APÉNDICE PRIMERO

A) LA GENS PATRICIA DE LOS CLAUDIANOS

La familia o gens Claudia, una de las más elevadas y de las que daban sus príncipes al Senado (principes senatus), desempeñó en Roma un gran papel casi por espacio de cinco siglos.

Se la considera ordinariamente como la encarnación del patriciado: sus jefes pasan por los campeones de la nobleza y del partido conservador contra el de los plebeyos y los demócratas; y los historiadores antiguos, que nos sirven de fuentes, aceptan esta opinión. Sin embargo no se encuentra entre las fuentes de la era republicana nada que confirme tal afirmación, más allá de una expresión forjada por Cicerón, que hablando de los Apios y de los Léntulos indica la apiedad y la lentulidad (Appietas, Lentulitas) como la quintaesencia del orgullo nobiliario. Es en Tito Livio (2, 56) donde encontramos por primera vez la expresión de la opinión adoptada posteriormente. Designa a los Claudianos como «la familia soberbia y cruel hasta el exceso con la plebe». Cuando hay necesidad de traer a la escena un ultra en toda la primera década, presenta inmediatamente a un Claudio. En el año 259, al lado del moderado Servilio, se pinta al primer cónsul que llevó el nombre de Apio como un hombre violento (vehementis ingenii) y no fue por él, ciertamente, por quien no se recurrió a las armas en la secesión del monte Sagrado. En el año 283 el segundo cónsul Claudiano combatió a todo trance la Ley Publicia sobre la elección de los tribunos del pueblo, a pesar de los esfuerzos de su colega Quintio en el sentido de la moderación.[1] Cayo Claudio, tercer cónsul de esta familia, se opuso por pura malicia en el año 294 a la ley sobre la redacción de un código civil, ley que su colega Valerio quiso asegurar por completo al pueblo antes de morir gloriosamente.[2] Por lo demás, aun cuando se le atribuya un carácter menos absoluto y odioso que a su hermano, el famoso decenviro, el historiador lo coloca en primera fila entre los más exagerados y ardientes partidarios de la nobleza (comprometidos más tarde en la querella relativa al connubium).[3] En el año 330 fue tribuno militar el hijo del decenviro, y, aunque no merece mención especial por ningún acto, se lo señala de paso como enemigo de los tribunos y del pueblo.[4] Viene después el nieto, que fue tribuno militar en el año 351 y quizá también cónsul en el 405, y que desempeña el mismo papel en muchas circunstancias; por su parte, cuando se discuten las mociones relativas a las Leyes Liciniæ sextiæ, habla extensamente en favor del gobierno aristocrático.[5] Por último, con motivo de la censura de Apio el Ciego, el historiador recapitula toda la serie de faltas e injurias que se echan en cara a los Claudianos.[6]

No es Tito Livio el único que emite este juicio. El mismo Dionisio de Halicarnaso no trata mejor a los Claudianos, y por los mismos motivos; sería fatigar al lector con repeticiones inútiles el reproducir aquí los discursos y los hechos que refiere.

En tiempos de Tiberio, los escritores contemporáneos Valerio Máximo y Veleyo Patérculo se cuidaron mucho de dirigir la más pequeña invectiva contra los Claudianos, de los cuales procedía el emperador. Pero Tácito no tardó en tomar la palabra y caracterizó el inveterado orgullo de esta familia (vetus atque insita Claudiæ familiæ superbia),[7] cuyas huellas siguió Suetonio.[8] En su juicio, todos los Claudianos patricios, excepto el tribuno del pueblo Publio Clodio, fueron conservadores ardientes (optimates) y defendieron con un celo tenaz los privilegios y el poder del patriciado del ataque de la plebe.

En mi sentir, este acuerdo de los analistas y biógrafos no prueba nada. En los juicios que emiten sobre los hombres y las cosas de la era republicana, todos los escritores toman por jefe a Tito Livio, ese escritor admirable que, colocado en el límite de los antiguos y nuevos tiempos, recibe todavía, por decirlo así, el soplo del pasado y se inspira en el genio de la República, aunque sin poder escribir la historia republicana. Por otra parte está completamente imbuido en la cultura delicada y refinada del siglo de Augusto, y va a buscar en los restos de los rudos y toscos analistas de los antiguos tiempos elementos que acomoda y transforma en su composición con un lenguaje culto y brillante. De aquí surge ese libro que es necesario leer hoy, lo mismo que hace ya dos mil años. Pero ir a buscar en Tito Livio la historia política en el verdadero sentido de la palabra, la historia tal como ha querido escribirla Polibio, es un error gravísimo. Sus Anales no son la historia, como no lo fueron tampoco los del viejo Fabio Pictor. Es verdad que se encuentran en ellos los hechos y su encadenamiento,[9] pero su método no es histórico, no va de las causas a los efectos, ni de los hechos generadores a las consecuencias. Tito Livio es ante todo un poeta: necesita un relato épico que marche sin embarazo con personajes que desempeñen un papel determinado, protagonistas completos de los diversos partidos. Para replicar a los Valerios, a esos jefes de los conservadores liberales, era preciso contar con un prototipo de la soberbia casta de los nobles ultras. Fue entonces que puso la mano sobre los Claudianos, ya porque bebiera en la fuente de un analista más antiguo o que lo eligiese él mismo; y en esto mismo, hay que señalar, tuvo por imitador a Dionisio de Halicarnaso. No nos faltan pruebas para hacer la revisión del proceso, y es en el mismo Tito Livio, hombre demasiado honrado para disimular los hechos positivos que contradicen su sentencia, donde iremos a buscarlas a casi todas. En cuanto a Dionisio, más experto y consecuente en su crítica, ha suprimido pura y simplemente todos los detalles que pudieran perjudicar su tesis.

Cosa notable; durante muchos siglos ha estado la familia Claudia[10] a la cabeza del patriciado, y, sin embargo, no hay gens patricia que haya dado a Roma tan corto número de generales. De los seis triunfos y las dos ovaciones que le asigna Suetonio, conocemos con exactitud el triunfo de Apio Craso sobre los picentinos en el año 486, los de Cayo Nerón sobre Asdrúbal en el 547, los de Cayo Pulquer sobre los istrios y los ligurios en el 577, y el de Apio Pulquer sobre los salasas en el 611. Un Apio obtuvo una ovación por sus triunfos sobre los celtíberos en el año 580, y la segunda fue quizás la del dictador del año 392. Pero de los diez triunfadores en Roma no ha habido un verdadero general; en los triunfos de los Claudianos, el único que merece ser mencionado es el de Cayo Nerón, vencedor en Sena durante la segunda guerra púnica. De paso, diremos que la rama colateral de los Claudios Nerones fue poco ilustre durante la República. En la línea principal no hay un solo hombre de guerra. ¡Qué diferencia entre esta y las ilustres familias de los Fabios, de los Emilianos y de los Cornelianos!

En contraposición, no hay en Roma una familia noble que haya dado desde los tiempos más antiguos tantos hombres ilustrados, ni que haya hecho tantos servicios a la ciencia y a la literatura. Como sabemos, al decenviro pertenece la parte principal de la redacción del Código de las Doce Tablas, la más antigua ley escrita de los romanos. Este código fue una hábil imitación de los estatutos de Solón, contenía el más antiguo calendario público promulgado en Roma, y tuvo grandísima y durable influencia sobre la ciencia y la literatura (volumen I, libro segundo, págs. 300 y sigs.). Cuando se extiende la cultura literaria por toda la ciudad, vemos siempre a los Claudianos a la cabeza del progreso. Son testigos de esto los personajes de este nombre cuya edilidad forma época en la historia del teatro; y en el siglo de Cicerón, lo son esos adeptos del misticismo griego, ese Apio Claudio, cónsul en el año 700, y los propileos que ordenó construir en Eleusis.[11] Para concluir, los dos emperadores Claudianos, Tiberio y Claudio, fueron conocidos por su afición a la arqueología y a la filología.

El partido de los nobles siempre se sirvió más del brazo que de la cabeza; la democracia, por el contrario, y sobre todo la de Roma, ha preferido la plaza pública a la espada, y ha buscado también las poderosas palancas del arte y de la ciencia. He aquí a los Claudianos, «esa familia soberbia y cruel hasta el exceso contra la plebe», que emplea los mismos medios que la democracia. ¿Cómo conciliar semejantes prácticas con el orgullo nobiliario?

En cuanto al hecho de que los Claudianos no vinieran a Roma sino hasta seis años después de la expulsión de los reyes, es una afirmación inexacta respecto de la fecha, e imposible y decididamente contraria a la regla misma del derecho público de la Roma republicana; pues para entonces ya había cerrado sus filas el patriciado. Entre las dos versiones citadas por Suetonio (Tiber., 1) conviene optar por la que coloca la inmigración de la gens Claudia, sabina por su origen, en tiempos de Rómulo (in patricios cooptata), con tanta más razón si consideramos que desde el año 259 se lee su nombre en las tablas consulares, y que lo lleva también una de las tribus rústicas.[12] De la misma forma que Altus Clauzus (volumen I, libro primero, pág. 71), el sabino Voleso Valerio, fundador de la gens Valeria, remontaría su origen al tiempo del primer rey. En consecuencia, y según una tradición que los sabios no han tenido en cuenta, los Claudianos debían ser más modernos que las «familias troyanas» (volumen I, libro segundo, pág. 513). Mostremos solo su antigüedad y su origen (de Regilo, o de otra parte, pero sabina con seguridad). ¡Cosa extraña! Al mismo tiempo que proclamaban muy alto su origen extranjero, se constituían en ardientes campeones de la nobleza indígena. Es otra circunstancia singular el hecho de que solo los Veturios tuvieran a su lado una familia plebeya del mismo nombre, antigua también, y que estaba emparentada con ellos, como lo prueba el que concurriera con la rama noble a las herencias y derechos gentilicios.[13] ¿No debían todos estos hechos aproximarla más bien a la plebe?

