XIV
LA LITERATURA Y EL ARTE
La literatura romana tenía sus raíces en un suelo enteramente particular y propio, y obedeció a incitaciones casi desconocidas en los demás pueblos de la tierra. Para juzgarla bien en la época en que nos encontramos, se necesita fijar la atención primeramente en la instrucción y en las diversiones públicas.
LA CIENCIA DEL LENGUAJE
Toda cultura intelectual procede de la lengua; esto también sucedió en Roma. Ya sabemos cuán alta importancia se daba aquí a la palabra y a los escritos. En esa edad en que el hombre sería apenas un adolescente, según nuestras ideas modernas, se veía a los ciudadanos encargarse con plena capacidad de la administración de su fortuna, e improvisar elocuentes discursos ante el pueblo reunido si era necesario. Así, pues, no contentos con dar gran valor a la práctica libre y elegante del idioma nacional, los romanos se aplicaron desde la infancia a apropiarse de todos sus recursos. Además, desde los tiempos de las guerras de Aníbal, se generalizó por toda Italia el conocimiento del griego. Mucho antes aún las clases sociales altas se habían familiarizado con el conocimiento de una lengua que era el instrumento común de la civilización del mundo antiguo; y cuando la fortuna de Roma, que había progresado desmesuradamente, puso a los ciudadanos por todas partes en contacto incesante con los extranjeros y los países del exterior, se consideró el uso del griego como esencialmente útil, y hasta absolutamente necesario, para los comerciantes y estadistas romanos. Aún hay más. Dentro de los muros de Roma habitaban numerosos esclavos y emancipados italianos: griegos por su nacimiento en su mayor parte, o semigriegos, por ellos descendían la lengua y las costumbres griegas, y se propagaban hasta en las últimas capas sociales de la población metropolitana. Hojead las comedias de aquel tiempo, y en ellas encontraréis en boca del común del pueblo un idioma que, aun siendo completamente latino, supone conocimientos de la lengua griega para ser bien comprendido, lo mismo que el inglés de Sterne, o el alemán de Wieland, necesitan el conocimiento del francés.[1] En cuanto a los personajes pertenecientes a familias senatoriales, no solo hablaban en griego con los griegos, sino que publicaban sus discursos en esta lengua, como hizo Tiberio Graco (cónsul en 577 y 591) con su arenga pronunciada en Rodas. Por último, en la época de la guerra de Aníbal escribían en este idioma muchas crónicas de las que después nos ocuparemos. Algunos hasta fueron más lejos. Mientras que los griegos dirigían en latín frases aduladoras a Flaminio, este se las devolvía en griego; y se vio entonces «al gran capitán de los Enéadas» consagrar dones piadosos a las divinidades helénicas con arreglo al rito griego, y con inscripciones en dísticos griegos.[2] Hasta el mismo Catón reprendió a un senador que había hecho que le cantasen en un festín a la griega una canción de este país con recitado modulado.
En medio de estas influencias es como se desarrolló en Roma la instrucción pública. Se cree comúnmente que, en lo tocante a los conocimientos generales y elementales, la antigüedad se quedó mucho más atrás que la civilización moderna. ¡Error gravísimo! Por el contrario, hasta en las clases bajas eran cosa corriente la lectura, la escritura y el cálculo; y, a ejemplo de Magón, Catón exigía ante todo que el esclavo capataz de un dominio supiese leer y escribir. Mucho antes de él ya estaban muy extendidos el conocimiento del griego y la instrucción elemental; pero a partir de su siglo es que la educación literaria, despojándose de la librea de una simple y material rutina, revistió el carácter y aspiró al fin de una verdadera cultura de espíritu. Antes de él, saber o no el griego era indiferente en la vida social o política. El sabio no tenía ningún privilegio, lo mismo que en nuestros días no reporta ningún beneficio al habitante de una aldea de la Suiza alemana saber el francés. Los más antiguos cronistas de Roma escribieron en lengua griega y no gozaron de ninguna supremacía en el Senado; como tampoco la obtiene entre sus compatriotas el campesino de las marismas del Holstein que ha estudiado humanidades, que entra por la noche en su casa después de sus faenas del campo y se sienta a la mesa con el Virgilio que acaba de sacar de su estante. Consideraban una necedad o falta de patriotismo el querer brillar porque se hablaba griego; y el que uno lo supiese mal, o lo ignorase en absoluto, no impedía que fuese un personaje notable, ni ser elegido senador o cónsul. Pero en la actualidad las cosas han tomado un curso diferente. La ruina de la nacionalidad itálica había producido ya sus efectos, sobre todo en las filas de la aristocracia. Las ideas generales de la humanidad ocupaban necesariamente el lugar del sentimiento nacional, y se marchaba rápidamente hacia una civilización más refinada. Lo primero que se ofreció a los romanos de la nueva escuela fue la gramática griega. A esta agregaron ellos la literatura clásica, sobre todo la Ilíada y la Odisea de Homero, pues veían al mismo tiempo esparcidos en el mismo suelo itálico los inmensos tesoros del arte y de la ciencia de los helenos. Aunque en realidad no reformaron sus prácticas de instrucción, las hicieron progresistas, de empíricas que eran. Las lecciones generales dadas a la juventud se unieron más y más a la alta literatura; y aprovechando los jóvenes esto, según el espíritu del momento, penetraron cada día más en el conocimiento íntimo de las bellas letras griegas, del drama trágico de Eurípides y de la comedia de Menandro. Al mismo tiempo, los estudios latinos recibían un activo y poderoso impulso.
La alta sociedad romana comprendió que, sin abandonar el uso de la lengua griega, era necesario ennoblecer la lengua nacional y acomodarla al progreso de la nueva civilización, empresa que conducía también al idioma de los griegos por una serie de caminos. La distribución de los servicios económicos ponía en Roma, casi exclusivamente, la enseñanza del latín en manos de los esclavos, de los emancipados y de los extranjeros, o mejor dicho, de individuos griegos o semigriegos;[3] de la misma forma que ocurría con las demás industrias y los oficios retribuidos. No hay por qué admirarse de tal resultado. Hemos visto en otra parte que el alfabeto latino se parecía mucho al de los helenos; ambas lenguas eran vecinas y tenían cierto parentesco. Aún hay más; hasta el sistema de la instrucción se modeló exactamente bajo las formas y el sistema helénicos. Nadie ignora cuán difícil es el problema de hallar y coordinar los materiales y las formas más apropiadas a la educación moral y literaria de la juventud, y cuánto más difícil es desembarazarse de los hábitos y prejuicios adquiridos cuando están demasiado arraigados. En consecuencia, ante las necesidades de una educación progresista, los romanos no supieron encontrar nada mejor para satisfacerla, que transportar pura y simplemente a Roma los métodos gramaticales y literarios de la Grecia. Exactamente lo mismo hacemos los modernos cuando tomamos los sistemas antiguos, excelentes sin duda para las lenguas muertas, y los aplicamos, vengan bien o no, a la enseñanza de las lenguas vivas. Sin embargo, a la importación griega le faltaba entre los romanos un fondo sólido sobre el que poder establecerse. En rigor, con las Doce Tablas se aprendía a escribir y a hablar el latín; pero para que la lengua latina se civilizase, por decirlo así, se necesitaba una literatura nacional que Roma aún no tenía.
EL TEATRO DOMINADO POR LA INFLUENCIA GRIEGA
Un segundo fenómeno llama nuestra atención. Hemos descrito anteriormente los progresos y la extensión de los juegos y demás diversiones populares. Desde la antigüedad, el teatro ocupó entre estas un lugar importantísimo. En un principio, las carreras de carros formaban su principal motivo. Pero no se verificaban más que una sola vez y no llenaban más que el programa del último día de las fiestas; los precedentes se consagraban casi todos a representaciones escénicas. Por mucho tiempo estas no fueron más que danzas o farsas; alguna vez se unen a ellas cantos improvisados, pero no toleran diálogo ni acción de ninguna especie (volumen I, libro segundo, pág. 476). Ahora, sin embargo, es cuando va a llegar el verdadero drama. Por lo demás, griegos eran también los que dirigían las festividades de los juegos romanos. Ingeniosos para inventar diversiones con que se solazase la muchedumbre, matara el tiempo y se librase del fastidio, se convirtieron en intendentes de los placeres de los romanos. Pero en Grecia no había placeres más populares y variados que los espectáculos escénicos. Los actores y sus adláteres vieron en esto una rica mina que explotar en Roma. La antigua canción escénica latina contenía quizá los gérmenes de un drama nacional; pero para darle expansión se necesitaban un poeta y un público dotados de facultades originales. Esto es, un poeta que supiese despertar los sentimientos, y un público que se hallase dispuesto. Pero no fue tal el genio de los romanos en ningún tiempo, y menos en la época de la que nos ocupamos. Otra cosa habría sido si la improvisación precipitada impuesta a los que divertían al pueblo hubiese permitido la calma que prepara el buen fruto en su germen, y el tiempo que lleva a la madurez. También en esto era necesario proveer a una necesidad completamente ficticia y ajena a las aptitudes nacionales: se quería un teatro aun cuando faltaban los dramas.
NACIMIENTO DE UNA LITERATURA EN ROMA
Tales son los elementos sobre los que tuvo que fundarse la literatura latina; sus lagunas y su pobreza están manifiesta y necesariamente unidas a sus orígenes. El verdadero arte tiene su fuente en la libertad individual, en las alegrías y goces de la vida. Es verdad que también Italia poseyó estos bienes preciosos; pero en Roma, donde la solidaridad de un pensamiento uniforme y de deberes comunes repelía los libres instintos del individualismo para atender solo a la fortuna política de la metrópoli, el arte se halló como ahogado al nacer, y se encogió en vez de desarrollarse. El punto culminante de la prosperidad romana es un siglo sin literatura. Para abrir a esta su carrera, se necesita romper la costra de la compacta nacionalidad romana. Llega entonces a consecuencia de las influencias cosmopolitas de Grecia, lleva el sello de su patria primitiva y se impone a la larga con una dulce e íntima violencia. Antítesis destructora, su esfuerzo va minando diariamente la antigua energía y aspereza del carácter romano. A raíz de esto, la poesía no brotó en Roma en un principio de las profundidades del alma del poeta; es el producto artificial de la escuela, que necesita manuales escritos en latín, y del teatro, que necesita piezas latinas. Ambos, la escuela y el teatro, son esencialmente antirromanos y revolucionarios. La ociosidad que presencia los espectáculos escénicos es un crimen para el romano de la antigua roca; se subleva contra ella su rudeza y su amor a la actividad. Desde el fondo de su corazón permanece completamente unido a la antigua y política máxima del derecho patrio, según la cual nadie es señor ni criado entre los ciudadanos, ninguno debe ser millonario o mendigo, y todos tienen una misma cultura y una misma creencia. La nueva escuela con sus prácticas de educación necesariamente exclusivas es, pues, un peligro para el Estado, pues destruye el sentimiento de igualdad. De hecho, la escuela y el teatro han sido las dos palancas más poderosas del espíritu de los nuevos tiempos, y su poder aumentó cuando hablaron el latín. Escribiendo o hablando en griego, no se hubiera dejado de ser romano. Pero se tomó la costumbre de pensar y vivir como los griegos, aunque bajo la librea de la lengua romana. Se comprende que semejante revolución haya realizado su objetivo aun en medio de un siglo grande y conservador; y no por esto deja de ofrecer el espectáculo más notable e instructivo. Fue entonces cuando el helenismo extendió sus ramas en todas direcciones y por todos los puntos donde la política no le cerró inmediatamente el paso. Fue entonces también cuando el pedagogo y el que suministraba los placeres al pueblo, apoyándose uno en otro, dieron a luz la literatura latina.
LIVIO ANDRÓNICO
Se encuentra ya entre los más antiguos escritores de Roma, como en una especie de núcleo, todo el producto de las obras posteriores. El griego Andrónico (de antes de 481 a 547), llamado después, en su cualidad de ciudadano romano, Lucio[4] Livio Andrónico, vino muy joven a Roma (en 482) entre la multitud de prisioneros tarentinos (volumen I, libro segundo, pág. 430). Pertenecía al vencedor de Sena, a Marco Livio Salinator (cónsul en 535 y en 547). Su tarea de esclavo consistía en escribir para la escena y representar, copiar textos y enseñar latín y griego, ya a los hijos de su señor, ya fuera de casa, a los de otros hombres pudientes. Su talento lo hizo visible; su señor lo emancipó; y el gobierno, que muchas veces había utilizado sus servicios, y que después de la feliz terminación de la guerra contra Aníbal le había encargado componer un himno de acción de gracias, el gobierno, repito, por un favor insigne y especial, le dio una plaza en las ceremonias públicas del templo de la Minerva aventina, en la nueva cofradía de los poetas y de los autores dramáticos. Las obras de Andrónico proceden de su doble oficio. Como pedagogo tradujo la Odisea, y, así, se sirvió del texto latino para enseñar el latín, y del texto original para enseñar el griego. Este fue el primer libro de escuela en Roma, libro que continuó usándose durante muchos siglos. Pero, siendo autor y artista dramático, Andrónico no se contentó con escribir piezas para el teatro, como sus demás cofrades; además las recogió, formó con ellas libros, fue por todas partes leyéndolas, y las publicó en muchas copias. Lo que más nos importa confirmar es que el drama griego sustituyó al antiguo canto lírico del teatro romano. Un año después de terminada la primera guerra púnica, en 514, se puso en escena por primera vez su primer drama.
Es en realidad un acontecimiento histórico el que la epopeya, la tragedia y la comedia fuesen entregadas a la lengua vulgar por este hombre que tenía ya más de romano que de griego. En cuanto a sus obras, consideradas en sí mismas carecían de valor artístico. Andrónico no aspiraba a la originalidad, y como traducciones, sus escritos llevan el sello de una barbarie tanto más sensible cuanto que su pobre y ruda poesía había deshojado la flor de la sencillez primitiva, y, en consecuencia, marchan cojeando y tambaleándose en pos de las obras maestras de una maravillosa civilización literaria. Cuando se separa por completo de su modelo no es por efecto de una aspiración libre, sino que se desvía únicamente por su torpeza de copista; bajo y grosero unas veces, remontado y ampuloso otras, emplea siempre un lenguaje áspero y duro.[5] Quiero creer, con los antiguos críticos de Roma, que, una vez que salía de la escuela, el niño dejaba los libros obligados de Andrónico y no volvía a tomarlos jamás. Sin embargo, no desconozco lo mucho que han influido estos trabajos en ciertos aspectos en los tiempos que siguieron; dieron margen a las traducciones latinas y conquistaron para el verso griego derecho de ciudadanía entre los romanos. Quizá se pregunte por qué no ha copiado Andrónico solamente el verso dramático, conservando en su Odisea la medida y el molde del verso nacional saturniano. La razón de ello es clara. Si los yambos y los troqueos de la tragedia y de la comedia griegas se imitaban fácilmente en latín, no sucedía lo mismo con el dáctilo épico.
Estos primeros ensayos literarios fueron prontamente superados. Las epopeyas y los dramas de Livio no tuvieron a los ojos de los romanos de los siglos posteriores, jueces excelentes sin duda alguna, más valor que el de una cosa antigua y por ende curiosa, semejantes a las estatuas dedalianas, sin expresión ni movimiento. Pero ya se habían echado las bases; la generación siguiente no tuvo más que levantar sobre ellas el edificio del arte lírico, épico y dramático. Es de un gran interés el estudio de su historia.
EL DRAMA. EL TEATRO. EL PÚBLICO
Por la extensión y el número de las producciones, y por su influencia sobre la muchedumbre, en primer lugar llama la atención el drama, que va a la cabeza del movimiento poético. La antigüedad no conoció nunca nuestros teatros, en los que se paga la entrada. Tanto en Roma como en Grecia, los espectáculos formaban uno de los elementos esenciales de los juegos cívicos, aniversarios o extraordinarios. En un principio el gobierno se mostró, o quiso mostrarse, poco dispuesto a aumentar el número de fiestas populares, pues las creía peligrosas; y esto con cierta razón. Por esto se negó durante mucho tiempo y con deliberada intención a permitir que se construyesen teatros de piedra.[6] Llegado el día de la festividad, se levantaba para el objeto un tablado de madera con estrado o anteescenario para los actores (proscænium, pulpitum), y con decoraciones en el fondo o escena (scæna). Delante de esto se extendía en forma de herradura, pendiente y sin sillas ni gradas, el lugar reservado al público. Cada espectador llevaba su silla, o estaba de pie o recostado.[7] Es probable que las mujeres se colocasen desde un principio aparte, y fuesen relegadas al fondo, en el punto más elevado y menos cómodo del hemiciclo. Sin embargo, todavía no hubo puesto reservado hasta el año 560, año en que, como ya hemos visto (pág. 335), los senadores se arrogaron el privilegio de ocupar los primeros puestos en la parte más baja y mejor situada de la cávea. El público no era muy escogido en los antiguos tiempos, no porque las clases altas dejasen de asistir a los juegos populares, toda vez que los padres de la ciudad juzgaban que su deber y las conveniencias los obligaban a presentarse en ellos, sino que como se trataba de fiestas cívicas podían asistir libremente los ciudadanos con su mujer y sus hijos,[8] si bien es cierto que no tenían entrada los esclavos ni los extranjeros. Por consiguiente, el auditorio era parecido al que asiste en nuestros días a los fuegos artificiales y a los espectáculos gratuitos. Era natural, por tanto, que no hubiera en ellos mucho orden: «Los niños gritando, las mujeres charlando y disputando: aquí o allá alguna cortesana amenazando arrojarse al proscænium».[9] No era este un día de fiesta para la policía: más de una vez necesitaba cumplir su misión «la vara del lictor». Con el advenimiento del drama griego y el aumento de las exigencias en lo concerniente al personal escénico, parece que hubo falta de actores. Un día se ejecutó una pieza de Nevio con aficionados, a falta de artistas profesionales. La posición social de estos no ganó nada por ello. Como en otro tiempo, el poeta, «el escriba» (scriba) como se lo llamaba, y el compositor pertenecían a la clase más baja de los obreros; estaban colocados en el rango más ínfimo en la opinión pública, y la policía los maltrataba con frecuencia (volumen I, libro segundo, pág. 483). El que se estimaba en algo se guardaba mucho de tener alguna relación con las representaciones teatrales. El director (dominus gregis, factionis o choragus) era por lo común el actor principal, generalmente un emancipado; mientras que el resto se componía de esclavos. No encontramos ningún hombre libre entre los compositores cuyos nombres han llegado hasta nosotros. Por lo demás, su salario era insignificante. Pocos años después de la época a la que nos referimos, dar a un poeta cómico ocho mil sestercios era una cosa excepcional; en general se los retribuía según el éxito de la pieza. Una vez pagados, todo había concluido: nada de concursos ni premios como en Atenas. Por último, los concurrentes aplaudían o silbaban como entre nosotros, y no se echaba más que una pieza en el mismo día.[10] Tal era la condición en la que estaba colocado el arte: lejos de ser honroso, era un oficio vil, y el artista, menospreciado. ¿Es extraño acaso que al nacer el teatro nacional de los romanos no haya brillado ni por su originalidad ni por su sentimiento artístico? En Atenas descendían los más nobles a la liza, y sus generosos esfuerzos habían dado vida al drama griego. El drama romano no podía ser en su conjunto más que una pobre copia; y, en realidad, es necesario admirar en él la multitud de graciosos detalles y de ingeniosos rasgos con que ha sabido adornarse a pesar de todo.
