5
South Wood Apartments, Crystal Hood
Black Hills
Todo estaba oscuro, muy oscuro. Había luna llena, pero con tantos árboles de por medio era imposible que algo de luz llegara al suelo. Corría a toda velocidad. Lo hacía tan rápido como le permitían sus piernas. Las piernas a medio hacer y cubiertas de pelusa, de un chico de dieciséis años. Saltaba por encima de piedras, caía sobre otras jugándose el esguince, atravesaba matojos y arbustos sin mirar atrás.
Maldecía no haberse puesto pantalones largos; le ardían las espinillas —¿cómo podía decir la profesora de naturales que las malditas ortigas tienen propiedades terapéuticas?—, continuó maldiciendo. Es uno de los inconvenientes de tomar atajos. Una, dos, tres…, hasta cuatro veces estuvo a punto de caer y besar el suelo. Pero no estaba para tonterías, no estaba para besos. Nada ni nadie podía detenerlo, ni tan siquiera ese pino de veinte metros que rodeó agarrando su corteza antes de girar a la izquierda para volver al camino. Pulsó el botoncito de la luz para encender la picoteada pantalla del reloj: las 21.55, vio tras un nuevo trompicón. Tenía menos de cinco minutos para llegar a casa, de lo contrario, estaría muerto.
El pecho le pitaba como un silbato. Le costaba horrores respirar, y para colmo, no llevaba el inhalador. No sabía si se lo había dejado en casa o si lo había perdido por ahí. Las posibilidades estaban al cincuenta por ciento. No podía ir más de prisa. Aún peor, ya no iba tan rápido como antes. Pasó de la carrera a un caminar ligero pero insuficiente. Esas zapatillas que llevaba no eran como le habían dicho. El simbolito era parecido, pero no eran tan buenas como unas Nike. Si las hubiera tenido, ya estaría en casa sin necesidad de atajos. Su madre seguro que se las hubiera comprado. Si su madre estuviera en casa, tampoco tendría que preocuparse por la hora de llegada.
Por enésima vez sentiría los puños de su padre en su cara o las botas con punta de acero en las costillas. Eso le hizo recordar lo que más odiaba: quedarse sin respiración. Cuando eso ocurría, no podía ni tan siquiera protegerse de los golpes.
Eran las 21.57, solo quedaban tres minutos.
Debía intentarlo. Respiró hondo, infló sus pulmones todo lo que pudo y se lanzó de nuevo a la carrera. «Ojalá haya parado en Richmond’s para tomar unas cervezas con los compañeros del aserradero», pensó. Entonces no tendría que volver a decir en el colegio que se había caído de un árbol o que había sufrido un desafortunado accidente en una de sus aventuras por el bosque. La verdad es que las excusas se le habían agotado hacía tiempo. Lo peor es que muchos continuaban creyéndolas.
Ethan, sentado en la escalera, vio aparecer a su hermano doblando la esquina de la calle Pierce. George, un minero jubilado que había acompañado al pequeño desde Mary’s Cake, tiró su tercer cigarrillo al suelo y lo pisó maldiciendo por lo bajo. Isaiah llegaba exhausto; en sus últimas zancadas desgarbadas los brazos iban por un lado y las piernas por otro. Por fin había llegado al 23 de Eagle Road, a la puerta de su casa. Se subió las mangas de la sudadera hasta los codos, se apoyó en las rodillas y resopló un par de veces.
—¿A ti qué demonios te pasa? —preguntó George.
Isaiah no pudo contestar porque le faltaba el aire.
—A ver si estás a lo que tienes que estar. Un día de estos pasará algo… y llegarán las lamentaciones —refunfuñó mientras se iba calle arriba.
Un profundo suspiro permitió a Isaiah soltar poco a poco las primeras palabras.
—Gracias, George…
Ambos hermanos vivían con su padre en un pequeño apartamento en la parte este de Crystal Hood, propiedad de la South Wood INC, una empresa maderera para la que Tomas Crow había trabajado los últimos veinticinco años. Los rumores de cierre eran cada vez mayores. Se decía que los dueños no tardarían mucho en vender los terrenos a una multinacional hotelera, que levantaría allí un complejo de lujo para gente con dinero. El turismo crecía como la espuma en detrimento de la industria.
Dentro de esos terrenos, entre otras, estaba la casa de los Crow.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Isaiah.
El pequeño todavía tenía la mirada puesta en la esquina de la calle Pierce. Sostenía en sus manos un pedazo de pastel envuelto en un par de servilletas.
—Te estoy hablando… ¿Ethan? ¿Que qué haces aquí? —volvió a preguntar chasqueando los dedos en las narices de su hermano.
—He tenido que irme —respondió unos segundos después.
—Te había dicho que no te movieras de casa.
—He tenido que irme —repitió el pequeño.
—Qué pasa si llega Tomas y te pilla aquí…
Ethan no dijo nada, se limitó a dar unos golpecitos al pastel con los dedos.