Concedo que estas razones generales no sean una demostración. Examinemos, pues, el papel que han desempeñado en Roma los hombres más ilustres de la familia. Entre los de la antigua República hay dos que se representan inmediatamente a nuestra memoria. Apio el decenviro, y Apio el censor. De los demás Claudianos de esta misma época no se sabe sino lo que de los reyes de Egipto: sus nombres y los años de sus cargos.

De aquellos será de quienes nos ocuparemos principalmente, por más que toquemos de paso algunos detalles referentes a los otros Claudianos menos importantes.

Si hubiéramos de trazar la biografía de Apio Claudio, cónsul en 283 y decenviro en los años 303 y 304 (451 y 450 a.C.), conforme a los raros documentos que nos suministran los analistas de Roma, no podría merecer crédito alguno, pues ha sido embrollada y desfigurada por completo. Hay un escritor que lo hace morir en el año 284, aun cuando fue decenviro veinte años más tarde. ¿Cómo prestar fe después de esto a los discursos que le hace pronunciar en el Senado, en el Forum y en su famoso proceso? Pero los hechos esenciales relativos a la promulgación de las Doce Tablas son para nosotros tan ciertos como la existencia misma de este código, y no parece muy difícil hallar un fondo verdadero y sólido en la enredada madeja de la fábula. Es evidente e incuestionable que la redacción del Código escrito ha sido una medida dirigida contra los funcionarios aristocráticos y, por consiguiente, contra la dominación de los nobles (volumen I, libro segundo, pág. 303). Tengamos también por cierto que de los segundos decenviros no todos fueron patricios. Si algún documento útil y verídico ha llegado hasta nosotros, seguramente son los fastos consulares y de las magistraturas.[14] Con solo echar una rápida ojeada y ayudándonos del conocimiento que tenemos de las familias patricias, vemos en ellos que en el segundo decenvirato, el del año 304 (el primero fue completamente patricio), hubo por lo menos tres plebeyos según el dicho de Dionisio (10, 58), si es que no fueron cinco. Muchos y buenos críticos han pretendido que este segundo decenvirato difería del primero por la permanencia, y que su función era un verdadero arcontado tomado de ambos órdenes.[15] En mi sentir este es un error incuestionable; ha seguido el uno al otro, y ambos han tenido la misión de redactar el código; por último, los dos colegios decenvirales están inscritos en los fastos con el mismo título de decemviri consulari imperio legibus scribundis. No había, pues, ninguna diferencia en sus atribucciones. Además es necesario admitir la aptitud de ambos órdenes para suministrar decenviros, los cuales tienen gran analogía con los tribunos militares consulari potestate. Como estos, los decenviros tenían la función suprema, pero sin los supremos honores del derecho al triunfo y a las imágenes de los antepasados. Y, sin embargo, el primer decenvirato fue patricio. También hay que decir que solo los patricios entraron en el colegio de los tribunos militares y por espacio de muchos años, aun cuando, según el derecho, los plebeyos tenían acceso a él. Por el lenguaje del mismo Tito Livio se ve que la plebe quiso en un principio una comisión decenviral mixta; pero los patricios se sobrepusieron gracias a la concesión que se les hizo, aunque no por esto se consideraron derogadas las leyes que establecían lo contrario.[16]

Luego de demostrar que la promulgación de una ley escrita era un triunfo para la plebe y una derrota para los nobles, y que la comisión legislativa podía tomarse de ambos órdenes, ¿no sería un grave error transformar inmediatamente después al jefe del decenvirato en un campeón de la aristocracia nobiliaria? Tito Livio no ha retrocedido ante este error, pero si pudiesen consultarse los relatos de sus predecesores, gente más sencilla que ignoraba las preocupaciones de los literatos y se dejaba arrastrar por las impresiones de los hechos, es seguro que los veríamos presentados desde una perspectiva muy diferente. Pero no necesitamos otro testigo más que el mismo Tito Livio. Su relato acerca del triunvirato comienza por una aserción en extremo singular. Apio debió ceder al impulso de las nuevas ideas; el noble orgulloso y violento debió convertirse en oclócrata (plebícola).[17] Rodeado después por los jefes de las masas, los Duilios y los Icilios, se presenta en la plaza pública, afecta el aire y el lenguaje de un demagogo, consigue de este modo la reelección para el año siguiente y la elección de los hombres oscuros que quiere tener por colegas.[18] Después de emitir este juicio, el historiador nos muestra un poco más adelante al decenviro a la cabeza de una porción de jóvenes patricios, que se entregan a todo género de excesos estando protegidos por él.[19] La simulada conversión del decenviro a las ideas democráticas al fin del año 303 es la manifestación de sus opiniones verdaderas, opiniones que en realidad le atribuían los antiguos cronistas, y que no le consienten los historiadores de la nueva era.

Apio no era más que un patricio demagogo que se convirtió por último en tirano de ambos órdenes. En cuanto a lo que puede haber de verdadero y aceptable para la historia en las circunstancias de su caída, en cuanto al proceso de Virginia, por ejemplo (pues el asesinato de Siccio me parece una adición de los tiempos posteriores), creo que sería una tarea difícil desenredar el embrollo, lo cual importa poco después de todo. Fácilmente se ve la tendencia de este relato, mencionado ya por Diodoro, que lo había tomado de Fabio. La inicua sentencia pronunciada, no en interés del orden noble sino en interés personal del juez, la entrada en escena de un cliente oficioso y complaciente,[20] la innoble lujuria ante la que la doncella no encuentra su salvación más que en la muerte, ¿no es todo esto el conocido aparato de la tiranía entre los antiguos? El mismo Tito Livio es el primero que defiende a los segundos decenviros de la acusación formal de una usurpación semejante.[21] Por lo tanto no es inintencionado que los Icilianos, bien conocidos por sus opiniones demagógicas, figuren en primera línea en las escenas de la segunda elección y en la de la catástrofe final. Los antiguos anales patricios querían que todos aprovechasen la lección, y así, al convertir la victoria popular que no saben disimular en beneficio de la clase noble, mostraban las consecuencias «funestas para el pueblo» que traía la elevación de sus jefes. Los demagogos se volvieron tiranos y el honrado plebeyo «que ha contribuido a elevarlos» tuvo que sufrir sus sentencias odiosas y crueles. Entonces la multitud vuelve sus armas contra aquellos que ha colocado en el poder y dirige la vista hacia los antiguos sostenedores de la aristocracia, los Valerios y los Horacios, que van a devolverle los beneficios de la antigua constitución y a darle lo que pide desde el principio de la lucha, lo que los demagogos usurpadores han olvidado intencionadamente: un código de leyes escritas. Sea todo esto histórico o no, estimo más la tesis de los antiguos anales que el romance tan elocuentemente referido por Tivo Livio.[22]

Más verídicas y abundantes son las fuentes sobre Apio Claudio el Ciego (Cæcus), censor en el año 442 y cónsul en el 447 y 448; ya Niebuhr juzgó con sumo acierto a este hombre ilustre.[23] Nada tengo yo tampoco que modificar ni añadir al bosquejo que de él hice a su tiempo, aunque en extremo conciso, sino darle los retoques necesarios para el examen más detenido que ahora me propongo.[24] No, no es Apio el Ciego el representante de las ideas conservadoras; por el contrario, es un decidido revolucionario, salvando las formas, y para ello le sirve de medio la constitución misma.

En cuanto a su biografía, diré ante todo, y como de paso, que no está demostrado en lo más mínimo que fuese ciego. En esto hay quizás un error que se explica por su sobrenombre. Hace tiempo que la crítica hizo justicia a la historieta según la cual Júpiter lo dejó ciego por el crimen de lesa divinidad cometido en el transcurso de su censura (año 442); pero ¿cómo admitir el hecho si fue cónsul dos veces después del castigo divino? Diodoro (20, 36) a su vez impugnó el absurdo de la fábula y lo sustituyó con otra versión no menos inadmisible, diciendo que «temiendo el odio del Senado, fingió haber perdido la vista y vivió como un particular». Los fastos capitolinos contradicen la opinión de la ceguera de Apio, ocurrida en su vejez. En efecto, desde el año 442 (312 a.C.) se lo ve inscrito en la siguiente forma: Ap. Claudius C. f. Apius n, cæcus. Parece que los redactores han considerado la denominación de Cæcus como un simple sobrenombre anterior a la censura. Cuando el sobrenombre es de fecha contemporánea a la función, tienen el cuidado de indicarlo: esto hacen especialmente con el colega de Apio: C. Plautius. C. f. C. n, qui in hoc honore Venox apellatus est. Por último, ya sea este el sentido del cognomen Cæcus, o que los redactores se hayan engañado o querido rectificar los antiguos anales, la cuestión queda muy dudosa.

