IX
GUERRA CONTRA ANTÍOCO EN ASIA
ANTÍOCO EL GRANDE
PRIMERAS DIFICULTADES CON ROMA
El rey Antíoco III, nieto del fundador de su dinastía, ceñía la diadema de los Seléucidas desde el año 531 (223 a.C.). Hacía nueve años que había subido al trono; el mismo tiempo que Filipo. En sus primeras expediciones a Oriente, había mostrado bastante actividad y empeño para que sus cortesanos pudiesen darle el título de Grande, sin que esto fuera una cosa ridícula. La irresolución o la cobardía de sus adversarios, sobre todo del egipcio Filopator, sirvieron a sus propósitos mucho mejor que sus propios talentos, y así pudo en cierto modo reconstituir la integridad de la monarquía asiática. Por primera vez reunió bajo su cetro las satrapías de Media y de Partia, y el Estado independiente, fundado tiempo atrás por los aqueos en el Asia Menor de este lado del Tauro. Además había intentado arrancar a Egipto la provincia de la costa de Siria, cuya posesión anhelaba. Pero en el mismo año de la batalla del lago Trasimeno (537), Filopator le hizo sufrir una sangrienta derrota en Rafiá;[1] y el sirio prometió no volver a comenzar la lucha mientras hubiera un hombre sobre el trono de Alejandría, por más que fuese débil y abandonado. Pero, tras la muerte de Filopator en el año 549 (205 a. C), pareció que había llegado el momento de acabar con Egipto. Con este objeto el rey de Asia se asoció con Filipo, y, mientras que este atacaba las ciudades del Asia Menor, aquel se arrojó sobre la Celesiria. Los romanos intervinieron, y creyeron que el sirio haría contra ellos causa común con el macedonio. Las circunstancias y su tratado de alianza, todo se lo imponía; pero Roma atribuía a Antíoco miras demasiado grandes y prudentes. Lejos de rechazar con todas sus fuerzas la intromisión de los romanos en los asuntos de Oriente, el rey se figuró que podría sacar gran ventaja de la derrota de su aliado, derrota que no era difícil prever. En realidad, quiso llevarse toda la presa que había convenido dividir con el macedonio. A pesar de los estrechos lazos que unían Roma con Alejandría y con su rey niño, el Senado no tuvo la veleidad de hacerse protector del heredero de los Tolomeos más que en nombre. Firmemente decidido a no entrar en la red de las complicaciones asiáticas sino en último extremo, había asignado por límites a los dominios de Roma las columnas de Hércules, por una parte, y el Helesponto por la otra. De esta forma, dejó obrar al gran rey. Conquistar el Egipto era cosa más fácil de decir que de hacer, y además quizás Antíoco no pensase seriamente en ello. Sin embargo, se apoderó de todas las posesiones exteriores de Egipto y sometió las ciudades de Cilicia, Siria y Palestina, una detrás de otra. En el año 556 (198 a.C.) consiguió una gran victoria sobre el general egipcio Scopas al pie del Panion, no lejos de las fuentes del Jordán. Este triunfo lo hizo dueño de todo el territorio que se extiende hasta la frontera propia de Egipto. Alarmados, los tutores del rey niño solicitaron la paz, que finalmente sellaron con los esponsales entre su soberano y una hija del rey de Asia. Antíoco había conseguido su primer objeto. Al año siguiente, y en el momento en que Filipo iba a ser vencido en Cinocéfalas, se dirigió contra el Asia Menor con una escuadra de doscientos buques, y comenzó la ocupación de todos los establecimientos de la costa del sur y del oeste, pertenecientes antes a Egipto. Sin duda Egipto se los había cedido en la paz, por más que estuviesen en poder de Filipo, así como antes había renunciado a todas sus demás posesiones en el exterior. Antíoco aspiraba ya a someter bajo su imperio a todos los griegos del Asia Menor. Al mismo tiempo reunió en Sardes un ejército poderoso. De este modo se ponía indirectamente en contacto con los romanos, que habían impuesto a Filipo la condición de retirar sus guarniciones de las plazas del Asia Menor, dejar a los rodios y a Pérgamo intactos sus territorios, y no tocar las constituciones particulares de las ciudades libres. Hoy Antíoco se había convertido en el enemigo común, como antes había sido Filipo. Atalo y los rodios se veían expuestos a los graves peligros cuya inminencia pocos años antes los había obligado a sostener la guerra con el macedonio. Como era natural, se esforzaron por interesar a los romanos en esta nueva guerra, como los habían interesado en la que había apenas terminado. Del año 555 al 556 Atalo pidió socorros a sus aliados de Italia contra el rey de Asia, que se había arrojado sobre sus Estados, mientras que las tropas de Pérgamo luchaban en Grecia al lado de los romanos. Más enérgicos que Atalo, cuando los rodios vieron en la primavera del año 557 que la escuadra de Antíoco se dirigía a las costas del Asia Menor, le hicieron saber que considerarían la guerra declarada si sus naves pasaban las islas Chelidonias (en la costa de Licia).[2] Marchando Antíoco adelante, y animados por la nueva de la batalla de Cinocéfalas, rompieron inmediatamente las hostilidades y pusieron a cubierto contra toda agresión las importantes ciudades de Caria, Caunos, Halicarnaso, Mindos, y la isla de Samos.
Entre las ciudades semilibres, la mayor parte se habían sometido. No obstante algunas, como la gran ciudad de Esmirna, Alejandría de Troade y Lampsaca, habían recobrado el valor al saber de la derrota de Filipo. Amenazaban resistir al sirio, y unían sus instancias a las que los rodios habían presentado a Roma. No podía dudarse de los designios de Antíoco, si es que era capaz de tomar una resolución y persistir en ella. No se contentaba ya con las posesiones asiáticas de Egipto, quería además hacer conquistas en el continente europeo, y tenía que venir a las manos forzosamente con Roma, aun sin buscar la guerra de un modo directo. Por consiguiente, el Senado estaba en su perfecto derecho al dar oídos a las súplicas de sus aliados e intervenir inmediatamente en Asia. Mientras tuvo sobre sí la guerra de Macedonia, no había prestado a Atalo más apoyo que el de una intervención puramente diplomática, si bien fue eficaz. Después de la victoria se ocupó también de las ciudades que habían pertenecido a Tolomeo y después a Filipo, y declaró que Antíoco no debía pensar en apoderarse de ellas. En los mensajes enviados al gran rey se ha visto reservar expresamente la libertad de las ciudades asiáticas de Abidos, Cius y Mirina. Pero esto no pasó de palabras; y Antíoco, aprovechándose de la partida de las guarniciones macedonias, se apresuró a poner las suyas en su lugar. Roma no se movió y hasta permitió un desembarco en Europa en el año 558. De esta forma avanzó por el Quersoneso de Tracia, ocupó Sestos y Maditos, y consagró muchos meses al castigo de los bárbaros del país y a la reconstrucción de Lisimaquia. Esta fue su principal plaza de armas y la capital de la nueva satrapía, llamada Tracia. Ocupado Flaminio todavía en los asuntos de Grecia, le envió a Lisimaquia diputados exigiendo la integridad del territorio egipcio y la libertad de todos los griegos. ¡Embajada inútil! El rey invocó, como siempre, sus derechos incuestionables sobre el antiguo reino de Lisimaco, conquistado por su abuelo Seleuco: no es un nuevo país lo que quiere conquistar —dice—, sino restaurar en su integridad el Imperio de sus antepasados, y no puede consentir la intervención de Roma en sus cuestiones con las ciudades sometidas de Asia. Además hubiera podido decir, y no sin apariencia de razón, que había hecho ya la paz con Egipto y que a los romanos les faltaba un pretexto.[3] Pero de repente el rey se volvió al Asia. Lo llamaba la falsa nueva de la muerte del joven rey de Egipto, y el proyecto que concibió inmediatamente fue el de un desembarco en la isla de Chipre o en la misma Alejandría. Las conferencias con Roma se interrumpieron sin haber estipulado nada definitivo, y, por consiguiente, sin ningún resultado material. Al año siguiente (559), Antíoco volvió a Lisimaquia al frente de una escuadra y de un ejército numeroso, y volvió a emprender la organización de la satrapía, que destinaba a su hijo Seleuco. En Éfeso se encontró con Aníbal, que iba fugitivo de Cartago. Lo acogió con gran agasajo, y los honores excepcionales que tributó al gran hombre fueron equivalentes a una declaración de guerra a Roma.
Como quiera que fuese, en la primavera del año 560 Flaminio retiró de la Grecia, como ya hemos dicho, todas las guarniciones romanas. Torpeza insigne en las circunstancias actuales, cuando no accionar culpable, puesto que se obraba con pleno conocimiento de causa. En efecto, se ve muy claramente que, para poder llevar a Roma las palmas de una completa victoria y el honor aparente de la libertad dada a la Grecia, Flaminio se contentó con cubrir superficialmente el fuego no extinguido de la insurrección y de la guerra. Como hombre de Estado quizá tuviera razón al considerar como una falta todo intento de sujeción directa de Grecia, y toda intromisión de Roma en los asuntos de Asia: pero ¿era posible dejarse seducir por los síntomas que en la actualidad presentaba la cuestión? La agitación de los partidos de oposición en Grecia, la loca y necia jactancia de los asiáticos, la llegada al campo sirio del irreconciliable enemigo que antes había dirigido contra Roma las armas de Occidente, ¿no presagiaba todo esto la inminencia de un nuevo levantamiento del Oriente helénico, con el fin de arrancar a Grecia de la clientela de Roma, y colocarla exclusivamente en la de los Estados hostiles a los romanos, y, una vez conseguido, ir aún más lejos? Roma no podía tolerar que las cosas llegasen a este estado. Entre tanto, Flaminio, ciego ante los signos precursores de la guerra, retiraba de Grecia las guarniciones romanas y hacía que notificasen al gran rey las exigencias de la República, sin tener intención de apoyarlas con el envío de tropas. Por último, hablando mucho y haciendo poco, olvidaba su deber de general y de ciudadano, y no atendía más que a su vanidad personal. Todo esto hubiera estado muy bien con tal de que hubiese podido dar la paz a Roma, y la libertad a Grecia en ambos continentes.