Isaiah había salido a dar una vuelta con Sunny por la bolera, para aprovechar sus últimas horas de libertad antes del fin de semana. Con su padre en casa, las siguientes cuarenta y ocho horas serían como estar recluido en una cárcel de máxima seguridad. La jugada no le había salido del todo mal. Pasaban dos minutos de las diez. Eso significaba que Tomas no aparecería, al menos, hasta pasada la media noche. Tenía tiempo de sobra para bañar a su hermano, darle algo de cenar, la medicación y meterlo en la cama.
—¿Y dónde… te has metido? —preguntó Isaiah cogiendo a su hermano del brazo como si fuera un trapo sucio—. ¿Has visto cómo te has puesto?
El pequeño estaba hasta el cuello de barro. En el pelo tenía ramas y hojas de pino. Las gafas, como siempre torcidas a la derecha, estaban empañadas y llenas de marcas de dedos. No había llovido en toda la tarde, pero tenía la chaqueta húmeda, por no hablar de los pantalones y las zapatillas, que parecían hacer gárgaras cada vez que movía los pies.
—Venga, vamos —dijo Isaiah mientras sacaba las llaves del bolsillo.
Ethan se levantó de inmediato cuando sintió las llaves chocar unas con otras. Su cara se llenó de miedo cuando vio que su hermano hacía girar la cerradura. Soltó el pastel y, como un poseso, se abalanzó sobre Isaiah interponiéndose entre él y la puerta. Empujó con la cabeza la barriga de su hermano hacia la escalera. El pánico multiplicó la fuerza del pequeño por tres.
—No, no entres, no entres ahí… No se han ido todavía, no se han ido…
—Ethan, Ethan…
—Que no, que no podemos entrar… Están ahí, están ahí esperando —insistió abrazando la cintura de Isaiah.
Cada segundo que pasaba, Ethan estaba más nervioso. Por lo general solía quedarse en casa, concretamente en su habitación, que era el único lugar donde se sentía seguro de verdad. Sus despertares, y en consecuencia el resto del día, dependían por completo de lo sucedido la noche anterior. La del jueves no había sido una buena noche. En teoría, aquel día debía ser uno de esos en los que Ethan estaba pero no estaba. Perfectamente podía pasar el día entero encerrado en su habitación dibujando o frente al espejo. Era difícil creer que fuera consciente de lo que hacía.
Ethan empezó a ir al colegio como un niño normal. Era algo introvertido, pero su desarrollo era como el de otros chicos, incluso superior. Pero a los ocho años comenzó a perder el interés. De la noche a la mañana se vio absorbido por su universo. Sus enfados eran cada vez más frecuentes, se enfadaba por cualquier tontería que antes hubiera pasado por alto con los ojos cerrados. Comenzó también a hablar de forma incoherente, se hacía muy difícil entenderlo. Al cabo de unos meses, hablaba de alguien que no lo dejaba en paz, alguien a quien sólo oía y por el que comenzó a sentir un miedo atroz.
«Son mariconadas», pensó su padre. «Lo que hace falta es que crezca y se haga un hombre», decía. «Los niños a esta edad tienen mucha imaginación», decían otros. El pequeño ya podía decir que había estado merendando con extraterrestres, que Tomas de un guantazo los hubiera mandado a su planeta sin necesidad de montarse en la nave. Su padre siempre tenía la mano lista.
—Tranquilo, Ethan, tranquilo… —decía Isaiah acariciando la cabeza de su hermano. Él mejor que nadie sabía cómo tratar a Ethan cuando éste sufría uno de sus ataques de pánico.
—No puedo pasar… —dijo algo más tranquilo.
Isaiah se quitó la sudadera y la puso sobre los hombros de su hermano.
—Mira, Ethan, con esto no pueden verte. A mí no me ven. ¿Me has oído decir alguna vez que yo tenga miedo? —preguntó, arrepentido por haberlo dejado solo.
Ethan se limitaba a escuchar. A Isaiah le costaba mantener las lágrimas.
—Nunca tengo miedo. Con mi sudadera mágica nunca tengo miedo. Y ahora la tienes tú, por eso ya no debes tener miedo, nada puede asustarte. Ellos no te ven. Además, tengo otra cosa más que va a hacer que esos bichos desaparezcan…
Las palabras de Isaiah habían logrado calmar a Ethan.
—Ahora, lo que vamos a hacer es pasar dentro, para comprobar los efectos de mi sudadera…, y si vemos que no funciona, salimos pitando de ahí…
Isaiah esperó un tiempo prudencial y se puso de pie. Cogió de la mano a su hermano y dio un paso hacia la puerta. Los pies de Ethan parecían pegados al suelo. Tiró del brazo de su hermano negándose a entrar. No dijo nada, eso era buena señal.
—Ethan… tenemos que entrar… Voy a hacerlo contigo. Despacio.
Ethan dio dos pasos de hormiga.
—¿Ves? ¿Ves como no pasa nada? Ahora vamos a abrir la puerta. Recuerda que no pueden verte…
Isaiah, nada más entrar, encendió la luz del pasillo. Lo recorrieron muy despacio, no había prisa. Perder un poco de tiempo haciendo pausas era ganar en confianza. Era algo que Isaiah sabía muy bien. Pasaron junto a la puerta del salón, junto a la de la cocina. Isaiah iba encendiendo todas las luces. Así hasta que llegaron a la habitación que ambos compartían.
