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Las previsiones eran poco alentadoras. Siete pacientes estaban desaparecidos, a los que había que sumar diez empleados del centro, dos celadores, seis enfermeros y dos guardias de seguridad. Mañana y tarde, las labores de desescombro habían mantenido ocupados a más de cincuenta hombres entre cuerpos de policía y bomberos llegados de varias localidades del condado. La coordinación correspondía a la policía de Crystal Hood, ya que el Shine Memorial estaba construido dentro de su territorio municipal. A última hora se sumó un cuerpo especializado de rescate con perros. Los animales olfateaban sin pausa entre los escombros, bajo la atenta mirada de los adiestradores.

La luz natural apuraba los últimos minutos de vida por encima de las montañas. Los grupos electrógenos rugían bajo postes de diez metros de altura que alumbraban con potentes focos el desastre. Sólo se oían las palas rozar contra la arena y las rocas. Con el paso de las horas, las voces se habían convertido en simples susurros que se oían entre sombras y que poco o nada recordaban el ímpetu con el que se iniciaron las labores de rescate. El cansancio hacía mella, especialmente en los que llevaban allí desde primera hora. Cada vez era más frecuente ver a muchos de estos hombres resoplar apoyados en las rodillas o llevando los antebrazos al rostro para limpiar la mezcla de sudor y polvo, que además de picar como mil demonios, hacía imposible diferenciar a unos hombres de otros. Muchos de ellos miraban a los perros esperando que un ladrido les diera un punto extra de aliento para no dar todo por perdido. Cuando allí abajo sonaba un teléfono móvil al que nadie respondía, resultaba muy difícil contener la emoción. Pensar en esa novia, en esa mujer, en esas familias acorraladas por la angustia y la falta de noticias, hacía que a cualquiera se le encogiera el alma.

El bloque C, que constaba de dos plantas, había sido afectado en dos terceras partes de su estructura. La única parte que había quedado en pie correspondía, de abajo arriba, a la recepción, a las habitaciones 109 y 110, y a la sala de espera número 5. Visto de frente, sería la parte izquierda del edificio, que a su vez estaba unido al principal por dos pasarelas de acero y metacrilato que permitía pasar de un edificio a otro sin necesidad de atravesar los jardines. Desde la entrada al recinto se podía ver perfectamente el avance del alud de tierra por la ladera de la montaña. La lengua de rocas se había llevado por delante cuatro muros de contención.

Uno de los pacientes, el de la 109, estuvo más de una hora yendo de un lado a otro de la habitación, ante la mirada de los que se encontraban en los jardines y cruzaban los dedos para que no se tirara al vacío o no tocara alguno de los cables que chisporroteaban por encima de su cabeza. El enfermo de la 110 no se había movido de la cama. De hecho, cuando los servicios de rescate lograron acceder a la habitación, comprobaron que dormía profundamente. No se había enterado de nada. Por el contrario, el paciente de la 108 pudo salir milagrosamente por su propio pie de entre los escombros apartando la arena con las manos como si saliera de una tumba. Cuando lo hizo se quedó quieto, de pie, lleno de arañazos y manchado de sangre y barro. Poseído por una fuerte tiritona provocada por el frío y el pánico, el enfermo preguntaba una y otra vez: «¿Se han ido ya?, ¿se han ido ya?». Cuando uno de los enfermeros llegó a él y se lo llevó de allí envuelto en una manta, el enfermo se volvió hacia el lugar del que había salido y respondió él mismo a su pregunta…

—Se han ido…, pero volverán, ellas volverán —dijo el hombre rechinando los dientes.

El paciente, un hombre de cuarenta y dos años, llevaba diez meses sin decir una sola palabra.