I
CARTAGO

LOS FENICIOS
SU COMERCIO. SU GENIO INTELECTUAL

Aunque colocada entre los pueblos del antiguo mundo clásico, la raza de los semitas ha quedado sin embargo fuera de ellos. Esta tiene por centro el Oriente, mientras que el mundo clásico tiene el suyo en el Mediterráneo. Por otra parte, a medida que la guerra o las emigraciones van extendiendo las fronteras y arrojando las naciones unas sobre otras, los indo-germanos y los sirios, los israelitas y los árabes se separan y alejan, obedeciendo al sentimiento creciente de su heterogeneidad. Otro tanto puede decirse de los fenicios o de la nación púnica, esa rama de los semitas que se ha extendido hacia el oeste más que ninguna otra de su raza. Tuvo por patria la zona estrecha situada entre el Asia Menor, las montañas de la Siria y el Egipto, la que se llama propiamente hablando la llanura o Canaán. En efecto, tal era el nombre que ella misma se daba, y, hasta los tiempos del cristianismo, el campesino africano fue denominado canaanita. Para los griegos, la tierra de Canaán era el país de la púrpura o la tierra de los hombres rojos (Φοίνικοι). Los italianos, y aun nosotros mismos, la llaman constantemente Fenicia. Por lo demás, este país, propio para la agricultura, tenía ante todo excelentes puertos, y maderas y metales en abundancia. Sobre esas playas de muchas y cómodas radas con las que el continente oriental, abundante en todo género de productos, pone límite al vasto mar interior sembrado de islas, es donde se ha visto, quizá por primera vez, nacer entre los hombres el movimiento comercial y tomar inmediatamente un vuelo inmenso. Los fenicios intentaron con audacia, inteligencia e inspiración dar a su comercio y a sus ramas accesorias, la navegación, la industria y la colonización, todo el desarrollo del que eran capaces, a fin de unir el Oriente con el Occidente mediante el lazo de las relaciones internacionales. Desde los tiempos más remotos los encontramos ya en la isla de Chipre y en Egipto, en Grecia y en Sicilia, en África y en España, y hasta en las costas del Atlántico y del mar del Norte. Su imperio comercial se extendía desde Sierra Leona y la tierra de Cornouailles en el oeste, hasta la costa de Malabar, en el este. Por sus manos pasaban el oro y las perlas del Oriente, la púrpura tiria, los esclavos, el marfil y las pieles de león y de pantera del interior de África, el incienso de Arabia, el lino de Egipto, el vidriado y los vinos generosos de la Grecia, el cobre de Chipre, la plata de España, el estaño de Inglaterra y el hierro de la isla de Elba. Las naves de los fenicios llevan a todos los pueblos cuanto pueden necesitar o comprar. Recorren los mares pero vuelven siempre a su patria, con la que están perfectamente unidos, aunque sus fronteras sean reducidas. Este pueblo ha merecido ser celebrado en la historia al lado de los griegos y de los latinos. Sin embargo, también en él, y quizá más que en otro pueblo, se verificó el fenómeno característico de las épocas antiguas: el aislamiento de las fuerzas vivas de las naciones, aun en medio de sus indiscutibles progresos. Por otra parte, no pertenecen directamente a la Fenicia esas creaciones grandiosas e indestructibles que ha producido la raza aramea en el orden intelectual. En cierto sentido, la ciencia y la fe han sido desde un principio propiedad exclusiva de los arameos, y, en efecto, los pueblos indogermánicos las han recibido de ellos; sin embargo, es necesario reconocer que ni la religión, ni la ciencia, ni las artes de la Fenicia han tenido jamás un lugar independiente dentro de esta civilización. Sus mitos religiosos están desprovistos de toda belleza; su culto despierta y desarrolla las pasiones de la lujuria y los instintos de la crueldad, en vez de refrenarlos. Y aún más, si nos limitamos a las épocas en que resplandece la verdad histórica, en ninguna parte encontramos vestigios de la más insignificante influencia de la religión puramente fenicia sobre las de los demás pueblos. Menos aún existen huellas de una arquitectura y de una plástica nacionales que puedan compararse, no ya con las de las ilustres metrópolis del arte, sino al menos con el arte italiano. La más antigua patria de las observaciones científicas, el lugar donde por primera vez fueron practicadas y se las consideró como cosa de algún valor, fue Babilonia, en la región del Éufrates. Allí se estudió por primera vez, según parece,[1] el curso de los astros; allí también se distinguieron y anotaron los sonidos del lenguaje hablado, y empezó el hombre a meditar sobre las nociones del tiempo y del espacio, y sobre las fuerzas poderosas y activas de la naturaleza. Allí, en fin, se encuentran restos de los más antiguos monumentos de la astronomía, de la cronología, del alfabeto, de los pesos y de las medidas. Los fenicios sacaron un gran partido para su industria de las obras artísticas de Babilonia, en extremo notables. También para la navegación se aventajaron de la astronomía de este pueblo; y para su comercio, en cambio, de la escritura y del sistema de pesos y medidas de los asirios. Cabe destacar que los fenicios a su vez transportaron muy lejos todos los gérmenes fecundos de la civilización juntamente con sus mercancías. Pero nada demuestra que hayan jamás sacado de su propio fondo, por decirlo así, el alfabeto ni ninguna otra de las grandes creaciones del espíritu humano. ¿Se dirá acaso que los helenos han recibido de ellos muchas nociones religiosas y científicas? Puede suceder, pero, aun en el caso de que se las hayan llevado los fenicios, ha sido más semejante al grano de trigo que cae por casualidad del pico de un ave, que a la semilla inteligente esparcida por la mano del labrador. No tenían, ni con mucho, el genio civilizador y de asimilación de los pueblos con quienes se pusieron en contacto, ni el de los helenos ni el de los italianos. En los países conquistados, por ejemplo, los romanos ahogaron las lenguas indígenas; el ibero y el celta fueron reemplazados en adelante por el idioma latino. Los bereberes del África, por el contrario, hablan aún en nuestros días la lengua que hablaron en tiempos de Hannon y de los hijos de Barca.