¿Se hizo acaso ilustre en los trabajos de la guerra? Dictador una vez, dos veces cónsul y otras dos pretor, sostuvo algunas campañas contra los samnitas y los etruscos. Vivió en un siglo en el que Roma adquirió un glorioso renombre por sus armas, y, sin embargo, no obtuvo jamás la honra del triunfo. Es verdad que levantó un templo a Belona; cosa notable, el hombre es siempre devoto de la divinidad que menos lo favorece. El nombre de Apio el Ciego brilla principalmente en los anales civiles. Es prueba de esto aquel arranque famoso del anciano que, después de haber permanecido olvidado tantos años, entra un día en el Senado, destruye con una palabra el efecto de la bella elocuencia de los primeros diplomáticos griegos que habían llegado a Roma, reanima en la hora decisiva el valor de los romanos y les da al mismo tiempo la fuerza. Discurso que vivirá eternamente en la memoria de los hombres; al leerlo, Cicerón lo admiraba y lo proclamaba auténtico (volumen I, libro segundo, pág. 422). No hablaré de sus sentencias (sententiæ), que tanto agradaban a Panecio,[25] ni de sus apotegmas poéticos (carmen), que Cicerón comparaba con las palabras de oro de Pitágoras.[26] No recordaré que a él es a quien se deben el cambio de la s en r entre dos vocales,[27] y la supresión de la z[28] (volumen I, libro segundo, pág. 495).

La misma actividad y el mismo genio innovador tenía en la política o en la literatura. Marcha completamente por las mismas huellas que su antepasado el decenviro. En este sentido hizo arreglar por su escribiente Flavio, si es que no lo arregló él mismo, un formulario de acciones. Con esto completó el servicio prestado con la publicación de las Doce Tablas, les mostró el camino que debían seguir en cuestiones de procedimiento civil, y los libró de la arbitrariedad del magistrado y de los consejos de los jurisconsultos oficiales, con frecuencia interesados.[29] Como los fastos o calendarios judiciales formaban parte de las Doce Tablas, eran también explicados en la práctica civil.

Por otro lado, Apio también tocó el derecho sagrado. Un día quitó a los Poticianos el culto público de Hércules en el Forum boarium, para darlo a los esclavos de la ciudad; y en otra ocasión arrojó del templo de Júpiter a la cofradía de los flautistas.

Pero, sin duda, la reforma más grave en la que puso manos fue la conversión del censo territorial en un censo metálico, para la aptitud al derecho de ciudad. Es verdad que el censor que vino después de él, el gran Quinto Fabio, restringió algo esta medida; pero quedó lo suficiente como para afectar notablemente los comicios, tributos y centuriados, y para señalar la censura de Apio como la más enérgicamente reformadora que ha producido la República. Por un lado, simples hijos emancipados admitidos en el Senado, o individuos de mala nota o de malas costumbres no borrados de las listas senatoriales y ecuestres; incluso un tal Neo Flavio, hijo también de un emancipado, ese escribiente cuyo nombre se ha hecho tan célebre, elegido para un cargo curul con el apoyo de Apio. Por otro, los ahorros del Tesoro empleados para realizar construcciones grandiosas, sin que un senadoconsulto hubiese autorizado primero su gasto, y a las que, cosa inaudita hasta entonces, se les dio el nombre de su fundador (el agua apiana y la vía Apia). Por último, la continuación de la censura más allá del término legal de dieciocho meses. He aquí enumerados algunos actos que son un mentís dado al pretendido genio conservador de la familia Claudia, y que atestiguan, por el contrario, el más decidido ardor demagógico. Apio el Ciego me recuerda a Clistenes y a Pericles, más que a un hombre de Estado de la aristocrática Roma. Semejante carácter, exclama Niebuhr con razón, «¡no admiraría a nadie entre los griegos: entre los romanos es una anomalía extraña!»

Hasta ahora no he hecho más que mencionar de paso los actos más conocidos de Apio. No me extenderé sobre ellos, pues basta con oír el juicio de Diodoro:[30] «Teniendo Apio Claudio en su colega Lucio Plaucio un dócil subordinado, destruyó el buen nombre de los usos antiguos. Halagando solo los deseos populares, no hizo ningún caso del Senado». Otro tanto dice Suetonio, cuando atribuye a un Claudio (Druso) la intención de apoderarse de Italia por medio de sus clientes, y cuando habla de una estatua con diadema erigida en el Forum de Apio.[31]

Creemos haber dibujado la gran figura del Ciego con toda la sinceridad, fuerza y armonía de su carácter. Digamos además que solo hemos hablado aquí del censor. Más tarde, durante sus dos consulados, no se ve en él al revolucionario de otros tiempos. Sin duda necesitó detenerse en la pendiente por la que se había precipitado en un principio, sin lo cual hubiera concluido como los Gracos o como César.

Digamos dos palabras sobre el falso colorido con que Tito Livio y los escritores que lo han seguido retratan a los Claudianos. Nada objeto contra la historia de los escudos con el busto de los antepasados y la lista de sus honores curules, colgados en el templo de Belona.[32] El orgullo nobiliario se concilia perfectamente con el papel de Pericles; y César, en plena carrera demagógica, se vanagloriaba de descender de Venus. Pero ¿por qué al atacar a los Claudianos, «esos aborrecedores predestinados de la plebe», han de pasarse en silencio las medidas visiblemente democráticas que promovieron? ¿Por qué solo mencionar sin darle la importancia que lleva consigo, y esto con motivo de la censura de Fabio que restringió sus efectos, la inscripción de los habitantes que no eran hacendados en las listas de los ciudadanos? Otra cosa también muy notable es que, al presentarse la moción relativa a la Ley Ogulnia del año 454 que arrebata a los patricios su último privilegio, el derecho de ocupar solamente ellos los cargos de grandes sacerdotes, es también Apio el Ciego el que lucha a la cabeza del partido. Según un historiador, en él es en quien se encarna el celoso orgullo de la nobleza, mientras que a Decio Mus se unen los hombres del liberalismo moderado.[33] Algo más tarde, en las elecciones consulares del año 458, Apio se nos presenta empeñándose en que se nombrase por segundo cónsul a Quinto Fabio Ruliano, a pesar de la prohibición expresa de la ley. Sus esfuerzos fracasaron únicamente por la moderación de este último.[34] Una anécdota parecida se lee en el Brutus.[35] Según esta, siendo Apio interrey y presidiendo las elecciones, quiso impedir que el voto del pueblo se diese al plebeyo Curio y borró su nombre de la lista de los candidatos; pero esta injusticia fue vengada por una nueva derrota del patriciado. ¿Cómo dar crédito a estos dos incidentes? ¿Cómo suponer la tentativa o siquiera el pensamiento de una restauración en provecho de los patricios arrojados sucesivamente de todas sus posiciones, y que compartían el consulado con los plebeyos conforme a una ley que nadie podía haber olvidado? En verdad, y para que sirva de guía a la aristocracia, es una mala elección de personaje la del censor del año 442, enemigo irreconciliable de los conservadores, y también lo fue hacerlo patrocinar inconstitucionalmente en el año 458 la candidatura de Fabio Ruliano, su sucesor en la censura y modificador de sus innovaciones. Sería necesario apelar aquí a alguna conversión repentina, providencial, de esas que forman época en la historia.

Unamos todas estas inconsecuencias a las singulares contradicciones de las que está plagada también la historia del decenviro, su proceso y su suicidio en el año 283 (su nombre, que se halla después en las listas capitolinas, acusa la falsedad de este relato, ordinariamente aceptado). Reunamos todos esos grandes discursos puestos en boca de los Claudianos consulares o senadores, considerados como encarnizados enemigos del pueblo, y echemos una última ojeada sobre esa larga y enojosa serie de aventuras imaginadas posteriormente para formular una acusación contra toda la familia. ¿Qué puede concluirse de aquí, sino la existencia de un prodigioso tejido de embustes? ¿Qué, sino que es necesario ponerse en guardia contra la opinión corriente, obra de rencor y de partido?

¿Quién es el culpable en todo esto? Los primeros analistas de Roma, Fabio Pictor, entre otros, no conocen estos embustes como ya hemos dicho anteriormente. Tampoco los ha inventado Tito Livio. El hombre y su libro son honrados, y nunca el gran escritor se hubiera prestado a falsificar a sabiendas los hechos ni los documentos; además, ¿qué interés había de moverlo a ello? Cuando compuso su primera Década de la familia principal de los Claudianos, no quedaba ya ningún hombre notable (salvo el hijo degenerado y bastardo de Publio Clodio). La rama colateral de los Nerones estaba todavía oscurecida, y Tiberio, el futuro emperador, estaba aún en la infancia. Dionisio, que habla como Tito Livio y sigue el mismo camino, se extiende en una multitud de detalles de los que nada nos dice este: no es, pues, una copia. Por el Brutus, citado anteriormente, vemos que desde el tiempo de Cicerón había sido falseada la historia de los Claudianos; sin embargo, su «orgullo fatal» aún no había pasado a ser proverbial. De otro modo, ¿no hubiera sido una riquísima mina que el gran orador habría explotado? Por el contrario, vemos que en su discurso en favor de Milon, nada dice respecto de los antepasados de Claudio. Si hay algún hombre de quien se pueda sospechar que haya sido el autor de las acusaciones dictadas contra los Claudianos por la injusticia del partido democrático, es seguramente Licinio Macer. Contemporáneo de Cicerón, aunque algo mayor de edad que él (tribuno del pueblo en el 681 y muerto en el año 688), notoriamente demócrata, autor de unos Anales mal escritos y poco leídos, sin embargo ha sido una de las fuentes principales para Dionisio y Tito Livio. Condenado por concusión y exacciones, se dio la muerte para librarse del castigo; no fue solo ladrón, sino también impudente y falsario. Como en tiempos de Sila, y aun después, los Claudianos continuaron siendo fieles al partido oligárquico, pudo suceder que Macer y los hombres de facción les tuviesen odio. Cayo Claudio, cónsul en el año 662, tenía en el Senado una autoridad inmensa;[36] y así, uno de los jefes del Senado atrajo sobre sí el rencor de los demócratas. Que se acepten o desechen nuestras sospechas contra Macer, poco importa; el hecho es que hay que referir la acusación que formulo a cualquiera de los analistas de aquella época.