—Ya hemos llegado, ya estamos en la habitación y no ha pasado nada… Nadie puede verte excepto yo. Ahora siéntate en la cama que voy a quitarte esa ropa para ponerte el pijama. —El paso del baño se lo iba a saltar. Por experiencia, sabía que no era buena idea meter a su hermano bajo el agua después de lo ocurrido.
La noche anterior, Isaiah se levantó de la cama para ir al baño. Vio que Ethan estaba escondido bajo la cama hecho un ovillo. Tras preguntarle qué hacía ahí abajo, el pequeño respondió que ella se lo había dicho… «¿Ella?», preguntó Isaiah… «Sí, mamá», respondió el pequeño. Isaiah quedó petrificado. No supo qué decir ni hacer. Su madre llevaba ocho años muerta. Ethan no llegó a conocerla porque su mamá murió un día después de que éste naciera.
Por alguna extraña razón, quizá porque su cabeza estaba acostumbrada a ver y oír cosas imposibles, a Ethan le encantaba escuchar historias o leyendas de seres extraordinarios y animales que hablaban. Cuanto más fantástico mejor. Como su padre nunca se había tumbado junto a él para contarle cuentos, era Isaiah quien lo hacía.
—Mira, esto es lo que quería enseñarte… Es un objeto muy antiguo; tiene un valor incalculable. ¿Quieres que te cuente de dónde viene? ¿Quieres saber para qué sirve? —preguntó Isaiah, acomodándose sobre el colchón.
Ethan asintió, acurrucado bajo el edredón y aferrado a la sudadera de su hermano, de la que no se había desprendido ni un segundo.
—Verás. Hace un montón de años, tantos como puedas imaginar, un señor muy mayor, un anciano con el pelo largo y gris, estaba paseando por la cima de una montaña que casi llegaba al cielo —dijo levantando el brazo todo lo que pudo—. Caminaba mirando al suelo, iba dando patadas a las piedras, hasta que…, de repente, se encontró con una araña que a punto estuvo de pisar… Para sorpresa del anciano, la araña se hizo casi tan grande como el hombre y comenzó a hablar… Hablaba como tú y como yo, igual. ¡Era una araña que hablaba! El anciano había visto muchas cosas en su vida, pero nunca nada como eso…
Ethan parpadeó tres veces muy seguidas. Lo hizo muy rápido, no quería perderse ni un detalle de la historia. Parecía que, más que escucharla, la estaba viendo. Isaiah continuó…
—La araña cogió del suelo una rama que convirtió en un aro, en un aro como éste —dijo mostrando el objeto— y lo unió a unas plumas que, de la manera más increíble, cayeron del cielo justo cuando un águila blanca pasó volando por encima de ellos, por encima del anciano y de la araña. —Con la mano señaló al techo, moviéndola de un lado a otro.
Ethan levantó la mirada buscando el ave.
—La araña comenzó a tejer una tela de araña en el interior del aro. Habló de que los humanos primero somos unos bebés, luego nos hacemos niños —continuó haciendo un círculo con su dedo índice—, luego somos algo más mayores y así hasta que nos hacemos hombres y por último ancianos… Es el círculo de la vida.
El pequeño volvió a parpadear con la boca abierta.
—Mientras la araña continuaba tejiendo, le dijo al anciano que en todos esos momentos de nuestra vida hay cosas buenas y cosas malas… —la imagen de su padre se le vino a la cabeza de un golpetazo.
Ethan se lo quedó mirando pidiendo más.
—Si sigues las cosas buenas, tu vida irá bien… Si sigues las cosas malas, la vida te irá mal… —Volvió a pensar en Tomas—. Con estas palabras, la araña terminó de tejer la red, se la entregó al anciano y le dijo…: «Mira la telaraña». —Comenzó a hablar imitando el tono de un bicho—. «Es un círculo perfecto, pero en el centro tiene un agujero. Usa la telaraña para conseguir las cosas buenas, para alcanzar tus sueños. Si crees en ello, la telaraña atrapará tus buenas ideas y las malas… se irán por el agujero…» —concluyó metiendo el dedo por el agujero del objeto.
Ethan sacó las manos y agarró el artilugio que su hermano le había enseñado.
—El anciano fue a su pueblo y contó la misma historia a sus familiares y amigos, a la gente que quería por encima de todo… —continuó Isaiah acariciando la mejilla de su hermano—. Aquel hombre dijo que todos ellos debían fabricar uno igual y que después debían colgarlo junto a sus camas para que sus sueños buenos quedarán allí, junto a ellos, y que los malos… se escaparan por el agujero…
Ethan supo que la historia había terminado. Salió del refugio de las sábanas y caminó de rodillas sobre el colchón hasta el cabecero. En una de las esquinas colgó el atrapasueños.
La sudadera de Isaiah cayó al suelo. Al menos aquella noche ya no tuvo miedo.