SU GENIO POLÍTICO

Pero aquello de lo que principalmente carecen los fenicios, el rasgo común que distingue notablemente a todos los pueblos de raza aramea de la familia indoeuropea, es del genio político que funda las sociedades y hace que se gobiernen a sí mismas en el seno de una libertad fecunda. En tiempos de la más brillante prosperidad de Sidón y de Tiro, el país fenicio viene a ser la manzana de la discordia entre los pueblos establecidos en las riberas del Éufrates y del Nilo. Un día está sujeto a los asirios; al siguiente, a los egipcios. Con la mitad de los recursos de este pueblo las ciudades griegas hubieran establecido sólidamente su independencia. No obstante, los hombres de Estado de Sidón eran gentes muy expertas y calculaban lo que habrían perdido si les hubieran cortado los caminos de las caravanas en Oriente y cerrado los puertos egipcios. Ante esto preferían cien veces un pesado tributo; valía más pagar los abrumadores impuestos exigidos por Nínive o por Menfis, e ir con sus flotas a sostener combates en todos los mares por cuenta de sus reyes soberanos. Así como en su país los fenicios aceptaban el yugo de un señor, tampoco cambiaron las tranquilas prácticas del comercio por los bazares de una política ambiciosa. Sus colonias fueron grandes mercados: llevar sus mercancías a los indígenas y exportar los productos de estos, ¡he aquí su gran negocio! No se cuidaron, pues, de ocupar vastos territorios en los países lejanos, y de consagrarse en ellos a las largas y difíciles tareas de la verdadera colonización. Les repugnaba la guerra incluso con sus mismos rivales, de tal forma que permitieron casi sin resistencia que se los expulse del Egipto, la Grecia, la Italia y la Sicilia occidental. En los días de las grandes batallas libradas tiempo atrás en las aguas del Mediterráneo, hacia el oeste, en Alalia, por el año 217 (537 a.C.), y en Cimea, por el año 280 (474 a.C.) (volumen I, libro segundo, pág. 343), los etruscos sintieron, más que los fenicios, el peso de la lucha contra los griegos, sus comunes adversarios. Si la concurrencia comercial se hace inevitable, buscan el mejor acomodamiento posible, pero nunca, por ejemplo, intentarán la conquista de Masalia o de Cerea, y menos aún su genio los conducirá a emprender guerras ofensivas. En los antiguos tiempos, solo una vez fueron los primeros en tomar las armas, cuando partieron de las costas de África y se arrojaron sobre la Sicilia. Pero aun en esta ocasión obraban como súbditos obedientes del gran rey, y, para no tener que tomar parte directa en la gran invasión persa, marcharon contra los griegos occidentales. Ya hemos visto (volumen I, libro segundo, pág. 343) que en los mares occidentales hallaron a Gelon, el tirano de Siracusa, que los derrotó completamente en la batalla de Himera, al mismo tiempo que sus hermanos de Libia fueron destruidos al lado de los persas en el combate naval de Salamina. Sin embargo, la cobardía y la irresolución no eran vicios arraigados en este pueblo. Necesitan un gran valor el capitán que manda un buque de guerra y el navegante que se lanza por mares desconocidos; y sabido es que entre los fenicios había muchos y excelentes marinos. Se dirá que no tenían ni la persistencia ni la energía exclusiva del sentimiento nacional, pero ya sabemos que, por su parte, los arameos se distinguieron por la obstinación indomable de su genio. ¿Qué pueblo entre los indogermanos podría comparárseles en este aspecto? ¿No nos ha sucedido a nosotros mismos preguntarnos si estaban quizá sobre la naturaleza humana esos endurecidos semitas que armándose de todo su fanatismo, o derramando su sangre a torrentes, han sabido resistir hasta el fin los atractivos de la civilización griega y los medios de coacción de los dominadores procedentes del este o del oeste? Sentimiento profundo de la raza y amor ardiente a la patria, tales fueron las virtudes de los fenicios. Sin embargo, no tuvieron entre ellas el sentido político, y este es el rasgo esencial de su carácter. La libertad no tiene para ellos su ordinario atractivo y no aspiran a la dominación. Para emplear el lenguaje de la Biblia, «viven como acostumbrados los sidonios, sin ningún temor, en paz y tranquilos, e inmensamente ricos».[2]