Una palabra más sobre los Claudianos de los tiempos históricos. No siguieron a todo trance lo que injustificadamente se llama la política de su familia. En los siglos VI y VII de Roma, los representantes de la gens Claudia eran hombres muy comunes, pertenecientes en su mayor parte a la facción oligárquica, y que no se ponían en evidencia ni en bien ni en mal; de ellos no sabemos más que sus nombres. Aun permaneciendo en el campo conservador, algunos de ellos abdicaron de sus opiniones de oposición, o de sus tendencias moderadas y equitativas hacia el partido popular. Se conoce la anécdota de Pulquer, cónsul durante la primera guerra púnica, que se batió en Drépano a pesar del auspicio funesto de los pollos sagrados, y que, poniéndose frente al Senado, nombró dictador a Glicia, su mensajero (viator). De este modo imitaba a su antepasado Apio y la elección para senador del escribiente Flavio.

Siendo censor en el año 585, impidió a su colega Tiberio Graco despojar a los emancipados del derecho electoral, por simple decisión censorial: «Porque para esto se necesita una ley del pueblo».[37] Opinión sabia y jurídica, pero que no tiene nada de aristocrática. Uno de los cónsules del año 611, Apio Claudio, que es también uno de los principales partidarios de los Gracos, era suegro de uno de ellos y figura en la lista de los comisionados para la repartición de terrenos, conforme a los términos de la ley agraria.

Por último, ¿tendremos necesidad de citar al célebre tribuno Publio Clodio? De él no se dirá que es un conservador muy edificante.

Dejemos a un lado el romance de la política y del orgullo de la familia de los Claudianos, y atengámonos a los hechos. Lejos de ser los Claudianos de esos patricios aferrados a sus prejuicios de casta, han aparecido siempre como los precursores de los Gracos y de César. Aliados con la familia de los Julios, y al igual que esta, estaban destinados al imperio; pero aun sobre el trono los vemos separarse muchas veces de las pretendidas tradiciones de su familia. En cierto tiempo Tiberio y Claudio no querían ser emperadores, y en su vida se encuentran muchos incidentes que recuerdan a sus antepasados demócratas.

B) EL DERECHO DE HOSPITALIDAD Y LA CLIENTELA EN ROMA[38]

Nada hay tan importante ni tan difícil para el historiador celoso por reconocer y describir los fundamentos políticos de la ciudad cuyos anales estudia, como la confirmación de las relaciones de protección y dependencia establecidas de persona a persona, o de ciudad a ciudad. Por simples y uniformes que sean en general las condiciones naturales y morales, su expresión en el derecho civil varía notablemente; y, sin embargo, es a esta expresión a la que el anticuario necesita acogerse. En la siguiente disertación procuraremos esclarecer las instituciones antiguas de la hospitalidad, de la amistad, del protectorado y de la fidelidad en el pueblo romano, para lo que pedimos al lector que preste atención y paciencia. Intentaremos la aproximación, en el sentido más íntimo y jurídico, a una porción de tradiciones y de documentos públicos y privados. Para esto es necesario el auxilio del conocimiento exacto de la vida jurídica entre los romanos. Para la inteligencia de toda su historia primitiva no hallo otra llave que la jurisprudencia. Se me objetará que las fuentes del derecho son raras e incompletas. Sin embargo, esperamos que con los esfuerzos de los eruditos y con el tiempo se abrirá otra mina no menos rica. Me refiero al conocimiento comparado del estado social primitivo de las naciones de una misma familia. Apenas si se ha formulado hasta ahora el estudio del gran problema de la antigüedad indogermánica (indoeuropea). Este problema, planteado recientemente, está aún en el horizonte de la ciencia; pero la filología comparada, que es la que ha abierto la marcha, ha hecho tales progresos que apenas si se encuentran ya impugnadores. También la mitología ha comenzado su obra en esa misma perspectiva, pero la política comparada está aún en su infancia y se limita a algunas semejanzas, expuestas por Grimm en el prefacio de sus Antigüedades del derecho.[39] La ciencia tiene la misión de referir a la unidad, confirmando su naturaleza y su progreso, todas esas instituciones políticas y sociales que pueden llamarse primitivas, y que se encuentran a la vez en Roma, en Grecia y en los pueblos germánicos. Es evidente que no llegará a este resultado construyendo a priori su sistema, sino que necesita proceder por vía de sucesivas aproximaciones. No se aparte la vista del objeto, por lejos que este se halle colocado. Pero así como para la lingüística se necesita estudiar ante todo la lengua india, así también para la política se deben conocer primeramente las instituciones del pueblo romano. Por poco que sepamos de la sociedad antehistórica de Roma, podemos formarnos una idea más exacta de las sociedades paralelas de Grecia y Germania.

Se establecieron relaciones de protección y de dependencia entre personas físicas o jurídicas[40] en la ciudad, entre muchas ciudades, o entre miembros de ciudades diferentes. En la ciudad, el derecho y el deber correlativo de protección se fundan en la edad y el sexo, y los determina y ordena la consanguinidad. Fuera de la ciudad la protección se funda en un contrato, y se ajusta a sus cláusulas. En otros términos, en el primer caso, la protección y la dependencia son naturales, necesarias e inmutables; en el segundo, no son más que una excepción, un accidente, y están sujetas al cambio. La primera clase de instituciones, el derecho de paternidad, matrimonio y tutela, no pueden entrar en el cuadro de nuestro estudio, que solo trata de las relaciones internacionales. En cuanto a estas últimas relaciones, son de dos especies: sinalagmáticas, cuando el derecho y el deber pertenecen recíprocamente a una u otra de las partes, y unilaterales, cuando una parte dispensa la protección y la otra simplemente la recibe, y esta última, a su vez, está jurídicamente incapaz de darla. Entre las relaciones sinalagmáticas, deben colocarse los derechos de hospitalidad y de amistad; mientras que el patronato y la clientela pertenecen a las unilaterales. La naturaleza de las relaciones no cambia ya sea que se trate de individuos o de comunidades: es cosa esencial al derecho romano el considerar y tratar del mismo modo a las ciudades y a los individuos. En efecto, el derecho de ciudad no es más que el derecho individual trasladado a aquella. Vamos a examinar estas relaciones desde su triple aspecto: consideradas de ciudad a ciudad, del ciudadano de una ciudad al de otra, y, por último, de una ciudad al ciudadano de otra ciudad.

Hablemos primero del patronato sinalagmático, y trataremos después el patronato unilateral o la clientela.

§ I. HOSPITALIDAD

La hospitalidad es la forma simple y primitiva de la protección. Por mucho que nos remontemos en las edades, aun antes de la separación de los pueblos se la encuentra de una manera evidente; el hecho está probado por la identidad de la expresión y de su noción en las lenguas latina, griega y eslava. La palabra latina hostis (en el sentido primitivo), la gótica gasts y la eslava gosti designan al extranjero protegido por la hospitalidad; son al mismo tiempo sinónimas de la griega ξένοζ.[41] La palabra hostis tiene también cierta semejanza con la expresión hospes, por lo menos en su primera sílaba;[42] y en su acepción originaria comprendía la idea de una acogida de completa igualdad (hostire-æquare). La hospitalidad engendró después la amistad (amicitia).[43] Jurídicamente hablando, la hospitalidad es siempre lo mismo, ya sea que se la estipule entre individuos o entre ciudades. Con frecuencia reúne el ser colectivo y los individuos, y, por consiguiente, el derecho establecido entre dos ciudades está también instaurado entre cada uno de sus ciudadanos.[44] Por lo demás, hay tantas variedades como contratos. Recibir pura y simplemente a un extranjero no es comprometerse a algo más, salvo cuando el hospedaje era por algunos días;[45] si vuelve por segunda vez, no se está obligado a recibirlo. Lo mismo sucedía con los enviados de una ciudad con quien Roma estaba en guerra o no tenía tratado de alianza: protegidos por el derecho de gentes, se volvían como habían venido. El contrato de hospitium, por el contrario, era un lazo de derecho permanente, con reciprocidad efectiva la mayoría de las veces. No es solo pasajero; en toda la antigüedad se lo consideraba permanente, y pasaba a los hijos y descendientes (liberi posterique). Incluso se estableció entre personas respectivamente extrañas unas a otras, y de este modo se distinguía de la amistad ordinaria o de las simples relaciones de hecho.