COMEDIA. COMEDIA NUEVA DE ATENAS
La comedia fue la primera que apareció en las creaciones del teatro romano; incluso el auditorio fruncía el entrecejo a los primeros versos de la tragedia, cuando se había creído invitado a una función alegre o de otro género. En esta época aparecieron verdaderos cómicos como Plauto y Cecilio, pero no poetas trágicos. Si examinamos todos los dramas contemporáneos cuyos nombres sabemos, se cuentan tres comedias por cada tragedia. Los autores, o mejor dicho los traductores de comedias, se inclinaron naturalmente a las obras más favorecidas del teatro griego, y por esta razón se encerraron casi exclusivamente en el género de la comedia nueva de Atenas,[11] siguiendo a la letra a los más famosos autores, Filemón de Soloe en Cilicia, y al ateniense Menandro. A raíz de que la comedia nueva tuvo una inmensa influencia sobre la literatura y la cultura general romanas, la historia debe consagrarle un estudio concienzudo.[12]
La intriga de la pieza es en estas obras de una fatigosa uniformidad. Siempre, o casi siempre, versa sobre el amor de un joven que persigue y obtiene, con gran daño para la casa paterna o con perjuicio de un malvado que la retiene en su poder, la posesión de una joven dotada de todas las gracias de su sexo, aunque de muy dudosa moralidad. El drama continúa invariablemente hacia su desenlace con el auxilio de algunos escudos sustraídos por el fraude, y tiene por eje algún astuto criado que inventa las bellaquerías necesarias y reúne fondos, mientras que nuestro joven loco se lamenta de las penas de su corazón y de lo vacío de su bolsillo. No faltan las disertaciones obligadas acerca de los goces y de los sufrimientos del amor, ni las escenas patéticas de las despedidas, ni los amantes amenazando suicidarse en medio de su desesperación. El amor o, mejor dicho, los arrebatos amorosos son el alma y la vida del drama poético de la escuela de Menandro según los antiguos críticos. Sus comedias terminan siempre con un buen matrimonio, después de que para edificación y placer del auditorio, se ha mostrado a la luz pública la virtud de la joven; también se ha descubierto que es la hija de un elevado personaje perdida tiempo atrás, y que desde todo punto de vista es un partido ventajoso. Además de las comedias amorosas, hay también algunas que producen grandes emociones: tales son el Rudens (cuerda o maroma) de Plauto, que se trata del naufragio y del derecho de asilo; el Trinumus (las tres monedas) y los Cautivos. En estas no hay ninguna intriga amorosa, y sí solo un amigo que se sacrifica por otro, o un esclavo que lo hace por su señor. Este teatro es como un tapiz donde se repiten todos los dibujos. A cada momento vienen los apartes de un individuo que escucha sin ser visto; se llama constantemente a la puerta de las casas, y los esclavos recorren las calles ejerciendo cada cual su oficio. Las máscaras figuran en número fijo, ocho ancianos y siete criados, por ejemplo. El poeta elije entre ellos las que le parece y necesita para la pieza, cosa que contribuye más que nada a esa uniformidad y monotonía escénica. La escuela cómica de Menandro rechazó pronto el elemento lírico de la antigua moda; se ganó los corazones y se limitó al diálogo o al simple relato. Intención política, pasión verdadera, elevación poética, todo le faltó. Sin embargo, esto se comprende bien, pues el autor no aspiraba a producir los grandes efectos de la poesía. En efecto, su principal mira consistía en ocupar la atención mediante el argumento mismo de la pieza, aspecto en el que la comedia nueva, con la complicada intriga y la concepción absolutamente vacía de su contenido moral, difería totalmente de la comedia antigua. El poeta miraba además los detalles; las conversaciones interesantes constituían su principal triunfo y el placer de los oyentes. El enredo de los hilos de la intriga y los desprecios inesperados van a porfía con las locuras y licencias de un argumento imposible. El desenlace de la Casina, por ejemplo, en el que los dos enamorados se marchan juntos mientras que el soldado vestido con el traje de desposada se burla del viejo Estalinón, marcha a la par de las cínicas farsas de Falstaff.
Estas comedias están plagadas de juegos de palabras, de bufonadas, de enigmas y de todo aquello que amenizaba la conversación de sobremesa a falta de asuntos más serios. Los poetas no escribían ya para todo un pueblo, como lo habían hecho antes Aristófanes y Eupolis. Sus obras se dirigían a un círculo poco numeroso de hombres cultos, a una sociedad selecta y espiritual, pero que, como en tantas otras sociedades no menos bien intencionadas, iba en decadencia en medio de sus placeres ingeniosos e inactivos, perdiendo las horas en descifrar jeroglíficos y acertar charadas. De esta manera, el drama de entonces no retrata la imagen verdadera de aquel tiempo, y no hallamos en él la huella de los grandes hechos de la historia y de las revoluciones morales e intelectuales. ¿Quién dudará al leerlos que Filemón y Menandro fueron contemporáneos de Alejandro y de Aristóteles? Espejo elegante y fiel de la buena sociedad de Atenas, la comedia nueva nunca reproduce otros objetos. En su conjunto la conocemos principalmente por las imitaciones de los cómicos de Roma. Pero todavía aquí, aunque bajo un vestido más tosco, supo conservar su encanto y su gracia. Tomad las piezas copiadas a Menandro por cualquiera de los poetas del género, y veréis a los personajes vivir la misma vida que el poeta griego y sus contemporáneos: se los pinta ingeniosamente con sus tranquilos y diarios goces, más que con sus extravíos y excesos. Todo se refleja en ellas: relaciones de familia, el padre y la hija, el marido y la mujer, el señor y el esclavo con sus pequeñas pasiones y sus pequeñas crisis interiores. Todos estos retratos domésticos están perfectamente hechos y han conservado todo el efecto de sus colores. ¿Tendremos necesidad de recordar la orgía de los esclavos, por ejemplo, con que termina la comedia el Stichus de Plauto? ¡Qué cuadro de tan incomparable éxito el de aquellos dos perillanes haciendo gala de su escasa y mala comida, y obsequiando ambos a su común amiga Stephanion! ¡Qué episodio tan picante el de aquellas dos mozas elegantes ataviadas con gran pompa, peinadas a la última moda y con su larga túnica recogida con botón de oro; o el de aquellas dos cortesanas que os hacen asistir a su tocado! Os ponen de relieve desde la alcahueta más vulgar, como la Lena del Circulio, a la dueña más astuta, semejante a la Bárbara del Fausto de Goethe y la Scapha de la Mostelaria. Después vienen las comparsas de hermanos y amigos y de los alegres compañeros. Todos los antiguos caracteres cómicos se hallan allí retratados perfectamente con sus tipos variados. La severidad feroz y la avaricia aparecen juntas con la mansedumbre y la generosidad; también va el padre de familia cauto, el anciano enamorado, el célibe arrepentido y de costumbres ligeras, la directora o encargada de la casa, vieja y celosa, conspirando con las demás contra el dueño de la misma. Después vienen los jóvenes, el galán joven y el hijo virtuoso, pero cuando están no tienen más que una importancia secundaria. Siguen a estos la cuadrilla de los esclavos, el ayuda de cámara taimado, el intendente severo, el viejo y sutil pedagogo, el criado de labor oliendo a ajos, la niña impertinente; en fin, todos los representantes de los oficios serviles. Pero una de las principales figuras es la del parásito (parasitus). Se lo admite y hace un gran papel en la mesa del rico, a condición de distraer a los convidados con cuentos y anécdotas divertidas, aunque algunas veces suele arrojársele la vajilla a la cabeza. El de parásito era en Atenas un verdadero oficio; y no es una pura ficción del poeta cómico cuando nos lo presenta sacando de los libros su provisión de chistes e historietas para el próximo banquete. Los otros papeles favoritos son el cocinero, que canta victoria a propósito de una nueva salsa, bigardo y pedante al mismo tiempo, y ladrón consumado; el rufián (leno), que profesa descaradamente todos los vicios como el Ballio del Pseudolus de Plauto; y el soldado matamoros (Miles gloriosus), representación viva del soldado aventurero del siglo de los diadocos. Calumniadores de profesión, o caballeros de industria, médicos pedantes y necios, sacerdotes, marinos, pescadores y demás, todos aparecen en la escena. Esto sin contar los papeles de carácter: el supersticioso de Menandro, el avaro de Plauto (en la Aulularia la marmita).
Tales fueron las últimas creaciones de la poesía griega. En ellas manifiesta su indestructible poder plástico pero profundiza más el corazón humano; la copia, en cambio, es completamente exterior y el sentimiento moral desaparece en el momento en que el poeta toma su mayor vuelo. Cosa notable: en todos estos caracteres, en todos estos retratos, la verdad psicológica es reemplazada por las deducciones del desarrollo natural de la idea tipo. El avaro recoge en ella «hasta las raspaduras de las uñas» y se lamenta de las «lágrimas derramadas», ¡como un gasto perdido! Sin embargo, no se acuse al poeta de la ligereza superficial de su crítica. Si la comedia nueva peca por la falta de profundidad y lo vacío del pensamiento poético o moral, es necesario echar la culpa a todo el pueblo. Grecia, la verdadera Grecia, estaba entonces en su postrer momento: patria, creencias nacionales, vida de familia, todo lo noble y bello en el orden moral había dejado de existir. La poesía, la historia y la filosofía yacían agotadas; en Atenas no quedaban más que las escuelas de los retóricos, el mercado de venenos y el lupanar. ¿Quién puede admirarse del partido tomado por el poeta? ¿Quién osaría echar en cara a Menandro los cuadros fieles en que retrata las existencias sociales y que tiene ante sus ojos? ¿Podía acaso elegir otro si es un precepto y una verdad que la misión del poeta dramático es pintar al hombre y la vida humana? ¡Ved cómo la poesía de este siglo se eleva e idealiza, cuando por un momento llega a olvidar los detalles mundanos y las costumbres degeneradas de la sociedad ateniense, sin entrar en la horma de las imitaciones de la antigua escuela! Nos resta un modelo único de la parodia heroica, el Anfitrión de Plauto. ¿No circula en este drama, ruina preciosa entre todas las del teatro de aquel tiempo, una inspiración más pura y poética? Los mortales acogen con irónico respeto a los dioses de buen humor; las grandes figuras del mundo heroico contrastan en él con la burlesca poltronería de lo esclavos, y el trueno y los relámpagos de un desenlace casi épico acompañan dignamente al nacimiento del hijo de Júpiter. Si se compara la desfachatez del autor cómico al tratar los antiguos mitos con la habitual licencia de sus otros dramas, consagrados más especialmente a la pintura de la vida de los habitantes de Atenas, se lo absolverá fácilmente de su irreverencia, muy poética por otra parte. Ante la moral y la historia no puede considerarse un crimen el haber escrito la comedia nueva. Sería injusto imputar a tal o cual de ellos la falta de no haberse elevado sobre su siglo; su obra ha sufrido la influencia más que producido la degeneración popular. Sin embargo, si se quiere apreciar en su justo valor la influencia de esta comedia sobre las costumbres romanas, es necesario sondear hasta el fondo del abismo apenas cubierto por la elegancia y la delicadeza de la civilización griega contemporánea. En mi sentir, son poca cosa esas groserías obscenas evitadas por Menandro, y de las que están salpicadas las páginas de las comedias de sus compañeros. Mucho más me extraña la esterilidad de la vida de aquella sociedad, en la cual los únicos oasis que se encuentran son llenados por la embriaguez y el amor sensual. Más me extraña aún ese prosaísmo que jamás se altera si no es con el ruido de la charlatanería de algún bellaco embriagado por sus locas concepciones, que va haciendo entusiastamente calaveradas que merecen la horca. Pero lo que más me aflige es la inmoralidad de aquella ética pretenciosa con que todos los autores vestían y adornaban sus comedias. Convengo en que en ellas se castigaba el vicio, se recompensaba la virtud, y a los pecadillos cometidos seguían una buena conversión o un buen matrimonio. En algunas comedias, como en el Trinumus de Plauto o en algunos dramas de Terencio, veréis en todos los personajes, hasta en los esclavos, algún que otro átomo de virtud. A cada paso encontraréis en ellos gentes de bien, aunque entramados con las trapacerías que urden jóvenes honradas, cuando pueden serlo, y galanes que disfrutan de las mismas ventajas. Todo esto suministra lugares comunes de moral, que dan pretexto para expresar numerosas sentencias. Sin embargo, esto no impide que en el desenlace, después de la reconciliación final, como por ejemplo en los Bachis de Plauto, se los vea a todos juntos, al hijo que ha desollado a su padre y a los padres robados por los hijos, ir abrazados a cierto lugar donde los espera una orgía.[13]
COMEDIA ROMANA. ES PURAMENTE GRIEGA
NECESIDADES LEGALES DE ESTE HELENISMO
He aquí sobre qué fundamentos y con qué materiales estaba construida la comedia romana. Sus condiciones estéticas le prohibían la originalidad, y debemos creer que desde un principio la policía local le puso un freno y comprimió su vuelo. Conocemos un gran número de piezas latinas del siglo VI de Roma, pero ni una sola se anuncia como una imitación de otra pieza griega. Su título solo está completo cuando anuncia el nombre del drama y el del poeta heleno. ¿Se disputa, como sucede muchas veces, la novedad de tal o cual drama? Pues la cuestión versa solo sobre la prioridad de traducción. Por lo demás, la escena se coloca siempre en país extranjero, y esta es una regla obligatoria. Todo el género recibió el nombre de comedia de Pallium (fábula palliata) porque el lugar de la acción no está en Roma, sino en Atenas ordinariamente, y porque los personajes son griegos, o cuando menos no son romanos. Hasta en los detalles se conservó rigurosamente la investidura de extranjero, sobre todo en aquello en lo que el romano de menos cultura pudiera manifestar gustos y sentimientos decididamente opuestos a los del argumento dramático. Nunca se encuentra allí el nombre de Roma, nunca se hace mención de los romanos, y, si se les dirige alguna alusión, se los llama en buen griego «extranjeros» (barbari). Jamás se nombra la moneda romana, y muchas veces desempeñan su papel el oro y la plata acuñada. Sería formarse una idea singular de Nevio, de Plauto y de todos esos hombres de tan esclarecido talento, el creer que habían obrado con deliberación. ¡No! Al colocarse lejos de Roma, su comedia obedecía, sin que pudiera dudarse, a necesidades muy ajenas a las reglas de la estética. A diferencia del desarrollo de la comedia nueva en Atenas, exponer el cuadro de las relaciones sociales en Roma hubiera sido para los romanos del siglo de Aníbal cometer un odioso atentado contra las buenas costumbres y el buen orden en la ciudad. Los motivos son los siguientes: como los juegos donde entraban las representaciones teatrales los daban los ediles y los pretores, todos bajo la dependencia del Senado, y como las celebraciones de las fiestas extraordinarias, los funerales por ejemplo, estaban sujetas a la autorización previa del gobierno, y como, por último, la policía romana tenía libertad de acción en todo, se guardaban menos miramientos respecto de las representaciones cómicas. Es fácil ver por qué, incluso después de la admisión en el programa de las festividades populares, la comedia no ha tenido jamás licencia para presentar en escena a un romano, y por qué, en la misma Roma, había continuado siendo extranjera, por decirlo así.
LA COMEDIA ES EXTRAÑA A LA POLÍTICA
Aún más rigurosa era la prohibición impuesta a los autores de no nombrar ningún personaje vivo para ensalzarlo o vituperarlo, o hacer indirectamente alusión a alguno de los acontecimientos del día. Por más que se busque en todo el repertorio de Plauto y de los cómicos que lo siguieron, no se hallará una sola expresión que haya podido dar motivo a un proceso por injuria o difamación.[14] Excepto algunas bromas insignificantes, el poeta respeta siempre la delicada susceptibilidad del orgullo municipal italiano. Por otro lado, nunca se permitieron invectivas contra las ciudades vencidas, a no ser cuando, por una excepción notable, se dio libre curso a la charlatanería burlona contra los desgraciados habitantes de Atella y Capua (pág. 202), o cuando se burlaban de las pretensiones fastuosas y del mal latín de los prenestinos. Plauto y sus compañeros no dicen nada de las cosas y acontecimientos del día, salvo tal o cual voto emitido por el buen éxito de la guerra[15] o por la prosperidad en la paz. En cambio, en todas las páginas el poeta ataca a los usureros y a los acaparadores en general, a los disipadores, a los candidatos que corrompen las elecciones, a los triunfadores demasiado numerosos, a los empresarios de atrasos y multas, y a los arrendatarios de impuestos y los embargos llevados a cabo por ellos. También clama contra el alto precio del aceite, y en otra única ocasión, como para recordar las parábasis de la comedia de la antigua Atenas, lanza en el Curculio una larga y poco peligrosa invectiva sobre la muchedumbre que se agita en el Forum. Pero muy pronto se interrumpió su acceso de patriotismo autorizado y virtuoso: «Pero soy un loco al preocuparme de los asuntos del Estado, estando ahí los magistrados que cuidan de ellos».