CARTAGO

Entre los establecimientos fenicios, los que más rápidamente prosperaron fueron sin duda los fundados por los tirios y los sidonios en las costas de la España meridional y del África septentrional. Ni el brazo del gran rey, ni la peligrosa concurrencia de las marinas griegas podían alcanzarlos en España; y, por otra parte, los indígenas que aquí encontraron fueron para ellos lo que los indios de las Américas para los europeos después. En estos países fundaron numerosas y florecientes colonias; pero entre todas sobresalió la ciudad nueva o (Carthada, Carthago), como la llamaban los occidentales. Edificada con posterioridad a las demás ciudades fenicias del país, parece que en un principio había estado bajo la dependencia de Utica, su vecina y la más antigua de las colonias líbicas. Después, gracias a su admirable situación y a la inteligente actividad de sus habitantes, superó a todos los establecimientos o colonias de la costa, y hasta se sobrepuso a la madre patria. Cartago estaba asentada no lejos de la desembocadura, desviada en la actualidad, del Bagradas (el Medgerda), río que atravesaba las regiones del África septentrional, muy ricas entonces en cereales. La ciudad estaba en una altura fértil, cubierta de olivares y de naranjos, y aún en nuestros días permanece poblada por numerosas casas de campo. Por un lado, el terreno desciende suavemente hacia la llanura; por otro, avanza en forma de promontorio hasta el mar que lo rodea, en el centro mismo del golfo extenso de Túnez, y forma un puerto magnífico, que la naturaleza ha proporcionado a esta región de África. Su gran seno ofrece un seguro anclaje a las más grandes naves, y el agua dulce desciende hasta la misma ribera. Por tanto, la agricultura y el comercio hallan allí reunidas las más favorables condiciones.[3] Como colonia tiria, Cartago fue la plaza más importante de comercio que poseyeron los fenicios; y, cuando fue conquistada por los romanos, llegó a ser la tercera ciudad del Imperio apenas salió de sus ruinas. Hoy, en fin, las ventajas del lugar son tales, que existe allí una ciudad que cuenta con más de cien mil habitantes, aunque peor situada y poblada. La posición de Cartago y el genio de sus habitantes explican por sí solos su prosperidad agrícola, mercantil e industrial. Pero ¿cómo y por qué medios había podido este establecimiento fenicio convertirse en centro capital de un imperio, cuando este pueblo no había podido fundar otro análogo en parte alguna? La cuestión pide y merece una respuesta.