Muchas veces se agregan al contrato cláusulas importantes. Particularmente entre las ciudades, se estipula sobre la paz y la guerra; se concluyen una tregua (indutiæ) o una alianza armada. En la primera la amistad es un término final; en la segunda, se eleva hasta la promesa de una defensiva y ofensiva comunes. No nos ocuparemos aquí más que del elemento necesario de estos contratos, es decir, de lo que constituye el fondo internacional del derecho de hospitalidad propiamente dicho, descartado de todos sus accesorios eventuales por importantes que puedan ser.

El hospitium y la amicitia no se acostumbraban entre habitantes de la misma ciudad, como lo revela suficientemente la expresión primitiva hostis, sino que se instituyeron para el extranjero. La antigüedad grecorromana ignoraba la electiva fraternidad germánica, que consagra la mezcla de sangre de los nuevos hermanos;[46] ninguna afinidad se crea en aquella fuera del parentesco, a no ser la adopción, que es una ficción de parentesco de sangre. También en el matrimonio se considera a la mujer como hija del esposo. Asimismo se encuentra en Italia, y esto desde las edades más remotas, la fraternidad de las armas. Los afiliados a la misma división combatían juntos y se comprometían bajo juramento a no abandonar el campo, y a no salir de las filas sino para ir a buscar sus armas, para llegar a las manos con el enemigo o para salvar a un amigo. Pero semejante compromiso no traía consigo consecuencias legales; desde el tiempo de las guerras de Aníbal no tenía nada de profesional.[47] Lógica y prácticamente, la filiación de ciertos miembros de la misma comunidad civil tenía algo de contraria a la esencia misma de la ciudad, y esta, aun reconociendo los lazos naturales y necesarios de la sangre, por ejemplo, quiere ignorarlos y los niega, desde el momento en que tienen lo arbitrario por principio y versan sobre el derecho civil. Estas tendencias se encuentran ya en la sociedad indoeuropea; pero, mientras que los germanos no tienen en cuenta en sus filiaciones la comunidad en general, los romanos, por el contrario, las subordinan a la ciudad hasta el punto de quedar absorbidas en ella.

No tenemos necesidad de llamar la atención sobre ello: la hospitalidad y la amistad solo son practicables entre ciudades independientes. Cuando en siglos posteriores se establecen lazos más estrechos con Roma, se tendrá siempre por imposible y por contrario al buen sentido un contrato de amistad entre Roma y una colonia, o un municipio cualquiera. La misma razón preside las relaciones entre la ciudad y el individuo: el romano no tiene que pedir hospitalidad a la ciudad de Roma, ni el gaditano a la ciudad de Gades. Si parece haber sucedido de otro modo en los últimos tiempos de la República y bajo el Imperio, se debe a una anomalía reciente. En efecto, se habían constituido colonias cívicas y municipios como si fueran otros tantos pequeños Estados dentro del Estado mismo; de aquí el hospitium entre estos y los ciudadanos pertenecientes a otras ciudades, o sus propios ciudadanos, considerados entonces como romanos. En este caso, y por la ficción del derecho, estas ciudades hacían lo mismo que hubieran podido hacer ciudades independientes.

En la forma, la hospitalidad obedecía a las reglas del contrato consensual: procedía del consentimiento prestado por ambas partes, expresa o implícitamente, mediante actos que lo demostrasen. Nunca se ha impugnado el hecho de que para el hospitium publicum o para cualquier otro contrato público no se necesitase más que el pacto sencillo (pactum, pactio), siempre que los contratantes tuviesen capacidad civil suficiente. Otro tanto diremos de la hospitalidad privada entre la ciudad y los individuos,[48] o entre individuos de dos ciudades distintas. Así sucedía al parecer según la tradición de los pueblos indogermánicos. A diferencia de los contratos civiles propiamente dichos, siempre sujetos a la formalidad, los internacionales son puramente de hecho. Los consuma el hecho cumplido, por ejemplo, la confrarreacción y el matrimonio civil, la emancipación y la tradición, la fiducia y la prenda (fiducia, pignus), el nexum y el préstamo (mutuum). Pero por lo general nada impedía dar fuerza a los actos internacionales con las solemnidades de la forma, al menos cuando se trataba de contratos públicos. Sin embargo, no era así en materia de hospitalidad. Si en el fædus, o alianza armada, se recurriría a los sacrificios piadosos y al juramento, se debía principalmente a la confraternidad de las armas, que era la consecuencia de la alianza. Pero la hospitalidad y la amistad no eran contratos sagrados; no exigían por sí mismos el juramento.[49] Las miras de los romanos consistían en precisar el momento en que el pacto de hospitalidad era perfecto; de aquí que en la hospitalidad pública, y probablemente en la privada, si las formas solemnes del fædus no se habían empleado, surgía la sponsio por demanda y por respuesta.[50]

Otra formalidad asegura además la prueba de nuestro pacto especial: hablo del cambio de los símbolos o de las escrituras. La Ilíada (6, 168 y sigs.) nos muestra a Prætus enviando a Belerofon a su huésped de Licia, y remitiendo al primero sus tablillas cerradas en señal del pacto existente. En el Cartaginés de Plauto, el huésped lleva consigo su símbolo, lo muestra y se comprueba que concuerda con el símbolo guardado en la casa de aquel a quien lo presenta.[51] Todavía poseemos algunos emblemas de este género, en los que figuran dos manos entrelazadas.[52] En cuanto a los contratos de hospitalidad pública, estaban grabados en dobles tablas de bronce y cada parte guardaba su original. El ejemplar perteneciente a Roma era depositado en el templo de la buena fe romana (fides populi romani), no lejos del templo del Júpiter capitolino.[53] Las demás ciudades tenían también sus archivos públicos donde conservaban sus tratados de hospitium; y en estos tiempos, los particulares tenían expuestos los suyos en el atrium de su casa.[54] No deben confundirse las tablas del patronato (tabulaærea patronatus) con las simples indicaciones orales o escritas que anuncian las decisiones tomadas por la ciudad patrono (Duplomum);[55] solo las primeras constituían título definitivo, y, fuese público o privado, se leían ordinariamente al pie del acta los nombres de los enviados (legati) que las llevaban.

Resumamos. Por más que el pacto de amistad fuese perfecto con solo el consentimiento de las partes, se acostumbraba entre los particulares cambiar los signos de la hospitalidad. Si el pacto se celebraba entre dos ciudades o entre una ciudad y un particular, se erigía una especie de monumento, a saber: dos ejemplares de una tabla de bronce que se fijaba en el muro del depósito público de la ciudad o de la casa a la que se refería. El signo del derecho del hospitium era entre los romanos la tessera,[56] o el sumbolus o sumbolum. Se nota aquí la influencia de las costumbres griegas. Entre los griegos, y en esto se diferenciaban de los romanos primitivos, todos los contratos constaban por escrito, aun los puramente verbales; a ellos es también a quienes debe atribuirse el uso de los contratos internacionales de hospitalidad. Entre los latinos, por el contrario, los más antiguos pactos solo se transcribían en pieles preparadas al efecto, como por ejemplo el de Roma con Gabies. Simbolum y tessera son palabras griegas. ¿Debe concluirse de aquí que el hospitium es un contrato tomado de los griegos? Nada más lejos que eso. Lo único que parece claro es que las relaciones de los romanos se estrechaban cada día más con los griegos, y que les copiaban sus fórmulas más usuales, hecho que por otra parte concuerda con todo lo que se sabe de la naturaleza y marcha de la antigua cultura itálica.

El hospitium y la amicitia terminaban cuando uno de los contratantes hacía saber en debida forma que se retiraba,[57] lo mismo que sucede en todo pacto consensual, ya hubiera en esto declaración expresa o simples actos, pues negarse a ejecutar una de las cláusulas del contrato equivale a denunciarlo.[58] Otras veces la ruptura de la tessera indica la renuncia al pacto, así como su entrega confirma el perfecto consentimiento.[59]

¿Cuáles eran los derechos comprendidos en el hospitium? En las relaciones privadas es muy difícil determinarlo, pues los usos se han perdido en la noche de los tiempos. En cuanto al hospitium publicum, daba derechos no solo al titular, sino también a sus representantes, ciudad o simple individuo. El cuestor era el que debía proveer a esto;[60] de hecho se les asignaba un alojamiento gratuito y enteramente libre,[61] cuando no se los recibía en un edificio público (villa publica) situado en el campo de Marte. Además se les suministraba todo el mobiliario y la vajilla necesarios para los baños y la cocina;[62] y por último recibían el munus, no a título de puro y simple donativo, sino más bien a título de verdadera prestación. Esta consistía siempre en vasos, utensilios u objetos de oro y de plata de un valor variable según la importancia de los donatarios, pero que no bajaba nunca de dos mil ases pesados.[63] También en Grecia el huésped recibe alojamiento y habitación, cama y mesa, tapete, luz, leña, vinagre y aceite.[64] No se provee directamente a su mesa, o por lo menos parece que, si en los antiguos tiempos se pagaban los gastos que ocasionaba, al ejercer después la ciudad el hospitium, lo suplió por el munus en oro y plata.[65] Al huésped se le entregaba la mesa cubierta con su tapete, con pan y vino, la sportula (cesta de las provisiones) y cierta suma, pero era cuidado suyo comprar lo necesario. Era propio de la economía romana poner en esto alguna atención, y hacer de modo que no se multiplicasen hasta el abuso los huéspedes y amigos. Más tarde, sin embargo, además del munus hubo verdaderos donativos en vestidos, caballos enjaezados, armas y gastos de viaje,[66] absolutamente igual a lo que se hacía entre los germanos, según Tácito. En caso de enfermedad o de muerte, el huésped recibe los cuidados o es enterrado con los honores debidos a su rango.[67]