ANTÍOCO SE PREPARA PARA LA GUERRA
El gran rey se aprovechó del respiro inesperado que se le daba en el interior y en el exterior con sus vecinos; fortificó su posición antes de comenzar la guerra que ya tenía resuelta, y que preparaba con tanta más actividad cuanto más vacilaba su enemigo. Hizo que se efectuase el matrimonio del joven rey de Egipto con su hija Cleopatra (año 561), convenido desde tiempo atrás. Los egipcios sostuvieron después que en esa ocasión prometió a su yerno restituir las provincias que había arrebatado al reino de Alejandría; pero esta aserción me parece inverosímil. De hecho, los países conquistados continuaron unidos al Imperio sirio.[4] Ofreció a Eumenes, que subió al trono de Pérgamo a la muerte de su padre Atalo (año 557), devolverle las ciudades conquistadas; y también a una de sus hijas en matrimonio, a condición de que abandonase la alianza de Roma. Por lo demás, casó a otra de sus hijas con Ariato, rey de Capadocia; se atrajo a los gálatas con ricos presentes, y dominó con las armas a los pridios y a otros pequeños pueblos que se hallaban en un continuo estado de insurrección. Hay que señalar que también concedió extensos privilegios a los bizantinos. En cuanto a las ciudades griegas del Asia Menor, dijo que respetaría la independencia de las antiguas ciudades libres, como Rodas y Ciziquia, y que en las demás se contentaría con el reconocimiento de una soberanía puramente nominal; incluso añadió que estaba dispuesto a someterse en esto al arbitrio y decisión de los rodios. En la Grecia de Europa estaba seguro del concurso de los etolios, y esperaba hacer que Filipo volviera a tomar las armas. Dio su aprobación real a los planes de Aníbal que se le habían sometido. Pondría a su disposición una escuadra de cien buques, un ejército de diez mil hombres de a pie y mil caballos para ir a Cartago y volver a encender la guerra, y hasta para hacer un segundo desembarco en Italia. A fin de preparar el nuevo levantamiento se expidieron emisarios tirios a Cartago; contaban además con la insurrección que ardía en toda España cuando Aníbal había salido de su patria.
MANEJOS DE LOS ALIADOS CONTRA ROMA
De este modo venía preparándose una gran tormenta contra Roma. Y, como siempre, los helenos fueron los más impotentes entre los enemigos llamados a tomar parte en la empresa, y los que acreditaron una febril impaciencia. Los etolios, en su irascibilidad y fanfarronería, llegaron a creer que solo ellos, y no Roma, habían vencido a Filipo. No esperaron siquiera la llegada de Antíoco a Grecia. Nada caracteriza mejor su política que la respuesta que dio su estratega a Flaminio, cuando este les decía que declarasen francamente la guerra a Roma: «¡Esta declaración la haré yo personalmente, yendo a acampar en las orillas del Tíber, al frente del ejército etolio!» Los etolios se consideraron como el fundamento del rey de Siria en Grecia. Y en realidad engañaron a todo el mundo: a Antíoco, haciéndole creer que todos los griegos veían en él su libertador y lo esperaban con los brazos abiertos; a los griegos, o a aquellos al menos que les prestaban oído, diciéndoles que estaba próxima la llegada del rey, lo cual era completamente falso. De este modo influyeron sobre el amor propio de Nabis, que se declaró inmediatamente y volvió a encender la guerra dos años después de la partida de Flaminio, en la primavera del año 562 (192 a.C.). Sin embargo, su primer éxito condujo después a una catástrofe. Nabis se había arrojado sobre Gition, una de las ciudades libres de Laconia que el último tratado había concedido a los aqueos, y la había tomado por asalto. Inmediatamente el hábil estratega de Acaya, Filopemen, marchó contra él y lo derrotó cerca del monte Barbostenes (al este de Esparta). El tirano entró apenas con la cuarta parte de sus soldados en los muros de su capital, donde fue inmediatamente atacado. Como estos principios no prometían lo suficiente como para atraer a Antíoco a Europa, los etolios pensaron en hacerse dueños de Esparta, de Calcis y de Demetriades. Después de estas importantes conquistas, el rey ya no vacilaría. Contaban con apoderarse inmediatamente de Esparta. Con el pretexto de llevar a Nabis refuerzos de contingentes federales, el etolio Alexamenes debía penetrar en la ciudad con mil hombres, deshacerse del tirano y ocupar su puesto. En un principio salió bien el complot: Nabis fue asesinado mientras revisaba sus tropas. Sin embargo, como los etolios se habían esparcido por Esparta para robar, los lacedemonios se reunieron y no dejaron ni a uno solo vivo. Esparta aceptó entonces los consejos de Filopemen, y entró en la liga aquea. Los etolios sufrieron la suerte que se merecían: su empresa fracasó, y no hicieron más que promover la reunión de casi todo el Peloponeso con la facción filorromana. Por su lado, no fueron más felices en Calcis. El partido romano tuvo tiempo de llamar en su auxilio a los ciudadanos de Eretria y Caristos de Eubea, que participaban de sus opiniones, en contra del ejército etolio y los desterrados calcidios que servían en sus filas. No sucedió sin embargo lo mismo con Demetriades, pues los magnetas que dominaban la ciudad temían, no sin razón, que los romanos la hubiesen prometido a Filipo en premio de su cooperación contra Antíoco. Con el pretexto de acompañar a Eurilocos, jefe del partido antirromano que había sido llamado a la ciudad, penetraron en ella algunos escuadrones de caballería etolia, y la ocuparon. En parte de buen grado y en parte por la fuerza, los magnetas se colocaron a su lado, y se hizo mucho ruido con este triunfo cerca del Seléucida.
RUPTURA ENTRE ANTÍOCO Y LOS ROMANOS
Antíoco tomó su partido. La ruptura con Roma era cosa inevitable, cualesquiera que fuesen los paliativos hasta entonces empleados, como embajadas u otras vías dilatorias. Desde la primavera del año 561 (193 a. C) Flaminio, que llevaba la alta dirección de los asuntos de Oriente, había anunciado el ultimatum de la República a los embajadores reales Menippo y Hegesianes: «Que Antíoco desocupe inmediatamente la Europa y obre como le plazca en Asia, o que conserve la Tracia, pero reconociendo el protectorado de Roma sobre Esmirna, Lampsaca y Alejandría de Troade». Al comenzar la campaña del año 562 se entablaron negociaciones sobre la misma base en Éfeso, donde el rey tenía su principal plaza de armas, y que era su residencia en Asia Menor. Los enviados del Senado, Publio Sulpicio y Publio Vilio, se retiraron sin poder llegar a un acuerdo. Por ambas partes se sabía que las dificultades no podían arreglarse ya amistosamente. Roma había determinado declarar la guerra. En el estío de ese mismo año apareció delante de Gition una escuadra italiana de treinta buques con tres mil soldados a bordo, mandados por Aulo Antilio Sarrano, y bastó su presencia para activar el fin del tratado entre los aqueos y los espartanos. Se pusieron fuertes guarniciones en las costas orientales de Sicilia y de Italia para poder rechazar toda tentativa de desembarco, y se dispuso mandar en otoño un ejército a Grecia. Por orden expresa del Senado, Flaminio estuvo recorriendo toda la Hélade deshaciendo las intrigas del partido hostil, y reparando como mejor pudo las consecuencias de su evacuación prematura. En la Etolia las cosas habían llegado hasta el punto de votar formalmente en plena dieta la guerra contra Roma. Pero Flaminio pudo salvar Calcis poniendo en ella una guarnición de quinientos aqueos y quinientos pergamianos, e intentó recobrar Demetriades, sitio donde los magnetas anduvieron vacilantes. En cuanto al rey, ocupado en vencer la resistencia de muchas ciudades del Asia Menor que hubiera querido poseer antes de emprender una guerra de mayores proporciones, no podía dilatar por más tiempo su desembarco en Grecia, si no quería que los romanos recobraran todas las ventajas que habían comprometido y perdido dos años antes al retirar sus guarniciones del interior del país. Por lo tanto, el rey reunió las tropas y la escuadra que tenía a la mano; y partió con cuatrocientos cuarenta buques de guerra, diez mil hombres de a pie, quinientos caballos y seis elefantes. Dirigiéndose a Grecia por el Quersoneso de Tracia, llegó en el otoño del año 562 a Ptleon, sobre el golfo Pegaseo, y ocupó inmediatamente la vecina ciudad de Demetriades. Casi al mismo tiempo desembarcaba en Apolonia un ejército romano de cerca de veinticinco mil hombres, mandado por el pretor Marco Bebio. La guerra había comenzado por ambas partes.