CARTAGO A LA CABEZA DE LOS FENICIOS
DE OCCIDENTE EN SU LUCHA CON LOS GRIEGOS

Abundan las pruebas de que en Cartago los fenicios siguieron la misma política de paz que en todas partes. Hasta en los tiempos de su mayor pujanza, los cartagineses pagaron a un pueblo de bereberes indígenas (los maxitanos o mazicos) la renta del terreno que ocupaba su ciudad. Separados como estaban del gran rey por el mar y los desiertos, y aunque no tenían nada que temer de las monarquías del Oriente, reconocieron su soberanía nominal y hasta les pagaron tributo en ocasiones, para asegurar la facilidad de sus relaciones mercantiles con Tiro y con las regiones orientales. Pero, a pesar de tanta docilidad y flexibilidad, llegó un día en que la fuerza de las cosas les impuso una política más viril. Las emigraciones griegas iban extendiéndose por el oeste. Los fenicios, que ya habían sido arrojados de la Grecia y la Italia, iban también a verse expulsados de Sicilia, España y Libia, si no luchaban y ponían un dique para sujetar la invasión. Con los traficantes griegos no era suficiente una sumisión más o menos efectiva, como hubiera bastado con el gran rey; por otra parte, el pago de un tributo no salvaba su comercio ni su industria. Ya los griegos habían fundado Masalia y Cirene, y ocupaban toda la Sicilia oriental; había sonado, pues, la hora de la resistencia a todo trance. Los cartagineses tomaron decididamente su partido. Después de largas y empeñadas guerras, encerraron a los de Cirene en sus límites, y en adelante el helenismo no pudo fijar su planta al otro lado del desierto de la Tripolitana. Con la ayuda de Cartago, los fenicios establecidos en el extremo de la Sicilia occidental también llegaron a rechazar las agresiones de los griegos, y entraron de buen grado en la clientela de la poderosa ciudad fundada por sus compatriotas (volumen I, libro primero, pág. 170). En el siglo II de Roma (de 654 a 554 a.C.) es cuando ocurrieron estos acontecimientos que aseguraron a los fenicios su supremacía en los mares sudoccidentales, al mismo tiempo que Cartago, cuyos esfuerzos y armas lo decidieron todo, se puso naturalmente a la cabeza de su nación, y con las necesidades de su nueva posición cambió radicalmente de política. Como ya no era simplemente un gran establecimiento de comercio, le resultaba necesario fundar un imperio en Libia y dominar sobre una porción del Mediterráneo, y, en consecuencia, se dedicó a ello con vigor. Para llevar a cabo su tarea encontró un poderoso auxilio en los mercenarios que acudían de todas partes. La profesión de soldado aventurero, que no halló eco en Grecia hasta el siglo IV a.C., se practicaba en Oriente desde la más remota antigüedad, sobre todo entre los carios, y quizá también ente los fenicios. Gracias a los condottieri, los enganches verificados en el extranjero convertían la guerra en una especie de especulación comercial, a lo que se acomodaron fácilmente los fenicios de África.

IMPERIO AFRICANO DE CARTAGO. LOS LIBIOS

A consecuencia de los acontecimientos exteriores, Cartago se vio obligada a modificar su situación y su conducta en África. Si en un comienzo solo poseía el suelo a título de arrendamiento o a título precario, luego se hizo conquistadora y propietaria. Hacia el año 300 de Roma (454 a.C.) sus mercaderes se emanciparon de la renta que habían pagado hasta entonces a las tribus indígenas, y comenzaron a ejercer la agricultura en gran escala. En todos los tiempos los fenicios habían empleado gustosos sus capitales en la agricultura y cultivado sus vastas posesiones, no por sí mismos, sino por esclavos o trabajadores a jornal. Ya cerca de Tiro entraban los judíos en gran número al servicio de los comerciantes de la ciudad.

Los cartagineses pudieron a su vez someter el suelo fértil de la Libia a un sistema muy análogo al de las modernas plantaciones coloniales. Labraban la tierra los esclavos, que en ciertos dominios ascendían a veinte mil. No contenta con esto, Cartago se apoderó de todas las ciudades de importancia de las tribus circunvecinas. (Las tradiciones agrícolas de los libios eran muy anteriores a la llegada de los cartagineses a sus costas, y procedían sin duda del Egipto.) Dominados por la fuerza de las armas, los campesinos libres fueron reducidos a la condición de fellahs tributarios que entregaban a sus señores la cuarta parte de los frutos, y suministraban al ejército cartaginés los contingentes de un reclutamiento regular. Por lo demás, como la lucha en las fronteras con las tribus pastorales (νόμαδαζ) se perpetuaba, se estableció una línea de puestos avanzados que aseguró la tranquilidad de la zona interior. Los nómadas, finalmente, fueron rechazados poco a poco hasta el desierto o la montaña; otros reconocieron la soberanía de Cartago, le pagaron tributo y le enviaron soldados.

