6
Shine Memorial Hospital, Tree Falls, condado de Pennington
Black Hills
Al centro se accedía a través de una carretera comarcal que se tomaba desde la estatal 16. El trayecto, siempre en sentido ascendente y repleto de curvas, recorría unos quince kilómetros entre bosques que apenas dejaban entrar la luz solar. Incluso en días despejados era difícil ver que un rayo de sol tocara el asfalto. Los días en que las nubes cubrían el cielo, siempre parecía ser de noche. Pero al llegar al Shine Memorial todo cambiaba. El hospital aparecía de repente, como colgado de la montaña. Construido en ladrillo rojo, contrastaba con el terreno como lo hace la sangre en la bata de un cirujano. Los tres bloques que lo componían, con hileras de ventanas con rejas blancas, reposaban sobre amplios jardines en escalera por los que algunos internos daban largos paseos en compañía de enfermeros o familiares.
El número de internos siempre rondaba el centenar. En el bloque A la cifra podía variar, pero donde nunca lo hacía era en el bloque C; allí nunca pasaba de diez enfermos. Diez habitaciones, diez esquizofrénicos. Aunque según algunos trabajadores del centro, entre sus paredes había más internos de los que se podían ver. Cuentos, pensaban otros.
Ambos estaban en una sala de espera habilitada para familiares de internos a los que se les ofrecía la posibilidad de pasar la noche en casos excepcionales. La estancia era amplia, de unos diez metros cuadrados. Techos altos, paredes blancas y un doble ventanal reforzado con barrotes que daba a los jardines principales del Shine Memorial. Isaiah se levantó del sillón nada más sentir los toques de nudillos al otro lado de la puerta.
—Buenos días, señor Crown. El doctor Shepard se retrasará unos minutos; en seguida estará con ustedes —dijo una enfermera sin llegar a entrar del todo en la habitación.
Isaiah asintió y secó el sudor de sus manos en los vaqueros. Nada más cerrarse la puerta fue a por tomar asiento de nuevo, pero los nervios lo llevaron a la ventana. Retiró las cortinas y recorrió con la mirada los caminos que serpenteaban entre los árboles troceando el césped en porciones desiguales. Desde allí podía ver el bloque C. Contó las ventanas de la primera planta de derecha a izquierda: la séptima era la de Ethan. La idea de que esa misma mañana pudiera estar a solas con él por primera vez desde que éste despertara de su letargo mental era lo único que apartaba su cabeza de algo que comenzaba a preocuparlo de verdad.
Sunny lo acompañaba como en días anteriores. Estaba sentado frente a un pequeño televisor que había encima de una mesita con ruedas. Iba de canal en canal buscando algo que no tuviera que ver con terremotos. Era imposible. Desde primera hora de la mañana todos los informativos se hacían eco del último temblor. No hacían más que poner mapas que en pocos segundos se llenaban con circulitos de colores que indicaban localidades del condado y epicentros de los temblores con sus respectivas puntuaciones en la escala Richter. El de la pasada noche había sido el de mayor intensidad.
—¿Qué hora es? —preguntó Isaiah desde la ventana.
Sunny alargó el brazo hasta el plumón y cogió su móvil de uno de los bolsillos.
—Las nueve y cinco pasadas —contestó después de deslizar el dedo sobre la pantalla.
Tras soltar las cortinas, Isaiah volvió al sofá y miró el reloj que había colgado en la pared que tenía enfrente. Las nueve y cinco pasadas, la misma hora que le había dicho Sunny. De momento, todo iba bien. Se sentó en el borde sin acomodarse demasiado, como si quisiera estar preparado para el momento en que el doctor apareciera por la puerta. Apoyó los codos en las piernas y comenzó a tamborilear la puntas de los dedos de una mano con los de la otra.
—Tío, tranquilo, habrá llegado tarde y querrá tomarse un café —dijo Sunny tras apagar el televisor.
Isaiah se frotó las manos y volvió a restregarlas sobre el pantalón.
—¿Estás bien? —preguntó Sunny.
Era obvio que no estaba bien. Llevaba una semana sin estarlo. Había algo más que Isaiah no se atrevía a contar. No quería hacerlo porque no estaba seguro de poder soportar más preguntas. Preguntas para las que no tenía respuesta y no hacían más que traerle malos recuerdos. Además, tampoco quería preocupar a Sunny más de la cuenta.
—Dime, Isaiah —dijo Sunny tras poner el mando a distancia sobre la mesa—, sé que te pasa algo, y no tiene que ver con esto. Desde que hemos salido de casa me has estado preguntando la hora cada cinco minutos, y cuando no lo hacías mirabas el reloj del coche.
Isaiah volvió a jugar con los dedos hasta que decidió hablar.
—Ha vuelto a pasar…
—¿A pasar qué? —preguntó Sunny.