Entre los particulares, el huésped participa de las ceremonias del culto de la familia, pero está sometido a la disciplina de la casa; fuera, obedece las leyes locales. El huésped y el amigo de la ciudad pueden también sacrificar en el Capitolio[68] y asistir a los juegos ubicados en una tribuna levantada sobre el comitium, al lado de los senadores (Grecostasis). Siempre se manifiesta la influencia griega hasta en las denominaciones de los edificios especiales.[69] Los mismos honores recibían a su vez los romanos entre sus amigos: prueba de esto son su admisión en el santuario de Delfos, y la parte sacada del botín de Veyes ofrecida a los masaliotas y depositada en su tesoro, etcétera.[70]

Pero el derecho más importante de la hospitalidad y de la amistad era la protección efectiva y la asistencia jurídica a la que podía apelarse en caso de necesidad. El hospedante debía preservar al hospedado de todo perjuicio y ayudarlo a conseguir el fin u objeto que se proponía en su viaje; pero todo esto dependía, por otra parte, de las circunstancias. Casi nada puede hacerse por el huésped público cuando está declarada la guerra entre las dos ciudades, y menos aún por el huésped privado perteneciente a una ciudad que no tiene tratados hechos con Roma. En este caso lo más que puede evitarse es que se lo maltrate o se lo robe. De hecho parece que la hospitalidad degeneró pronto, y que no hubo hospitium privado sino para el individuo que gozaba al mismo tiempo del hospitium publicum. Este último, por el contrario, asegura a la ciudad amiga y a cada uno de sus miembros la acogida, la protección y el ejercicio de los derechos civiles. El postliminium, por ejemplo, se aplicó no solo cuando el ciudadano entraba en el Estado romano, despojado un momento de su libertad y de sus bienes a consecuencia de la guerra, sino también en el momento en que ponía sus pies en el territorio de una ciudad amiga de Roma.[71] Las leyes de su país rigen al huésped protegido por su contrato o por el de su ciudad (peregrinus qui suis legibus utitur),[72] no porque hubiera igualdad de derechos frente al ciudadano romano, sino porque todo dependía del pacto. Obtenía justicia ante los tribunales en la medida en que se le concedía; y, por otro lado, compraba, vendía y comerciaba. El primer tratado de Roma con Cartago concede en este punto a los romanos la reciprocidad en África y en Cerdeña. De aquí el nacimiento y el progreso de las reglas del derecho internacional positivo (jus gentium). Al lado de las especialidades del derecho civil exclusivo, se admitieron la estipulación simple, la tradición, el contrato consensual, y, en el procedimiento, la instancia ante los recuperadores. Después se concedió a los romanos el pleno comercio (comercium)[73] en Sicilia a través de Cartago; y a los latinos, por Roma. En caso de proceso se permitió muchas veces ser juzgado por la ley de su país, como en Asclepiade de Clazomenes, a menos que no prefiriese la ley romana;[74] pero el connubium se concedió por primera vez en tiempos de la reforma legal de los decenviros.

Por otra parte hagamos notar que el hospitium engendraba un simple deber de piedad (pietas), una obligación natural, pero no confería la acción en justicia. Ya volveremos sobre este punto al tratar la clientela.

Por último, el huésped podía ir al extranjero a gestionar personalmente sus asuntos, o los encargaba a un amigo residente en la localidad.[75] Muchas veces hasta se estipulaba en el contrato este mandato entre las ciudades. De aquí la institución de la proxenia entre los griegos. El proxena tenía alguna semejanza con los cónsules que una potencia extranjera elige entre los ciudadanos de otra nación. Aunque esto no llevaba el nombre de una institución formal, nada impedía en Roma que el huésped o el amigo sirviesen de proxena a la ciudad o al ciudadano de la ciudad amiga. Se encuentran ejemplos de arbitrajes conferidos por el Senado en casos análogos; sin embargo, la República nunca confió sus asuntos en el extranjero sino a sus propios enviados. Guardiana celosa de sus derechos y de sus intereses, juzgaba peligrosas las proxenias públicas. Solo el régimen aristocrático hubiera podido intentar esto en la época de su decadencia.[76]

Tal era entre los romanos el derecho de hospitalidad y de amistad, y el protectorado recíproco que de él se desprendía. Institución puramente internacional, como todo lo correspondiente a esta clase de relaciones, el hospitium y la amicitia no servían de fundamento a una acción, aunque tenían un carácter esencial y necesariamente jurídico. En aquellas sociedades antiguas en las que el derecho y el Estado no se hallaban fundidos y amalgamados en un solo cuerpo, como entre nosotros; en que el Estado no era todavía más que la ciudad en su forma incompleta, había una gran diferencia entre los sentimientos puramente morales y los deberes jurídicos, incluso en el caso en que estos no llegaran a engendrar la demanda en la justicia.

§ II. LA CLIENTELA EN ROMA

Estudiemos ahora las relaciones del protectorado unilateral, aquel en que una de las partes da y la otra recibe, pero sin reciprocidad. Para expresar esta relación los romanos tenían la expresión genérica in fide esse,[77] así como las palabras patronato y clientela. Sin embargo, se evitaba ordinariamente el servirse de estas últimas cuando el protector era una ciudad.[78] Nótese también que entre los protegidos, aquellos sobre quienes el patronato estaba mejor definido y se mantuvo por más largo tiempo, los emancipados no eran designados en el lenguaje usual con la expresión de clientes. Parece que como para el fædus, la más alta expresión de la amicitia, se los ha querido distinguir con un nombre especial, libertini, por más que estuviesen completamente comprendidos en la clientela.

La noción de la clientela se enlaza en muchos puntos con la del derecho de hospitium: hay aquí dos instituciones jurídicas estrechamente emparentadas y correlativas, aunque muy distintas.

Tienen en común que se colocan dentro de la ciudad, y exigen de hecho o de derecho el concurso de ciudades o de individuos libres. Hubo también un tiempo en que, así como la agnación y la gentilidad eran puramente patricias, el hospitium romano no tenía lugar sino en cuanto el ciudadano que hospedaba pertenecía al patriciado, y la clientela también necesitaba un patrono perteneciente al orden noble. La palabra patronus no indica, como se ha dicho, una especie de protección análoga a la del padre para con sus hijos. Es idéntica en el sentido antiguo y político de la expresión (pater, patricius), y designa al hombre capaz del poder paterno, es decir, al ciudadano completo. Al aplicarla al protector del cliente, se indicaba suficientemente que solo el perfecto ciudadano podía tener clientela.[79] Por el contrario, el hospedado y el cliente eran necesariamente no ciudadanos, o ciudades extrañas al derecho de ciudadanía romana. Por otra parte, la hospitalidad y la clientela se diferencian en que la primera se funda sobre la base de la igualdad y de la independencia recíprocas, mientras que en la segunda hay desigualdad absoluta. El patrono domina y el cliente sirve en cierto modo; razón por la cual la clientela tomó la denominación de potestas.[80] El huésped tiene su patria allí donde ejerce sus derechos cívicos; el cliente, por su parte, no es ciudadano de ninguna ciudad. El huésped es, como hemos dicho, el extranjero que vive según las leyes de su patria (qui suis legibus utitur), mientras que con el cliente sucede otra cosa. Los juristas deducen de aquí que, para que tenga lugar la clientela por aplicación,[81] es necesario que el que la pide no pertenezca a ninguna ciudad que tenga tratados de amistad o de hospitalidad con Roma, o que haya roto todos los lazos que lo unían a su patria.[82] La clientela implica un estado inferior, cercano a la privación de la libertad; por consiguiente, el huésped que era ciudadano de una ciudad amiga no podía tomar un patrono.

A pesar de la diferencia tan marcada que acabamos de establecer entre el hospitium y la clientela, es cierto que con el tiempo llegaron a mezclarse y confundirse mucho ambas instituciones, y que se establecieron relaciones de patronato entre los ciudadanos romanos y las ciudades extranjeras. No obstante, todo esto es fácil de replicar. Mientras que las ciudades que continuaron en un pie de igualdad con Roma contrataban el ius hospitii, las que se sometieron por completo entraron bajo la clientela de ciertos ciudadanos de la metrópoli. Por otro lado, aquellas que eran pura y simplemente incorporadas a Roma no necesitaron la hospitalidad ni el patronato. Pero en los tiempos posteriores de la República estas últimas entraron a su vez en una nueva condición. Los municipios fueron considerados como pequeños Estados dentro del Estado y recibidos in fide; y según los casos tenían la hospitalidad y el patronato, aunque solo nominalmente. En el fondo, no había más que una especie de proxenia, de mandato general dado.[83]

Como la hospitalidad procede de un contrato entre iguales, la clientela se deriva, en el derecho privado, de la declaración manifiesta del señor de que cesará en adelante de hacer uso de su poder. El antiguo derecho no obligaba al señor a la emancipación: faltaba la forma para semejante acto (volumen I, libro primero, págs. 181-182), y por mucho tiempo esta declaración solemne no pudo dar por sí sola la libertad. Asimismo, tampoco el derecho de ciudad confería la emancipación, es decir, el patriciado; este es un hecho, no un derecho. Entonces, como el señor no había adquirido más que un compromiso moral, el emancipado dependía de la buena fe de aquel. Por otra parte, como aquí se trataba de la libertad, y esta va unida al derecho público que no se pierde o adquiere sino conforme a las formas establecidas por ese mismo derecho, la emancipación solo tiene efecto en cuanto hace del esclavo una cosa sin dueño, no lo convierte en un hombre libre. El acto es como si no existiese respecto de la ciudad, y el que emancipa puede recobrar más tarde, si quiere, a su esclavo. Es verdad que durante este acto, y aun después, puede emanar de los comicios su confirmación con concesión de la libertad y la ciudadanía; pero en este caso, muy raro por cierto, se ve que la condición nueva del esclavo no procede de la voluntad del señor, sino de la decisión del pueblo.