En tiempos de la primera guerra púnica, fue conquistada Theveste (Tevesa, cerca de las fuentes del Medjerda), la gran ciudad de los indígenas. En adelante, todos estos libios fueron comprendidos en los documentos públicos bajo la denominación siguiente: Las ciudades y pueblos de los súbditos. Las ciudades eran los duars o aldeas sujetas; los pueblos eran los nómadas que sufrían la soberanía de Cartago.

LOS LIBIOFENICIOS

Todos los fenicios establecidos en África, los libiofenicios como se los llamaba, se reconocieron en seguida sus vasallos. Los libios, por un lado, habían salido tiempo atrás y fundado una multitud de colonias en la parte noroeste de la costa de África; colonias generalmente importantes, puesto que sabemos que en una sola ocasión se enviaron tres mil colonos a las costas del Atlántico. Los fenicios, por otro lado, procedentes de la madre patria asiática, habían ocupado las costas de la actual provincia de Constantina y del Beylickato de Túnez. Entre sus ciudades se contaban Hipona (Hippo regius, más tarde; hoy, Bona); Hadrumete (Susa); la Pequeña Leptis (Lepta, al sur de Susa), segunda ciudad de los fenicioafricanos; Thapsus (Demsas, en la misma situación), y la Gran Leptis (Levedath, no lejos de Trípoli). ¿Se habían sometido voluntariamente todas estas ciudades para hallar en Cartago una defensa contra los de Cirene y los númidas, o por el contrario habían sido reducidas por la fuerza? Se ignora completamente. Lo único que con seguridad se sabe es que en todos los actos oficiales figuraban como sujetas, y que habían tenido que derribar sus murallas y mandar sus contingentes al ejército cartaginés. Esto no quiere decir que estuviesen obligadas a una conscripción regular ni a un impuesto, sino simplemente que tenían que suministrar una cifra determinada de hombres y dinero. La Pequeña Leptis, por ejemplo, daba cada año la enorme suma de 365 talentos. Además, entre estas ciudades y Cartago había comunidad de derecho civil y de matrimonios.[4] Solo Utica había permanecido libre; solo ella había conservado sus murallas y su independencia, no tanto por efecto de su fuerza real como por una especie de sentimiento de respeto de parte de Cartago hacia su antigua protectora. Enteramente diferente de los griegos, tan célebres por su indiferencia olvidadiza, los fenicios respetaban en alto grado semejantes recuerdos. En sus relaciones con el extranjero se las ve siempre estipular o comprometerse juntas a Utica y a Cartago, lo cual no le impedía a la ciudad nueva ejercer una indisputable hegemonía sobre su vecina. Así pues, el oscuro establecimiento tirio se había convertido poco a poco en la capital de un vasto imperio norafricano. Sus posesiones llegaban por el oeste desde el desierto de la Tripolitana al mar Atlántico, y con frecuencia no hacían más que ocupar a medias la extensa zona de las costas (Marruecos y Argel); por la parte del este se dirigían constantemente al sur, y avanzaban por el interior hasta las ricas provincias de Túnez y Constantina. «Los cartagineses —dice un escritor antiguo—, de tirios que eran en un principio, se convirtieron en libios.» La civilización fenicia dominaba absolutamente en Libia, de la misma forma que la civilización griega había conquistado después de Alejandro el Asia Menor y la Siria. En la tienda de los jeques nómadas se hablaba y escribía en fenicio, y la población indígena mostraba su primera e incompleta cultura haciendo del alfabeto fenicio el instrumento de su lengua.[5] En cuanto a desnacionalizarlos por completo, a convertirlos en fenicios, no entraba ni en la intención ni en la política de los cartagineses.

Es imposible determinar la época en que su ciudad llegó a ser definitivamente la capital de la Libia, pues esta revolución fue haciéndose lentamente. El escritor que acabamos de citar considera a Hannon como el reformador de su nación. Si se trata aquí de Hannon, el contemporáneo de la primera guerra púnica, este no ha podido hacer más que poner la última piedra del vasto edificio, cuya construcción se ha verificado sin duda durante el transcurso de los siglos IV y V de Roma.

