclinó en el asiento y miró la fachada de ladrillo antes de salir de la zona. El edificio era grande. Daba cabida a quinientas personas, pero hoy no había casi nadie trabajando.

En la carretera principal sintió la desagradable inquietud que se había enquistado en su interior. Tenía frío y subió la calefacción. El aire aún frío de los respiraderos le atravesó el rostro.

Kari Helene, la hija de 24 años de uno de sus mejores amigos, acababa de enviarle un sms. Tengo que hablar contigo, Martin. Te voy a contar lo peor de todo. «Por fin», pensó él. Llevaba mucho tiempo intentando contarle algo. ¿Qué sabía en realidad? Le devolvió la llamada y le dijo que se acercara a su casa, pero entonces ella tuvo pánico, susurró que su madre estaba en casa y que su padre no debía enterarse de nada. Cuando le pidió que le dijera qué pasaba, ella contestó con voz grave y monótona. Ya sabes, el pequeño Gustav… Y ya no dijo nada más.

Tuvo miedo de que ella cambiara de opinión y la convenció para que quedaran al día siguiente después de las doce, en Pascal, donde solía comprar pasteles. Ella respondió que sí.

Todo había empezado unos meses antes, a principios de octubre. Un día la vio por la ventana del pasillo del sexto piso. Tenía una amplia vista de la red de carreteras y de las naves industriales que se sucedían una tras otra. Estaba abajo, en el aparcamiento, con el abrigo amarillo mostaza. El sol cubría el asfalto con frías sombras. El viento de otoño esparcía las hojas. Estaba aún más gruesa. Bajó en el ascensor. Ella le entregó un papel, una especie de recibo de una propiedad que, al parecer, tenía su padre en Mallorca. Luego tartamudeó. Pasa algo con papá. Y algo más… Algo del tío Hans que he recordado de pronto.

Lo dijo tan bajito que casi no lo oyó. Luego guardó silencio, se dio la vuelta y se alejó. No servía de nada insistir.

La gente que ha sufrido traumas psicológicos profundos puede recordar cosas de pronto, pero los falsos recuerdos también son una realidad, y Kari Helene era muy inestable. Además, de todo aquello hacía mucho, mucho tiempo.

Martin Egge condujo por el túnel de Ekeberg. El climatizador soplaba aire caliente en las manos. Los pensamientos se habían adherido a su pecho como un dolor. Hans estaba preso en la penitenciaría de Ila, condenado por delitos económicos y narcotráfico. Le quedaban cinco años por cumplir. No era, en absoluto, el tipo de amistades que el director de la Policía Judicial debía tener. Había cortado todo contacto con él.

Al pasar junto a la Ópera, llamó a Irmelin Quist, la «mujer para todo» de la comisaría de Grønland.

—Soy Martin Egge —dijo, y oyó cómo ella contenía la respiración—, necesito pedirte que retires una carpeta del archivo. Un tal Gustav Bieler, un niño de diez meses que falleció el 8 de noviembre de 1994. ¿Lo puedes arreglar?

—Sí —respondió ella secamente.

—Estaré contigo dentro de diez minutos —contestó él, cortando la comunicación—. Algunos bebés sencillamente mueren —murmuró para sí frenando tras el coche que le precedía. Pero ¿por qué Kari Helene había dicho: ya sabes, el pequeño Gustav? Aquel día de invierno se parecía a éste, con una fina capa de nieve y varios grados bajo cero y, aun así, con niebla. En realidad no había sido un caso, sino sólo el seguimiento de la muerte repentina e inexplicable de un bebé. Como investigador había estado en escenarios de crímenes bastante peores, pero el hecho de conocer a los padres lo hacía especial. El niño muerto estaba sobre la cama con su hermana de ocho años casi tumbada sobre él, con la au-pair llorosa y el padre como testigos paralizados.

Fue él quien indicó que no había necesidad de practicar la autopsia al niño. El médico, basándose en lo que le habían contado, concluyó que no había indicios de criminalidad en la causa de la muerte, que había sido una muerte súbita.

Habían pasado dieciséis años. Era absurdo empezar a hurgar en ese asunto ahora. Sabía que debía mantenerse alejado.

