Marian subía la estrecha escalera de desgastados peldaños pintados de negro. El olor era desagradable, como si la pobreza no sólo fuera falta de dinero sino también una experiencia sensorial. Birka caminaba con la cabeza muy levantada. Marian tiró de la correa y contuvo la respiración un instante, como si el olor le pudiera dañar.

Detrás de cada puerta vivían personas que habían ido a parar demasiado lejos, que habían claudicado y que habían sido dejadas por imposible. Durmiendo en un estrecho camastro, descansando en una gastada butaca de mercadillo, mirando fijamente la pantalla de un televisor o sentados en una silla de madera ante una pequeña mesa.

Marian subió hasta el tercero y golpeó la puerta en la que estaba escrito «Juha» en letras rojas. Poco después abrieron la puerta. El chico la dejó entrar sin decir nada. De cerca tenía un aspecto poco saludable, la cara pálida y abultados granos en la barbilla. Tenía un diente de plata en el maxilar superior. Llevaba los pantalones caídos por debajo de la cadera y la sudadera azul tenía algo en el pecho que debían de ser manchas resecas de kétchup.

—Te vi en el despacho del abogado —dijo ella—, fuiste tú quien me llamó hace un par de días y luego colgó. ¿Por qué hiciste eso?

Juha Sakkonen no contestó. Dio un par de pasos atrás. Marian cerró la puerta. Era una habitación alargada, no muy grande, de paredes verde claro con la pintura desconchada. Juha seguía andando hacia atrás, hasta que estuvo completamente pegado al radiador. De él colgaban un par de calcetines mojados. El calor salía a vaharadas. Un tranvía pasó ruidoso por la calle.

—También hace frío donde vivo yo —dijo Marian observando las ventanas empañadas y las cortinas estampadas con hojas de otoño color naranja. Una de ellas tenía un gran roto. Al fondo de la habitación había una cama sin hacer.

—La policía quiere hablar conmigo —dijo Juha Sakkonen—, me han estado buscando, tengo que ir a prestar declaración, pero quiero hablar contigo antes. Tú también has heredado.

—Quería ayudarnos —dijo Marian con voz queda—, Martin significaba mucho para mí.

—Martin me ha hablado de ti.

—A mí no me habló de ti —dijo Marian tirando de la correa—. Siéntate, Birka.

—Me gustan los perros. ¿Es un perro de pelea?

—No seas bobo, es un bóxer.

Birka se sentó.

—¿Un bóxer corriente?

—Sí, un bóxer corriente.

—¿Dónde vives?

—En la calle Hesselberg.

—Nunca he estado en Nueva York, ni en España.

Marian tiró instintivamente de Birka hacia ella cuando él se agachó y alargó su delgada mano para acariciar a la perra.

—Pero ahora tal vez te lo puedas permitir.

—Hay condiciones, entiendo —acarició la cabeza de la perra—. Es ahí donde entras tú.

Un nuevo tranvía pasó tintineando por la calle.

—Viví en casa de Martin durante dos años, entre los 16 y los 18 años —dijo ella.

Juha se incorporó.

—¿Por qué?

Marian sostuvo su mirada.

—Tal vez te lo cuente en otra ocasión. No estoy segura de que pueda llevar a cabo lo que dice en su testamento. Supongo que sabrás que no harán efectiva la herencia de Martin hasta que se aclare su asesinato —juntó los labios hasta formar una delgada línea.

—Lo sé.

—¿Conoces a Kari Helene Bieler?

—Un poco. Vino aquí hace unos días.

Marian se frotó las manos frías. La certeza de que ellos dos se conocían le dolía.

—Tendría que haber pasado la Nochebuena con él, pero elegí estar sola en casa. Con Birka —añadió—. En su lugar, fui el día 27.

Juha se despegó del radiador.

Marian soltó un poco la correa de la perra. Martin no había sido sólo suyo.

—¿Cómo es Kari Helene Bieler, entonces?

Juha se mordió el labio inferior.

—Callada y gorda —dijo con una leve sonrisa.

—¿Tienes su número de móvil? No la encuentro en la guía.

—Te lo daré, pero no contesta al teléfono.

Marian le miró y sintió varias cosas a la vez: tristeza, desesperación e intranquilidad, pero también un atisbo de emoción, como si Juha fuera un hermano reencontrado, o algo así.

—¿Cuántos años tienes en realidad? —Marian le observó con más detenimiento—. No eres muy mayor.

—Tengo 19.

—¿Cómo conociste a Martin?

—Me lo encontré en la estación Sur de Oslo.

—¿Qué hacía Martin en la estación Sur de Oslo?