POTENCIAS SECUNDARIAS
¿Qué iba a ser de esa vasta coalición formada contra Roma y a cuya cabeza quería ponerse Antíoco? Este era el nudo de la cuestión.
CARTAGO Y ANÍBAL
En cuanto a Cartago y a los enemigos suscitados por Roma en Italia, diremos en primer lugar que Aníbal vio fracasar en la corte de Éfeso sus vastos y valerosos designios ante los pequeños cálculos de gentes viles y egoístas, lo mismo que en otras partes. Tal era la suerte de aquel gran hombre. No se hizo nada para ejecutar sus planes, que solo sirvieron para comprometer a muchos patriotas de Cartago. En realidad esta misma ciudad no podía elegir, y se entregó incondicionalmente a Roma. Por su parte, la camarilla del gran rey no quería a Aníbal. Su grandeza incomodaba a los cortesanos, y recurrieron a los medios más viles: llegaron a acusar de conspirar secretamente con los enviados de la República a aquel «cuyo nombre servía en Roma a las madres para asustar a los niños». Hicieron tanto y tan bien, que el gran Antíoco, que como todos los reyes débiles se complacía en la mal llamada independencia de su genio, y en verdad se dejaba dominar en la misma proporción que temía ser dominado, tomó la resolución, muy prudente a sus ojos, de no ir a perder su gran figura bajo la gloriosa sombra del «huésped cartaginés». En gran consejo se decidió no dar a Aníbal más que misiones insignificantes, y no hacer más que pedirle pareceres, aunque con el firme propósito de no seguirlos jamás. Aníbal se vengó noblemente de todos aquellos miserables: en cualquier cosa que se lo empleaba, daba un resultado maravilloso.
ESTADOS DEL ASIA MENOR
En Asia, Capadocia se mantuvo apoyando al gran rey; pero Prusias, rey de Bitinia, se puso como siempre al lado del más fuerte. Eumenes, por su lado, continuó siendo fiel a la política de su casa, e iba por último a encontrar su recompensa. No contento con rechazar obstinadamente las proposiciones de Antíoco, había impelido a los romanos a una guerra de la que esperaba el engrandecimiento de su reino. Tampoco abandonaron los rodios y los bizantinos a su antigua aliada. Por último, Egipto también se colocó a su lado ofreciendo municiones y hombres que los romanos no quisieron aceptar.
MACEDONIA
Pero la actitud del rey de Macedonia era la decisiva en Europa. Quizá la sana política aconsejase a Filipo olvidar lo pasado, todo lo que Antíoco había hecho u omitido, y reunir sus armas con las del gran rey; pero Filipo no acostumbraba a regirse por tales razones. Como no obedecía más que a sus afecciones o a sus antipatías, aborrecía mortalmente al infiel aliado que lo había dejado solo y expuesto a los golpes del enemigo común para apoderarse en detrimento suyo de una parte del botín, y que además con la conquista de Tracia se había convertido en un vecino incómodo. Por el contrario, los romanos, sus vencedores, le habían guardado muchos miramientos y consideraciones. Antíoco había cometido además la doble falta de proteger a los indignos pretendientes al trono de Macedonia, y mandar que se enterrasen con toda pompa los huesos de los soldados macedonios que se encontraban en el campo de batalla de Cinocéfalas. Eso había sido una grave injuria dirigida a Filipo. El fogoso rey puso sin más todas sus fuerzas a disposición de los romanos.
LOS PEQUEÑOS ESTADOS GRIEGOS
Con la misma energía se había pronunciado en su favor el segundo Estado de la Grecia, la liga aquea. Entre las pequeñas Repúblicas solo dos quedaban afuera, la de los tesalianos y la de los atenienses. Entre estos últimos, una guarnición aquea que Flaminio había colocado en la Acrópolis contenía a los patriotas, muy numerosos por cierto. A los epirotas les costó mucho trabajo no desagradar a unos ni a otros. En suma, Antíoco no vio venir a él, fuera de los etolios, los magnetas y una parte de los perrebos, sus vecinos, más que al débil rey de los atamanios, Aminandro, arrastrado por sus locas aspiraciones a la corona de Macedonia; a los beocios, siempre dominados por la facción hostil a Roma, y a las eleatos y mesenios en el Peloponeso, que siempre estuvieron al lado de los etolios contra la Acaya. En verdad este era un auxilio muy pobre, y los etolios, como para agregar el ridículo a la debilidad, acordaron dar al gran rey el título de general en jefe con poder absoluto en el mando. Como sucede generalmente, ambas partes estaban engañadas. En lugar de los innumerables ejércitos de Asia, Antíoco no traía consigo más que una división del tamaño de un ejército consular; y en vez de ser recibido con los brazos abiertos por todos los griegos y ser aclamado su libertador, no vio llegar a él más que una o dos hordas de kleftes, y los ciudadanos de una o dos ciudades.
ANTÍOCO EN GRECIA. LLEGADA DE LOS ROMANOS BATALLA DE LAS TERMÓPILAS
Pero en Grecia Antíoco se había adelantado a los romanos. Calcis, donde los aliados de Roma habían puesto guarnición, se negó a entregarse a la primera intimación. Sin embargo, cuando el rey se acercó con todas sus tropas le abrió sus puertas, y una división romana, que acudió demasiado tarde, fue aniquilada por Antíoco delante de Delium. Eubea estaba perdida. Durante el invierno el rey había dirigido una expedición a la Tesalia en común acuerdo con los etolios y los atamanios. Ocupó las Termópilas, y tomó después Perea y otras ciudades; pero cuando Apio Claudio llegó de Apolonia con dos mil hombres libertó a Larisa y se mantuvo en ella. Antíoco, cansado ya de su campaña de invierno, estableció sus cuarteles en Calcis e hizo allí una alegre vida, olvidando sus cincuenta años y la guerra que tenía sobre sí, y celebrando sus nuevas nupcias con una bella calcidia. El invierno del 562 al 563 pasó para el rey sin hacer nada en Grecia, más que escribir y recibir comunicaciones. El rey «hacía la guerra con la pluma y la tinta», según la expresión de un oficial romano. En los primeros días de la primavera desembarcó en Apolonia el estado mayor del ejército romano. Su jefe era Manio Acilio Glabrion, hombre de nacimiento oscuro pero vigoroso capitán, muy temido además tanto por sus enemigos como por sus soldados. El almirante de la escuadra era Cayo Livio. Entre los tribunos militares se contaba Catón, que había dominado poco tiempo atrás la España, y Lucio Valerio Flacco. Fieles a la tradición de los romanos de otros tiempos, estos antiguos consulares se creían honrados con entrar en el ejército como simples jefes de legión. Con ellos llegaron nuevos refuerzos de buques y soldados, caballería númida y elefantes enviados de Libia por Masinisa. El Senado los autorizó a pedir a los aliados no italianos hasta cinco mil auxiliares. De este modo el ejército romano pudo rápidamente presentar cuarenta mil hombres en línea de batalla. El rey había comenzado por una incursión en el país de los etolios, y después había dirigido una expedición inútil a Acarnania. A la nueva del desembarco de Glabrion, volvió a su cuartel general para comenzar seriamente las operaciones; pero sufrió la pena de su negligencia y de la de sus altos funcionarios en Asia. ¡Cosa increíble! No había llegado ningún refuerzo, por lo que debió permanecer impotente al frente del pequeño ejército que había traído consigo en otoño, que durante el invierno había sido diezmado además por las enfermedades y las deserciones, resultado de los desórdenes de Calcis. Los etolios, que debían suministrarle innumerables soldados, cuando llegó la hora no le dieron más que cuatro mil hombres. Por su lado, los romanos ya operaban en la Tesalia, y su vanguardia, que se había unido al ejército macedonio, arrojaba de las ciudades las guarniciones del rey y ocupaba el territorio de los atamanios. El cónsul siguió la marcha con el grueso del ejército, que reunió bajo los muros de Larisa. Antíoco no tenía más que un partido que tomar: el de volverse inmediatamente a Asia y ceder el campo a un enemigo desmesuradamente más fuerte. Lejos de esto, pensó en atrincherarse en las Termópilas, cuyas posiciones ocupaba, y esperar allí la llegada de sus refuerzos. Se colocó en la vía principal y ordenó a los etolios guardar el sendero alto, por donde Georges había sorprendido a los espartanos en otro tiempo. Pero los etolios no obedecieron más que de un modo incompleto. La mitad de su pequeño cuerpo de ejército, dos mil hombres aproximadamente, entró en la inmediata plaza de Heráclea, y no tomó parte en el combate más que intentando sorprender y saquear el campamento romano mientras los dos ejércitos luchaban. Los hombres situados en lo alto de la montaña tenían orden de defender aquel paso y de observar los movimientos del enemigo. Catón les quitó las posiciones del Calidromos; y la falange de los asiáticos, atacada de frente por el cónsul, fue rota y destruida en pocos momentos por los romanos, que se precipitaron sobre sus flancos desde lo alto de la montaña. Antíoco no había pensado en nada, ni siquiera en la retirada: su ejército pereció por completo en el campo de batalla o en la huida.