Isaiah tenía dieciséis años, fue al poco tiempo de que ingresaran a Ethan días después de «aquella noche». Estaba en casa de la abuela de Sunny tumbado en la cama. Estaba despierto, consciente, era imposible poder dormir con todo lo que tenía en la cabeza. Fueron demasiadas cosas en poco tiempo, cosas que dejaron en una simple anécdota el infierno que había vivido hasta entonces. Sin saber cómo, de repente apareció en el suelo de la cocina, sentado junto al horno con un cuchillo de cocina ensangrentado a su lado y las muñecas abiertas. Había tanta sangre que no entendía cómo podía seguir saliendo más de sus venas. Jamás supo cómo había llegado a la cocina. No era igual, pero era bastante parecido a lo que había ocurrido la noche anterior con las llaves de su casa.
—Lo de las pérdidas de consciencia —dijo mientras pasaba el pulgar sobre una de las cicatrices de su muñeca.
—Joder, tío, ¿cuándo?
—Un par de días o tres.
No era del todo cierto. Era algo que se había repetido desde el mismo día en el que le comunicaron que su hermano había abandonado el estado catatónico. Pero habían sido pérdidas leves que como mucho lo habían llevado de la cama de su casa al porche o desde el mismo sofá al baño. Lapsus de unos cuantos minutos que se convirtieron en algo más serio y que parecían ir a más.
—¿Cómo no me lo has dicho antes?
—Tampoco quería…
—Pero ¿te ha pasado algo? ¿Estas bien? —lo interrumpió Sunny levantándose del sillón.
—Sí, sí, estoy bien.
—Y supongo que al doctor tampoco le has dicho nada —afirmó más que preguntó sabiendo que no lo había hecho.
Isaiah negó con la cabeza.
—Tío, tienes que hablar con él, esto es un asunto serio, ya sabes lo que te dijo, joder, Isaiah…
—Vale, vale ya, Sunny —lo hizo callar Isaiah levantando la mano y llevándosela a la frente.
Eran demasiadas preguntas. Por eso prefirió callar y no añadir lo de las voces que oía en sus sueños y que aludían a su hermano, diciendo que éste lo sabía y que iba a necesitar ayuda. Siempre era la voz del mismo hombre, la voz de un hombre que no había oído jamás antes. Aunque esto le preocupaba algo menos, ya que quizá tuviera más que ver con el comportamiento de Ethan y la manera en la que posiblemente afectaba a su subconsciente. Serían voces fruto de todos esos recuerdos que se habían presentado de repente y que guardaban relación con su desgraciada infancia. Al menos era lo que Isaiah quería pensar.
—Estoy bien Sunny, será la falta de sueño o… lo que sea… No te preocupes, de verdad.
Sunny arrastró el sillón hasta el sofá y se sentó frente a Isaiah.
—¿Sabes cuál es tu problema?, que piensas que tú puedes hacer algo en todo esto. Piensas que ahora, como hacías de pequeño, puedes intervenir o hacer que tu hermano se sienta mejor. Pero no es así Isaiah. Tu hermano está aquí, lleva aquí muchos años, y durante todos estos años han cuidado muy bien de él.
Isaiah se llevó las manos a la nuca y se recostó en el sofá.
—Te echas encima una responsabilidad que no te corresponde, eso es lo que te causa todo eso.
Sunny se levantó, incapaz de permanecer sentado. Fue él quien encontró a Isaiah tirado en la cocina casi desangrado, fue él quien llamó a la oficina del sheriff y quien evitó con sus propias manos que saliera más sangre de las muñecas de su amigo. Pensar que algo así pudiera pasar de nuevo le revolvía el estómago.
—Tío, no puedes hacer nada por Ethan. Si pretendes hacerlo —continuó Sunny tras volver al sillón—, si pretendes hacer algo que no sea otra cosa que esperar a ver qué pasa y dejar que los que tienen que hacer su trabajo lo hagan, el que va a empeorar vas a ser tú.
El móvil de Sunny comenzó a vibrar sobre la mesa, lo cogió y rechazó la llamada sin mirar la pantalla.
—¿Qué hago entonces, Sunny?
—Nada, Isaiah, no debes hacer nada.
Sunny le estaba diciendo justo lo contrario de lo que le decía la voz en sus sueños.
—Tío, de verdad, no te lo tomes a mal, pero… me duele verte así, me duele ver que pasa el tiempo y no terminas de dar el paso para salir de todo esto. ¿Acaso crees que no sé que esto va más allá de lo que está pasando en la última semana?
Isaiah guardó silencio y miró a Sunny, que de nuevo sintió entre sus manos las vibraciones del teléfono. En esta ocasión sus palabras taparon el zumbido.
—¿Recuerdas alguna vez que hayamos salido por ahí a tomar algo? ¿Cuántas veces has dado largas a Steffi? Me doy cuenta de todo Isaiah. Ni cuando eras pequeño te comportabas así. Estás encerrado en algo que no te conviene.
—No es fácil —replicó Isaiah en voz baja.
—¿Me has oído a mí decir alguna vez que lo sea? Sé que no lo es. Pero lo que sí es muy fácil es que todo esto acabe por arruinarte la vida para siempre. El pasado, pasado está. Es una mierda de pasado, estamos de acuerdo, todos lo pasamos jodido, pero no puede condicionar cada cosa que hagas hoy.