En suma, desde la perspectiva política no puede imaginarse nada más dócil que la comedia del siglo VI.[16] Sin embargo, el más antiguo de los autores cómicos de Roma cuyo nombre ha llegado hasta nosotros, Gneo Nevio, es una excepción notable a esta regla. No pretendo yo con esto que haya escrito piezas romanas y originales; pero, a juzgar por los restos que de sus poesías han llegado hasta nosotros, al menos se atrevió a hacer alusiones directas a las cosas y a las personas. ¿No fue él quien se mofó de un pintor de tanto nombre como Teodoto? ¿No es él mismo el que se dirige al vencedor de Zama, en versos que no van en zaga a los de Aristófanes?: «Este hombre, que con tanta gloria ha llevado a cabo cosas tan grandes, cuyas hazañas están vivas y dando sus frutos, este hombre, el único a quien respetan todos los pueblos, a este hombre, su padre le ha sacado alguna vez medio desnudo de casa de su querida.»[17]
¿Tomaba él sus palabras al pie de la letra cuando escribía: «Hoy, día de la fiesta de la libertad, voy a hablar libremente?».
Debió exponerse más de una vez a los rigores de la policía cuando proponía al público estas peligrosas cuestiones: «¿Cómo un Estado tan poderoso cae tan pronto en la ruina?». ¿No se le respondió inmediatamente con los registros de delitos de la policía? «¡Esta es la falta de los nuevos y flamantes decidores, y de los jóvenes locos!»
No le fue bien a Nevio con sus invectivas y sus diatribas políticas en el teatro. La policía romana no podía otorgarle tal privilegio ni tolerar su licencia.
Nuestro poeta fue reducido a dura prisión, donde permaneció hasta que expió públicamente en sus demás obras cómicas sus irreverencias. Además pagó una gran multa; pero, como al poco tiempo reincidió, se dice que fue desterrado. Lección severa que sus sucesores supieron aprovechar, hasta el punto de que uno de ellos da a entender claramente que se cuidaba mucho de no dar lugar a que le pusiesen una mordaza como a su compañero Nevio.
De este modo se produjo en el orden literario un resultado no menos admirable quizá que la derrota de Aníbal en los campos de batalla. En el momento en que los acontecimientos suscitaban en el seno del pueblo el ansia más febril, el teatro popular nació y creció en Roma sin tomar color al contacto de los sucesos políticos.
CARACTERES DE LA OBRA CÓMICA
DE LOS POETAS ROMANOS. PERSONAJES Y SITUACIÓN
Durante este tiempo a la poesía le faltó el soplo de vida, encerrada como estaba en estrechos límites por las exigencias de las costumbres y de la policía local. Nevio no exageraba cuando envidiaba para el poeta de la Roma poderosa y libre la condición del vasallo de los Seleucidas y de los Lágidas.[18] El éxito de las obras cómicas latinas dependió, por tanto, de la mayor o menor perfección del drama griego elegido por modelo, y del genio individual del imitador. Por lo demás, se comprende que, aun con toda la diversidad de sus talentos, los cómicos romanos no hayan dejado más que un repertorio muy uniforme en sus rasgos generales. Era necesario arreglar siempre todas sus piezas a las mismas condiciones de ejecución y al mismo público. Sin embargo, en el conjunto y en los detalles del drama, la mano del poeta se movía con una libertad absoluta; la razón de ello es clara. Las piezas originales se habían representado tiempo atrás ante una sociedad cuyo cuadro reproducían fielmente; en esto había consistido su principal atractivo. Pero entre el público ateniense y el actual auditorio romano había una distancia inmensa, pues este último no se hallaba en estado de comprender al poeta griego. ¿Será acaso que en estas pinturas de la vida helénica los romanos se interesaron por todas aquellas gracias, por aquella humanidad a veces sentimental, y por aquel gracioso barniz dado a las cosas más vanas? Hasta los esclavos habían cambiado. El esclavo romano pertenecía al mobiliario doméstico, mientras que el de Atenas no era más que un criado. ¿Se casa el señor con una mujer de condición servil? ¿Discute seria y humanamente con su esclavo? Pues el traductor romano cuida mucho de hacer presente al espectador que el drama pasa en Atenas, donde tales monstruosidades no tienen nada de particular.[19] Cuando más tarde comenzaron a escribirse comedias donde los actores aparecían vestidos a la romana (comædia togata), desaparecieron inmediatamente los esclavos listos y solapados que se burlaban de sus señores. El auditorio romano no podía soportarlos. El dibujo de caracteres y los perfiles tomados en ciertas clases sociales, por duros y grotescos que fuesen, se acomodaban mucho mejor a la escena latina que los elegantes bocetos de la vida diaria de las gentes de Atenas. Pero, aun entre los primeros, había muchos que eran mejores y más originales, tales como la Thais, la casamentera, la adivina, el sacerdote mendigo (de Cibeles) y otras creaciones de Menandro, y que sin embargo el poeta latino tuvo que dejar a un lado para preferir ciertos oficios más generalmente conocidos en Roma, gracias a las importaciones del lujo de los griegos en la comida. ¿Por qué se complace Plauto en poner en escena el cocinero y el parásito? ¡He aquí los personajes que dibuja con gran cuidado y que presenta muy a lo vivo! ¿No debemos concluir de aquí que ya los cocineros griegos habían ido a ofrecer sus servicios en pleno mercado? Y, en las instrucciones que Catón da a su intendente, ¿no se creía obligado a prohibirle que recibiera al parásito? Lo mismo sucedía en el diálogo: el traductor tuvo que omitir casi siempre ese lenguaje fino y ático, original. Ante aquellas tabernas y refinados lupanares de Atenas, el rudo habitante de Roma y el campesino de las inmediaciones no hubieran sabido dónde se hallaban. Los romanos no comprenderían mejor los refinamientos de la cocina griega, que los ciudadanos de una pequeña aldea alemana actual, los misterios del antiguo Palais Royal. Si en las imitaciones de los cómicos latinos asistimos a frecuentes rencillas, siempre es el asado del puerco, comida usual y grosera de los romanos, lo que se sobrepone a las variadas pastas, a las salsas, a los pescados y a los exquisitos platos del Ática. Por último, los enigmas y las canciones báquicas, que juegan tan importante papel al lado de los trozos literarios de los retóricos y de los filósofos, desaparecieron casi por completo, y solo se encuentran algunos vestigios dispersos.
LA COMPOSICIÓN DRAMÁTICA
Obligados de este modo por causa del público a trastornar toda la economía de las piezas originales, los cómicos romanos eran conducidos inevitablemente a introducir en su argumento toda clase de incidentes amalgamados y confusos, y que no tenían nada en común con el arte de la composición dramática. Con frecuencia les resultó necesario suprimir papeles enteros y reemplazarlos por otros, tomados del repertorio del mismo poeta o de cualquier otro. Cosa que confieso que no les daba tan mal resultado como podía esperarse. Es verdad que en el modelo griego el armazón del drama se refería a reglas puramente materiales, y que los personajes y los móviles de la acción no variaban en lo más mínimo. Los poetas, por lo menos los más antiguos, se permitían también las licencias más extrañas. No hay más que coger el Stichus de Plauto, representado en el año 554 (200 a.C.) y excelente por otra parte, para ver a dos jóvenes a quienes sus padres aconsejan que se divorcien de sus maridos ausentes desde mucho tiempo atrás. Estas se condujeron como nobles Penélopes, hasta que una hermosa mañana los maridos volvieron con grandes riquezas obtenidas en el comercio. A partir de entonces todo se arregla de la mejor manera por medio de una hermosa esclava regalada al suegro. En la Casina, que tuvo un gran éxito, no se ve siquiera a la joven desposada que da el nombre a la pieza, y cuya suerte constituye el nudo de la acción; en tanto por todo desenlace se dice en el epílogo[20] que lo demás pasa dentro de la casa. Otras veces se rompe bruscamente el hilo de la intriga, o bien el poeta lo abandona al porvenir sin cuidarse más de él. Evidentemente todas estas cosas acreditan un arte raquítico e incompleto; pero no vemos que haya menos torpeza en el que arregla la pieza, que indiferencia absoluta hacia las leyes estéticas en el público romano. Sin embargo, llegó un día en que el gusto se depuró y forzó a Plauto y a los demás cómicos a poner en la intriga más atención y cuidado. Los Cautivos, el Pseudolus y los dos Bacchis, por ejemplo, están perfectamente arreglados; y Cecilio, uno de los herederos de Plauto, se hizo muy célebre con la composición ordenada y sabia de su drama.
LA RUDEZA ROMANA. MÉTRICA
En la ejecución del detalle, el poeta necesitaba poner las cosas al alcance, y lo más cerca posible, de su público romano; pero, por otra parte, la ley de policía lo obligaba a colocar su escena en el extranjero. ¡De aquí los contrastes más singulares! En medio de ese mundo completamente griego, ¿qué cosa más extraña que oír llamar por sus nombres a las divinidades romanas, y oír hablar el lenguaje del derecho sagrado, de las instituciones militares o judiciales de Roma? Los ediles y los triunviros se verían allí al lado de los agoranomos y de los demarcas. La acción pasa en Etotia o en Epidamno; pero he aquí que de repente, y sin ningún miramiento, se traslada a los espectadores a Velabro o al Capitolio. Son seguramente un disparate esa mezcla y todas esas denominaciones de localidades latinas colocadas en medio de la Grecia. Confieso, sin embargo, que estas imposibilidades y desatinos agradan por su sencillez. Ahora bien, lo que no puede tolerarse es que destruyan la elegancia del original con la grosera forma de la traducción latina. Es verdad que el auditorio no tenía nada de ático, y el poeta romano es el primero que ha comprendido la necesidad de ese disfraz. Por lo demás, algunas veces los nuevos cómicos de Atenas no dejaban nada que hacer al traductor con el cinismo de sus concepciones. En la comedia de Plauto La asnada, por ejemplo, la inaudita trivialidad no procede solo del imitador. En resumen, la comedia romana es grosera con premeditación, ya porque el traductor le haya añadido trivialidad, ya porque su compilación pretenda reproducir los excesos del original. Allí llueven los palos sin darse lugar a reposo y los latigazos amenazan como una granizada sobre las espaldas de los esclavos; traen a la memoria la disciplina de la casa de Catón, así como las continuas burlas e invectivas contra las mujeres recuerdan también las cóleras del viejo censor contra el bello sexo. Por último, cuando el cómico romano quiere inventar, cuando quiere echar la sal de sus chistes sobre la elegancia del diálogo ateniense, cae con frecuencia en las mayores simplezas y en la más increíble brutalidad.[21] En cambio no puede alabarse nunca lo suficiente el verso sencillo y sonoro de los cómicos latinos. Este verso honra a los poetas de la época. Si el trimetro yámbico que domina entre los griegos y se adapta admirablemente a la marcha del diálogo templado fue reemplazado por los imitadores romanos con el tetrámetro yámbico o trocaico, no por esto se los debe acusar de impericia. Cuando era necesario manejaban también perfectamente el trimetro; lo que ocurre es que se acomodaban con preferencia al gusto menos ejercitado de su público y halagaban su oído con las armonías más llenas del verso heroico, por más que no conviniera usarlo allí.
DECORADO Y REPRESENTACIÓN
Por último, el decorado atestigua la profunda indiferencia, tanto del empresario como del auditorio, respecto de las reglas estéticas del drama. Las vastas dimensiones del teatro entre los antiguos y la representación ejecutada en pleno día no permitían apreciar bien el gusto y los ademanes. Los hombres hacían el papel de las mujeres y tenían que atiplar la voz; en tanto las condiciones escénicas y acústicas del teatro exigían el empleo de la máscara sonora. Los romanos adoptaron las mismas prácticas. Cuando la pieza era desempeñada por aficionados, estos no se mostraban nunca sino con careta. Pero no sucedió lo mismo en la representación de las comedias traducidas, pues allí los actores no estaban obligados a llevar la artística máscara de la Grecia. Por consiguiente, y sin contar otros inconvenientes no menos serios, fue necesario forzar la voz más de lo conveniente a raíz de las defectuosísimas condiciones acústicas de la escena latina.[22] Livio Andrónico fue el primero que al encontrar un trozo que debía ser cantado recurrió a un expediente detestable, pero inevitable. Colocó al cantor fuera de la escena, y, mientras este cumplía su cometido, el autor, encargado del papel, lo acompañaba con una gesticulación muda. En cuanto a las decoraciones y a la maquinaria, los empresarios de la función no tenían en mente desplegar una costosa magnificencia. En Atenas el teatro representaba ordinariamente una calle de una ciudad, con casas por fondo, y los decorados no cambiaban. Sin embargo, entre otros aparatos que no menciono, había un mecanismo especial destinado a convertir el escenario en uno más pequeño, simulando el interior de una habitación. Nada de esto se veía en Roma; sería injusto, por consiguiente, echar en cara a los cómicos el que representasen toda la acción y hasta el lecho nupcial de la mujer en medio de la calle.
RESULTADOS ESTÉTICOS
Tales fueron los principales caracteres de la comedia romana en el siglo VI. La importación del drama griego en Roma y las condiciones en las que se verificó nos han valido, después de todo, cuadros de inestimable precio considerados desde el punto de vista histórico de las dos civilizaciones vecinas. Pero, como el arte y las costumbres se hallaban en el modelo a un nivel mediano, descendieron aún más en el copista. Toda esa comparsa mendicante, que los arregladores romanos solo dejaron en escena a beneficio de inventario, parece que está fuera de su centro y como perdida en el teatro latino. No hay caracteres bien dibujados; la comedia misma no asienta su planta en el terreno de la realidad; y los personajes y las situaciones se mezclan en ella arbitrariamente y sin razón, como las cartas que distribuye el jugador. El original mostraba la vida en toda su verdad, mientras que la copia no muestra más que sus males. Por otro lado, ¿cómo hacerlo mejor con una dirección teatral que primero anuncia juegos a la manera griega, flautistas, comparsas de bailarines, trágicos y atletas, y luego no teme al cerrar su programa cambiarlo por un pugilato (pág. 427)? ¿Cómo hacer otra cosa mejor con aquel público grosero que, según la expresión de los poetas de tiempos posteriores, abandona en masa el teatro en cuanto ve en otra parte un pugilista, un funámbulo o un luchador? No se olvide tampoco la condición humilde de los antiguos cómicos de Roma. Si a pesar de que eran pobres esclavos o artesanos hubieran tenido mejor gusto y más talento, incluso entonces, ¿no habrían tenido necesidad de luchar contra la frívola rudeza del auditorio? Hicieron todo lo que podían hacer, a no ser que se les exigiera un milagro. Entre ellos hubo cierto número de genios activos y llenos de vida, que aun recibiendo los argumentos completamente formados en manos del extranjero, por lo menos supieron adaptarlos al cuadro poético nacional, e iluminando las vías oscuras que tenían por delante, dieron a luz creaciones de incuestionable importancia.
NEVIO
A su cabeza está Gneo Nevio, el primero que en Roma mereció el nombre de poeta. En cuanto es posible formar y emitir un juicio conforme a las opiniones de los antiguos, y teniendo a la vista los insignificantes fragmentos que de él nos restan, fue uno de los autores notables de la literatura latina. Contemporáneo de Andrónico aunque más joven que él, figuraba ya al principio de las guerras de Aníbal, y parece que no dejó de escribir hasta concluidas estas guerras. Sigue generalmente al esclavo tarentino, y, como sucede ordinariamente allí donde la literatura se ha importado completamente formada, sigue a su maestro en todos los senderos que este había emprendido. Al mismo tiempo que Andrónico, escribió epopeyas, tragedias, comedias, y de él tomó hasta el sistema de su versificación. Sin embargo, media un abismo entre ambos poetas y sus poesías. Nevio no es un emancipado, ni un pedante de escuela, ni un actor: es un ciudadano sin tacha de una de las ciudades latinas de Campania, aunque no de los más principales, y combatió como soldado[23] en la primera guerra púnica. Comparada con la de Livio, la dicción de Nevio puede pasar por un modelo de claridad y de flexibilidad libre y sin afectación. Tiene horror al pathos y a la hinchazón, y procura evitarlos hasta en la tragedia; a pesar de los frecuentes hiatos y de las muchas licencias abandonadas después, su verso es fluido y noble a la vez.[24] La poesía ruda de Livio me recuerda en cierto aspecto los versos de la escuela de Gottsched;[25] no sale del alma, obedece a impulsos completamente exteriores y toma por norma las composiciones griegas.
Pero Nevio fue emancipando a la musa latina, e hirió con su varita mágica las únicas y verdaderas fuentes de donde podía brotar la poesía italiana popular, la historia nacional y la comedia. Su epopeya no es solo un libro para que aprendan los niños que van a la escuela; se dirige al público que lee y oye. Antes de él, el drama, los vestidos y los demás accesorios escénicos no eran más que cuestión del actor o trabajo del artesano. Nevio lo convirtió en la cosa principal, y en adelante el actor quedó al servicio del poeta. Sus creaciones llevan cierto sello popular. El drama y la epopeya nacionales, he aquí la obra que intenta emprender formalmente. (De su epopeya hablaremos más adelante.) Respecto de sus comedias, que fueron quizá sus producciones de mejor éxito y las más adaptadas a la verdadera naturaleza de su talento, sufrieron, como ya hemos dicho, la ley de las influencias extranjeras. El poeta se vio forzosamente encerrado en el cuadro de los griegos. No por eso ha dejado tras de sí menos sucesores, y hasta tiernos modelos en sus alegres y libres pinturas y en sus perfectos bocetos de la vida contemporánea. De esta manera entró y fue muy lejos por el camino cómico de Aristófanes. Tenía conciencia de sus méritos, y en el epitafio que escribió para su tumba no temió decir lo que había hecho por su país:
Si fuese permitido a los dioses llorar a los mortales, llorarían las divinas Cámenas al poeta Nevio; porque desde el momento en que ha bajado a las bóvedas del Orco, han dejado los romanos de oír hablar la lengua latina.[26]
Semejante altivez no cuadraba mal en el hombre que se había conducido con bravura en las guerras contra Amílcar y Aníbal hasta verlos caer vencidos; convenía al poeta que en aquel siglo profundamente agitado, en aquellos días consagrados a las delirantes alegrías de la victoria, había encontrado la nota exacta y la verdadera expresión del sentimiento popular. Hemos mencionado en otro lugar las cuestiones que tuvo con los triunviros, y cómo encontró el fin de sus días en Utica, tras haber sido desterrado de Roma por la libertad de su lenguaje. Allí, lo mismo que ordinariamente en Roma, tuvo que sacrificarse el individuo al bien público, y lo bello, ceder el puesto a lo útil.