LOS ROMANOS DUEÑOS DE LA GRECIA
RESISTENCIA DE LOS ETOLIOS
Solo algunos hombres dispersos pudieron entrar en Demetriades. Por su parte el rey se volvió a Calcis con unos quinientos soldados, y allí se embarcó inmediatamente para Éfeso. Todas las posesiones de Europa estaban perdidas, excepto las ciudades de Tracia; ya no había que pensar en defenderse. Calcis se rindió a los romanos, y Demetriades a Filipo. Además, y para indemnizarlo por la restitución de Lamia en la Ptiotida aquea, que el macedonio había sitiado y dejado después a petición de Roma, le permitió apoderarse con las armas de todas las ciudades de la Tesalia, de la frontera etolia, y del país de los dolopes y de los aperanos, que se habían declarado por Antíoco. En Grecia, todo aquel que se había pronunciado a favor de él se apresuró a hacer la paz. Los epirotas solicitaron el perdón por sus vacilaciones; los beocios se entregaron a discreción, y los eleatas y mesenios se pusieron de acuerdo con la liga aquea, si bien después de alguna resistencia. La predicción que Aníbal hizo al rey se había cumplido a la letra. No podía ni debía confiarse de aquellos griegos, siempre dispuestos a seguir al vencedor. Hasta los etolios pidieron la paz; su pequeño ejército, encerrado en Heráclea, capituló después de una obstinada defensa. Los romanos estaban irritados y el cónsul les propuso durísimas condiciones. Pero, como Antíoco les había enviado oportunamente una cantidad de dinero, recobraron su valor e hicieron frente al enemigo por espacio de dos meses en los muros de Naupacta. La plaza estaba reducida al último trance e iba a capitular o a sufrir el asalto, cuando intervino Flaminio. Siempre deseoso de preservar las ciudades griegas de las desastrosas consecuencias de sus propias locuras, y de sacarlas de manos de sus rudos colegas romanos, arregló una tregua para los etolios. Durante algún tiempo las armas descansaron en toda Grecia.
GUERRA MARÍTIMA Y PREPARATIVOS
DE DESEMBARCO EN ASIA
Roma, sin embargo, necesitaba trasladar al Asia el teatro de la guerra. Esta empresa parecía difícil no tanto a causa del enemigo, como de la distancia y de las comunicaciones poco seguras entre Italia y el ejército. Ante todo, era necesario hacerse dueño de los mares. Durante la campaña de Grecia, la escuadra romana había tenido la misión de cortar las comunicaciones entre la Europa y el Asia Menor. En los días de la batalla de las Termópilas había tenido la suerte de coger cerca de Andros un gran convoy que venía de Oriente. En la actualidad se ocupaba de preparar el paso de los romanos al otro lado del mar Egeo para el año siguiente, y de expulsar de allí los buques del enemigo. Estos se hallaban en el puerto de Cisos, en la parte sur del promontorio jónico que avanza hacia Quios; y los romanos fueron allí a buscarlos. Cayo Livio llevaba a sus órdenes setenta y cinco buques de guerra italianos, veinticinco pergamianos y seis cartagineses. El almirante sirio Polixénidas, emigrado de Rodas, no tenía más que setenta; pero como el enemigo iba a aumentar sus fuerzas con la de los rodios, y él contaba con la excelencia de sus marinos de Sidón y de Tiro, aceptó el combate sin vacilar. Al comenzar los asiáticos echaron a pique uno de los buques cartagineses; pero, en cuanto se llegó al abordaje y los garfios jugaron su papel, la ventaja estuvo de parte de la bravura romana. Los asiáticos debieron a sus remos y a sus buques mucho más veloces el no perder más que veintitrés de sus embarcaciones. En el momento en que perseguían a los vencidos, los romanos vieron venir hacia ellos veinticinco velas rodias. Ahora sí tenían una gran superioridad en las aguas de Oriente; y el enemigo se mantuvo encerrado en el puerto de Éfeso. Como no pudieron tentarlo a que diese una segunda batalla, los aliados se separaron durante el invierno, y la escuadra romana se marchó al puerto de Canea, no lejos de Pérgamo. Por ambas partes se hacían grandes preparativos para la próxima campaña. Los romanos se esforzaron en atraese a los griegos del Asia Menor; y Esmirna, que había resistido tenazmente cuando el rey había querido apoderarse de ella, los recibió con los brazos abiertos. Lo mismo sucedió en Quios, Samos, Eritrea, Clazomene, Focea y otras; en todas partes triunfaba el partido romano. Pero Antíoco quería a toda costa impedir que el ejército italiano pasase al Asia. En este sentido extendió por todas partes sus armamentos marítimos; aumentó y reforzó la escuadra estacionada en Éfeso a las órdenes de Polixénidas, mientras Aníbal formaba otras en Licia, en Siria y en Fenicia, y reunía además en Asia Menor un poderoso ejército de tierra traído de todos los ángulos de su vasto Imperio.
Desde los primeros meses del año 564 se puso en movimiento la escuadra romana. Cayo Livio dio orden de vigilar la escuadra asiática de Éfeso a los rodios, que llegaron a la hora convenida con treinta y seis velas. Después se dirigió al Helesponto con las escuadras de Roma y de Pérgamo, y recibió la misión de apoderarse allí de algunas fortalezas que facilitasen el paso. Ya había ocupado Sestos y Abidos estaba en el último trance, cuando de repente recibió la noticia de que la escuadra de Rodas había sido derrotada. El almirante de esta, Pausistrates, se había dejado sorprender en el puerto de Samos confiándose de las palabras de su compatriota que amenazaba desertar del servicio de Antíoco. Él pereció en el combate y perdió todas sus naves, excepto cinco rodias y dos buques de Cos. Samos, Focea y Cimé se habían sometido inmediatamente a Seleuco, a quien su padre le había encargado el mando del ejército que operaba en aquella región. Pero ante la llegada inmediata de los romanos, que venían unos de Canea y otros del Helesponto, y el refuerzo de los rodios con otros veinte buques, Polixénidas se vio obligado a encerrarse de nuevo en el puerto de Éfeso. Allí rehusó la batalla, y, como los romanos no eran bastante fuertes como para atacar por tierra, se vieron obligados a permanecer inmóviles en su puesto. Lo único que hicieron fue enviar a Patara una división para tranquilizar a los rodios, que estaban amenazados por este lado. Pero sobre todo querían cerrar el paso del mar Egeo a Aníbal, encargado del mando de la segunda escuadra enemiga. La expedición contra Patara no dio ningún resultado. Irritado por este fracaso, el almirante romano Lucio Emilio Régulo, que no había hecho más que llegar de Roma con veinte buques para relevar del cargo a Cayo Livio, levó anclas inmediatamente y quiso llevar toda la escuadra a las aguas de Licia. A sus oficiales les costó gran trabajo hacerlo entrar en razón durante la travesía.
No se trataba precisamente de tomar Patara, sino de hacerse dueños del mar. Régulo se dejó, pues, conducir a Samos. En el continente de Asia Seleuco había puesto sitio a Pérgamo, mientras que Antíoco talaba este país y el de los mitelenios con el grueso de su ejército. El rey esperaba poder dar fin a aquellos odiosos Atálidas antes de la llegada de los auxilios que Roma les estaba enviando. La escuadra romana llegó al puerto de Elea y a Hadramita con la intención de librar al aliado de Roma: ¡trabajo inútil! ¿Qué podían hacer sin tropas de desembarco? Pérgamo parecía perdida sin remedio. Sin embargo en el sitio había mucha negligencia y flojedad, y de eso se aprovechó Eumenes para introducir en la ciudad un cuerpo auxiliar aqueo mandado por Diófanes. Finalmente, algunas salidas atrevidas y felices obligaron a retirarse a los galos que había mandado Antíoco para atacar la plaza. En las aguas del sur el rey no llevaba mejor las cosas. Detenida largo tiempo por los vientos del oeste, la escuadra que Aníbal había reunido y mandaba subió por último hacia el mar Egeo; pero al llegar a Aspendos, en Panfilia, en la desembocadura del Eurimedonte, se encontró con la escuadra rodia a las órdenes de Eudamos. Se empeñó inmediatamente el combate, pero la excelencia de las naves rodias, mejor construidas y con mejores oficiales, les dio la ventaja sobre la táctica del gran cartaginés. Aníbal fue derrotado en esta batalla naval, la primera que había dado en su vida. Este fue también su último combate contra Roma. Los rodios, victoriosos, fueron a colocarse en seguida en Patara, y de esta forma impidieron la reunión de las dos escuadras enemigas. En el mar Egeo los aliados se habían debilitado, y una escuadra pergamiana había sido destacada con la misión de apoyar al ejército de tierra en el momento que llegase al Helesponto. Polixénidas vino a buscarlos a la estación de Samos y tenía nueve buques más que ellos. El 23 de diciembre del año 564 (190 a.C.) según el calendario antiguo, o a fines de agosto del mismo año según el calendario reformado, se dio la batalla cerca del promontorio de Mionnesos, entre Teos y Colofon. Los romanos rompieron la línea enemiga, envolvieron el ala izquierda de Polixénidas y le quitaron o echaron a pique cuarenta y dos buques. Durante muchos siglos existió una inscripción en versos saturnianos (colocada en los muros del templo de los dioses del mar, levantado en el campo de Marte en conmemoración de esta victoria) que refería a la posteridad de qué modo habían sido derrotadas las escuadras a la vista del mismo Antíoco y de su ejército de tierra, y cómo los romanos «habían cortado, de este modo, una gran cuestión y triunfado de los reyes». Desde esta fecha no hubo buque enemigo que osase aparecer en alta mar, ni se intentó en adelante oponerse al paso de los soldados de Roma.