Bajó el termostato. Notó que tenía las articulaciones entumecidas por haber quitado la nieve para Jorunn aquella mañana. Había vuelto a relacionarse con ella, quería favorecer que hablara, tal vez sabía algo más de todo aquello. Incluso había pasado la Nochebuena con ella y su familia. Entonces, cuando apareció un hombre extranjero, de nombre Arif, para recoger el código de una cerradura, él se dio cuenta de que sus sospechas podían ser fundadas.

El director de la Policía Judicial, Martin Egge, entró en el aparcamiento del sótano de la comisaría. Notó con alivio que la furgoneta blanca de Marian no estaba. Aparcó en un sitio libre, consultó el reloj y cogió el ascensor hasta la recepción. Al ser Navidad, las ventanillas de entrega de pasaportes estaban cerradas. Se quedó haciendo algo de tiempo para que Irmelin Quist tuviera cinco minutos más para buscar el expediente. Dos hombres con aspecto de ser de Europa del Este hablaban con la recepcionista.

Pensó en el tal Arif. Según el informe de la sección de Crimen Organizado de la Dirección General de la Policía, había una evolución negativa en el número de delitos cometidos por ciudadanos procedentes de otros países. Cada vez había más robos en centros de reciclado, asaltos violentos a tiendas de electrónica, móviles, fotografía y almacenes de materiales para la construcción. A menudo tenían que ver con estafas con tarjetas de crédito. Noruega se había convertido en campo abonado para criminales extranjeros, pensó, volviendo a coger el ascensor.

Se enderezó el nudo de la corbata mientras salía del departamento, casi vacío, de la séptima planta.

Sabía que había puntos en común, pero eran como filas de fichas de dominó que caían una a una a través de muchas habitaciones, durante mucho tiempo. Era complicado. Hacía un par de semanas había insinuado a la jefa del Servicio de Inteligencia de la Policía que se sentía amenazado. Fue cuando se puso en contacto con la embajada de Polonia para investigar si tenían información sobre el abogado Marek Sitek. Marek Sitek había sido el defensor de Hans y también había llevado casos sospechosos de ciudadanos de Europa del Este en el sistema judicial noruego. Poco después le habían llamado desde un número oculto. En un noruego cristalino le habían ordenado que se ocupara de los asuntos que competían a su cargo. Tú, como jefe de la Policía Judicial, no puedes llevar investigaciones privadas. Quien fuera tenía toda la razón, pero no era capaz de dejarlo. Sobre todo no ahora que Kari Helene había insinuado algo que le indicaba que podía haber relación entre varios casos diferentes. Una historia terrible que empezaba con la muerte del bebé y que podía no haber terminado aún.

¿De dónde salía el tal Arif? Criminales sin identificar controlaban todos los campos: drogas, delitos económicos y tráfico de personas. La Policía Judicial tenía graves problemas de capacidad como consecuencia de las tareas que se les encomendaban desde las más altas instancias. Los expertos necesitaban mil millones de inversión en equipos informáticos para poder mantener la delantera al crimen organizado.

El fax de Corona debía llegar ese día o el siguiente. Cuando lo recibiera, podría pasarle el caso a otro y dejar que el departamento pertinente siguiera con la investigación. Debía ser profesional. Por supuesto que Corona sólo era un alias, un hombre a la sombra que nunca daría a conocer su verdadera identidad. En realidad no tenía ninguna importancia.

Irmelin Quist le dio el expediente.

—Lo he cogido del archivo. No lo sacarás de la comisaría, ¿verdad?

Martin Egge abrió su gabardina y miró a la estricta funcionaria. Tenía el pelo corto, blanco como la nieve, y unos ojos azul hielo. Documentos en fundas de plástico y archivadores rojos, azules y negros se alineaban con precisión en las estanterías de una de las paredes. Sonrió mientras firmaba el recibo de la carpeta prestada.

—La sección está tranquila hoy, por lo que veo. La tendrás de vuelta mañana por la mañana. Que sigas teniendo una feliz Navidad.

Se dio la vuelta y salió de la habitación, pasó por las oficinas vacías con mamparas acristaladas y fue hacia el ascensor.