Sin embargo, el hecho no tardó en convertirse en derecho: la tendencia era natural. Entonces vinieron las limitaciones legales del patronato en favor del cliente, e intervino la ciudad para obligar al patrono a cumplir su palabra. Los progresos del derecho de patronato son también, desde este punto de vista, la historia de su ruina. La naturaleza de las relaciones entre el patrono y el emancipado había sido establecida antes que las arreglase la ley. Nunca perdieron su carácter originario y no pueden comprenderse bien sino remontándose a ese primer estado del poder del padre de familia sobre el emancipado, poder que ha ido en disminución todos los días, tanto en los hechos como en la teoría. Una de las formas notables del estado de emancipado es la producida por el ingreso voluntario de un extranjero bajo el patronato de un ciudadano romano (applicatio),[84] o por la entrada de una ciudad cliente de Roma bajo el patronato de tal o cual ciudadano, de aquel, por ejemplo, en cuyas manos se ha verificado su sumisión, y con quien ha concluido y arreglado las condiciones de la rendición. En ambos casos hay dos elementos necesarios de emancipación: la sumisión primero y después la tolerancia de la libertad.

El patronato es hereditario lo mismo que la hospitalidad; cuando pertenece al padre de familia se transmite a su descendencia.

No hay aquí huellas de un documento escrito que arregle la situación de la clientela, y, por tanto, la decisión del jefe de la casa es soberana.

La dedición (deditio) da siempre origen a la clientela pública. Lleva consigo la disolución de la ciudad dediticia, y hasta podría salir de ella la esclavitud. Por regla general el súbdito conserva la libertad, pero no tiene patria cuando su ciudad deja de existir y es realmente un emancipado de Roma (dedititius). Por el contrario, cuando aquella continúa existiendo bajo la protección romana (civitates liberæ), goza de los derechos de hospitium concedidos al ciudadano que tenga su perfecto contrato de amistad.[85]

El patronato concluye con la recaída en la esclavitud, o con la igualdad de derechos. En la clientela pública siempre puede tener lugar la reducción a la esclavitud;[86] aunque la igualdad puede ser revocada a voluntad, como en materia de precario, sin que haya en ello lesión de derechos. En un principio debió suceder lo mismo respecto de las clientelas privadas; pero este derecho del patrono fue uno de los primeros que se restringieron. No es fácil fijar la fecha a la que se remontan estas restricciones. Pero lo que sí es cierto es que cuando la emancipación había sido directa o indirectamente confirmada por los poderes competentes, aprobada por la ley curiada o de otro cualquier modo, y después de la vindicación en forma o con motivo del censo, el cliente y sus hijos gozaban siempre de una independencia que no estaba en poder del señor revocar, aunque en teoría sí, y por más que no fuesen considerados legal y absolutamente libres. Después, con el progreso de los tiempos, estas bienhechoras reglas se extendieron a las emancipaciones de palabra, a las que era extraña la ciudad. Restablecimiento de la esclavitud de derecho al lado de la libertad conservada de hecho: tal fue hasta fines del siglo de Cicerón el estado jurídico lícito.

La Ley Junia, un poco anterior o contemporánea a Augusto, innovó todavía más: no obstante, aunque no sufrieron la esclavitud, los latinos Junianos no tuvieron libertad completa.[87]

El abandono del contrato de hospitalidad, que llevaba consigo una alianza armada, puso también fin a la clientela pública. Como las partes estaban entonces en igualdad respectiva de derechos, todo patronato se hacía imposible. Por esta misma razón, al adquirir el cliente la ciudadanía, la clientela privada caía necesariamente y el cliente se convertía en el igual del patrono. Encontramos la aplicación de esta regla en uno de los raros ejemplos que nos han conservado los documentos históricos sobre el derecho que constituye el objeto de este estudio. Estando Mario procesado, fue llamado como testigo por la parte contraria el senador Herenio. Este afectaba no querer deponer contra su «cliente», y al decir esto procuraba humillar al hombre nuevo; pero Mario exclamó que había sido edil y que por lo tanto había cesado la clientela. «Cosa no del todo exacta —añade Plutarco (Marius, 5)— porque se necesitaba el nombramiento para un cargo curul para que se produzca este efecto, y Mario aún no había sido más que edil plebeyo.» En suma, el plebeyo revestido de una magistratura patricia, por más que esto no lo coloque entre los patricios, vota en el Senado igual que ellos. Nueva prueba de la identidad primitiva de la cualidad de cliente y de plebeyo, y de la incompatibilidad de la clientela pasiva con el patriciado.[88]

Así como la hospitalidad y la clientela tienen un carácter común en la protección o el patronato ejercidos, así también se parecen en sus consecuencias: solo que el desarrollo y el progreso de la clientela se deben más a las aplicaciones que a las emancipaciones propiamente dichas. Por otro lado, mientras que la hospitalidad se ejerce principalmente con el viajero que va de paso, el patronato tiene por objeto principal el extranjero desterrado o tránsfuga. Con todo, en una y otro hallamos el deber de buena acogida, los cuidados, la admisión al derecho y a la religión del huésped o del patrono, y las relaciones oficiosas que imponía lo que los romanos llamaban piedad, salvo ciertas divergencias esenciales, por supuesto.

El oficio y los cuidados del patronato particularmente no son los mismos en la clientela, permanente por su naturaleza, ni en la hospitalidad, cuyas exigencias son efímeras. Los cuidados del patrono hacia el cliente se convierten en solicitud: lo asiste constantemente, le asegura los medios de hacer su carrera y lo establece. Hasta creo que en tiempos muy remotos le asignaba algunas tierras, y no he vacilado en referir el dominio precario a la institución de la clientela, puesto que entonces no era libre el cliente sino precariamente.[89] Asimismo la ciudad distribuía tierras a los fugitivos que venían a pedir su protección.[90] Más tarde, como la desmembración o división de los dominios hubiera sido contraria al sistema de los latifundia, el señor ya no dio al esclavo emancipado más que cierta suma de dinero, o le dejó todo o parte del capital que le había confiado para hacerlo valer. Esto mismo hizo la ciudad.[91] El oficio del patronato se extendió hasta más allá de la muerte, absolutamente igual que el deber piadoso de la hospitalidad; testigos de esto son los numerosos sepulcros levantados por los señores para su «casa», o para sus «emancipados o esclavos».

La clientela, con todos sus deberes morales, no engendró nunca obligación jurídica o civil, salvo una excepción. El patrono puede recibir del cliente ciertos donativos en testimonio de deferencia y respeto; pero le estaría prohibido enriquecerse a expensas de aquellos a quienes debía su asistencia. En una época en que la ley procuró extenderse hasta sobre el dominio de las antiguas buenas costumbres, se promulgó la Ley Cinzia, que limitó los donativos del cliente.[92]

Igual que el huésped, el cliente tiene entrada en la casa del patrono; desterrado muchas veces y sin patria, usó de aquella licencia con mucha más amplitud. En realidad pertenece a la casa, y se cuenta entre los servidores (cliens, quiere decir el que atiende, el que obedece). Si el dueño sale, lo siguen sus amigos y clientes; y los arma, como a sus esclavos, para las necesidades de sus negocios o de sus querellas privadas. Numerari inter domesticos, dice Festus, hablando de los emancipados.[93] Tanto unos como otros, esclavos, clientes y simples emancipados, todos llevan el nombre de la familia.[94] Durante toda la era republicana, estos últimos podían ser juzgados por el tribunal del padre de familia. En tiempos anteriores a César, vemos al patrono pronunciar hasta la sentencia capital;[95] pero, en el año cuatro de la era cristiana, la Ley Elia Sentia vino a quitarle su derecho de vida y muerte, y de ahí en más solo le permitió pronunciar la expulsión de Roma.[96] Si bien no se le permite apoderarse del peculio del cliente, como puede hacerlo con el del esclavo, puede obligarlo a prestaciones considerables en casos excepcionales, como para el establecimiento de la hija de familia, para pagar un rescate, etcétera.[97] Cuando cae en la pobreza deben socorrerlo los emancipados; y, si fuese necesario, los obligaría a ello el mismo juez. Por otra parte, lo mismo que en el antiguo régimen, no hay obligación civil en el pacto de clientela: en el momento en que emancipa, el patrono puede hacer que se le prometan las prestaciones bajo juramento.[98] Solo y único caso quizás en que el derecho civil ha querido fortificar por medio del juramento la obligación originariamente moral, como hemos dicho anteriormente.

