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Isaiah no respiraba. Tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta. Sunny presionó varias veces su pecho sin éxito. Metió la mano en el bolsillo de su amigo y sacó el inhalador. Le levantó un poco la cabeza e introdujo la boquilla entre los dientes. Pulsó una vez. Pulsó hasta tres veces. Pero no sirvió de nada.

—¡Respira, joder, respira! —repetía una y otra vez con la voz casi rota.

Sunny acercó su oído al pecho con la esperanza de poder oír sus latidos.

—¡Isaiah! ¡Isaiah!

Llevaba casi cinco minutos zarandeando un cuerpo que parecía estar sin vida. Sunny miró a su alrededor, pero estaba en mitad del bosque, demasiado lejos del pueblo y de la carretera. La desesperación hizo que Sunny intentara levantar a su amigo, pero no tenía fuerzas suficientes para hacerlo. Intentó arrastrar el cuerpo, pero en seguida se dio cuenta de que no serviría de nada. Su amigo había muerto.

—Isaiah… —sollozó casi sin voz entre lágrimas, con la cabeza sobre el pecho de su amigo.

No podía creer que apenas hacía un rato estuvieran subidos a ese árbol jugando a los coches. Estaban allí arriba hablando de sus cosas, de lo importante y de lo menos importante. Ya no iban a hacerlo más, pensó Sunny. En aquellos momentos se acordó de sus padres. Si eso era lo que uno siente cuando pierde un ser querido, hubiera preferido estar muerto. Por primera vez pudo ponerse en el pellejo de Isaiah. Ese miedo a perder a alguien era lo que lo había hecho un niño diferente a los demás. Eso precisamente era lo que estaba apunto de acabar con él.

—No, tío, no…

Debió de sentir que Ethan le faltaba. El pequeño sólo se habría distraído con uno de sus bichos mientras a Isaiah comenzaba a devorarlo un terrible monstruo que lo hizo caer del árbol. Si su hermano pequeño era lo único que tenía, ahora sí podía entenderlo. En aquel instante Sunny sentía como si unas garras de acero incandescente retorciera sus tripas infligiéndole un dolor insoportable.

—¿A qué estáis jugando? —oyó Sunny.

Cuando levantó la cabeza vio a Ethan. El pequeño estaba de pie junto a ellos, con su cuaderno bajo el brazo y con dos magulladuras en las rodillas. Sunny apretó los labios para mantenerlos cerrados. Por su cabeza pasó el gritarle al hermano de su amigo hasta dejarse la garganta. «¡Dónde cojones estabas, dónde cojones estabas! Tu hermano se ha caído del árbol y se ha matado por tu culpa…», pensó mientras estrujaba la camiseta de Isaiah.

—¿Puedo jugar con vosotros? —preguntó Ethan.

Sunny no pudo contenerse más. Rompió a llorar pensando en cómo iba a decirle lo que había sucedido. Cada segundo que permanecía mirando al pequeño más difícil se le hacía. Ese niño regordete con pecas que siempre estaba despeinado y que una y otra vez se subía las gafas, estaba a punto de saber que allí nadie estaba jugando.

—Isaiah, ¿puedo jugar? —preguntó de nuevo Ethan.

«Mi hermano no puede estar sin mí, no me pueden separar de él», recordó Sunny escuchando el eco de la voz de su amigo en el interior de su cabeza.

—No, Ethan… tu hermano no…, no puede…

El pequeño se puso en cuclillas junto a Isaiah.

—¿A que sí puedo? —replicó Ethan con la mano llena de barro apoyada en el hombro de su hermano.

Sunny de un respingo saltó hacia atrás hasta golpearse con el árbol. Isaiah encorvó la espalda y respiró. Tragó una bocanada de aire para coger todo el que necesitaba. Se llevó una mano al pecho, como si éste se le fuera a escapar. Ethan se levantó como si nada y sonrió.

—¿Cómo se llama este juego? ¿Puedo jugar? —preguntó.

Ethan, queriendo imitar a su hermano, se tumbó en el suelo y cerró los ojos. Sunny cogió de nuevo el inhalador, quitó las hojas de pino que tenía en la boquilla y lo introdujo en la boca de Isaiah.

—Eso es, tío, eso es, respira…, respira, tío…