Cosa notable: al mismo tiempo que Cartago iba aumentando su prosperidad y grandeza, las grandes ciudades fenicias de la madre patria iban decayendo; Sidón y Tiro, sobre todo, no volvieron a conocer días prósperos. Acosadas por las disensiones intestinas y por las calamidades que venían de fuera, en el primer siglo de Roma sucumbieron a los golpes de Salmanasar; en el siglo II, a los de Nabucodonosor, y en el siglo V, a los de Alejandro de Macedonia. Ante esta situación las familias nobles, las antiguas casas comerciales de Tiro, acudieron en gran número a pedir paz y seguridad a la ciudad hermana que florecía en África, y le llevaron el refuerzo de su inteligencia, de sus riquezas y sus tradiciones. Cuando los fenicios se pusieron en contacto con Roma, Cartago se convirtió en la gran ciudad del mundo canaanita, como Roma era la primera entre las del mundo latino.

PODER MARÍTIMO DE CARTAGO

Pero el poder continental de Cartago en África apenas constituía la mitad de su fuerza; por este mismo tiempo fundó también un imperio marítimo no menos grandioso.

ESPAÑA

En España, la antigua factoría tiria Gades (Cádiz) era por entonces el principal establecimiento, pero a la vez se extendía por el este y el oeste una larga cadena de colonias comerciales, y en el interior Cartago poseía también muchas minas de plata. En suma, tenía en su poder Andalucía y la actual provincia de Granada, o por lo menos sus costas, pues ni siquiera intentó conquistar terreno alguno en el interior perteneciente a las belicosas naciones indígenas. Le bastaba con poseer los tesoros que ocultan las laderas de las montañas y tener puntos de escala para su comercio y sus pesquerías, y es allí donde únicamente se tomaba el trabajo de luchar contra los pueblos inmediatos. Se supone que todas estas posesiones eran tirias, más que cartaginesas, y es probable que Gades no se contase entre las ciudades tributarias. Sin embargo, al igual que todos los demás establecimientos fenicios de Occidente, las colonias españolas fueron sucesivamente absorbidas por la hegemonía de la ciudad africana. Una prueba de esto veo en los auxilios enviados de África a los gaditanos contra los indígenas, y en las colonias que fundó Cartago más allá de Gades, aún más al oeste. Por el contrario, Ebusus (Ibiza) y las Baleares habían sido ocupadas desde mucho tiempo atrás, ya para la pesca, ya como puestos avanzados contra los masaliotas, con quienes sostenían «en estas regiones» constantes y encarnizados combates.

CERDEÑA

En el siglo II de Roma, hallamos ya a los cartagineses establecidos también en Cerdeña explotando sus recursos, de la misma forma que explotaban las riquezas de la Libia. Así, mientras que los indígenas fueron a buscar en las montañas del interior de la isla un asilo contra la esclavitud, así como en África los númidas se habían refugiado en el gran desierto, los fenicios fundaron Caralis (Cagliari) y otras importantes colonias, y comenzaron a cultivar sus fértiles costas trayendo a ellas labradores africanos.