EXPEDICIÓN AL ASIA
Para dirigir la expedición de Asia había elegido Roma al vencedor de Zama. En realidad el mando supremo correspondía al africano, aunque había sido conferido nominalmente a su hermano Lucio Escipión, hombre mediano por su inteligencia y por su talento militar. Las reservas que hasta entonces habían quedado en Italia fueron mandadas a Grecia, y el ejército de Glabrion debía pasar al Asia. En cuanto se supo quién iba a dirigir la expedición, se inscribieron cinco mil veteranos de las guerras púnicas deseando servir una vez más a las órdenes de su general favorito. En el mes de marzo los Escipiones llegaron al ejército para comenzar las operaciones de la guerra. Pero ¿cuál no fue el desengaño de todos cuando, en vez de ir al Oriente, fue necesario emprender antes interminables combates con los etolios sublevados por la desesperación? Cansado el Senado de los miramientos que Flaminio guardaba a la Grecia, les había dado a elegir entre el pago de una enorme contribución de guerra o la entrega a discreción. Ante esto los etolios habían acudido inmediatamente a las armas, y en verdad era imposible prever el término de esta guerra de montañas y de fortalezas. Escipión orilló esta dificultad concediéndoles una tregua de seis meses y tomando inmediatamente el camino para el Asia. Considerando que el enemigo todavía tenía una escuadra en el mar Egeo, aunque bloqueada, y que la que tenía en el sur podía burlar la vigilancia y aparecer el día menos pensado en las aguas del archipiélago, pareció más prudente seguir la ruta de Macedonia y Tracia. Por esta camino podía llegar al Helesponto sin exponerse. Filipo de Macedonia les inspiraba bastante confianza; en el otro lado tenían a un fiel aliado en Prusias, rey de Bitinia; y, por último, la escuadra romana podía llegar fácilmente al estrecho. El ejército siguió la costa con grandes fatigas pero sin pérdidas sensibles, y Filipo, que cuidaba de su aprovisionamiento, le proporcionó además una amistosa acogida en los pueblos salvajes de la Tracia. Pero el tiempo había pasado, se habían perdido muchos días en Etolia, y el ejército no llegó al Quersoneso de Tracia hasta el día mismo de la batalla de Mionnesos. No importa; la fortuna sirve a Escipión en Asia de la misma forma que le sirvió en España y en África, y va delante de él apartando los obstáculos.
LOS ROMANOS PASAN EL HELESPONTO
BATALLA DE MAGNESIA. CONCLUSIÓN DE LA PAZ
Ante la nueva del desastre de Mionnesos, Antíoco había perdido la cabeza. En Europa hizo evacuar la plaza fuerte de Lisimaquia, perfectamente provista de soldados y municiones, y cuya numerosa población se mostraba partidaria del reconstructor de la ciudad; y abandonó las guarniciones de Enos y Maronea sin destruir los ricos almacenes de los que se apoderará el enemigo. Tampoco hace nada en las costas de Asia para oponer a los romanos siquiera una sombra de resistencia. Mientras estos desembarcan con toda felicidad, él se está muy tranquilo en Sardes, sin hacer nada y consumiendo las horas en vanas lamentaciones contra la suerte. No hay duda de que si Lisimaquia se hubiera resistido hasta el final del estío, o si el gran ejército del rey hubiese avanzado hasta las playas del Asia, Escipión se habría visto obligado a establecer sus cuarteles de invierno en la costa de Europa, que era un lugar poco seguro, militar y políticamente hablando. Como quiera que fuese, los romanos se establecieron en la costa de Asia y reposaron algunos días esperando a su general, a quien había detenido el cumplimiento de sus deberes religiosos. En este momento llegaron al campo los enviados del gran rey solicitando la paz. Antíoco ofrecía la mitad de los gastos de la guerra, el abandono de todas sus posesiones de Europa y todas las ciudades griegas del Asia Menor que se habían pasado al bando de Roma. Escipión exigió el pago de todos los gastos de guerra y el abandono de toda el Asia Menor. «Las proposiciones de Antíoco —decía el general romano—, hubieran sido aceptables si el ejército se encontrase delante de Lisimaquia o al otro lado del Helesponto; pero no bastan hoy, que los caballeros montan ya sus briosos caballos.» El gran rey quiso entonces comprar la paz según la moda oriental; ofreció montones de oro al general enemigo y la mitad de sus rentas de un año, según se dice. No hay para qué decir que su proposición fue rechazada. Aún más, como agradecimiento por la devolución sin rescate de su hijo, que estaba en poder de los asiáticos, el altivo ciudadano de Roma le mandó a decir, como consejo de amigo, que lo mejor que podía hacer era aceptar la paz incondicionalmente. Sin embargo, la situación no era desesperada. Si el rey hubiera decidido prolongar la guerra, y retirándose hacia el centro de Asia hubiera atraído en pos de sí a los romanos, quizás habría cambiado el aspecto de las cosas. En vez de esto, se exaspera locamente contra el orgullo, quizá calculado, del romano, y muy poco firme para dirigir diestra y metódicamente una lucha que podría durar, prefirió precipitar sobre las legiones las masas indisciplinadas de sus numerosos ejércitos. Las legiones no tenían por qué temer la batalla. Esta tuvo lugar no lejos de Esmirna, en Magnesia, al pie del monte Sipilo en el valle del Hermos, los últimos días del otoño del año 564. Antíoco tenía ochenta mil hombres, doce mil de los cuales eran de caballería; los romanos apenas llegaban a la mitad de esta cifra, aun contando los cinco mil auxiliares aqueos, pergamianos y macedonios voluntarios. Pero, como estaban seguros de vencer, no esperaron la curación del general que había quedado enfermo en Elea, y Gneo Domicio ocupó su lugar. Para poder utilizar todas sus fuerzas, Antíoco las distribuyó en dos divisiones. En una colocó las tropas ligeras, los peltastas, arqueros y honderos; los sagitarios de caballería de los misios, los dahes y los elimeos; los árabes montados sobre sus dromedarios y los carros armados de hoces. En la otra, colocada sobre las dos alas, estaba el grueso de la caballería de los catafractas (especie de coraceros); cerca de estos pero más al centro, la infantería de los galos y capadocios; y por último, en el centro, la falange armada a la manera macedonia. Esta contaba 16000 soldados y era el verdadero núcleo del ejército, pero no pudo desarrollarse por falta de espacio, y se colocó en dos cuerpos con treinta y dos filas de espesor. En las dos grandes divisiones había cincuenta y cuatro elefantes repartidos entre las masas de los falangistas y la caballería. Los romanos, por su lado, no pusieron más que algunos escuadrones en su ala izquierda, pues por esta parte los cubría el río. Toda su caballería y su infantería ligera se colocó a la derecha, donde mandaba Eumenes, en tanto las legiones quedaron en el centro. Eumenes comenzó el combate. Lanzó sus arqueros y honderos contra los carros, con orden de disparar sobre los tiros. Dispersados momentáneamente los carros, se arrojan sobre los camellos huyendo todos en tropel; desde este momento comienza el desorden de la caballería colocada detrás de estos, en el ala izquierda de la segunda división de los asiáticos. Inmediatamente Eumenes se arrojó con los tres mil caballos del ejército romano sobre los mercenarios de a pie de la misma división que estaban entre la falange y la izquierda de las catafractas. Los mercenarios retrocedieron y con ellos la caballería, y todos huyeron en gran confusión. Entonces fue cuando la falange, después de haberlos dejado pasar, se preparó para marchar contra las legiones. Pero Eumenes la atacó de flanco con su caballería, y la detuvo obligándola a hacer frente por dos puntos. El gran espesor de su masa resultó ahora muy ventajoso. Si la caballería lo hubiese ayudado, se habría restablecido el combate; pero toda el ala izquierda estaba ya completamente dispersa. Antíoco, con el ala derecha que mandaba en persona, rechazó los escuadrones que se le opusieron y marchó sobre el campamento romano, que se defendió con gran trabajo. A los romanos mismos les faltó la caballería en la hora decisiva. Se cuidaron de mandar las legiones contra la falange, y enviaron en cambio a sus arqueros y honderos cuyos tiros eran todos aprovechados en sus apiñadas filas. Los falangistas comenzaron a retroceder en buen orden; pero de repente los elefantes colocados en los intervalos se espantaron, y los desordenaron. Este fue el fin del combate. Todo el ejército se desbanda y huye. Antíoco quiso defender el campamento, pero sin éxito; el esfuerzo no sirvió más que para aumentar las pérdidas en muertos y prisioneros. Tal vez no exagere la tradición al evaluarlas en cincuenta mil hombres: ¡tan grande fue la confusión y tan terrible la derrota! En cuanto a los romanos, que no habían tenido siquiera que emplear las legiones, esta victoria que les entregaba el tercer continente del mundo les costó veinticuatro caballos y trescientos soldados de infantería. Toda el Asia Menor se sometió. La primera fue Éfeso, de donde tuvo que huir precipitadamente el almirante de Antíoco, y luego Sardes, residencia del rey. Este pidió la paz a cualquier precio: las condiciones fueron las mismas exigidas antes del combate, más la evacuación total de Asia Menor. Hasta la ratificación de los preliminares el ejército romano continuó en el país a expensas del vencido, con un costo de más de tres mil talentos. Antíoco se consoló prontamente de la pérdida de la mitad de sus Estados, y en medio de los placeres de su vida sensual llegó un día a decir que estaba muy agradecido a los romanos, que lo habían «librado de las fatigas que trae consigo el gobierno de un vasto imperio». Como quiera que fuese, al día siguiente de la batalla de Magnesia, el reino de los Seléucidas fue borrado de la lista de las grandes potencias. Fue una caída vergonzosa y rápida, si las hubo, y que caracteriza el reinado del gran Antíoco. Al poco tiempo de esto (en el año 567), fue a saquear el templo de Belo, ubicado en Elimais sobre el golfo Pérsico. Contaba con los ricos tesoros sagrados para llenar sus arcas vacías; pero el pueblo se puso furioso y lo asesinó.