PLAUTO
Contemporáneo de Nevio, Tito Marcio Plauto era más joven que él (de 500 a 570). Muy inferior a aquel en condiciones sociales, se formó también una idea más baja de la misión del poeta. Nació en Sasina, pequeña ciudad de la Umbría, pero quizá ya latinizada. Ejerció en Roma el oficio de actor y ganó mucho dinero, que perdió en especulaciones comerciales poco afortunadas. Se hizo después poeta cómico y arreglador de comedias griegas; se consagró exclusivamente a este género literario, sin aspirar, según parece, a concepciones originales. Los poetas cómicos eran entonces numerosos, pero sus nombres han desaparecido casi todos de la historia. En general no publicaban sus piezas,[27] y lo que queda de su repertorio ha sido transmitido a la posteridad bajo el nombre del más popular de todos, de Plauto. Los literatos del siglo siguiente contaban hasta ciento treinta «piezas plautianas». La mayor parte de ellas o son completamente extrañas a este autor, o no han sido más que revisadas y retocadas por él. Las principales han llegado hasta nosotros. Difícil cosa es formar y emitir un juicio motivado sobre sus méritos y su genio, y hasta nos sería imposible hacerlo, puesto que no poseemos los dramas originales. Los arreglos eran hechos sin elección, lo mismo de las piezas buenas que de las malas, por los arregladores, que ante todo eran esclavos de la policía y del público. Del arte no se preocupaban ni el autor ni el auditorio, y se reemplazaba la gracia del original con bufonadas y trivialidades para agradar al público… He aquí los caracteres generales de todas las piezas procedentes de la misma fábrica de traducción; sus defectos son los mismos en todas, y no pueden echarse en cara a tal o cual escritor determinado. Pero lo que hay que ensalzar, al menos en Plauto, es el arte de bien decir, el ritmo variado, la rara habilidad que se descubre en las situaciones perfectamente combinadas y conducidas para producir el efecto escénico, y el diálogo casi siempre fácil y animado. Pero sobre todo se destacan su gracia y lozanía, que extienden su feliz vuelo sin agotar jamás su vocabulario de chispeantes invectivas y de chistes alegres para conseguir el efecto cómico, irresistible con los cuadros de una mímica feliz, y con las situaciones y cambios escénicos en el drama. En todo ello se reconoce la mano del hombre avezado en las cosas del teatro. Esto no quiere decir que yo vacile en reconocer que hay que referir a las comedias originales muchos detalles que el arreglador no ha tenido más trabajo que trasladar a su obra nueva, pues es cierto que él no los ha inoculado. No se faltará a la justicia ni a la benevolencia al asegurar que todo lo que en estas comedias le pertenece es de un valor bastante mediano; y, sin embargo, esto es lo que le valió su popularidad. Fue el poeta dramático nacional, conservó siempre el primer puesto entre los poetas del teatro latino, y, después de la caída de Roma y del mundo romano, acudieron a él con mucha frecuencia los poetas cómicos del mundo moderno.[28]
CECILIO
Menos aún que a Plauto podremos juzgar por nosotros mismos acerca del genio de Estacio Cecilio, el tercer y último cómico de esta época (y decimos el último, porque Ennio, que escribió también comedias, no obtuvo en este género ningún resultado). Cecilio era de condición humilde, lo mismo que su ilustre compañero, tanto por su origen como por su oficio. Nacido en la Galia transpadana, en la región de Mediolanum, fue conducido a Roma con los prisioneros hechos entre los insubrios (pág. 90), y vivió allí, primero como esclavo y después como emancipado, del producto de sus comedias sacadas del teatro griego. Permaneció en Roma hasta su muerte, que parece fue temprana (586). No escribió con gran pureza, lo cual se explica por su origen; pero en cambio se hizo notable, como ya hemos visto, por la habilidad y fuerza de la composición de su drama. Por lo demás, no halló en el público más que un favor insignificante y la misma posteridad lo ha considerado muy inferior a Plauto y a Terencio. Entonces, ¿de dónde procede que los críticos de los tiempos verdaderamente literarios, los críticos de los siglos de Varrón y de Augusto, lo coloquen en primera línea entre los arregladores de comedias griegas? ¿Será verdad que a los ojos de la medianía que juzga, el poeta mediano en general se sobrepone al genio que descuella bajo un solo aspecto? Los críticos de Roma prefirieron probablemente a Cecilio porque fue más rigorista que Plauto, y más vigoroso que Terencio. Sin embargo, todo induce a creer que quedó muy por debajo de ambos.
RESULTADOS MORALES
Quizá los juicios de la historia literaria parezcan un tanto severos respecto de los cómicos latinos. Si, aun teniendo en cuenta que hubo algunos de reconocido mérito y talento brillante en cuanto traductores dramáticos, se ve obligada a rehusarles la palma del genio artístico y a negarles que hayan sentido puras aspiraciones al arte, pronunciará una sentencia todavía más rigurosa si considera su influencia en la marcha de las costumbres. La comedia griega que copian practica la doctrina de la indiferencia en materia de moral; nunca se eleva sobre el nivel de la corrupción pública. La comedia romana nace y crece, por el contrario, en un siglo que fluctúa entre la austeridad antigua y la degeneración que comienza; sin embargo, pronto se convirtió en la escuela oficial del helenismo y del vicio. Inmoral en todo, lo mismo en el cinismo de su lenguaje que en sus accesos de sentimentalismo lascivo, usurpando falsamente el nombre de amor y prostituyendo de este modo el alma y el cuerpo, afecta generosidad de ideas y va siempre al revés de lo verdadero y de lo natural. Luego glorifica y trae a la escena la vida de las tabernas, y, mezclando las groserías rústicas del Lacio con los refinamientos de una civilización extranjera, predica a los concurrentes la depravación griega ingerida en la desmoralización creciente de Roma. Más de uno presintió este resultado. ¿Se quiere una prueba de ello? Léase este fragmento del epílogo de los Cautivos (de Plauto):
Espectadores, este drama está escrito con arreglo a la ley de las buenas costumbres. En él no habréis visto amores, ni caricias, ni suposición de hijo, ni dinero robado, ni joven librando a una cortesana, a escondidas de su padre. Son raras entre los poetas las comedias como esta, en la que los buenos pueden aprender a hacerse mejores. Si os ha complacido, si hemos conseguido daros gusto y no incurrir en vuestro desagrado, mostradlo… (el actor aplaude). Vosotros, los que queréis que la virtud tenga su recompensa, aplaudid.[29]
De aquí se infiere cuál era el pensamiento del partido de las costumbres respecto de la comedia griega. Digamos además que en ese drama de los Cautivos, esta rara avis tan ensalzada por el poeta, la moral no es buena más que para engañar y seducir a la inocencia con más seguridad. ¿Quién puede dudar de que semejantes enseñanzas hayan hecho que la corrupción se extienda y llegue rápidamente a su madurez? Un día Alejandro oyó leer en Macedonia una comedia de la escuela nueva, y no encontró en ella más que cosas que le disgustasen. Entonces el poeta se excusó diciendo que la falta «no estaba en él, sino en el rey; y que para conocer el mérito de sus composiciones era necesario pasar la vida en las tabernas y en los garitos, dar y recibir golpes diariamente por cualquier muchacha». Este hombre conocía su oficio; y, si vemos a los romanos aficionarse poco a poco al espectáculo de las comedias griegas, ya sabemos lo que debe costarles. En mi sentir, la culpa del gobierno no es tanta por no haber hecho casi nada en favor de esta poesía dramática, como por haberla tolerado desde un principio. El vicio se propaga sin necesidad de cátedras públicas; pero esta no es una razón para permitir que se erijan esas cátedras. No obstante, se dirá que esta comedia a la moda griega no osaba poner el pie en medio de las instituciones de Roma; que no tocaba a la persona de los romanos. ¡Excusa inadmisible; puro artificio del lenguaje! Creo que habría sido menos peligrosa si se le hubiera abierto más libre carrera; si ennobleciéndose la misión del artista, hubiera podido crear una poesía original y verdaderamente romana. También la poesía tiene una poderosa fuerza moral y sabe curar las profundas heridas que infiere. En consecuencia, el gobierno hizo mucho o muy poco. Las medidas intermedias de su política interior y la inmoral santurronería de su policía contribuyeron seguramente a precipitar la rápida marcha de la corrupción romana.
COMEDIA NACIONAL EN ITALIA
Mientras que en la metrópoli el poeta cómico no podía poner en escena los acontecimientos que interesaban a la patria y a los ciudadanos, a causa de las prohibiciones oficiales, triunfó en cambio en otra parte. La comedia nacional comenzó a conocerse entre los pueblos latinos que tenían completa libertad. En efecto, en la época en que nos encontramos los latinos aún no se habían fundido en la ciudad romana, y el dramaturgo, dueño de representar su comedia en Atenas y en Masalia, pudo hacerlo también en cualquiera de las ciudades que gozaban del derecho latino. Tal es el origen de la comedia latina original (fabula togata).[30] Titinio, el primer poeta que la escribió, floreció probablemente al fin del período de las guerras púnicas.[31] También la togata tomó la intriga de la nueva escuela ateniense, pero en vez de limitarse a traducir, la imitó libremente. Su teatro está en Italia, y sus personajes llevan el vestido nacional, es decir, la toga. En ella se asiste al cuadro de la vida social de los latinos en su sencillez, con el movimiento que les es propio. La acción toma su argumento de las costumbres de los habitantes de las pequeñas ciudades latinas, como lo indican suficientemente los mismos títulos de las piezas: la Tocadora de arpa, o la Hija de Ferentinum (Psaltria o Ferentinatis), la Flautista (Tibicina), la Jurisperita, los Bataneros (Fullones), y otras por el estilo. Vemos en ellas, por ejemplo, a un humilde ciudadano latino encomendar un calzado tomando como modelo el de las sandalias de los reyes de Alba. Cosa notable: en estas obras ya los papeles de mujeres son más numerosos que los de hombres.[32] Por otra parte, en el acceso de su orgullo nacional el poeta celebra los gloriosos tiempos de las guerras de Pirro, y tiene en pequeña estima a sus vecinos de nueva latinidad: «Que hablan el osco y el bolsco, y no saben una palabra de latín».
La togata se representa en Roma lo mismo que la comedia puramente griega; pero para crecer necesitaba inspirarse en ese espíritu de oposición provincial, del que Catón primero y Varrón después fueron los órganos más autorizados. En otras palabras, así como entre los alemanes su comedia es hija de la comedia francesa, así era la de Roma hija de la musa de Atenas. Sin embargo, se ha visto ya a la cortés Liseta ceder el puesto a «Francisca, la doncella», y así también se elevó en Roma el teatro cómico nacional al lado del teatro helénico. Si su vuelo poético no remontó tanto como en Alemania, no dejó de seguir un camino semejante y de encontrar, quizás, éxitos análogos.
LA TRAGEDIA. EURÍPIDES
La tragedia griega fue importada en Roma en la misma época que el drama cómico. Pero tenía mucho más valor, y sus condiciones de porvenir eran mejores y más fáciles. Entre los griegos tenía por fundamento los poemas de Homero, familiares también a los romanos, cuyas leyendas nacionales echaban en él sus raíces. En cierto modo, un extranjero necesitaba menos tiempo para naturalizarse en este mundo ideal de los mitos heroicos, que en medio de los tumultos del Agora de Atenas. Y, sin embargo, la tragedia también revistió el hábito griego, aunque de un modo más limitado y menos general, y fue desnacionalizándose en cierto modo. Por esta época pertenecía a Eurípides (de 274 a 348) todo el teatro trágico de los helenos. De aquí la decisiva influencia del gran poeta sobre el teatro trágico de los romanos. Saldríamos de nuestro asunto si quisiéramos intentar el estudio completo de este notable personaje, cuya autoridad entre sus contemporáneos y durante los siglos que siguieron fue aún más admirable que su genio. Pero como ha dado el movimiento moral y la forma particular al drama trágico de Grecia posterior a él, y como es también el padre de la tragedia grecorromana, juzgo indispensable bosquejar en algunas palabras los caracteres fundamentales de su sistema dramático. Eurípides pertenece al número de los poetas que aspiran a los más altos y nobles destinos para su arte, pero que, una vez en marcha y con el sentimiento perfecto de su ideal, se ven abandonados por sus fuerzas y no alcanzan el fin propuesto. La verdadera expresión, la expresión profunda de la tragedia, la que la resume moral y poéticamente, es que para el hombre son una misma cosa obrar y sufrir. Tal fue la máxima del drama trágico entre los antiguos: pone en escena al hombre obrando y sufriendo, pero jamás lo individualiza. Por lo demás, no puede superarse la grandeza de Esquilo cuando nos muestra al hombre luchando con el destino, y el secreto de esta grandeza reside precisamente en su pintura vista desde lo alto y en conjunto. Allí se dibujan a grandes rasgos los poderes en lucha; lo que hay de humano y de individual en Prometeo o en Agamenón desaparece en una especie de aureola poética. Sófocles se aproxima más a nosotros, aunque retrata también a grandes rasgos algunas condiciones sociales. Pinta al rey, al anciano, a la hermana; pero el microcosmos humano, observado en todos sus aspectos, se escapa a su heroico pincel. Llegó a un gran resultado, pero no al más perfecto. Mostrar al hombre en todo su ser y saber fundir en un conjunto ideal todas estas figuras acabadas cada cual en sí, y sin embargo distintas, hubiera sido un progreso maravilloso. Desde este punto de vista, es necesario confesar que los genios de Esquilo y de Sófocles han quedado por debajo del genio de Shakespeare. Viene después Eurípides que acomete la empresa de pintar al hombre tal cual es. Evolución completamente lógica y hasta histórica, pero en la que la poesía no puede ganar nada.
Eurípides destruye la tragedia antigua pero no consigue crear la tragedia moderna, y se queda a mitad del camino en todas las vías que emprende. La máscara, ese órgano que no deja pasar el más leve movimiento de la vida del alma y que traduce el cambiante juego de la sensibilidad por la rigidez de una expresión general, la máscara, repito, era una necesidad en la tragedia para los grandes tipos de los antiguos. Por esta misma razón, sus caracteres no podían convenir con los del drama; sin embargo, Eurípides la conservó. Con el sentimiento maravilloso y profundo de la situación, la tragedia griega no podía emprender un libre y remontado vuelo, y por eso se guardó de entrar y reproducir la parte viva del elemento dramático. Se podría decir que la había envuelto en los grandes repliegues del traje épico de los dioses y de los héroes del mundo sobrehumano, y en las cantatas líricas de sus coros. Cuando se estudia a Eurípides se ve que quiso romper todas las trabas. Se transportó a los tiempos semihistóricos y su coro retrocedió a segundo lugar del interés escénico, de tal modo que al ejecutar después sus piezas muchas veces fue omitido, aunque no sin grandes inconvenientes.
Como quiera que fuese, su coro fue ya casi inútil; sin embargo no se atrevió a traer a sus personajes al terreno de la realidad. Expresión perfecta y verdadera de su siglo, está completamente dentro de la gran corriente histórica y filosófica de aquella época; pero al mismo tiempo bebe en fuentes cuyas aguas ya están turbias, cuando en realidad la alta poesía necesita las ondas puras y sin mezcla de la tradición nacional. El temor piadoso de los dioses se proyecta como un reflejo del cielo sobre el drama de los antiguos trágicos; con los estrechos y cerrados horizontes de la antigua Hélade, los oyentes se sentían penetrados por un dulce encanto. En el mundo de Eurípides, por el contrario, no hay más que la opaca luz de la meditación moral. En vez de dioses se presentan concepciones abstractas; y solo algún que otro relámpago de las pasiones atraviesa las densas y negras nubes del cielo. La antigua e íntima creencia en el destino ha desaparecido del fondo de las almas; el destino no es más que un déspota que tiraniza el cuerpo, y cuyas víctimas arrastran sus cadenas rechinando los dientes. La ausencia de fe, o mejor dicho, la fe desesperada encuentra en boca del poeta acentos de una fuerza infernal. Por lo demás, se concibe que Eurípides no llegue a esa altura de las concepciones plásticas, donde el artista se pierde arrastrado por su creación, donde el efecto poético triunfa y brilla en toda la obra. De aquí, su marcado descuido en la composición de sus tragedias. Muchas veces las bosqueja precipitadamente, y no conduce la acción y al personaje a un centro poderoso. Además, es Eurípides quien inventó, propiamente hablando, el prólogo familiar donde se forma el nudo de la intriga, y la cómoda aparición para desenredarlo del Deus ex machina, o de otro procedimiento por el estilo.
En cambio es admirable en los detalles, y sabe hacer que se olvide la irreparable falta de enlace con la infinita multiplicidad de efectos. En esto es un verdadero maestro, si bien tocado algunas veces de sentimentalismo sensual. Busca con preferencia condimentos delicados, aunque es cierto que sustituye el amor por el asesinato y el incesto, con lo cual aguijonea la sensibilidad puramente física del espectador. Sin embargo, no hay nada más bello en su género que la pintura de Polixenes y de su espontáneo sacrificio; que la de Fedra consumida por la llama de su amor oculto, y, sobre todo, que el magnífico cuadro de esas bacantes excitadas por misterioso delirio. Ahora bien, le falta la pureza artística y moral, y está en lo cierto Aristófanes cuando echa en cara al gran trágico que no sabe presentar en escena ni a una Penélope. ¿Qué cosa más desagradable que sus héroes cuando no provocan la risa, como sucede muchas veces? Citaremos a su triste Menelao, en la Helena, su Andrómaca, su Electra, que no es más que una pobre aldeana, y su Telefo, que es un mercader enfermo y arruinado.