SICILIA. IMPERIO MARÍTIMO
RIVALIDAD CON SIRACUSA

En Sicilia, donde el estrecho de Messina y la mayor parte de la región oriental de la isla habían caído definitivamente en poder de los griegos, los fenicios poseían, con el auxilio de Cartago, las Egates,[6] Melita, Gaulos, Cossyra (Malta, Gozzo y Pantelaria) y una porción de islas más pequeñas. La colonia de Malta era entre ellas la más floreciente. Ocupaban también toda la costa del oeste y noroeste de la isla con Motia y Lilibea (Marsala). Después conservaron comunicaciones fáciles con África y con Cerdeña por Panormo (Palermo) y Soloeis. Los elimios, los sicanos y los sículos, que eran los indígenas, vivían acantonados en el interior. Como los griegos ya no podían extender sus dominios, se había establecido entre ellos y sus rivales una especie de inteligencia y de paz, que fue rota solo por un momento hacia el año 274 (480 a.C.), cuando, a instigación de los persas, los cartagineses atacaron de nuevo a los helenos. Después de esta tentativa, la paz duró hasta la expedición de los atenienses a Sicilia ocurrida entre los años 339 y 341 (415 a 413 a.C.). Cada cual soportaba a su vecino de buena o mala gana y se contentaba con sus antiguas conquistas. Por otra parte, cabe destacar que, por más importantes que fuesen en sí mismas todas las posesiones de Cartago, tenían un valor muy superior consideradas como sostén de su poder marítimo. Dueños de la parte sur de España, de las Baleares, de la Sicilia occidental y de Malta, impidiendo los progresos de la colonización griega en la costa oriental de España, en Córcega y en las regiones de las dos Sirtes; y, por último, establecidos ya en la ribera septentrional de África, los cartagineses habían convertido el mar circundante en mar cerrado (Mare Clausum), y monopolizaban los estrechos occidentales. Las demás naciones solo eran copartícipes con ellos en los mares galos y tirrenos. Sin embargo, semejante estado de cosas solo podía subsistir mientras las fuerzas de los griegos y de los etruscos continuasen equilibradas. Contra los demás concurrentes, Cartago hizo inmediatamente alianza con los tirrenos, que eran rivales menos peligrosos para ella. Por lo demás, después de la caída de los etruscos, que la colonia tiria no había hecho nada por impedir, como sucede siempre en esa especie de coaliciones forzosas, y después del fracaso de la vasta empresa de Alcibíades contra Siracusa, esta última ocupó sin disputa el primer puesto entre las potencias griegas marítimas. A su vez, los señores de Siracusa aspiraron a dominar toda la Sicilia y la Italia meridional, los mares Tirreno y Adriático, y, en consecuencia, los cartagineses se vieron inmediata y violentamente rechazados en la política enérgica que habían emprendido. Hubo largos y empeñados combates entre aquellos y su poderoso rival Dionisio el Mayor (406 a 365 a.C.), cuyo primer resultado fue la ruina o la decadencia de las pequeñas ciudades sicilianas que habían tomado parte por los africanos o por Siracusa. La isla quedó dividida en dos partes, y perteneció por mitad a ambos rivales. Las ciudades más florecientes, Selinunte, Agrigento, Himera, Gela y Messina habían sido arrasadas por los cartagineses en medio de las más encarnizadas luchas. Dionisio, insensible a semejantes desastres, aun cuando todo el edificio de la colonización helénica se abría y desmoronaba, se apresuró a sacar ventajas de ello. Puesto a la cabeza de sus mercenarios reclutados en Italia, en las Galias y en España, creyó que su tiranía estaba más segura reinando en adelante sobre campos desiertos o sobre colonias militares. El general cartaginés Magón había quedado victorioso definitivamente en Cronion en el año 371 (383 a.C.). Por la paz estipulada a consecuencia de este triunfo, Cartago se apoderó de las ciudades griegas de Thermæ (Himera la Vieja), Egesta, Heráclea Minoa, Selinunte y una parte del territorio agrigentino hasta el Halicus. Esta paz no podía ser duradera entre los dos rivales que se disputaban la isla; ambos acechaban una ocasión oportuna para ver cuál de ellos arrojaba primero a su contrario. En cuatro ocasiones, los cartagineses invadieron toda la Sicilia excepto Siracusa, cuyos muros desafiaban sus esfuerzos; fue en tiempos de Dionisio el Mayor (360 de Roma), de Timoleón (410), de Agatocles (445) y de Pirro (476). Por su parte, los siracusanos se creyeron otras tantas veces, guiados por generales experimentados como el mismo Dionisio, Agatocles y Pirro, en las vísperas de arrojar de la isla hasta el último africano. Sin embargo, Cartago cada día iba adquiriendo más supremacía, y sus ataques se sucedían de un modo regular, no con la persistencia y claridad de miras con que Roma se dirigía a su fin, pero sí combinados de muy diferente modo y mucho más enérgicos que la defensa de los griegos en su ciudad, presa de la perplejidad y de los desórdenes de los partidos. Los cartagineses tenían derecho a esperar para su empresa un éxito favorable, a pesar de la peste y de los condottieri extranjeros. Ya se había decidido por mar la victoria a su favor (volumen I, libro segundo, pág. 414), y Pirro había hecho en vano un supremo esfuerzo para resucitar la marina siracusana. En adelante se enseñorean las naves cartaginesas de todos los mares occidentales, y, al verlos atacar Siracusa, Rhegium y Tarento, se comprende lo que puede y quiere hacer Cartago. Al mismo tiempo aseguran con exquisito cuidado el monopolio de todo el comercio, tanto con el extranjero como entre sus propios súbditos, y no vacilan nunca en recurrir a la violencia si esta les asegura el éxito. Un contemporáneo de las guerras púnicas, Eratóstenes (de 479 a 560 de Roma), el padre de la geografía, declara que toda nave extranjera que navegaba hacia Cerdeña o hacia el estrecho de Gades era irremisiblemente echada a pique, si los cartagineses llegaban a apoderarse de ella. Deben recordarse además los tratados hechos con Roma. En el año 406 (348 a.C.), los cartagineses habían abierto los puertos de España, Cerdeña y Libia a los mercaderes romanos; en el 448 (306 a.C.), en cambio, los cerraron a todos, a excepción del de Cartago (volumen I, libro segundo, págs. 436 y siguientes).

