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El Arena, Crystal Hood

Black Hills

El todoterreno de Sunny se alejó pegando botes por el camino de tierra ante los ojos de Isaiah, que se volvió encogido de hombros, con las manos metidas en los bolsillos y una mochila colgada a la espalda. Hacía un frío de perros. El moquillo no tardó en aparecer y el vaho iba quedando atrás a cada paso como señales de humo. No veía el momento de pegarse una ducha caliente. Luego esperaría unas cuantas horas sobre la cama hasta que Sunny pasara a recogerlo para llevarlo de nuevo al Shine Memorial.

John Hawk’s Forest Home, conocido por todo el mundo como el Arena estaba situado a un kilómetro del centro. Allí vivía Isaiah. Se trataba de unas instalaciones que estaban más cerca de parecerse a un aparcamiento de caravanas que a una urbanización residencial al uso. Apenas estaba asfaltado, lo que hacía que en días de lluvia el suelo pareciera derretirse. Isaiah caminaba esquivando charcos y socavones. A ambos lados, algunos farolillos que habían quedado encendidos chirriaban colgados de los porches.

¿Podía ser que sólo se tratara de una pesadilla? ¿Era una pesadilla más? ¿Una de esas desconexiones temporales que apartaban a Isaiah de la realidad? ¿Despertaría como cada mañana cuando la alarma sonara a las nueve en punto? Gilipolleces, no eran más que gilipolleces. La verdad es que pasaría lo que quedaba de noche dando patadas a las sábanas pensando en lo sucedido durante el día.

A Isaiah le costó mucho salir del agujero en el que su padre lo metió. Maltratos físicos y sobre todo psicológicos a punto estuvieron de costarle la vida. A él no le fallaba nada en el cerebro como a su hermano, no había ningún análisis clínico o científico que justificase ciertos comportamientos que lo alejaban de ser un chico como los demás. ¿Introvertido? ¿Poco social? Isaiah estaba asustado. Sólo eso. Lo que lo hacía diferente era el dolor.

De no ser por Mamma Sun, la abuela de Sunny, que lo acogió como un nieto más, Isaiah hubiera terminado en un centro de menores. Hasta la fecha había ido superando una serie de circunstancias pasadas que condicionaron su vida de manera radical. A medida que cerraba heridas superficiales, iba reconstruyendo parte de lo que había quedado destrozado. Pero sólo parte.

—¡Joder! —exclamó tras meter hasta el tobillo el pie derecho en un charco que se había formado junto a las escaleras que daban acceso al porche de su bungalow.

Maldijo al mundo y sacudió la pierna como un perro mientras buscaba las llaves. Estaba claro que no iba a encontrarlas a la primera, tampoco a la segunda. Buscó y rebuscó en la chaqueta, en los pantalones, en la mochila… Buscó por todos lados pero las malditas llaves no aparecían. «Debieron de caerse en el coche de Sunny», pensó.

En casos así uno acude a la alfombrilla o a la típica maceta que siempre está cerca de la puerta. Pero allí no iba a encontrar una copia de las llaves, entre otras razones porque no tenía ni una cosa ni la otra. Estaba cansado de que los gatos se mearan en la alfombrilla y de que revolvieran la tierra de las macetas, así que cortó por lo sano: fuera alfombrilla, fuera macetas. Suponía un trabajo extra, complicaciones y cabreos innecesarios a cambio de nada. Si quería plantas tenía un bosque enorme detrás de su casa, y si no quería llenar de barro su casa, sólo tenía que quitarse las botas y dejarlas en la entrada.

Extrapolando esta filosofía tan radical al ámbito personal, no era complicado entender por qué Isaiah no tenía amigos, a excepción de Sunny. ¿Y novia? Isaiah había borrado de su diccionario cualquier palabra que implicara una relación de pareja. No es que sintiera animadversión hacia el resto de la especie humana, lo que ocurría es que no quería ser ni la maceta ni la alfombrilla de nadie. Sus problemas eran suyos, no tenían por qué ser de nadie más.

Isaiah hizo girar el pomo de la puerta, pero no hubo suerte. Algunas veces no cerraba bien o simplemente dejaba la puerta abierta. Posibilidad que se vino abajo en el momento en que mandó a Sunny que pasara por allí para cogerle algo de ropa mientras él estaba con su hermano. Finalmente desistió. Soltó el pomo de un manotazo y caminó hasta la ventana que estaba a su izquierda. La empujó primero para comprobar si casualmente se la había dejado abierta, pero nada. Luego metió los dedos entre el marco y la propia hoja de la ventana con la esperanza de que el pestillo no hubiera cerrado bien. Pero no. Tampoco hubo suerte. La única opción que le quedaba para entrar en casa sin necesidad de echar la puerta abajo o romper el cristal era la ventana del baño.