Pero en cuanto abandona las regiones heroicas y su argumento se aproxima a la vida común, desde el momento en que desciende de las alturas trágicas para colocarse en el seno de la familia y entrar casi en el dominio de la comedia sentimental, se multiplican en su pluma los efectos más felices. No hay sino que recordar la Ifigenia en Aulide, la Ion y esa Alcestes, la creación quizá más acabada de su gran repertorio. Otras veces, aunque con menos éxito, Eurípides se dirige a la inteligencia de su auditorio y quiere dominarlo por el interés de la acción. De aquí las complicaciones y los cambios de escena. Mientras que la antigua tragedia obra sobre el corazón, el drama nuevo se dirige principalmente a la curiosidad del espectador. De aquí también ese diálogo razonador, refinado y a veces insoportable para todo otro auditorio que no sea el de los sutiles ciudadanos de Atenas. De aquí también esas sentencias dispuestas como las flores en los terraplenes de un jardín; de aquí, por último, todo ese aparato psicológico que no tiene nada en común con las inmediatas sensaciones del sujeto, y pide sus efectos a la observación y a la lógica general. En la Medea el poeta tiene la pretensión de copiar exactamente las pasiones de la vida humana: de esta forma la heroína no olvida echar dinero antes de ponerse en camino. Del terrible combate que debe empeñarse en su alma entre el amor maternal y los celos, poco o nada podrá ver el lector imparcial en Eurípides. Por último, sustituye siempre con opiniones y tendencias la representación puramente poética. Esto no quiere decir que llegue a la alusión directa de los asuntos de actualidad; pero agitando cuestiones sociales más que cuestiones políticas, en el fondo y en consecuencia, se pone en contacto con el radicalismo político y filosófico de su siglo. Es el primero que se convierte en elocuente apóstol de las doctrinas humanitarias o cosmopolitas, ese irresistible elemento de disolución de la antigua nacionalidad ateniense. He aquí el motivo serio y verdadero de la oposición que un gran número de sus contemporáneos hicieron al poeta irreligioso y antipatriota; he aquí el secreto del gran entusiasmo que excitó en la nueva generación y en el extranjero. En él no se vio ya sino al poeta de la ternura y del amor, al poeta de las máximas y de las tendencias progresivas, al propagandista de las ideas filosóficas y humanitarias. Si la tragedia griega se había elevado, de hecho y mediante Eurípides, sobre su propio nivel, luego se desplomó sobre sí misma. Pero esta catástrofe no hizo más que aumentar el éxito del poeta; la nación quiso a su vez excederse a sí misma y se perdió también. En vano Aristófanes, ese rudo crítico, representaba las buenas costumbres y la verdadera poesía. En el campo de la historia las creaciones de la imaginación no obran solo conforme a la exacta medida de su valor estético. La influencia de sus obras creció porque presintieron el espíritu del tiempo; y en esto no ha habido un poeta tan inspirado como Eurípides. Alejandro hace de él su autor favorito y Aristóteles modela en su drama las reglas de su poética trágica. La nueva poesía y la nueva escuela de las artes plásticas en Atenas se inspiran en su método. La comedia nueva no hace más que transportarlo completamente a su teatro; los pintores que adornan los vasos de la última época no van ya a buscar sus asuntos en las antiguas epopeyas, sino que los copian de los argumentos de Eurípides. Por último, y a medida que la Grecia se entrega a las ideas del nuevo helenismo, van aumentando la influencia y la gloria del poeta. En todos los países extranjeros, tanto en Egipto como en Roma, da inmediatamente, o en forma indirecta, el tono a la helenización.
LA TRAGEDIA EN ROMA
La Grecia de Eurípides es en efecto la Grecia que fue importada entre los romanos por los medios más diversos; se impone y se aclimata allí rápidamente con ayuda del contacto directo, antes que bajo la forma de traducciones. La escena trágica se instaló en Roma al mismo tiempo que la escena cómica (pág. 434); pero los gastos materiales de la primera superan ampliamente los de la segunda. Los romanos miraron esto con atención sobre todo durante la guerra contra Aníbal, y además consideraron que las disposiciones del público no les prometían un éxito tan brillante. Las comedias de Plauto solo hicieron raras alusiones a los dramas trágicos, e incluso estas solo pueden referirse a los originales. El único poeta trágico de este tiempo que tuvo algún éxito fue el contemporáneo de Nevio y Plauto, Quinto Ennio, más joven que ellos, que vivió del 515 al 585. Los cómicos, sus compañeros, lo parodiaron cuando aún vivía, pero sus dramas se representaron y declamaron hasta en tiempos de los emperadores.
Poseemos muchos menos datos acerca del repertorio trágico que sobre el cómico en Roma, si bien puede afirmarse que sufrió las mismas leyes. Se compone en gran parte de traducciones de piezas griegas. Los argumentos se toman preferentemente del sitio de Troya o de las leyendas relativas a aquel acontecimiento. La razón de ello es clara. Todo ese ciclo mítico se había hecho familiar a los romanos gracias a las lecciones de los pedagogos. Además había en él un cómodo aprovisionamiento de medios materiales de terror: el asesinato de una madre; los infanticidios en los Euménidas, en Alcmeón, en Cresfonte, en la Melanipa y en la Medea; el sacrificio de una joven virgen en el Polixenes, en las Eréctidas, en la Andrómeda y en la Ifigenia. ¡No se olvide que aquel público grosero estaba acostumbrado a los combates de gladiadores!
Pero en medio de las mudanzas verificadas por la tragedia romana, lo que más nos llama la atención, después de la supresión de la máscara, es la supresión del coro. El teatro cómico de Roma no toleraba este último, ni el arreglo de la escena le dejaba un lugar. La luneta con su altar en el centro (ὀρχήστρα, θυμέλη), donde se movía el coro ateniense, había ya desaparecido, o no era más que una especie de tablado destinado a ciertos espectadores.[33] Así, pues, en Roma no tuvieron razón de ser ni importancia las evoluciones, las danzas artísticamente combinadas con la música y el canto. Tampoco los arregladores de tragedias dejaron de cambiar el metro, ni de abreviar o trastornar los detalles. Veamos, por ejemplo, la Ifigenia latina: ya sea que el poeta haya copiado otro modelo o que haya inventado esta modificación, en la obra vemos al coro de mujeres de Eurípides cambiado por un coro de soldados.
Para nosotros, los modernos, las tragedias del siglo VI de Roma no podrían llamarse ni siquiera buenas traducciones. Sin embargo, conviene reconocer que el drama de Ennio ha reproducido su original con una fidelidad más exacta que lo que hacen las comedias de Plauto respecto de las de Menandro.[34]
INFLUENCIA MORAL DE LA TRAGEDIA
La historia de la tragedia griega y su influencia moral en Roma han pasado, como vemos, por las mismas fases que la comedia. Si a causa de las diferencias entre los dos géneros el helenismo ha podido mantenerse más puro y más vivo en el género trágico, no es menos cierto que también en este las exigencias de la escena local han provocado, sobre todo en Ennio, su principal representante, y en sus compañeros, manifestaciones más claramente antinacionales y tendencias propagandistas, de las que tenían plena conciencia. Si Ennio no fue el mejor poeta del siglo VI, fue por lo menos el más influyente de su época. El Lacio no era su patria: semigriego por origen (era mesapiano de nacimiento y griego por su educación), vino a establecerse en Roma a los treinta y cinco años. Simple domiciliado primero, ciudadano después, vivió del producto (insignificante en un principio) de sus lecciones de latín y de griego, del premio de sus composiciones dramáticas, y, sobre todo, de la generosidad de romanos ilustres. Entre ellos se contaban Publio Escipión, Tito Flaminio, Marco Fulvio Nobilior y otros fervientes partidarios de las ideas del nuevo helenismo, siempre dispuestos a premiar al poeta que cantase su elogio y el de sus antepasados, o que, como poeta oficial, los acompañase a los campamentos con su lira pronta a ensalzar sus hazañas futuras. Ennio también trató un día las condiciones de su vida de cliente y las felices aptitudes que le habían valido sus mejores triunfos.[35] Cosmopolita por su nacimiento y por su condición social, había sabido asimilarse a todas las nacionalidades en medio de las cuales había vivido; a la vez griego y latino y hasta osco, tuvo buen cuidado de elegir como patria un solo pueblo. Mientras que el helenismo conquistó los esfuerzos y las obras de los demás poetas primitivos de Roma antes de que ellos hubiesen decidido entregarse a él; mientras que todos, uno más, otros menos, habían intentado colocarse en el terreno nacional y popular, Ennio entró con gran presencia de ánimo y con libertad completa en el camino revolucionario. No disfraza en lo más mínimo su pensamiento, e impele a los itálicos con toda su fuerza en la dirección neohelénica. La tragedia fue su más eficaz instrumento. Cuando se hojean los restos de sus dramas, uno se convence de que poseía a fondo todo el antiguo repertorio trágico de Grecia, particularmente los teatros de Sófocles y Esquilo.
¿Es quizá por puro efecto del azar que la mayor parte de sus piezas y sus más famosos dramas han sido copiados de Eurípides? Concedo que algunas consideraciones de otra índole hayan podido dictar su elección y sus modificaciones; pero por sí solas no han podido hacer que para él sea una ley seguir en todo a Eurípides, echar en olvido al antiguo coro más que él, y procurar hasta el exceso el efecto material. Obraba con un plan preconcebido cuando se proponía arreglar el Tieste y ese Telefo, famoso por la inmortal burla de Aristófanes; o cuando la emprendía con aquellos príncipes, verdaderos príncipes de la miseria,[36] en Menálipa, la mujer filósofa. Principalmente en este último drama dirige toda su acción contra la religión nacional, entra en lucha con ella en nombre de los dogmas de la filosofía natural, y tiende a destruirla. En toda ocasión (véanse los pasajes que siguen)[37] Ennio dispara sus flechas y sus acerados dardos contra la fe en los milagros: «En cuanto a mí, ya lo he dicho y lo diré siempre: hay dioses en el cielo, pero creo que no se cuidan del género humano; de otro modo, los buenos serían felices y los malos desgraciados. Pero no es así».[38]
No se comprende cómo la censura teatral de Roma ha podido tolerar semejantes irreverencias. Hasta en sus poemas didácticos Ennio ha profesado científicamente una irreligiosidad análoga; ya lo hemos dicho en otra ocasión (pág. 416): evidentemente era apasionado por tales doctrinas. A estos síntomas deben unirse un espíritu de oposición y un pronunciado radicalismo,[39] las alabanzas tributadas a los placeres de la mesa, según la moda griega, y, sobre todo, el abandono del último elemento nacional de la poesía latina, el metro saturniano, que sustituyó con el exámetro helénico. Lejos de nosotros la idea de negar a este escritor su genio «multiforme» y su elegante fluidez en todos los géneros. Supo ajustar el exámetro a una lengua rebelde, al dáctilo; y, sin perjudicar en gran manera la marcha natural de la frase, llegó a moverse segura y libremente entre formas, cantidades y medidas desconocidas antes de él. Todo esto prueba solo una cosa, a saber: que su talento revestía la forma griega más que la latina.[40] Cuando os encontréis con algún fragmento de sus obras os chocará menos la rudeza latina que el hecho de buscar las asonancias de una manera afectada y verdaderamente griega.[41] En suma, sin ser gran poeta, fue un poeta elegante y sereno. Sus giros eran vivos y su sensibilidad verdadera; pero no se inspiraba sino cuando calzaba el coturno, y le faltaba absolutamente la inspiración cómica. Me explico su orgullo de latino helenizado, su desdeñosa mirada hacia los groseros y duros acentos de los «espíritus selváticos y de los poetas de los pasados tiempos». Comprendo sus elogios entusiastas a la poesía artística y artificial: «Salud, poeta Ennio, que prodigas a los mortales los inflamados versos que salen de tu pecho».
Bien sabía este hombre ingenioso y hábil que caminaba viento en popa: con él, la tragedia griega invadió Roma, y allí triunfará para siempre.
EL DRAMA NACIONAL
Por este mismo tiempo, sin embargo, un audaz y menos feliz navegante se lanzaba en las aguas solitarias en persecución de un fin más elevado. No contento con importar, como Ennio, la tragedia griega a la escena romana, Nevio ensayó en la vía completamente nueva del drama nacional (fábula prætextata), aunque no tuvo igual éxito que aquel. Ningún obstáculo se opuso a su paso, y tomó sus argumentos indiferentemente de la leyenda de Roma o de la historia contemporánea del país latino. De este modo compuso La educación de Rómulo y de Remo y El lobo, donde figuraba Amulio, rey de Alba; y su Clastidium, en el que celebra la victoria de Marcelo sobre los galos, en el año 532 (222 a.C.). Siguiendo su ejemplo, el mismo Ennio quiso representar El sitio de Ambracia y la victoria de su patrono Nobilior en el año 565, victoria que había presenciado él mismo. Como quiera que fuese, los dramas romanos fueron siempre muy raros, y el género, ensayado por un momento, desapareció muy pronto del teatro. Sin duda era muy desigual la lucha entre los ciclos legendarios de Grecia y los pobres y descoloridos argumentos de los orígenes latinos. Acerca del mérito intrínseco de estos dramas raros, no podemos formar ni emitir nuestro juicio; pero teniendo en cuenta la intención poética en general, es necesario confesar que no hallamos en la literatura romana esas atrevidas pinceladas y ese vuelo creador que son los elementos necesarios de un teatro nacional. Solo a los trágicos griegos de los antiguos tiempos que se sentían cercanos a la era de los dioses, solo a Esquilo y a Frinico ha sido dado atreverse a poner en escena a la vez las aventuras de la leyenda y los hechos heroicos de la historia contemporánea.
Con todo, no pretendo sustraerme a la impresión que experimento: cuando veo a este poeta cantar en Roma las batallas donde él mismo ha combatido, cuando lo veo ensayar el drama histórico, y mostrarnos a los reyes y a los cónsules allí donde solo habían hablado antes de él los héroes y los dioses, me parece asistir en persona a la gran crisis de las guerras púnicas y a sus grandiosos resultados.
POESÍAS LEÍDAS. LA SÁTIRA
Por este mismo tiempo aparecieron en Roma los lectores poéticos. Al recitar sus propios versos, Livio Andrónico ya había introducido al menos en Roma la costumbre de que el autor leyese lo escrito, uso que entre los antiguos suplía la publicación. En esto el poeta no corría detrás de su interés y no llegó a ser un fin desfavorecido ante la opinión pública, como sí ocurrió con la poesía escénica. Desde los últimos tiempos del siglo VI se cita a más de un romano notable que apareció en público con su manuscrito en la mano.[42] Por lo demás, la poesía recitada era principalmente cultivada por los actores dramáticos. No desempeñaba más que un papel muy secundario al lado de las obras teatrales. Los aficionados asistían a estas lecturas, que debían ser muy restringidas. La poesía lírica, la didáctica y la epigramática formaban en el cuadro una pequeña figura. En cuanto a las cantatas de las funciones religiosas, cuyos autores mencionan los Anales, y a las inscripciones de los templos y de los sepulcros que conservan el metro saturniano, puede decirse que continúan siendo realmente extrañas a la literatura. La única poesía de algún interés que se produjo en este género de obras tomaba ordinariamente el nombre de sátira (satura). En Nevio es también en quien se la encuentra. Sin embargo, sabemos que otras veces se llamaba con este nombre a las antiguas composiciones sin acción ni diálogo, que desde el tiempo de Livio habían desaparecido de la escena, invadida definitivamente por el drama griego. Esas poesías recitadas se parecen en mucho a nuestras modernas «poesías mezcladas». No pertenecen a ningún género ni a ninguna variedad literaria, y comprenden todo lo que, no siendo epopeya ni drama, reviste una forma libre y un color completamente individual. Dejamos aparte las «poesías morales» (Carmen de moribus), sobre las cuales volveremos después, y que, al estar enlazadas por su objeto con los más antiguos ensayos de la poesía didáctica popular, habían adoptado sin duda el verso saturniano.
También ahora tendremos que citar a Ennio, tan activo y fecundo en este género como en los demás. Ya en su recopilación de sátiras, ya en otra parte, publicó una multitud de pequeños poemas, escritos breves sacados de las leyendas de la patria o de la historia contemporánea, imitaciones del romance religioso de Evemeres[43] o de las poesías sobre la filosofía natural que circulaban entonces con el nombre de Epicarmes, o del libro sobre la Gastronomía de Archestrata de Gela, el cantor de la cocina perfeccionada. Publicó también un diálogo entre la vida y la muerte, fábulas esópicas, una recopilación de aforismos morales, diversas bagatelas, parodias o epigramas. Con frecuencia fueron todas producciones fútiles, pero que atestiguan a la vez el variado talento del escritor y sus tendencias didácticas y neológicas. En este terreno se sentía libre, y sabía que estaba al abrigo de toda censura literaria.
CRÓNICAS EN VERSO. NEVIO
Vayamos ahora a las obras más trascendentales e interesantes para la historia. Los poetas del siglo ensayaron también la crónica. Nevio fue el primero que intentó convertir la leyenda y los hechos contemporáneos en relato continuado y en verso. Así es como, tomando por objeto las guerras púnicas, las narra sencillamente sin aparato, diciendo las cosas lisa y llanamente como son. No desprecia ningún detalle por trivial que parezca, ni compone ni acicala nunca los tiempos históricos con colores o adornos propios de la poesía; se coloca como puro realista en el seno de la época presente, y la refiere casi inmediatamente en su verso nacional saturniano.[44] No podemos decir de este trabajo de Nevio nada más que lo que hemos dicho de su drama nacional. Mientras que la epopeya y la tragedia griega no habían tenido todo su vuelo sino en la época heroica, el arrojar sobre los hechos contemporáneos el espléndido manto de los versos era por lo menos un pensamiento nuevo, grandioso y envidiable en nuestro poeta. Concedo que la ejecución ha sido defectuosa, y que no se ha encontrado en la crónica de Nevio más que lo que se encuentra en nuestras crónicas rimadas de la Edad Media, semejantes a aquella en varios aspectos. Sin embargo, el poeta ha tenido razón al complacerse con su obra. El suyo era un tiempo en que la literatura existía solamente en estado rudimentario en los anales oficiales; por lo tanto, no había hecho poco al componer una obra sobre los hechos de los tiempos pasados y presentes, y al poner a la vista de sus compatriotas el cuadro de los hechos grandes y decisivos de su carrera.