¿No demuestra todo esto hasta la evidencia la condición primitiva del cliente? En un principio no tuvo ningún derecho frente al patrono, como sucedía con el esclavo, emancipado solamente de hecho en tiempos de Cicerón. Así pues, la ley no lo protege sino contra la violencia y el abuso; jamás quiere sustraerlo al poder regularmente ejercido por el dueño de la casa, a la justicia doméstica, al deber de prestación en caso de necesidad.

Lo que la tradición nos revela respecto del emancipado nos lo hace conocer a priori el estado de derecho en lo tocante al cliente en general. La clientela está en cierto modo entre los bienes del patrono; pueden tenerse muchos amigos, pero nada más que un señor. El patronato no es más que su poder; es uno, exclusivo y no lleva consigo la concurrencia.[99]

La misma comunidad se establece en el culto. Ha podido suceder, sin que yo lo afirme, que las ciudades clientes hayan sido admitidas con las federadas a los sacrificios capitolinos, cuando menos a título precario. En cuanto a los sacrificios privados y domésticos en los que participan los esclavos, asisten también a ellos los clientes, así como a las celebraciones religiosas de los cuarteles, de las curias y de las fornacales. En esta participación en las fiestas comunes de las gentes es también donde se funda indudablemente el derecho para el cliente de tomar el nombre de familia, derecho negado al extranjero y al esclavo. Para llamarse Marcio, es necesario pertenecer a la gens Marcia y asistir en común a todos los actos religiosos que les interesan. De aquí también la voz del proeco (heraldo) ordenando a los «huéspedes, a los esclavos, a las mujeres y a las vírgenes que se separasen».[100] ¿Cuáles eran los derechos de los clientes? Procediendo siempre de la protección que les ha sido prometida, estos derechos difieren, sin embargo, según la clientela sea pública o privada.

Ciudades o individuos, importa poco que haya habido en ello aplicación voluntaria de la libertad o pacto internacional. Los clientes públicos son capaces de derecho en la ciudad patrona, pero la extensión de este derecho varía según las condiciones de la dedición o del contrato. En esto sucede lo mismo que en materia de hospitium.

Los clientes privados reclaman con más razón que los huéspedes la asistencia y cuidados del señor; esto se debe a que la hospitalidad privada desapareció muy pronto, y sobre todo a que el cliente es un ser sin patria y abandonado. El jefe de la familia en Roma comienza el día recibiendo a sus «domésticos» sentado sobre su trono (solium) en la gran sala de la casa; trata con ellos de sus asuntos y les da consejos;[101] les debe además su asistencia fuera y hasta en los tribunales de justicia, y, en caso de necesidad, los defiende en sus procesos. Este es un deber de honor.[102] De aquí las palabras patronus, cliens (abogado, cliente) aplicadas a la parte y a su defensor ante los tribunales. En realidad el patrono no es entonces el procurador, el representante (procurator) de aquel a quien asiste, sino más bien su consejero; el cliente es siempre el demandante o el defensor verdadero.[103] Pero después las cosas debieron suceder de otro modo. No es menos cierto que la asistencia del patrono era cosa necesaria ante los tribunales de justicia. El cliente no podía obrar como el huésped porque no tenía el hospitium; tampoco podía obrar conforme al derecho civil porque no era ciudadano; y, al no ser considerado legalmente libre, parece a primera vista que no podía ser parte en el proceso. Por consiguiente, el patrono es el que obra, bajo la ley antigua, en su nombre personal y por su propia cuenta; bajo la ley posterior, al lado del cliente y en interés de este. En los procesos civiles hace por él lo que los patricios hacían en un principio por los plebeyos, lo que el padre de familia hará después por los suyos.[104] Más tarde aún, en tanto la condición del emancipado o del cliente ha ido mejorando constantemente, hasta vendrá a ser superflua la asistencia. Así como en tiempos de Cicerón se llegará a dar la latinidad a los emancipados de hecho, así también desde muy antiguo el cliente fue considerado como justiciable directamente al lado de su patrono, aun cuando no era del todo libre.

Continuemos buscando en las relaciones de piedad reconocidas por la ley las consecuencias comunes de los derechos de clientela y de hospitalidad. El patrono no puede presentar ni apoyar un pleito o una demanda contra el cliente, y menos todavía este contra él.[105] También les están prohibidos el mandato judicial, el testimonio y el arbitraje contra sus intereses recíprocos. Lo mismo sucedía con el criminal, después de que comenzó a usarse el procedimiento acusatorio.[106] En el patrono la piedad supera muchas veces el parentesco; puede testificar en favor de un cliente en contra de un pariente; pero los deberes de la tutela son, por el contrario, superiores a los de la clientela,[107] y el huésped es también preferido al cliente. «Apud maiores —dice Majurius Sabinus— ita observatum est; primum tutelæ […] deinde hospitii, deinde clienti, tum cognato, postea adfini […].»[108] Principios viriles y sanos sobre los que reposa la noción del derecho en Roma y en los que se funda la grandeza de la ciudad.

De la piedad deriva además otra institución particular de la clientela: hablo de la herencia del cliente devuelta al patrono, como consecuencia de la protección que le ha dispensado durante su vida. El hospitium no confiere semejante derecho. El huésped, ciudadano de una ciudad libre, tiene sus herederos en su patria y conforme a las leyes locales. El cliente, por el contrario, que no tiene patria, muere también sin heredero. Pero la ley romana, que no quería que se muriese intestado, suplió primeramente este vacío. Después no tardó en considerar a los hijos del aplicado y del emancipado como legítimos sucesores, a la manera de los agnados y gentiles entre los patricios. Si moría sin hijos, el patrono no se apoderaba directamente de sus bienes como antes. No era un peculio lo que se incautaba a título de señor; pero como era más próximo del difunto que los demás, los bienes de la sucesión venían a su poder por ocupación privilegiada. A falta de patrono, les daban sus descendientes agnados y gentiles.

Por último, la violación de los derechos de la clientela privada llevan consigo una pena; no sucedía esto, como hemos visto, en materia de hospitalidad. En esta, una vez que se había roto el contrato, todo había concluido. En la clientela, como el patrono tenía el derecho de justicia y poder de ejecución sobre el cliente, no necesitaba la protección de la ley contra su subordinado; mientras que este, en cambio, podía ser la víctima de los excesos de su señor. La ruptura de la clientela en nada podía favorecerlo: no tenía patria ni libertad. He aquí el argumento ingenioso que se usaba: «El patrono que comete un fraude contra su cliente, sacer esto»[109] (sea maldito y entregado a los dioses infernales) dicen las Doce Tablas. Este es un crimen público contra la ciudad, puesto que la misma infracción entre ciudadanos sería solo cuestión de un proceso civil. La relación existente entre la parte lesionada y el agente del delito, y no la naturaleza de este, es en efecto lo que pide en Roma la intervención del poder público. La naturaleza de la pena, la execración (sacer), llevaba consigo en el antiguo derecho la pena capital. Pero como se trataba de un voto piadoso y no de una regla fija y práctica, dependía siempre del encargado de administrar justicia, que gozaba en esta época de una arbitraria libertad y podía reducir la falta a las menores proporciones posibles.

Con esto hemos terminado este largo y penoso estudio, y creemos que el lector se habrá formado un juicio exacto de la hospitalidad y de la clientela. Ambas encierran la expresión de las relaciones internacionales de ciudad o ciudadano con ciudad extranjera, o con individuo perteneciente a esta, tanto en el derecho romano perfeccionado como en el primitivo. Hemos mostrado y descrito sus orígenes, su naturaleza a la vez común y diversa, y sus efectos en las costumbres y en la ley. Hemos encontrado allí la prueba de la condición primitiva de la plebe, que era entonces toda cliene.[110] Pero por esto no disminuyó la grandeza del pueblo romano. ¿No es más glorioso conquistar la libertad, que recibirla completamente formada? Una vez que la plebe o la antigua clientela pasó al derecho de ciudad, se separó a su vez de los emancipados y de los patrocinados, y en este último sentido es como hallamos la distinción establecida desde la época de las luchas entre los dos órdenes.

Además, al lado de los clientes se colocó una clase de huéspedes en extremo importantes. Hablo de los latinos que, según su pacto de alianza y su hospitium, tenían igualdad de comercio y el derecho de entablar sus procesos conforme a la ley civil romana. Cuando se establecen inmobiliariamente, o se domicilian en Roma, son considerados como municipes (contribuyentes con igualdad de impuesto); contribuyen con prestaciones personales, sirven en la milicia y hasta tienen voto restringido. En este aspecto se distinguen de los demás extranjeros, tanto como se aproximan a los clientes ordinarios: sin ser ciudadanos viven conforme al derecho civil, y, al ser llamados por la reforma serviana al servicio militar al lado de los patricios, vieron cómo se les abrían las curias, las centurias y más tarde las tribus. Al igual que los clientes, estos mismos latinos fueron excluidos del connubium con los patricios y de las funciones públicas; pero se diferencian de ellos en que solo los clientes sufren el patronato y no pueden entablar un proceso sin la asistencia del patrono, teniendo en él a su jefe y presunto heredero.

De este modo la emancipación plebeya prosiguió un doble fin. Respecto de los clientes, tiende a sacudir la carga del patronato. Lo consiguió por completo en tiempos de Cicerón, salvo la dependencia leve que pesa aún sobre las clases emancipadas. En cuanto a los isoteles, metecos o clientes procedentes del extranjero, intenta conferirles en masa los derechos civiles que aún les faltan: el connubium, el derecho de voto y la admisión a los empleos y honores públicos.