—Solía pasar allí el día con mi madre, pero la mataron. Murió junto a la máquina expendedora de billetes de alta velocidad para el aeropuerto. Hace cuatro años, tres días antes de que yo cumpliera 15 años.

Se acercó a la encimera de la cocina y agarró una botella de Coca-Cola. Marian le miró, y rebuscó en su bolsillo el paquete de tabaco. Birka se hizo un ovillo en el suelo y apoyó la cabeza sobre una de sus patas delanteras.

—Martin trabajaba en la Policía Judicial. No se dedicaba a investigar crímenes normales.

—No fue un crimen normal —Juha dejó la botella en la encimera de la cocina con un golpe seco, y aceptó el cigarrillo que ella le tendía.

—Yo también fumaré uno. ¿Podemos sentarnos? —Marian indicó con un gesto de la cabeza las dos sillas de madera que había junto a la mesa.

Se sentaron. Juha sacó un mechero y dio fuego a Marian. Ella dio una calada, giró la cabeza y echó el humo a un lado. En el estrecho trozo de pared que quedaba entre las dos ventanas, colgaba un pequeño espejo enmarcado en plástico naranja, en su parte inferior tenía metida una fotografía de un niño, en verano. Era Juha. Iba a lanzarse a un lago. El pequeño cuerpo infantil era extremadamente pálido y sus delgadas clavículas parecían alas puntiagudas.

Juha la miró con indiferencia y encendió su cigarrillo con el mechero.

—¿Sabes lo que ponía en el pasaporte de mamá?

Marian negó con la cabeza, y empezó a tamborilear los dedos sobre la mesa. Las clavículas de la foto le recordaban las alas de un pequeño pingüino helado.

—¿Tu nombre es finlandés?

—Mi padre era finlandés. Murió cuando yo era pequeño. Mi madre era rusa. Vivimos en Letonia hasta que cumplí 8 años, luego vinimos aquí. En su pasaporte decía ailien, que quiere decir «desconocido», puesto que en Letonia era rusa. No pertenecía a ninguna parte. No tengo pasaporte, no tengo permiso de residencia. Pero creo que Martin arregló algo, no lo sé.

El humo gris flotaba sobre sus cabezas.

—Dicen que mi madre murió de sobredosis. Pero fue un asesinato. Martin creía que alguien le había puesto la sobredosis en otro lugar y que luego la había llevado hasta allí.

—¿Quién la mató?

—No lo sé —Juha la miró—. Martin dijo que conocía al tipo para el que mi madre había estado trabajando.

—¿Quién era?

—No lo sé. Estuvo trabajando para un constructor durante una temporada, antes de que todo se estropeara. Era una especie de secretaria, o algo así.

Marian dio una profunda calada al cigarrillo y echó la ceniza en un vaso de leche ya vacío. Birka se levantó y fue hacia Juha, que extendió la mano hacia la perra.

—Increíble, aquí estoy contándole mi vida a una poli.

—¿Qué pasó después de su muerte?

Juha apartó la mano, se incorporó y aspiró con fuerza el humo del cigarrillo.

—Fui zona catastrófica. La gente me tenía miedo —por un momento pareció orgulloso—. Protección de menores me recogió en la estación Sur y me llevó al hospital de Oslo. Luego me llevaron a un hogar de acogida, pero me escapé. Y después llamé a Martin.

—Y él acudió, por supuesto —dijo Marian.

—Nunca tardaba mucho en venir a buscarme. Ocurrió diez veces. Le ponía a prueba, no creía que fuera a ayudarme. No hasta la última vez. Entonces tuvo que marcharse de una reunión importante, pero vino. Dimos un paseo y hablamos, hasta que me llevó a su casa y me hizo la cena.

Marian sonrió tensa. Juha continuó.

—Luego pensé en denunciarle a la protección de menores por abusar de mí, para que me dieran una indemnización. Imagínate los titulares: el director de la Policía Judicial abusa de un menor en acogida.

Pegó otra calada al cigarrillo formando un arco con su brazo.

—Vaya mierda —dijo Marian.

—No lo hice —dijo Juha. La miró fijamente y dio un trago a la botella—. No pareces un poli normal. Me vas a ayudar a administrar mi herencia. Qué palabras tan pomposas.

Marian le miró malhumorada.

—Martin dejó escrito que lo invertirías en un lugar para vivir.

Juha Sakkonen se encogió de hombros.

—Un lugar donde pueda estar en paz, tal vez adoptar un perro que nadie quiera.

—Ochocientas mil coronas tal vez no sean suficientes para comprarte un piso. ¿Cómo se llamaba tu madre?

—Mi mamá se llamaba Angelina Sakkonen.