ENNIO
Este poeta tuvo también el mismo pensamiento; pero aunque el asunto del libro es el mismo, hay mucha diferencia en la ejecución. En política, en poesía y en todo, Nevio continúa siendo siempre latino; en tanto su rival pertenece completamente a los griegos. Para un asunto nuevo, Nevio busca formas nuevas; el otro lo acomoda y encierra en la epopeya helénica. Abandona el verso saturniano por el exámetro, recarga la narración de los hechos con adornos poéticos y mira principalmente la escena plástica, a la manera de Homero. Cuando el asunto se presta a ello, simplemente lo traduce: cuando necesita describir los funerales de los soldados muertos en Heraclea copia exactamente los funerales de Patroclo. En el tribuno militar Marco Livio Estolon, que peleó en Istria, veréis el Ayax de la Ilíada: ¡ni siquiera suprime la invocación homérica a la musa! En su poema pone en juego todas las máximas épicas. Después de la batalla de Canas, Juno perdona a los romanos en pleno consejo de dioses; y Júpiter, después de haber obtenido como buen esposo el permiso de su mujer, le presenta la victoria sobre los romanos. Los Anales de Ennio atestiguan también su amor a los neologismos y una tendencia al helenismo que ya hemos caracterizado anteriormente. El mundo celestial le sirve constantemente de cuadro decorativo, lo mismo que a los griegos. Su poema comienza con un sueño curioso, completamente impregnado de las doctrinas pitagóricas. En él se dice que el alma de Quinto Ennio ha pasado tiempo atrás por el cuerpo de Homero, y antes por el de un pavo; después, según la dogmática pura del filosofismo natural, el poeta diserta sobre la esencia de las cosas y sobre las relaciones del cuerpo y del espíritu. La elección del asunto le sirve admirablemente: en efecto, en todo tiempo los literatos griegos habían hallado al escribir o arreglar la historia de Roma un excelente medio de propaganda griega y cosmopolita. Ennio dice: «A los romanos se les ha dado siempre el nombre de griegos, y griegos se los llama todavía».
¿Cuál era, en resumen, el valor de esos famosos Anales? Fácilmente podrá formarse una idea recordando nuestras apreciaciones sobre el mérito y los defectos del talento de Ennio, contemporáneo de la gran época de las guerras púnicas. Sentía vivamente con todos los italianos las impresiones populares, y, arrebatado por el sentimiento común, con frecuencia tuvo la buena suerte de alcanzar la sencillez de los poemas homéricos. Muchas veces sus versos reflejan la solemnidad y la gravedad romana, pero su composición épica es naturalmente muy defectuosa. En el fondo no pudo encerrar en ella el gran aparato; pero con todo, se las ingenia a veces e intercala algún canto en honor de un héroe o de un patrono, que la posteridad sin esto hubiera olvidado. En su conjunto, los Anales no han sido, pues, más que una tentativa abortada. Querer hacer una nueva Ilíada es condenar de antemano el plan de una obra; y Ennio dio el primer ejemplo de esas producciones híbridas, mitad historia y mitad epopeya, de esos espectros literarios que se perpetúan hasta nuestros días sin saber vivir ni morir. Y, sin embargo, tuvo un éxito indiscutible. Con la mejor buena fe del mundo quiso pasar por el Homero romano, como ha hecho más tarde Klopstock en Alemania; sus contemporáneos, y más aún la posteridad, le han creído inocentemente. Las generaciones que siguieron se transmitieron la herencia de respetuosa admiración hacia el «padre de la poesía romana»; y el elegante crítico Quintiliano pudo un día gritar: «Veneremos a Ennio como a uno de esos bosques sagrados y antiguos, en el que las altas y seculares encinas nos imponen, más que el sentimiento de su belleza, un respeto religioso». No hay que extrañarse de semejante entusiasmo: el fenómeno se ha reproducido muchas veces en condiciones análogas. Ejemplo de ello son la Eneida, la Henriada y la Mesiada. Si se hubiera despertado en Roma un verdadero y poderoso movimiento poético, muy pronto se habría visto rechazar ese paralelo oficial y casi burlesco entre la Ilíada y los Anales de Ennio, de la misma manera que nos asalta hoy la risa al oír los nombres de A. Karschin, como la Safo alemana, y de Willanow, como el Píndaro.[45] Nunca floreció en Roma la alta poesía. En el fondo, el interés de los Anales estaba en su mismo asunto y en las tradiciones aristocráticas de las que esta composición se hizo órgano. Por lo demás, no puede negarse que el poeta revela en ella un raro talento formal, aspecto por el que continuó siendo a los ojos de las generaciones posteriores el perpetuo modelo de la musa romana. Se recomendó su lectura y se leyó. Así se explica el extraño prodigio de una epopeya antinacional en el fondo, escrita por un literato casi griego, y venerada por los romanos de los últimos tiempos como la obra maestra de la antigua poesía de Roma.
LITERATURA EN PROSA
La literatura en prosa nació en Roma poco después de las primeras obras poéticas, pero se produjo de otro modo. No recibió las artificiales incitaciones de la escuela y del teatro, que habían como forzado antes de tiempo a la musa poética; y tampoco sufrió los obstáculos artísticos que encierran la comedia en las estrechas barreras de la censura teatral. Mientras que en la escogida sociedad romana la nota de infamia va anexa al oficio de autor cómico, los prosistas, por el contrario, no están censurados en manera alguna por la opinión. Consecuencia de esto fue que la prosa, aunque menos importante y menos activa que la poesía, lleva consigo el progreso conforme a leyes más naturales. En tanto la poesía está casi por completo en manos de hombres de condición humilde, y entre los famosos poetas de aquel tiempo no se encuentra el nombre de ningún noble romano, entre los prosistas, en cambio, apenas si puede contarse uno que no pertenezca a una familia senatorial. En el círculo mismo de la alta aristocracia, entre los consulares y los antiguos censores, los Fabios, los Gracos y los Escipiones, es donde nace y crece esta literatura. Por consiguiente, en ella persisten las tendencias conservadoras y nacionales con más fuerza que entre los poetas. Sin embargo, en sus más importantes ramos, como por ejemplo la historia, no escapa tampoco la prosa a la influencia del helenismo; pronto la domina y la arrastra consigo, tanto en el fondo como en la forma.
LA HISTORIA
Antes del siglo de las guerras de Aníbal, en Roma no había historia propiamente dicha. Las noticias de los registros de la ciudad pertenecen a los archivos oficiales y no al arte literario; por otro lado, nunca toman en cuenta el conjunto ni el encadenamiento de las cosas. Por un fenómeno característico del genio romano, aun cuando el imperio de la República había rebasado ya las líneas que formaban la frontera italiana, y la sociedad ilustrada vivía en la ciudad en incesante contacto con los griegos y su fecunda literatura, hasta mediados del siglo VI no se sintió la necesidad de escribir y de poner en conocimiento de los contemporáneos y de las generaciones futuras el relato de los hechos y el cuadro de la buena estrella de Roma. Cuando llegó por fin el momento, no estaban dispuestos ni la forma ni el público. Fue necesario para esto mucho tiempo y mucho talento. Así vemos cuánto esfuerzo se emplea entonces para vencer la dificultad. La historia local se cuenta en verso si es en la lengua patria, o en prosa si es en la lengua griega. Ya hemos dicho algo de las Crónicas en verso de Nevio (escritas hacia el año 550) y de Ennio (en 581); ambas pertenecen a la más antigua literatura histórica de Roma. Con respecto a la de Nevio, hasta se puede afirmar que es el libro de historia más antiguo.
En ese mismo período aparecieron, aunque escritas en griego, las composiciones históricas de Quinto Fabio Pictor,[46] que vivió en tiempos de la segunda guerra púnica, y era tan notable por su nacimiento como por la parte activa que tomó en los negocios públicos (volumen I, libro segundo, pág. 505); y las de Publio Escipión, hijo del Africano (hacia el año 590). Así las cosas, algunos utilizaron el progreso de la versificación para dirigirse a un público familiarizado ya con la poesía; en tanto otros prefirieron el aparato de la prosa griega y presentaron a los hombres cultos documentos cuyo interés material iba mucho más allá de las fronteras del Lacio. El primer método fue el de los plebeyos; el segundo fue adoptado por los escritores de las clases altas. Hemos visto reproducirse este mismo fenómeno en Alemania en el siglo de Federico el Grande, cuando se levantó al lado de la literatura de los poetas aldeanos una literatura aristocrática que no sabía más que la lengua francesa, y que publicaba en francés el relato de las batallas prusianas, escritas por la pluma de reyes y generales, mientras que Gleim y Ramler componían sus cantos guerreros en idioma nacional.[47] De cualquier modo, ni las crónicas en verso, ni los escritos griegos de los analistas constituyen aún la verdadera literatura histórica latina, que, a decir verdad, no comienza sino en Catón. Solo de Catón, de su Historia de los orígenes (Libri originum), data la primera composición nacional en este género, y al mismo tiempo es la primera obra importante escrita en prosa entre los romanos,[48] cuya publicación se coloca al final del período que vamos historiando.[49]
Ya fuera que estuviesen escritos en lengua griega, o no, todos estos libros no se parecían en nada por su concepción a las obras históricas de Grecia.[50] Si se los compara con las áridas noticias de los grandes anales de la ciudad, se ve en ellos un relato seguido y un orden relativamente grande; y, en cuanto nos es posible alcanzar, comprendían todos los acontecimientos verificados desde la fundación de Roma hasta la época a la que nos referimos. Sin embargo, a juzgar por su título, algunos se limitaban a asuntos menos extensos. Nevio no refería más que los hechos de la primera guerra de Cartago; Catón trataba solo de los Orígenes. En suma, sus relatos pueden referirse a tres periodos principales: a los tiempos legendarios, a los tiempos históricos medios y a los contemporáneos.
HISTORIA LEGENDARIA DE LA FUNDACIÓN DE ROMA
Los orígenes se perdían en las tinieblas de los siglos legendarios, pero desde todo punto de vista era necesario referirlos detalladamente; de aquí la infinidad de dificultades. Ya hemos hecho notar en otro lugar (volumen I, libro segundo, págs. 487 y sigs.) que ante el escritor se abrían dos caminos absolutamente inconciliables: uno, más nacional, indicado y fijado por escrito en los breves enunciados de los anales de la ciudad; el otro, abierto por el griego Timeo, que no había podido permanecer oculto a los cronistas de Roma. En el primer sistema Roma refería su origen a Alba-Longa; en el segundo, a Troya. Según aquel, el fundador de Roma era Rómulo, el hijo de los reyes de Alba; según el otro debía su origen a Eneas, príncipe troyano. En el siglo VI se mezclan y embrollan ambas fábulas, merced a Nevio o Fabio Pictor. Rómulo, hijo de los reyes de Alba, continuó siendo el fundador de la ciudad; pero al mismo tiempo tiene por abuelo materno al troyano Eneas. Si este no fundó Roma, por lo menos llevó a Italia los penates troyanos y los instaló en Lavinium, edificada expresamente para ello. Luego, su hijo Ascanio edificó Alba, ciudad madre de Roma y antigua capital del Lacio. Todo esto no eran más que pobres y torpes invenciones. ¿Acaso el verdadero romano ha podido oír, sin considerarlo como una abominación, que los primeros dioses penates de Roma, en lugar de venir directamente a su templo cerca del Forum, hicieron su primer asiento en Lavinium? Incluso peor debieron sonar a su oído las fábulas de los griegos, cuando decían que fue al nieto a quien los dioses otorgaron aquello que según la leyenda nacional había recibido el abuelo. Como quiera que fuese, la nueva redacción bastaba para su objeto. Sin dar un formal mentís a los orígenes romanos puros, satisfacía las tendencias del helenismo y legitimaba en cierto modo las pretensiones, ya muy a la moda, de los descendientes de Eneas. Por lo demás, la fábula griega no tardará en ser la historia oficial y estereotipada de la gran ciudad.
Fuera de los orígenes, apenas si se habían ocupado de Roma los historiógrafos griegos. En consecuencia, todo el relato de los hechos subsiguientes procede exclusivamente de las fuentes nacionales, aun en los casos en los que, ante los pocos documentos que nos restan, no es posible distinguir entre las tradiciones extrañas a los anales públicos y las noticias extractadas de estos, entre los acontecimientos transmitidos a los primeros cronistas y las adiciones que han podido hacer de su propia cosecha. Pero por lo menos estos cronistas no son culpables de los plagios de anécdotas, que más tarde tomarían de Herodoto;[51] y tampoco habían pensado en pedir a los griegos la materia de su narración. Sin embargo, muy pronto ocurrió un hecho curioso por cierto: todos los escritores, y a su cabeza Catón, el enemigo de los griegos, se vieron arrastrados por la corriente e intentaron no solo aproximar Roma a la Hélade, sino que además quisieron hacer de los griegos y de los italianos un pueblo perteneciente en su origen a la misma nacionalidad. De aquí surgieron esas historias de los italianos primitivos o aborígenes, procedentes de Grecia, de esos pelasgos, o griegos primitivos que penetraron en Italia.
HISTORIA INTERMEDIA
Los relatos que recorren el país siguen la pendiente de los tiempos durante toda la época de los reyes hasta la institución de la República. Aunque débilmente enlazados entre sí por un hilo muy tenue, presentan, sin embargo, una especie de conjunto. Pero, a la aparición de la República, callará de repente la leyenda. En adelante será obra difícil, casi imposible, querer sacar la materia de una narración encadenada de los libros de los pontífices y de las observaciones oficiales. Los analistas en verso lo comprendieron prontamente, y así vemos a Nevio saltar de repente desde la época de los reyes hasta la guerra de Sicilia, y a Ennio que, mientras en el tercer libro de los dieciocho que componen su obra está todavía en la época de la monarquía, en el sexto habla ya de la guerra de Pirro. Esto muestra que apenas ha podido bosquejar muy a la ligera la corriente de los dos primeros siglos de la República. ¿Qué hicieron por su parte los que escribieron los Anales en lengua griega? No nos es posible decirlo. El mismo Catón salió de aquí como pudo. No halla ningún placer en referir «los manjares servidos a la mesa del gran pontífice, la frecuente carestía de los granos, y los eclipses de sol y luna». Más adelante consagra sus libros segundo y tercero a la historia de los orígenes de las demás ciudades itálicas, y de su entrada en la confederación romana. Rompe las trabas que obligan al cronista a seguir paso a paso y año por año la sucesión de los cónsules y los acontecimientos ocurridos durante su cargo; y hasta sabemos respecto de esto que había distribuido su obra histórica por secciones. Solo la idea del estudio sobre las ciudades itálicas es ya una cosa notable; pero se explica por el espíritu de oposición del viejo Catón. Trabajando con todas sus fuerzas contra las excesivas tendencias metropolitanas, le gustaba ponderar las instituciones municipales de las ciudades. Además, si bien no llenaba el vacío histórico que separa la expulsión de Tarquino del siglo de las guerras de Pirro, lo suplía por lo menos mediante útiles investigaciones, y daba a conocer en uno de sus más interesantes aspectos el resultado del gran trabajo de dos siglos, la reunión de Italia bajo la dominación romana.
HISTORIA CONTEMPORÁNEA
Por el contrario, se cultivó con gran enlace y detalladamente la historia contemporánea. Nevio refiere los acontecimientos de la primera guerra púnica como testigo ocular, y Fabio hace el relato de la segunda. Ennio consagra trece de los dieciocho libros de su crónica a la época de Pirro, hasta la guerra de Istria. Por último Catón, en los libros cuarto y quinto de su composición histórica, expone los hechos que tuvieron lugar entre la primera guerra púnica y la guerra contra Perseo. En sus dos últimos libros cambia de método y se detiene más en la narración de los acontecimientos que han ocurrido durante los últimos veinte años de su vida. Poco importa si, en su historia de las guerras de Pirro, Ennio se ha valido de los trabajos de Timeo o de otros autores griegos; lo que hay que tener por cierto es que, en su conjunto, todos estos relatos se fundan en la experiencia personal del cronista y en sus confidencias con testigos directos, o se apoyan simplemente unos en otros.
ARENGAS Y CARTAS MISIVAS
Al mismo tiempo asistimos a los comienzos de los géneros epistolar y oratorio, que se unen íntimamente a la historia y sirven para completarla. También en esto es Catón el que abre el camino. De los tiempos anteriores no ha llegado nada hasta nosotros, a no ser que se consideren algunas oraciones fúnebres sacadas mucho más tarde de los archivos de las familias nobles, como por ejemplo las que se atribuyen a Quinto Fabio, adversario de Aníbal, y que en sus últimos días debió consagrar a su hijo, muerto en la flor de su vida. Catón, por su parte, entresacó todos los trozos de algún interés histórico de las innumerables arengas que había pronunciado en el transcurso de su larga y activa carrera, y las consideró como sus memorias políticas. Las había insertado en parte en su gran obra, o publicado como apéndice a título de documentos especiales. Por último, también publicó una colección de sus cartas.
HISTORIA DE LOS PAÍSES EXTRANJEROS
No contentos con tratar los hechos de la historia romana, la vista de los escritores del siglo se dirigió también a los países extranjeros. En efecto, no había romano ilustrado que no tuviese cierta tintura de la historia de los demás pueblos. Se cuenta del viejo Fabio que conocía la historia de las guerras de las naciones extranjeras, lo mismo que las de Roma. Catón leía familiarmente a Tucídides y a los demás historiógrafos griegos. Sin embargo, a excepción del libro de anécdotas y de máximas coleccionado por él para su uso particular, no encontramos entre los escritores latinos contemporáneos nada que valga la pena mencionar.