Isaiah rodeó el bungalow evitando un montón de trastos, pero no la lluvia que volvía a caer con fuerza. Allí tenía piezas de electrodomésticos, planchas de chapa, cajas de plástico y alguna que otra cosa que algún día le podría servir de algo.

Dobló la esquina de la parte trasera buscando la ventana del baño. Vio que estaba ligeramente abierta. Se trataba de una ventana de láminas de cristal rugoso y opaco de poco más de un metro cuadrado. No sería difícil quitarlas. Lo que le preocupaba era saber si su cuerpo pasaría por ella y cómo llegar hasta ahí arriba. Miró alrededor y revolvió entre los trastos hasta que encontró algo que podía servirle, un palé de madera que había estado a punto de tirar en más de una ocasión. Lo cogió con cuidado para no clavarse alguna astilla o un clavo oxidado, apartó un par de cajas y colocó el palé justo debajo de la ventana. Pero había algo que lo detuvo, un sonido que no había oído bien pero que le era familiar. Se quedó quieto. Sonó por segunda vez. Isaiah tenía claro lo que había oído, pero no podía ser.

Isaiah se olvidó del palé, de la ventana y de entrar en su casa. Caminó muy despacio pegado a la pared. Con mucho cuidado se agachó sin perder de vista el frente y agarró una tubería de cobre que había entre la hierba.

Por tercera vez oyó el mismo sonido. Tenía claro de qué se trataba, pero no entendía cómo era posible. Esa jodida bisagra no tenía que estar sonando. Se coló en sus oídos como un tenedor arañando una pizarra. Los pelos de la nuca se le erizaban cada vez que sonaba. Pensó que al forzar la puerta era probable que hubiera roto el cerrojo. Luego pensó que si se trataba de un extraño que se había colado en su casa, Sultán, el perro de Joe, un pastor alemán de diez años, se habría puesto a ladrar como un poseso. El chucho conocía a toda la gente del Arena, a los que vivían allí y a los que pasaban casi a diario. Conocía a carteros y repartidores, a rateros y sospechosos hombres de negocios. Pero cuando alguien al que nunca había olfateado el culo aparecía por primera vez, se convertía en un demonio.

La lluvia comenzó a caer con más intensidad. Los goterones resbalaban por la cara de Isaiah hasta perderse por el cuello. Su ropa era incapaz de absorber más agua. Pero no sentía nada, incluso dejó de oír la lluvia cuando en sus oídos se clavaron como flechas los ladridos de Sultán. No hacía ni cinco minutos había pasado a su lado y lo único que Isaiah recibió del perro fue un tímido movimiento de orejas. No se molestó ni tan siquiera en seguirle con la mirada. Pero ahora, ladraba como hacía tiempo no escuchaba. Joe, como de costumbre, no se iba a molestar en hacerle callar. Estaría tan borracho que los ladridos de Sultán llegarían a sus oídos con la fuerza sonora de una pompa de jabón al explotar.

Isaiah agarró con fuerza la tubería y se apoyó de espaldas contra la pared de la casa. Apretó los dientes y asomó el flequillo al porche de la entrada. No vio nada ni a nadie. Lo que sí pudo ver es que la puerta estaba abierta.

Sultán dejó de ladrar. Animado por ello, Isaah caminó tras la valla del porche mirando entre los barrotes de madera hacia el interior de su casa. Isaiah no daba crédito. Las llaves estaban puestas en la cerradura de la puerta. Pensando en cómo demonios habían llegado hasta la cerradura, se olvidó de la posibilidad de que alguien pudiera estar dentro de su casa. Cuando quiso darse cuenta, había entrado. Se volvió sobresaltado y vio la puerta cerrada. Extendió las manos ante sus ojos y vio que con la derecha sostenía las malditas llaves. ¿Y la tubería?, se preguntó. No había ni rastro de la tubería.

Isaiah estaba mareado. Sintió un vértigo que nubló su vista haciendo que su cuerpo se tambaleara de un lado a otro hasta casi perder el equilibrio. Se apoyó sobre una pequeña mesilla que tenía junto a la entrada tirando al suelo una lámpara con la base de cerámica, que se hizo añicos a sus pies. Dejó caer las llaves sobre los pedazos. El aire que respiraba se volvió espeso. Todo a su alrededor comenzó a derretirse hasta no ver absolutamente nada. La oscuridad era absoluta. Lo que oyó a sus espaldas…

—Muy pronto iré a por él… —dijo una voz ronca y profunda que nunca antes había oído.

Isaiah despertó dando manotazos al aire. Había sido tan real que le costaba creer que había despertado. Miró a un lado y otro buscando algo que realmente le confirmara que todo había sido una pesadilla. A su derecha, vio colgado del cabecero un atrapasueños que cogió y pegó a su pecho.