EXPEDICIÓN CONTRA LOS CELTAS DEL ASIA MENOR
Vencer no era suficiente. Roma tenía que arreglar además los asuntos de Asia y de Grecia. Abatido Antíoco, sus aliados y sus sátrapas del interior del país, los dinastas de Frigia, de Capadocia y de Paflagonia vacilaban en someterse confiados en la distancia. En cuanto a los galos del Asia Menor, que aunque no eran aliados oficiales de Antíoco lo habían dejado reclutar mercenarios según su costumbre, creían asimismo que nada tenían que temer de los romanos. Pero el general Gneo Manlio Vulson, que había venido a reemplazar a Lucio Escipión a principios del año 565, halló en esta tolerancia el pretexto que necesitaba. Quería hacer méritos con el gobierno de la República, y a la vez establecer sobre los griegos de Asia el poderoso protectorado que Roma había ya impuesto en España y en la Galia. Sin preocuparse por las objeciones de los más notables senadores, que no veían causa ni fin suficiente para la guerra, partió repentinamente de Éfeso. Saqueó sin razón ni medida las ciudades y los principados del alto Meandro y de Panfilia, y volvió al norte, a la región de los celtas. La tribu occidental de estos, la de los tolistoboios, estaba acantonada sobre el monte Olimpo; otra más central se había refugiado con todos sus haberes sobre la altura de Magaba. Esperaban poder mantenerse allí hasta que el invierno obligase al extranjero a batirse en retirada. ¡Vana esperanza! Los honderos y arqueros romanos los arrojaron hasta de sus últimas guaridas. Las armas arrojadizas, desconocidas por los bárbaros, producían siempre el mismo e irresistible efecto que las armas de fuego empleadas por los europeos contra los salvajes del nuevo mundo muchos siglos después. Los romanos se hicieron inmediatamente dueños de la montaña, y los galos sucumbieron en un sangriento combate, semejante a tantas otras batallas que se habían librado anteriormente en las orillas del Po, o que debían librarse un día en las orillas del Sena. Extraña coincidencia, sin duda, pero menos extraña que la emigración misma de los celtas del norte en medio de las poblaciones griegas y frigias del Asia. En ambas regiones gálatas, los muertos y los prisioneros fueron innumerables. Los restos de las dos tribus huyeron hacia el Halis, en el país del tercer pueblo hermano, el de los trocmos. El cónsul no los siguió; no osó pasar una frontera deslindada ya en los preliminares convenidos entre Antíoco y Escipión.[5]
ARREGLO DE LOS ASUNTOS DEL ASIA MENOR. LA SIRIA
Volvamos al tratado de paz. Comprendía en parte el arreglo de los asuntos del Asia Menor, arreglo que terminó una comisión romana presidida por Vulson. Entre las condiciones estaban la entrega de rehenes por parte del rey (entre los que se contaba su hijo más joven llamado también Antíoco), y una contribución de guerra fijada en relación con la riqueza de Asia. Esta no bajaba de quince mil talentos eubeos, y el primer quinquenio debía ser pagada al contado, en tanto los demás, en once plazos, uno cada año. Pero, como hemos visto, Antíoco perdió también todas sus posesiones europeas y, en el Asia Menor, el país al oeste del Halis y de la cordillera del Tauro, que separa a Cilicia de Licaonia. En suma, en aquel vasto país no le quedó más que la Cilicia. Lo mismo sucedió naturalmente con su derecho de patronato sobre todos los reinos y principados del Asia occidental. Aun más allá de la frontera romana, la Capadocia se declaró independiente del rey de Asia, o mejor dicho del rey de Siria, como se llamará en adelante, y con más exactitud, al Seléucida. Por lo demás, los sátrapas de las dos Armenias, Artaxias y Zariadris se erigieron también en reyes independientes y fundaron nuevas dinastías fuera de los términos del tratado, valiéndose de la influencia de Roma. El rey de Siria no tiene ya derecho a hacer la guerra ofensiva contra los Estados del oeste; y en caso de guerra defensiva le está prohibido hacer que le cedan en la paz alguna porción de territorio. Sus buques de guerra no llegarán por el oeste más allá de la desembocadura del Calicadnos de Cilicia, salvo en caso de tener que conducir embajadas, rehenes o tributos. No tendrá más que diez naves de guerra, que se usarán en caso de guerra defensiva; no tendrá nunca más elefantes; no podrá reclutar soldados en las naciones del oeste, y no recibirá tránsfugas políticos ni desertores. Antíoco entregó en consecuencia todas las naves de guerra que excedían el número permitido, todos sus elefantes y todos los refugiados que se hallaban en sus Estados. Roma le otorgó a cambio el título de «amigo de la República». Así pues, la Siria fue para siempre derrotada en Oriente tanto por mar como por tierra. Cosa notable y que atestigua la debilidad y poca cohesión del imperio de los Seléucidas, pues entre los grandes Estados que Roma tuvo que vencer y abatir, solo este sufrió la primera derrota y no probó jamás por segunda vez la suerte de las armas. El rey de Capadocia, Ariato, cuyo reino estaba al otro lado de la frontera del protectorado romano, tuvo que pagar una multa de seiscientos talentos, de la que se le perdonó la mitad gracias a los ruegos de su yerno Eumenes. Prusias, rey de Bitinia, conservó intacto su territorio, y lo mismo sucedió con los gálatas, que se comprometieron a no mandar al exterior más bandas armadas. De este modo terminó el vergonzoso tributo que les pagaban las ciudades del Asia Menor. Roma hacía un servicio considerable a los griegos asiáticos, y ellos no dejaron de mostrarle su reconocimiento con grandes coronas de oro y pomposos elogios.
LAS CIUDADES GRIEGAS LIBRES
El arreglo territorial en la península asiática no dejaba de ofrecer sus dificultades. Los intereses políticos y dinásticos de Eumenes estaban en conflicto con los de la liga griega; pero al fin pudieron entenderse. Se confirmó la franquicia a todas las ciudades aún libres el día de la batalla de Magnesia, y que habían estado al lado de los romanos. A excepción de las que pagaban tributo a Eumenes, fueron declaradas exentas para siempre de toda tasa respecto de las demás dinastías. De este modo fueron proclamadas libres Dardanos e Ilion, antiguas ciudades emparentadas con Roma por el jefe de los Eneades; después Cimé, Esmirna, Clazomene, Eritrea, Quios, Colofon, Mileto y otras no menos ilustres. Por haber violado su capitulación, Focea había sido saqueada por los soldados de la escuadra. Para indemnizarla, por más que no se hallase comprendida en las categorías enumeradas en el tratado, recobró su territorio y su libertad a título excepcional. La mayor parte de las ciudades pertenecientes a la liga griega asiática recibieron también aumentos de territorio y otras ventajas. Como es natural, Rodas fue la mejor recompensada. Adquirió la Licia, menos la ciudad de Telmisos, y la mayor parte de la Caria, al sur del Meandro. Además, se garantizó a los rodios sus propiedades, sus créditos y las inmunidades aduaneras de las que habían gozado hasta entonces en el interior de sus Estados.
ENGRANDECIMIENTO DEL REINO DE PÉRGAMO
El resto del territorio, o la mayor parte del botín, lo entregaron los romanos a los Atálidas, cuya constante fidelidad hacia la República merecía una buena recompensa, lo mismo que los sufrimientos y servicios de Eumenes durante la guerra y aun en el momento decisivo del combate. Roma lo recompensó como jamás rey alguno ha recompensado a su aliado. En Europa le asignó el Quersoneso y Lisimaquia. Pero en Asia, además de la Misia, que ya le pertenecía, le entregó las provincias de Frigia sobre el Helesponto, Lidia con Éfeso y Sardes, la Caria septentrional con Tralles y Magnesia, la Gran Frigia y Licaonia con una porción de la Cilicia, el país de Milos entre Frigia y Licia, y, por último, la plaza marítima de Telmisos en la costa del sur. Más tarde la Pamfilia fue objeto de las pretensiones rivales de Eumenes y Antíoco. Según se la considerara de este lado o del otro de la frontera del Tauro, debía pertenecer a uno o al otro. Eumenes tuvo también el protectorado y el derecho de tributo sobre las ciudades griegas que no adquirieron la libertad plena. Sin embargo, se entendía que estas ciudades conservaban su libre constitución interior, y que no podrían aumentárseles las tasas que estaban a su cargo. Antíoco se comprometió además a pagar al pergamiano los trescientos cincuenta talentos que debía a Atalo, padre de este último, y ciento veintisiete más a título de indemnización por atrasos en los suministros de granos. Por otra parte, fueron entregados al rey de Pérgamo todos los bosques y todos los elefantes del seléucida, en tanto los romanos quemaron las naves de guerra. No querían a su lado potencias marítimas. El reino de los Atálidas, extendiéndose en la Europa oriental y el Asia, formaba, como el Imperio númida en África, una monarquía absoluta y poderosa bajo la dependencia de Roma. Su misión consistía en mantener a raya a Macedonia y a Siria, y tenía la fuerza suficiente para eso; no necesitaba apelar al auxilio de sus patronos sino en casos excepcionales. Al mismo tiempo que creaba el edificio de su política, Roma había querido también satisfacer las simpatías republicanas y nacionales, y, en lo posible, convertirse en la libertadora de los griegos de Asia. En cuanto a los pueblos y a las cosas del otro lado del Tauro y del Halis, estaba decidida a no ocuparse de ellos en lo más mínimo. Prueba de esto son el tratado concluido con Antíoco y, más patente aún, la negación dada por el Senado a los rodios que pedían la libertad de la ciudad de Soloi, en Cilicia. También permaneció fiel a la regla de no tener posesiones directas más allá de los mares de Oriente. Después de una última expedición naval a Creta, adonde fue a romper las cadenas de los romanos vendidos como esclavos, la escuadra y el ejército abandonaron los países del Asia a fines del estío del año 566 (188 a.C.). Pero este último, al pasar por Tracia, sufrió mucho con los ataques de los bárbaros por falta y negligencia de su jefe. De toda esta memorable campaña los romanos no trajeron a Italia más que honor y dinero. Ya en este tiempo las ciudades daban una forma más práctica y sólida a su agradecimiento, uniendo a él ricas y costosas coronas.