CARENCIA DE CRÍTICA HISTÓRICA
PARCIALIDAD DE LOS ANALISTAS
En la inocencia de sus principios, la literatura histórica de Roma ignora por completo lo que es el sentido crítico: autores y lectores, todos aceptan sin ofuscarse las contradicciones más groseras en el fondo y en la forma. El segundo Tarquino, que ya era hombre a la muerte de su padre, no subió al trono hasta treinta y nueve años después de aquél, y a pesar de esto los analistas nos lo pintan como un adolescente el día de su advenimiento al trono. Pitágoras no vino a Italia hasta siglo y medio después de la institución de la monarquía; pero esto no obsta para que el historiador romano diga que fue muy amigo de Numa. Los embajadores enviados por Roma a Siracusa en el año 262 (492 a.C.) trataron con el tirano Dionisio, que, en realidad, no se hizo cargo del gobierno hasta ochenta y seis años después (en 348). Pero donde se encuentran cosas notables es en la cronología romana. Según el cómputo de los romanos, cuyos principales elementos hemos expuesto en la época precedente, se coloca la fundación de Roma doscientos cuarenta años antes de la consagración del templo Capitolino, y trescientos sesenta antes del incendio de los galos. Sin embargo, según los historiógrafos griegos, este último acontecimiento corresponde al arcontado de Pirgion, en Atenas (388 a.C. o el año primero de la olimpíada 98), de donde se sigue que la fundación de la ciudad debió verificarse en el año primero de la octava olimpiada. Según la regla de Eratóstenes, que por entonces era aceptada sin contradicción, este año sería el 436 de la toma de Troya. Pues, a pesar de todo, el fundador de Roma no dejará de ser por eso el nieto del troyano Eneas. Catón, que como buen hacendista sabía contar, había mostrado tan palpable contradicción; pero sin proponer la solución del problema. No fue él quien inventó la serie de los reyes albanos, aceptada más tarde por los historiadores. Por lo demás, la misma ignorancia crítica aparece hasta en los relatos de los tiempos históricos. Todos llevan el sello de esa parcialidad ciega que el frío y severo Polibio hace notar en la crónica de Fabio, con motivo del relato que hace del comienzo de la segunda guerra púnica. En realidad, en esto sentaría mejor la desconfianza que el reproche. ¿No es mostrarse exigente hasta la ridiculez el pedir a los romanos del tiempo de Aníbal un juicio imparcial de su gran adversario? Además, si los padres de la historia habían desnaturalizado y truncado los hechos, se debía a que habían sido arrastrados por su puro y sencillo patriotismo.
LA CIENCIA. LA GRAMÁTICA
A esta época pertenecen también los comienzos de la cultura científica y de las letras. La instrucción común había consistido hasta entonces en la lectura, la escritura y el conocimiento del derecho civil usual.[52] Pero el continuo contacto con los griegos despertó pronto la necesidad de una educación más extensa: no era bastante transplantar directamente a Roma la ciencia griega; se quiso además retocarla y modificarla en un sentido puramente romano. La ciencia de la lengua nacional fue la primera que comenzó a desarrollarse y preparó el advenimiento de la gramática latina. En este sentido, se aplicaron al idioma itálico las reglas establecidas para la lengua hermana que se hablaba en Grecia. Los trabajos de los gramáticos son casi contemporáneos de los de los primeros escritores romanos. Hacia el año 520 (234 a.C.) un profesor de primeras letras, Espurio Carvilio, corrigió y regularizó el alfabeto: en lugar de la z, que era completamente innecesaria, introdujo la g, desconocida hasta entonces, y le asignó el lugar que ha conservado después en los alfabetos occidentales modernos. Fue entonces también cuando en lugar de que la x continuara siendo la decimocuarta letra del alfabeto latino, se la relegó al rango vigésimo primero, indudablemente con el fin de establecer una clasificación análoga a la que tenían los signos numéricos entre los griegos. Este hecho prueba hasta la evidencia la correlación de ambas lenguas y el predominio del griego en la instrucción elemental. Los profesores de primeras letras trabajaban en Roma asiduamente para fijar la ortografía. Por su parte, las musas latinas nunca renegaron de su Hippocréne gramatical; se entregaron a la vez a la poesía y a la escritura correcta de las palabras. Ya Ennio empleó las etimologías sacadas de la semejanza de los sonidos, tal como lo hacían los alejandrinos, y como hará más tarde Klopstock entre los alemanes.[53] Además, adoptó el método griego de las dobles letras para las consonantes dobles escritas hasta entonces con letras simples,[54] que era más exacto. Nevio y Plauto no siguieron a Ennio en este camino: como todos los poetas en general, los poetas populares romanos se cuidaban poco de las cuestiones de ortografía y de etimología.
RETÓRICA Y FILOSOFÍA. MEDICINA
Los romanos del siglo VI no conocieron la retórica ni la filosofía. Su elocuencia se concentraba todavía en las necesidades cotidianas de la vida pública. Aún no habían puesto mano en ellas los maestros extranjeros. Catón, el sincero y sencillo orador, no dejaba de vaciar la copa de sus burlas y de su cólera sobre la fastidiosa escuela isocrática, con su eterno aprendizaje de la palabra y su perpetua impotencia para hablar. En cuanto a la filosofía griega, como estaba vulgarizada por la enseñanza indirecta de la poesía didáctica y dramática, había conquistado ya cierta influencia. Sin embargo, los que la juzgaban sentían su ignorancia agreste, y no se introducía en Roma sin cierta aprensión, mezclada de previsión instintiva. Catón llamaba públicamente a Sócrates un parlanchín, un revolucionario condenado justamente a muerte por atentar contra las creencias y los dioses de su patria; y, en cuanto a los romanos que osaban entregarse a los estudios filosóficos, parece que Ennio se hizo el fiel intérprete de sus opiniones: «Necesito filosofar; pero poco, pues en demasía no agrada. Es bueno gustar de la filosofía, pero no sumergirse en ella».[55]
Las máximas poéticas y los consejos sobre el arte oratorio solían encontrarse también en los escritos de Catón el Mayor. Puede creerse que estos libros constituían como la quintaesencia, o mejor dicho, como el caput mortuum[56] de la retórica y de la filosofía griega en Roma. Las fuentes de donde bebió directamente para su libro «sobre las costumbres» (carmen de moribus) no eran otras que las antiguas costumbres de los antepasados, que preconiza sobre todo, y probablemente los escritos morales de la escuela pitagórica. En cuanto a sus obras sobre el arte oratorio, había bebido en Tucídides y más particularmente en las arengas de Demóstenes, del que hacía un continuo estudio. Me parece que para apreciar el espíritu y las tendencias de este manual basta recordar la excelente regla que da al orador, regla tan ensalzada por la posteridad: «Rem tene: verba sequentur».[57] Además, había escrito sobre propedéutica, medicina, el arte militar, economía rural y jurisprudencia, ciencias todas más o menos sometidas a la influencia de Grecia. Si bien la física y las matemáticas todavía no han sido estudiadas, igualmente ya se han abierto camino los conocimientos útiles que con ellas se enlazaban. Citaré, entre otros, la medicina. Fue un médico griego, el peloponesio Archatos, el primero que vino a establecerse en Roma allá por los años 535, y a quien le valieron un gran éxito sus operaciones quirúrgicas. De forma tal que le fue asignada una casa a expensas del Estado, y se le concedió el derecho de ciudadanía. A raíz de esto, sus compañeros no tardaron en desembarcar en gran número en las playas italianas. Catón la emprendió inmediatamente contra los cirujanos extranjeros con un ardor digno de mejor causa, lo cual no le impidió, sin embargo, componer a su vez un librito de recetas medicinales sacadas de su propia experiencia y de los libros griegos que trataban la materia. Allí reivindica con mucho entusiasmo la antigua costumbre que hacía del padre de familia el médico de la casa. Como puede suponerse, ni los médicos ni el público hicieron caso de sus predicaciones indigestas y tenaces, y la profesión continuó siendo una de las más lucrativas de Roma.
LAS MATEMÁTICAS
Los romanos no son ya los bárbaros de los primeros siglos; de ahora en más, ponen una atención constante en las cuestiones relativas a la medida del tiempo. El primer reloj solar fue colocado en el Forum en el año 491, y con su uso se introdujo la hora griega; sin embargo, importa notar que el cuadrante se hizo conforme al meridiano de Catana, situado cuatro grados al sur de Roma. No por esto dejó de ser el regulador oficial por espacio de un siglo. Al final del periodo que referimos, ya se encontraban en las clases altas algunos hombres que sentían afición por las ciencias matemáticas. Manio Acilio Glabrion, cónsul en el año 563, intentó remediar los errores del calendario mediante una ley que daba poder al colega de los pontífices para alargar o acortar a voluntad los meses intercalares. Pero el remedio no corrigió nada, sino que fue peor que la enfermedad. La causa del mal consistía menos en la impericia de los teólogos romanos, que en su mala fe. Dos años después, un personaje versado en las ciencias de la Grecia, Marco Fulvio Nobilior (cónsul en 565), se esforzó por vulgarizar el conocimiento de este calendario. Cayo Sulpicio Galo, que había sabido predecir el eclipse de la luna del año 586 y calcular la distancia de la Tierra a este planeta, y que al parecer era autor de varios escritos astronómicos, pasó a los ojos de sus contemporáneos por un prodigio de estudio y penetración científica.
ECONOMÍA RURAL Y ARTE MILITAR
Se aprovechaban también las experiencias de los ascendientes y de la generación presente, tanto en la agricultura como en el oficio de las armas. Respecto de la primera, tenemos un documento importante y preciso en los dos tratados de Catón (De re rustica) que nos han legado los siglos. Pero ya no bastaba el empirismo local, y los trabajos de los griegos vinieron a fundirse con las tradiciones latinas en estas materias, así como también en otras ramas más importantes de la literatura. Por su parte, la ciencia fenicia aportó también su contingente; de donde vemos que las obras extranjeras no eran en manera alguna despreciadas en Roma.
JURISPRUDENCIA
No sucede lo mismo en la jurisprudencia; aquí no hay ningún plagio, o al menos son insignificantes. Los juristas de aquel tiempo se limitaban a dar pareceres (responsa) a los consultantes y lecciones a sus jóvenes oyentes; pero de su enseñanza oral resultó inmediatamente un cuerpo de reglas tradicionales, que se fijaron en algunas obras escritas. Aparte de un pequeño manual de Catón, mencionaremos el importante libro de Sexto Elio Peto, apellidado el Sutil (Catus), que fue el primer patricio de aquel tiempo. En recompensa por sus útiles trabajos se vio sucesivamente elevado al consulado en el 556 y a la censura en el 560. Publicó su «libro tripartito», o su comentario sobre las Doce Tablas, que contenía en primer lugar los textos, luego su explicación científica y sobre todo su interpretación, cuando las palabras antiguas no se comprendían fácilmente, y, en tercer lugar, el formulario de las acciones. No hay duda de que en su glosa se dejó sentir la influencia de los gramáticos griegos; sin embargo, su formulario se enlazaba decididamente al antiguo estilo de Apio y a la evolución progresiva del procedimiento popular.
En suma, puede juzgarse con exactitud sobre el estado de las ciencias a fines del siglo VI mediante esos pequeños monumentos que compuso Catón para la educación de su hijo, pues era una especie de enciclopedia que exponía en breves sentencias todo lo que convenía saber a un hombre honrado de aquel tiempo en materia de retórica, medicina, agricultura, arte militar y jurisprudencia. Aún no había distinción entre las ciencias de la enseñanza elemental y las especiales. El romano culto no exigía más que lo que es en general necesario o útil. Sin embargo, admitimos una excepción respecto de la gramática latina, que con relación a la forma no había recibido aún el desarrollo que trae consigo una ciencia filológica más avanzada. Lo mismo sucedía con la música y la serie de conocimientos físicos y matemáticos. Lo que se busca, ante todo, es el saber inmediatamente práctico: nada más se quiere, y solo se va a lo más corto y a lo más simple. Si se echa mano de los griegos, es para sacar en limpio y recoger los preceptos útiles perdidos en la masa confusa de sus disertaciones. «Tened presente la literatura griega, pero guardaos de engolfaros en ella.» Así se expresa uno de los adagios catonianos. Tal fue, además, el origen de una porción de libros y de manuales domésticos purgados de las sutilezas y oscuridades de los escritores griegos, pero privados también de la agudeza del sentido y de la profundidad que los distingue. Por sus cualidades y sus defectos, estos libros han dado siempre la medida de las mutuas relaciones entre la civilización romana y la ciencia helénica.
CARÁCTER GENERAL DE LA LITERATURA ROMANA.
SU LUGAR EN LA HISTORIA. EL HELENISMO EN LA LITERATURA
La poesía y la literatura vinieron a Roma el día en que esta conquistaba la soberanía del mundo, el día en que según la expresión de un poeta del tiempo de Cicerón: «Habiendo sido Aníbal vencido, marchó con paso rápido la musa vestida de guerrera, delante del rudo pueblo de los quirites».
El movimiento intelectual también se había propagado en los países sabélicos y etruscos. Suelen encontrarse algunas alusiones a las tragedias escritas en lengua toscana, y las inscripciones oscas grabadas en el vidriado revelan en el artista el conocimiento familiar de la comedia griega. Por tanto, no estamos fuera de camino al preguntarnos si en la época en que Catón y Nevio escribían en Roma no había ya en las orillas del Arno y del Vulturno una literatura local paralela a la romana, y que, como esta, imitara a la griega. Pero nada sabemos fuera de estos indicios, y la historia que los revela es impotente para llenar sus mismos vacíos. Históricamente hablando, la literatura romana, que es la única que podemos juzgar, no es menos preciosa, cualquiera sea su valor absoluto desde el punto de vista de la estética pura. Es el espejo único de la vida íntima en Italia durante ese siglo VI, completamente lleno por el ruido de las armas y los pronósticos de un porvenir inmenso; siglo que, por otra parte, cierra la era de la civilización local y hace entrar a Italia en la grande y universal corriente de la civilización del mundo antiguo. Obedece a las dos tendencias contrarias que se disputan al mismo tiempo todo el movimiento de la vida nacional, y que caracterizan una época de transición. Sin embargo, no hay que formarse ilusión sobre la indigencia real de esta literatura romano-griega. Esta indigencia salta a la vista de todo el que no esté prevenido, o de quien se deje engañar por el moho, sin duda respetable, de dos mil años transcurridos desde entonces. Al lado de las obras de la Grecia, la literatura romana produce el mismo efecto que los naranjos de un invernadero en Alemania comparados con los magníficos huertos de Sicilia; unos y otros recrean la vista, pero ¿quién se atreverá a ponerlos en la misma línea? Y, si acertadamente se forma este juicio sobre los ensayos que los romanos hicieron en lengua griega, con más motivo se convendrá en que debe decirse otro tanto de todas esas composiciones redactadas en la lengua nacional de los latinos, no por romanos, sino por extranjeros. La mayoría de las veces eran griegos o galos, y luego hubo hasta africanos que no tenían del latín más que un baño superficial; entre ellos estaban también los que con el título de poetas se presentaban ante la muchedumbre, y entre quienes no había, como hemos visto, ni un solo hombre de alta condición, ni siquiera un ciudadano cuya patria fuese el Lacio. Aún hay más, hasta el nombre de poeta es exótico. Ennio fue el primero que lo tomó con cierto énfasis.[58] Señaladas así con el sello del extranjero, estas obras son defectuosas en muchos aspectos. No puede suceder otra cosa cuando el escritor no es más que un hombre sin posición y de escasa cultura, y el público se llama muchedumbre. Hemos visto a la comedia lanzarse por las vías triviales del arte y hasta caer en el cinismo servil, procurando dar gusto a un grosero populacho. Hemos visto que dos de los más importantes autores de Roma tuvieron escuela abierta antes de ponerse a hacer versos. Mientras que en Grecia la filología tomó todo su vuelo después del florecimiento del arte nacional, y no había hecho experimentos sino sobre un cadáver; entre los latinos, por el contrario, la gramática nació al mismo tiempo que la literatura y creció al compás con ella, como se hace hoy en los trabajos de las «misiones extranjeras». Al considerar sin prevención toda esa literatura helenista del siglo VI, toda esa poesía de artesanos sin germen original, esas constantes imitaciones de los géneros del arte extranjero, ese repertorio traducido y esas epopeyas híbridas, uno siente intenciones de condenarlas como otros tantos síntomas de un siglo de decadencia. Sin embargo, por exacta que sea, esta sentencia sería injusta en más de un concepto. Dígase en buena hora que esta literatura, completamente formada, ha sido introducida en un pueblo sin poesía nacional en el pasado, y condenado a no tenerla jamás en el porvenir. La antigüedad no ha conocido la poesía subjetiva e individual de los tiempos modernos. Toda su actividad creadora se refiere a los tiempos misteriosos donde se busca la nacionalidad entre las inquietudes y la embriaguez del primer vuelo. No quiero rebajar en nada la grandeza de los poetas épicos y trágicos de Grecia; pero sus cantos no son más que el vivo relato de las antiguas leyendas de los dioses hombres y de los hombres dioses. En el Lacio no encontraréis los materiales de los himnos primitivos. Allí donde el panteón no está poblado de formas palpables, y la leyenda es nula, no pueden nacer libremente los bellos frutos de la poesía. Por otra parte, y esta es la circunstancia más decisiva, como en Italia el progreso íntimo e intelectual había marchado a la par del desarrollo exterior y puramente político, ya no era posible mantener intacta la nacionalidad original de la antigua Roma, ni defender del helenismo una sociedad refractaria desde tiempo atrás a los refinamientos de una cultura más elevada y personal. Como quiera que fuese, es necesario reconocer la necesidad de esta propaganda revolucionaria y antinacional de Grecia. Solo ella tenía el don de traer la fusión moral de los pueblos en el dominio de la poesía y de la historia, y por ella se justifica, en su espíritu y su forma, esa literatura romana del siglo VI. Si bien no ha salido de esto una obra verdaderamente nueva y pura de unión, mediante ella se han extendido los horizontes intelectuales de la Hélade hasta Italia. Considerada en sus aspectos puramente exteriores, la poesía de los griegos supone en el auditorio cierta suma de conocimientos positivos. En el poeta antiguo no hallaréis nada que tienda o se parezca a esa concentración refleja y exclusiva del pensamiento, uno de los rasgos más esenciales del drama de Shakespeare. El que no está versado en el conocimiento de los ciclos míticos de Grecia creerá que los cantos de los rapsodas y de los primeros trágicos debieron permanecer ininteligibles para la muchedumbre al desarrollarse sobre una tela casi transparente. Por el contrario, las comedias de Plauto, entre otras, muestran que el público de Roma conocía perfectamente las fábulas homéricas y la leyenda de Hércules, y que no le eran desconocidos los rasgos principales de los demás mitos. Las escuelas y el teatro probablemente debieron comenzar su educación con la intención de prepararlo para que comprendiese las grandes obras poéticas de Grecia. Pero la enseñanza directa y profunda procede de la introducción de la lengua y de las poesías helénicas en Roma, aspecto que se apresuran a confesar los mejores críticos de la antigüedad.