Son palabras que Isaiah ha oído en boca de psicólogos y educadores sociales durante años, desde que era un adolescente. Todos se lo habían repetido hasta la saciedad: «Isaiah, lo más importante de tu vida, eres tú». Palabras que hasta entonces no había escuchado.
—Es la culpa, Sunny, otra vez la culpa —dijo Isaiah.
—¿Culpa?
—Siempre he pensado que podía haber hecho algo más, por eso… —afirmó Isaiah haciendo un esfuerzo para contener las lágrimas.
—Hey, tío, venga, tranquilo, tranquilo, tío, lo sé, lo sé… —asintió Sunny sintiendo que lo poco que había conseguido su amigo en esos años se había ido al traste—. Ya hiciste más de lo que podías, pero se acabó. Todo terminó.
Isaiah hundió los dedos en el pelo y apoyó la frente en las palmas de las manos. Sunny agachó la cabeza buscando los ojos de Isaiah. El teléfono vibró por tercera vez.
—Venga, contesta ya… Estoy bien, de verdad —dijo Isaiah secándose las lágrimas.
—¿Hablarás con Shepard?
Isaiah asintió tímidamente.
—Dímelo, Isaiah, quiero oírlo.
—Sí, hablaré con él —asintió Isaiah mirando el teléfono en la mano de su amigo.
Sunny se levantó y lo apuntó con el dedo, como exigiendo que cumpliera lo prometido.
—¿Sí? —contestó junto a la ventana—. ¿Ahora?, pero ahora es imposible, estoy con Isaiah en… —Sunny resopló.
Isaiah podía oír desde el sofá la voz de quien estaba al otro lado del aparato. No entendía nada, pero el tono era elevado.
—Está bien, está bien… —Sunny colgó el teléfono—. ¡Joder!
—¿Qué ocurre? ¿Quién era?
—¿Quién va a ser? Quiere que vaya ahora mismo…; es por el rollo de los temblores.
—Pero ¿no tenías que ir la semana que viene?
—Eso pensaba yo, creo que se terminaron mis vacaciones.
—Vete tranquilo —dijo Isaiah—, aquí no hay nada que hacer…
—Esperaré hasta que venga el doctor.
—Sunny, te he dicho que voy a hablar con él. En serio.
Sunny se quedó mirando a Isaiah hasta que éste le devolvió una sonrisa, algo forzada pero una sonrisa. Entonces cogió su plumón y se lo puso dentro de la habitación.
—Bueno, pues me voy para allá —dijo mientras se ajustaba el cuello—. Así estaré aquí cuanto antes.
Isaiah se levantó para acompañar a Sunny hasta la puerta. Ambos se dieron un abrazo y se dedicaron unas palmaditas en las mejillas.
—Tío, cualquier cosa que haya me llamas, ¿vale? —dijo Sunny imitando con el pulgar y el meñique el gesto de hablar por teléfono.
—No te preocupes.
Sunny salió de la sala de espera, Isaiah cerró la puerta y apoyó sobre ella las palmas de las manos. Cerró los ojos y suspiró todo lo profundo que admitieron sus pulmones. Además de no haber contado toda la verdad a Sunny, tampoco lo seducía demasiado la idea de contar a los doctores lo de sus pérdidas de consciencia y las voces. La última vez que lo hizo compartió residencia con su hermano. Todos aquellos males tenían una explicación según psicólogos y psiquiatras: estrés postraumático.
Isaiah cogió su bolsa y la puso sobre el sofá. De uno de los compartimentos laterales sacó un cuaderno que tenía las puntas dobladas y algunas hojas sueltas. Lo abrió sobre sus piernas. Pasó los dedos por encima de los dibujos que Ethan había hecho cuando apenas tenía diez años. «Mis amigos», podía leerse en enormes letras moradas en la parte superior de una de las páginas. Trazos que representaban el mundo visto desde la perspectiva del pequeño Ethan. Una inocencia llena de colores que intentaba pintar encima de una vida real que era como un pedazo de cartulina negra, en la que sólo tenía cabida la oscuridad y el silencio, el dolor y las lágrimas. Eran muchos los temores que perseguían al pequeño, temores que atenazaban sus sueños hasta llevarlos al punto en el que no los diferenciaba de lo real, de lo imaginario. Eran las voces y los gritos de su padre, eran los llantos de su hermano, eran sus pesadillas. Sus voces y sus sombras.
Isaiah no pudo evitar que sus ojos se humedecieran al recordar aquellos momentos. Ardillas, pájaros, lagartos, mariposas…, esos eran sus amigos, con los que realmente el pequeño Ethan se sentía a gusto. Sólo ellos eran capaces de hacerle sentir como un niño. Isaiah pasó a la página siguiente, allí estaba retratado a trazos marrones y violetas su «muy mejor amigo», que era como se refería Ethan a un diminuto ratón de campo que el «Hombre del Bosque», siempre según el pequeño, le había regalado para que le hiciera compañía y lo protegiera de los seres que lo aterrorizaban.
Isaiah tenía delante el mundo que su hermano había construido para protegerse de las sombras que terminaron por arrastrarlo a otro en el que el miedo era lo único que se respiraba. Un mundo que también llenó muchas de las páginas de sus cuadernos.