ARREGLO DE LA GRECIA:
COMBATE Y PAZ CON LOS ETOLIOS
En Grecia se habían sentido las sacudidas de la tempestad y de la guerra de Asia; necesitaba, pues, algunos retoques. Los etolios, que no sabían acostumbrarse a su nulidad política, desde la primavera del año 564, e inmediatamente después de que terminó la tregua con Escipión, lanzaron al mar sus buques corsarios de Cefalenia, molestando y hasta impidiendo en parte el comercio entre Italia y Grecia. Aun durante la tregua, engañados por falsos relatos sobre el estado de los asuntos de Asia, se habían entrometido locamente para intentar restablecer a Aminandro en su trono de Atamania. Se habían arrojado sobre los cantones etolios y tesalianos ocupados por Filipo, habían librado una porción de combates, e inferido serios perjuicios al rey de Macedonia. Así, pues, cuando pidieron definitivamente la paz, Roma contestó enviándoles un ejército al mando del cónsul Marco Fulvio Nobilior. En la primavera del año 565 (189 a.C.) este último reunió sus legiones y atacó Ambracia, cuya guarnición obtuvo una capitulación honrosa al cabo de cincuenta días de sitio. Al mismo tiempo cayeron sobre la Etolia los macedonios, ilirios, epirotas, acarnanios y aqueos. No era posible resistir. La Etolia suplicó de nuevo que le concediesen la paz, y los romanos consintieron en dejar las armas. Las condiciones impuestas a estos enemigos, tan bajos como incorregibles, parece que fueron equitativas y moderadas. Los etolios perdieron todas las ciudades y países conquistados a sus adversarios; Ambracia, que merced a una intriga tramada en Roma contra Marco Fulvio se vio posteriormente declarada libre e independiente, y Ænia, que se dio a los acarnanios. También tuvieron que evacuar Cefalenia. Los etolios perdieron asimismo el derecho de hacer la paz o la guerra, y en el porvenir dependerían de la corriente de los negocios exteriores de la República. Por último, pagaron un fuerte rescate. Cefalenia se sublevó contra el tratado y solo se sometió por la fuerza de las armas. Las ventajas topográficas de su posición hacían temer a los habitantes de Samé que Roma intentaba convertir su ciudad en una colonia. Se sublevaron de nuevo, y fue necesario un sitio de cuatro meses para someterlos. Dueños al fin de la plaza, los romanos vendieron a todos sus habitantes como esclavos.
MACEDONIA
También aquí siguió Roma la ley que se había impuesto de no establecerse fuera de Italia y de sus islas. De todo el país conquistado, no conservó más que Cefalenia y Zacinto, que completaron con la posesión de Corcira y demás estaciones marítimas del Adriático. Lo demás lo dejó a sus aliados. Sin embargo, las dos potencias más considerables, Filipo y los aqueos, no se mostraron en manera alguna satisfechos con su lote. En cuanto a Filipo, tenía mucha razón en quejarse. Podía decir que en la última gran guerra su apoyo leal había contribuido principalmente a superar todos los obstáculos, puesto que los romanos luchaban mucho menos contra el enemigo que contra la distancia y la dificultad de las comunicaciones. Conociendo el Senado la justicia de sus reclamaciones, le perdonó el resto del tributo que aún le debía y le devolvió sus rehenes; pero Filipo esperaba aumentar mucho su territorio, y por este lado sus esperanzas salieron vanas. Sin embargo, obtuvo el país de los magnetas y a Demetriades, quitados por él a los etolios, y conservó la posesión de la Dolopia, la Acarnania y de una parte de la Tesalia, que él había sometido. En Tracia, toda la región central quedó sujeta a su clientela; pero nada se decidió respecto de las ciudades de la costa ni de las islas de Tasos y Lemnos, que de hecho habían caído en sus manos. El Quersoneso fue dado expresamente a Eumenes. Con esto era evidente que, al establecer a Eumenes en Europa, los romanos habían querido que contuviese no solamente Asia sino también Macedonia, si era necesario. De aquí la natural irritación de Filipo, rey altivo y hasta cierto punto caballeresco. Los romanos, sin embargo, no obraban así por espíritu de puro enredo, sino que obedecían a las necesidades fatales de la política. Macedonia expiaba el delito de haber sido un Estado de primer orden, y haber luchado de igual a igual con Roma. En la actualidad era necesario tomar contra Filipo muchas más precauciones que con Cartago, e impedirle que reconquistase su antigua soberanía.
LOS AQUEOS. LOS PATRIOTAS DE ACAYA
LUCHA ENTRE LOS AQUEOS Y LOS ESPARTANOS
Diferentes fueron las condiciones relativas a los aqueos. Durante la guerra contra Antíoco, habían visto realizarse su más ardiente deseo: todo el Peloponeso perteneció en adelante a su liga. Esparta primero, y luego Elis y Mesenia habían entrado de buen grado o por la fuerza a la liga, después de que los asiáticos fueran expulsados de Grecia. Los romanos los habían dejado obrar, por más que todo esto lo hubiesen hecho sin contar con ellos. Mesenia había declarado en un principio que se entregaba a los romanos y se negaba a entrar en la confederación. Como respuesta, esta había apelado a la violencia. Entonces Flaminio hizo notar a los aqueos cuán inicuo era apoderarse así de una presa, y añadió que en el estado de relaciones existentes cometían un acto culpable respecto de Roma. Pero en su impolítica debilidad de filoheleno se había limitado a la censura, y dejó que se realizasen los hechos. Esto no era bastante para detener a los confederados. Perseguidos por su loca ambición de enanos que quieren crecer e igualarse al gigante, los aqueos conservaron la ciudad de Pleuron, en Etolia, donde habían entrado durante la guerra, y a su pesar la anexionaron a la liga. Compraron Zacinto al agente de Aminandro, su último poseedor, e intentaron establecerse también en Egina. Pero, por más que les pesase, tenían necesidad de entregar las islas a Roma y soportar el consejo de Flaminio, que les hacía entender que debían contentarse con el Peloponeso. Cuanto menos dueños de sí eran, afectaban más independencia política; así reclamaron el derecho de la guerra, a cambio de la fiel asistencia que habían prestado a los romanos en todas las guerras. «¿Por qué os ocupáis vosotros de Mesenia? ¿Se mezcla acaso la Acaya en los asuntos de Capua?» Esta impertinente pregunta se hizo en plena dieta a los enviados de Roma. ¡El valiente patriota que la formuló fue extraordinariamente aplaudido, y podía contar con la unanimidad de votos en la próxima elección! ¡Nada más bello ni más noble que el valor, cuando el hombre y la causa no son ridículos! Pero aunque Roma hiciese algunos sinceros esfuerzos para restaurar la libertad entre los griegos y merecer por ello su reconocimiento, nunca llegó más que a dejarlos sumergidos en la anarquía y a recoger ingratitudes. Esto era justicia a la vez que mala suerte. En el odio de los griegos contra todo protectorado había efectivamente alguna nobleza de sentimientos, y no faltaba bravura personal a ciertos hombres que guiaban la opinión. ¡No importa! Todos esos grandes arranques patrióticos de los aqueos no son para la historia más que necedades y gestos vanos. En medio del vuelo de su ambición y de su susceptibilidad nacional se nota en todos ellos, desde el primero hasta el último, el sentimiento completo de su impotencia política. ¡Vedles, liberales o serviles, con el oído atento hacia Roma! Dan gracias al cielo cuando no llega el decreto que temen; murmuran y ponen ceño adusto cuando el Senado les hace saber que vale más ceder amistosamente, que tener que hacerlo a la fuerza. Obedecen, pero de un modo que herirá mucho a los romanos, y «salvando las apariencias»; acumulan explicaciones, plazos y ardides, y cuando no pueden más se resignan dando profundos suspiros patrióticos. Si bien semejante actitud no merece una completa aprobación, sí, por lo menos, alguna indulgencia. ¡Todavía era necesario que los agitadores se decidiesen a batirse, y que la nación prefiriese la muerte a la esclavitud! Pero ni Filopemen ni Licortas pensaron jamás en lo que hubiera sido un verdadero suicidio. Querían ser libres si era posible, pero ante todo querían vivir. Repetiré aquí que todavía en esta época los romanos no habían intervenido en los asuntos interiores de Grecia por un movimiento espontáneo; los griegos, y solo los griegos, habían atraído sobre sí la intervención tan temida, como los escolares que provocan la palmeta que tanto los amedrenta. En cuanto a la acusación, repetida hasta la saciedad por la erudita batahola de la época contemporánea y de tiempos posteriores, de que Roma fomentaba pérfidamente las disensiones intestinas de Grecia, es una de las más absurdas invenciones de los filólogos que se erigen en políticos. No, los romanos no llevaron la discordia a los griegos; eso hubiera sido como llevar búhos a Atenas. Por el contrario, los griegos son los que han llevado a Roma sus querellas. Citamos como ejemplo a los aqueos. En su vehemente deseo de engrandecimiento, no vieron el señalado servicio que les prestaba Flaminio oponiéndose a que incorporasen a la liga las ciudades del partido etolio. Lacedemonia y Mesenia fueron para aquella una hidra de sediciones y de guerras intestinas. Los habitantes de estas dos ciudades solicitaron hasta el fin que Roma deshiciese los lazos de una comunidad odiosa; y, como testimonio fehaciente en la causa, los que más solicitaban la separación eran aquellos que debían a los aqueos el haber regresado a su patria. Todos los días la liga hacía su obra de restauración y de regeneración en las dos ciudades recalcitrantes; y los más furiosos entre sus antiguos emigrados eran los que dirigían todas las decisiones de la dieta central. ¿Qué tiene de extraño que después de cuatro años de incorporación estallase la guerra en Esparta? Se verificó allí una nueva y más radical restauración: todos los esclavos admitidos por Nabis al derecho de ciudad fueron vendidos de nuevo, y con su producto se edificó un pórtico en Megalópolis, ciudad principal de los aqueos. Por último, se restableció la propiedad sobre la base antigua en la ciudad lacedemonia, las leyes aqueas reemplazaron el código de Licurgo, y las murallas que rodeaban Esparta fueron arrasadas (año 566). Pero, al día siguiente de estos excesos administrativos, el Senado de Roma fue invocado por todos como árbitro; difícil y fastidiosa misión, pero justo castigo de su política sentimental con Grecia.