Luego de que «la Grecia vencida hubo subyugado a su feroz vencedor, e importado el arte en el agreste Lacio»,[59] triunfó sobre todo sustituyendo un idioma indisciplinado con una lengua en extremo noble y flexible, e hizo que se utilizasen metros más variados que el monótono verso saturniano. Fue entonces cuando vinieron a deleitar el oído de los latinos el fluido trimetro, el soberbio exámetro, el poderoso tetrámetro, el alegre anapesto y todos los ritmos líricos artísticamente enlazados y adaptados a la lengua nacional. El lenguaje métrico es la llave del mundo ideal de la poesía; la medida es la llave de la sensación poética. Si el epíteto es mudo para vosotros, si la viva metáfora es letra muerta, si los dáctilos y los yambos y su cadencioso movimiento no os hacen estremecer, es que no es para vosotros para quien cantaron Homero y Sófocles. Se dirá, sin embargo, que el sentimiento de la poesía y del ritmo procede de sí mismo. Sí, la naturaleza ha puesto el sentido del ideal en el fondo de nuestro corazón; pero para florecer y fructificar necesita irremisiblemente un rayo de sol benéfico. Pues bien, particularmente entre los latinos, en ese pueblo poco abierto a la poesía, se necesitó el cultivo de una mano extranjera. ¡No se diga tampoco que la lengua de los griegos y su literatura una vez vulgarizadas debieron bastar al público romano, si este hubiera podido sentir! Esto sería como si el misterioso encanto de una lengua, como si ese encanto que se aumenta extraordinariamente mediante la palabra poética y el ritmo no se desvaneciese inmediatamente con el idioma científico; como si se pudiese despertar de otro modo que con las armonías de la lengua nacional. Observemos desde este punto de vista y seremos más justos apreciadores de la literatura helenista y de la poesía romana del siglo VI. Estas son las que importaron en Italia el radicalismo de Eurípides y convirtieron a los dioses en mortales sin existencia, en abstracciones sin cuerpo. Al lado de la Grecia desnacionalizada, han desnacionalizado el Lacio. Por ellas se han perdido los términos del lenguaje popular en las concepciones problemáticas de la civilización universal. ¡No importa! Se las admita de buen grado o no, estas tendencias se hallan en todas partes, y sería un grosero error negar la ley de su necesidad histórica. Por otra parte confieso que la poesía romana se ha mostrado defectuosa aun en esto; pero concédase por lo menos que sus lagunas se explican y son excusables. Es cierto que encubre un fondo de poco valor, y a veces hasta una hojarasca completamente inútil tras una forma relativamente perfecta; por esto su interés es solo exterior y está relacionado con la lengua y el verso. Triste cosa es seguramente esta poesía en manos de pedantes y de extranjeros, y esas traducciones o imitaciones que son obra de esclavos. Sin embargo, puesto que se trataba de echar un puente entre la Grecia y el Lacio, es necesario reconocer que Livio y Ennio ejercieron una especie de pontificado artístico, y que la literatura traducida era el medio más sencillo y cómodo de llegar al fin. Triste cosa es el arte romano yendo a buscar sus modelos entre las obras más medianas del arte griego; y sin embargo su tendencia está enteramente de acuerdo con su objeto. Nadie piensa en poner a Eurípides al lado de Homero: históricamente hablando, Eurípides y Menandro escribieron la Biblia del helenismo cosmopolita, así como la Ilíada y la Odisea son la Biblia del helenismo nacional. Los representantes de los romanos tenían la misión de introducir al público en la región literaria y tal vez cediesen instintivamente al sentimiento de su inferioridad poética. Quizá se acogieron a Eurípides y a Menandro por no poder llegar a las alturas de Sófocles o del mismo Aristófanes. La verdadera poesía es esencialmente autóctona y se aclimata difícilmente cuando se la quiere trasplantar. En cambio el talento y la inteligencia, esos dones supremos del genio de Eurípides y de Menandro, pertenecen a todos los países. Agradezcamos a los poetas del siglo VI el no haberse hecho esclavos de la literatura griega de moda, del alejandrinismo, como se la llamaba, y haberse querido remontar hasta los siglos clásicos para elegir en ellos los más ricos y puros modelos. Por numerosas que fuesen sus modificaciones contrarias a la verdad y sus contrasentidos artísticos, este pecado era semejante a los cometidos contra el Evangelio por esos misioneros a quienes las circunstancias locales condenan a entremezclar piadosas doctrinas con la pureza de su enseñanza. La historia y el arte exigen continuamente que se perdone a los antiguos escritores latinos, pues tuvieron la fe inseparable del espíritu de propaganda. Júzguese que Ennio pudo realizar su misión de modo diferente a como lo hizo; pero, si se concede que en materia de fe el punto principal no es tanto lo que se cree como lo que debe creerse, no se negarán el consentimiento ni la admiración a los poetas del siglo VI. Un sentimiento vivo y profundo por la literatura universal de la Grecia y un santo deseo de aclimatar este árbol maravilloso en el suelo extranjero fueron las ideas que recorrieron toda su obra, y por otro lado esto se unió de un modo singular con las exaltadas emociones de una gran época. Posteriormente un helenismo más ilustrado los mirará con desprecio; pero no tendrá razón. Los poetas posteriores les harían más justicia si al exponer sus necesarias imperfecciones admirasen siquiera que supieron mantenerse en comunión íntima con la poesía de los helenos, y que se colocaron quizá más cerca del arte verdadero que sus soberbios y eruditos discípulos. En su celo de imitación temeraria, en sus ritmos sonoros y hasta en las exageraciones de su jactancia hay un cierto poder grandioso que no llegará a ser superado en las demás épocas de la literatura latina. Así es que, sin cegarse por sus debilidades, no se les echará en cara que en medio de su orgullo entusiasta se vanaglorien por haber «derramado sobre los mortales los versos inflamados que salían de sus corazones».
LA OPOSICIÓN NACIONAL
Así como la literatura helenista de aquellos tiempos era esclava de sus propias tendencias, la escuela nacional que se le oponía sufría la reacción de las influencias procedentes de la Grecia. La escuela helenista no aspiraba a menos que a destruir la nacionalidad latina con el pretexto de una poesía que hablaba latín, pero que era griega en el fondo y en la forma. Al rechazar los romanos puros el helenismo, se esforzaron también por rechazar la literatura de los helenos. Sucedió en Roma, en tiempos de Catón, un fenómeno muy semejante a la acogida reservada al cristianismo durante la era de los Césares. Como harán más tarde los cristianos, los poetas del siglo VI reclutaron sus prosélitos en la clase de los emancipados y de los extranjeros; pero la nobleza y el gobierno veían en ellos peligrosos enemigos, de la misma manera que un día temerán ante la invasión del cristianismo. De hecho, los mismos motivos que harán que los magistrados dicten sentencia de muerte contra los apóstoles y los obispos imponen a la aristocracia del siglo VI el deber de rechazar a Plauto y a Ennio al fondo de la plebe. Catón es el que marcha en primera línea en esta campaña patriótica contra el extranjero. Los literatos y médicos griegos no son para él más que la espuma envenenada del corrompido pueblo de la Hélade.[60] Trata a todos esos «farsantes» con soberano desprecio (volumen I, libro segundo, pág. 482). Muchas veces se ha censurado, y con dureza, a él y a todos los que eran de su opinión; se dice que la expresión de su mal humor acusa un espíritu tan absoluto como limitado. Si a pesar de esto se quiere juzgar imparcialmente sus razones, se reconocerá que había en ellas un fondo de verdad, y que una vez en esta pendiente la oposición nacional era fatalmente conducida a traspasar los límites de una insuficiente defensiva. Cuando uno de sus contemporáneos más jóvenes, Aulo Postumio Albino, cuya manía deplorable de imitación había hecho la irrisión de los mismos griegos, iba pidiendo perdón en el prefacio de no sé qué libro histórico por el mal estilo de unos versos ridículos compuestos en lengua griega, y decía: «Yo no soy más que un romano», ¿no tenía el viejo Catón derecho a responderle que era una sandez meterse en un asunto del que nada entendía? Pues qué, ¿acaso fabricar comedias traducidas y enaltecer héroes que pagaban su propio elogio con un pedazo de pan, o un humillante patronato, sería hace dos mil años una carrera más honrosa que lo que sería en nuestros días? ¿Y tan culpable era Catón cuando echaba en cara a Nobilior que hubiera llevado consigo a Ambracia al poeta Ennio para que cantase sus futuras hazañas? Poeta, por otra parte, que celebraba en sus versos a todos los grandes romanos, sin excepción de ninguno, y hasta agobiaba al mismo censor con sus elogios patrióticos. Y, además, ¿no tenía razón al llamar a esos griegos, a quienes había conocido tan a fondo en Roma y en Atenas, «una turba miserable e incorregible?». Su odio contra las tendencias del día, contra ese helenismo bastardo, era muy justo. Jamás blasfemó contra la civilización y las influencias verdaderamente morales de la Grecia; al contrario, y digámoslo en honra del partido nacional, comprendía claramente la necesidad de una literatura y no desconocía la utilidad de las inspiraciones procedentes de Grecia. En su sentir, lo único que debía ser evitado era vaciar el latín en el molde helénico. Imponer al pueblo romano obras forzadas y torpes era hacer lo opuesto a emplear en una justa medida las ricas semillas del genio griego para que fecundasen en el pueblo itálico. Guiándolos un instinto recto y arrastrados por la corriente de su siglo, más que por las luces de algunos hombres, los romanos creyeron que convenía pedir a la historia la materia y el progreso de la vida literaria e intelectual, puesto que la patria no tenía su tesoro de creaciones poéticas de los tiempos legendarios. Pero Roma era lo que no era Grecia, un Estado. Nevio tenía plena conciencia de la superioridad política de Roma cuando intentó audazmente transformar su historia en una epopeya nacional y representarla en el teatro. El mismo pensamiento hizo de Catón el creador de la prosa latina. Por lo demás, cuando estos grandes hombres osan poner a los reyes y a los cónsules en el lugar de los dioses y de los héroes mitológicos, me traen a la memoria a los gigantes hacinando las montañas para escalar el cielo. Sin el mundo de los dioses no hay epopeya ni drama antiguo, ni es posible crear la poesía. Catón vio las cosas de mejor manera; y, dando por perdido el partido de los poetas, lo abandonó a sus adversarios. Por otra parte, recordó los modelos legados por la antigua Roma, las poesías morales y geórgicas a la manera de Apio, y hasta practicó él mismo el género didáctico y el verso nacional. Si bien no lo hizo con éxito completo, al menos tuvo el mérito de un pensamiento útil y estimable. Como prosista marchó sobre un terreno mucho más favorable. Consagrándose con todas sus fuerzas y saber a este ramo del arte, el viejo polígrafo trabajó en modelar la lengua latina y sacó de ella el instrumento propio para la prosa literaria. En esto se mostró verdadero y buen romano; y su mérito es tanto mayor cuanto que no buscaba su público sino en el círculo estrecho de la familia, y porque fue el único o casi el único de sus contemporáneos que marchó por este camino. De este modo escribió sus Orígenes, sus arengas políticas tan célebres y todos sus libros científicos, inspirados en el espíritu exclusivo de una celosa nacionalidad. Su asunto es completamente nacional; pero no vaya a creerse que Catón se mostrara en ellos antihelenista. Por el contrario, obedeció en el fondo a la influencia literaria de la Grecia; solo que su helenismo es diferente del de la nueva escuela. La idea y el título de su obra principal están tomados de las Historias de los orígenes publicadas por los griegos. Lo mismo podríamos decir de sus Arengas; si se burlaba de Sócrates, seguía en cambio a Tucídides y Demóstenes. En su Enciclopedia depositó el fruto de sus investigaciones en torno de la obra científica de la literatura griega. Inluso me atrevo a decir que entre todas las empresas de su vida activa y patriótica no ha hecho nada más útil a su país, ni más fecundo en resultados, que esos ensayos literarios que, si hemos de creer en su palabra, estimaba muy poco. En la elocuencia y en las ciencias tuvo muchos y dignos sucesores; pero sus Orígenes, que no pueden compararse sino a las compilaciones de los logógrafos, no tuvieron por sucesor a un Herodoto ni a un Tucídides. Sin embargo, no por esto dejó de fundar una escuela: de él datan los trabajos literarios para asociar el estudio de los conocimientos útiles al estudio de la historia, y el hecho de que entre los romanos se la considerase como la más honrosa de las profesiones.
LA ARQUITECTURA
Echemos también una ojeada sobre las artes arquitectónicas y plásticas; y, en lo que toca a las primeras, comencemos por consignar que el lujo se manifestó menos en las construcciones públicas que en los edificios privados, pues todavía estaba en sus principios. Solo al fin de este periodo, en tiempos de la censura de Catón (año 570), es cuando la arquitectura ya no se contentó con satisfacer simplemente las necesidades comunes sino que se preocupó además de la comodidad general. Así se hicieron grandes lagos artificiales y murados alimentados por acueductos,[61] se levantaron pórticos (año 575 y 580) y se importaron en la ciudad los pretorios de justicia, los mercados de Atenas y las basílicas (στοὰ βασίλειος). El primero de estos pórticos, el pórtico de los Plateros o Porciano, muy semejante por su destino a nuestros bazares modernos, fue levantado por Catón no lejos de la curia. No tardaron en construirse otros y llegó un día en que desaparecieron todas las tiendas que había a ambos lados del Forum, para ceder el puesto a las majestuosas columnatas de las basílicas. Por otra parte, durante el siglo VI es cuando los importantes cambios efectuados en las habitaciones modificaron profundamente toda la economía de la vida doméstica. Poco a poco se separó el atrium del patio (cavum ædium), en el que se instaló después un jardín con su peristilo, y aparecieron piezas especiales para encerrar los títulos y archivos (tablinum), las capillas, la cocina y los dormitorios. En el interior comenzó a hacerse mucho uso de las columnas. Sostenían el techo del patio y del atrium, y las galerías que rodean el jardín (peristylium). La casa griega fue completamente imitada o copiada. Pero los materiales eran todavía ordinarios: «Nuestros antepasados —dice Varrón— habitaban casas de ladrillos, y solo para guardarse de la humedad construían un basamento de piedra algo elevado».
LA PLÁSTICA Y LA PINTURA
No nos queda huella alguna de la plástica de los romanos y únicamente sabemos que modelaban en cera y en relieve las efigies de sus antepasados. Más frecuentemente suele hacerse mención de la pintura y de los pintores. Manio Valerio había hecho pintar sobre los muros laterales del salón del Senado el cuadro de la batalla ganada por él en el año 491 delante de Messina contra los cartagineses y Hieron de Siracusa. Este es el fresco histórico más antiguo. Luego lo siguieron otros muchos que fueron a la plástica lo que la epopeya y el drama romano, a la poesía. Se citan como pintores a un cierto Teodoto, objeto de las burlas de Nevio, quien dice de él que «parapetado entre unas esteras y sentado en el sagrario, pintó con su pincel de cola de buey los risueños lares»,[62] a Marco Pacuvio de Brindisi, que adornó con sus pinturas el templo de Hércules en el forum boarium (este es también el que en su vejez se hizo famoso como imitador de los trágicos griegos) y a Marco Paucio Licon,[63] de Asia Menor, que adornó el templo de Juno en Ardea y recibió el derecho de ciudadano en recompensa de sus bellos trabajos. Lo que parece cierto es que el arte no es todavía más que una cosa secundaria, y que es más bien un oficio que permanece en manos de los griegos, así como ocurría con la poesía. Sin embargo, ya encontramos en las filas de la alta sociedad los primeros indicios del futuro diletantismo, y aparecen los coleccionadores. Comienza a ser admirado el esplendor de los templos corintios y áticos, y a mirarse con desdén las antiguas figuras de barro colocadas en los techos de los templos romanos. El mismo Lucio Paulo, que compartía las opiniones de Catón más que las de los Escipiones, estudia y juzga con acierto el Júpiter de Fidias. Después de la rendición de Siracusa en el año 542, Marco Marcelo fue el primero que recogió y trajo todos los tesoros del arte. A partir de entonces, sucesivamente vendrán a enriquecer la capital con los despojos de las ciudades griegas conquistadas. Algunos hombres de la antigua escuela se sublevaron contra semejantes prácticas. Así, el viejo y austero Quinto Máximo prohibió al entrar en Tarento (en el año 545) que se tocasen las columnas de los templos, y mandó que se dejasen a los tarentinos sus dioses irritados; pero triunfó la moda y continuó el saqueo. Tito Flaminio y Marco Fulvio Nobilior, ambos principales representantes del helenismo, y lo mismo Lucio Paulo, llenaron los edificios públicos con las producciones del arte griego. Los romanos presienten desde esta época que el culto de las artes y de la poesía constituye una parte esencial de la civilización griega, o mejor dicho, de la civilización moderna. Pero mientras que para apropiarse de la poesía les faltan la facultad y el genio poético, les parece que en el dominio de las artes podrán bastarles el estudio y la reunión de las obras maestras. Así pues, Roma tendrá un día una literatura artística, aun cuando ninguno habrá intentado crear ni hacer que progresase en ella un arte puramente romano.