Como no quería mezclarse de ningún modo en el arreglo de todos estos asuntos, el Senado soportó con una ejemplar indiferencia todos los alfilerazos de la malicia ingeniosa de los aqueos; a los escándalos que se cometen, cierra obstinadamente los ojos. La Acaya se alegró mucho cuando después que todo estuvo consumado llegó la noticia de que la República había murmurado, pero no anulado los actos de la dieta. Nada se hizo en favor de los lacedemonios, hasta un día en que setenta u ochenta fueron víctimas de un asesinato judicial. Entonces Roma, irritada, quitó a la dieta el derecho de justicia sobre Esparta; acto injurioso para el jefe supremo de los asuntos interiores de un Estado que se decía independiente. Los hombres de Estado de Italia se cuidaban en realidad muy poco de estas tormentas insignificantes, y de ello se tiene una prueba en las quejas incesantemente elevadas por las decisiones superficiales, contradictorias y oscuras del Senado. ¿Pero cómo resolver semejantes litigios? Hay ocasiones en que luchan entre sí en Esparta cuatro partidos, y todos llevan sus querellas a Roma. Agréguese a esto la opinión que de sí hacían concebir los hombres políticos del Peloponeso. El mismo Flaminio movía la cabeza con disgusto cuando un día veía a uno de ellos bailando en público y al día siguiente venía a hablarle de asuntos de Estado. Las cosas llegaron a tal punto que el Senado perdió por completo la paciencia, y mandó a las partes litigantes a paseo, advirtiéndoles que no intervendría más en sus contiendas y que se arreglasen como pudiesen (año 572). Se comprende su conducta, por más que no tuviese nada de justa. La República había asumido moral y políticamente el deber de obrar con firmeza, y de restablecer en Grecia las cosas bajo condiciones tolerables. El aqueo Calícrates que fue a Roma en el año 575 (179 a.C.) para manifestar al Senado las miserias de la situación, y pedirle su intervención seguida y constante, no hacía seguramente más que el otro aqueo Filopemen, el principal campeón de la política de los patriotas; pero, después de todo, tenía razón.
MUERTE DE ANÍBAL
Como quiera que fuese, la clientela de Roma abrazaba ya todos los Estados desde el extremo oriental del Mediterráneo hasta las columnas de Hércules. En ninguna parte había una potencia que pudiese inspirar temores. Pero aún vivía un hombre a quien Roma hacia el honor de juzgar como un enemigo temible; hablo del proscrito cartaginés que, después de haber armado contra Roma el Occidente, había sublevado todo el Oriente, y que había fracasado en una y otra empresa por las faltas de una aristocracia desleal, en Cartago, y en Asia, por la estupidez de la política de las camarillas de los reyes. Cuando Antíoco hizo la paz, seguramente prometió entregar al gran hombre, que fue a refugiarse primero en Creta y después en Bitinia.[6] En la actualidad vivía en la corte de Prusias; allí prestaba su concurso en las luchas contra Eumenes, y, como siempre, era victorioso por mar y por tierra. Se ha dicho que intentaba lanzar al rey bitinio en una guerra contra Roma; absurdo cuya inverosimilitud salta a la vista de cualquiera. El Senado hubiera creído seguramente rebajar su dignidad mandando coger al ilustre anciano en su último asilo; y no creo en la tradición que lo acusa. Lo que parece verosímil es que Flaminio, en su insaciable vanidad y siempre en busca de proyectos y nuevas hazañas, después de haberse hecho el libertador de Grecia quisiera librar a Roma de sus terrores. Si el derecho de gentes prohibía entonces hundir el puñal en el pecho de Aníbal, no impedía aguzar el arma ni señalar a la víctima. Prusias, el más miserable de los miserables príncipes de Asia, tuvo el placer de conceder al enviado romano la satisfacción que este no se había atrevido a pedir más que a medias palabras. Aníbal vio un día asaltada su casa repentinamente por una banda de asesinos, y tomó veneno. Un escritor romano dice que lo tenía preparado desde hacía mucho tiempo, conociendo a Roma y la palabra de los reyes. No se sabe con seguridad el año de su muerte, pero sin duda debió ocurrir a mediados del año 571 (183 a.C.), y a los setenta años. En la época de su nacimiento, Roma luchaba por la conquista de Sicilia con éxito dudoso. Sin embargo, vivió bastante como para ver sometido a su yugo todo el Occidente, para encontrar, en su último combate contra Roma, los buques de su ciudad natal avasallada por los romanos; para ver a Roma arrastrar en pos de sí el Oriente, como el huracán arrastra la nave sin piloto y hace ver que solo él hubiera sido bastante fuerte para conducirla. El día de su muerte se habían desvanecido ya todas sus esperanzas; pero en su lucha de cincuenta años había cumplido a la letra el juramento que siendo niño había hecho a su padre al pie de los altares.
MUERTE DE ESCIPIÓN
Por este mismo tiempo y hasta en el mismo año, según parece, murió también Publio Escipión, a quien los romanos acostumbraban llamar el vencedor de Aníbal. Le correspondiera o no, la fortuna lo colmó de los buenos éxitos que negaba a su adversario; dio a la República el dominio sobre España, África y Asia. Al nacer halló a Roma la primera ciudad de Italia, y al morir la dejó siendo la soberana de todo el mundo civilizado. Tuvo tantos sobrenombres por sus victorias, que no sabiendo qué hacer con ellos los dio a su hermano y a su primo (Africanus, Asia-genus, Hispallus). Y, sin embargo, también él pasó sus últimos años en el martirio y en la tristeza, y terminó sus días en el destierro voluntario. Pasaba ya los cincuenta años y prohibió a sus parientes que llevasen su cuerpo a aquella patria por la que había vivido y en la que reposaban sus antepasados. No se sabe por qué se retiró de Roma; no eran sin duda más que una pura calumnia las acusaciones de corrupción y de malversación de caudales dirigidas más bien contra su hermano. Con todo, no bastan para explicar su rencor. Se mostró verdaderamente el Escipión que conocemos cuando, en vez de justificarse con sus libros de cuentas, los rompió en presencia del pueblo y de su acusador, e invitó a los romanos a subir con él al templo de Júpiter para celebrar allí el aniversario de la victoria de Zama. El pueblo dejó solo al denunciante, y siguió al Africano al Capitolio: este fue su último día feliz. De genio altanero, creyéndose formado de un barro diferente y mejor que el del común de los mortales, completamente entregado al sistema de las influencias de familia y arrastrando en pos de sí por el camino de su grandeza a su hermano Lucio, triste testaferro de un héroe, se había ganado muchos enemigos, y no sin motivo. La dignidad es el escudo del corazón. El excesivo orgullo lo descubre y expone a todos los dardos lanzados por grandes y pequeños; y llega un día en que esta pasión ahoga el sentimiento natural de la verdadera dignidad. Y, además, ¿no es siempre propio de esas naturalezas, mezcla extraña de oro puro y de brillante oropel, como era la de Escipión, necesitar el brillo de la felicidad y la juventud para encantar a los hombres? Cuando desaparece una u otra, llega la hora de despertar; hora triste y dolorosa, principalmente para el que luego de haber producido gran entusiasmo se ve ahora desdeñado.