CONSTITUCIÓN CARTAGINESA
EL CONSEJO O SENADO. LOS FUNCIONARIOS

Aristóteles, que murió unos cincuenta años antes del comienzo de la primera guerra púnica, nos pinta la constitución de Cartago como habiendo pasado del estado monárquico a la aristocracia, o más bien a la democracia templada por la oligarquía, y le da esos dos nombres a un mismo tiempo.[7] El gobierno había pertenecido al Consejo de los Ancianos o Senado, que estaba compuesto, como la Gerusia de Esparta, por dos reyes anuales designados por el pueblo y veinticuatro gerusiastas nombrados anualmente, quizá también por el mismo pueblo. A este Senado le correspondía el derecho de arreglar y tratar todas las cuestiones importantes: los preparativos para la guerra, las levas y los reclutamientos, por ejemplo, eran dispuestos y dirigidos por él. Nombraba al general del ejército, y le agregaba cierto número de gerusiastas, entre los que se reclutaban los oficiales que estaban bajo sus órdenes inmediatas; por último, recibía todos los despachos del Estado. Se duda de que al lado de este consejo tan reducido haya habido otro más numeroso; en todo caso, habrá tenido muy poca autoridad. Los reyes no tuvieron tampoco más poder o influencia que los demás; simplemente se sentaban como grandes jueces, y hasta se les dio con frecuencia este mismo nombre (schofeth, sufetes, pretores). Los generales tenían mucho más poder. Isócrates, contemporáneo también de Aristóteles, refiere que los cartagineses vivían entre sí en una especie de oligarquía, pero que en el ejército predominaba la organización monárquica. De este modo es como los escritores latinos han podido, con razón, comparar las funciones del general cartaginés con las del dictador romano. Sin embargo, esta dictadura estaba mitigada por la presencia de los gerusiastas, comisarios del Senado, y por la obligación, desconocida en Roma, de dar una severa cuenta al salir del cargo. Pero no tenía término fijo, y en este aspecto se distingue esencialmente de la monarquía anual o consulado, con el que Aristóteles se guarda muy bien de confundirla. Por último, los cartagineses practicaban a veces la acumulación de funciones, y se ve, sin que esto llame la atención, que un mismo hombre es a la vez sufete en la ciudad y general a la cabeza del ejército.

LOS JUECES

Por encima de la Gerusia y los funcionarios supremos estaba el Consejo de los Ciento Cuatro, o mejor dicho el Consejo de los Ciento, o de los Jueces, verdadera ciudadela de la oligarquía cartaginesa. En un principio no existieron, sino que salieron de la oposición aristocrática, semejantes a los éforos espartanos, a título de reacción contra el elemento monárquico que se manifestaba en el seno de las instituciones. La venalidad de los cargos y el corto número de ciudadanos llamados a tomar parte en las funciones supremas hacían posible el peligro. De hecho, una familia más poderosa que las demás por su riqueza y la gloria de las armas, la familia de Magón (volumen I, libro segundo, pág. 341), parecía dispuesta a apoderarse del gobierno de los negocios tanto en tiempos de paz como de guerra, y también de la administración de justicia. Fue necesario conjurar el peligro; de aquí la reforma, contemporánea sin duda a la de los decenviros romanos, y la creación del nuevo cuerpo de los jueces. Todo lo que sabemos de esto se reduce a que la entrada en los Ciento Cuatro estaba subordinada a la condición de haber previamente ejercido la cuestura. Sin embargo, para ser admitido entre ellos, el candidato necesitaba además ser elegido por lo que Aristóteles denominaba los pentarcas (quinquenviros), que se reclutaban entre aquellos. Por lo demás, aunque los jueces eran nombrados solo por un año, supieron hacer que se les prorrogase el plazo de duración de sus funciones, y aun conseguir que fuesen vitalicias, por lo cual los griegos y los romanos los designan frecuentemente con el nombre de senadores. Cualesquiera que fuesen sus atribuciones de detalle, punto oscuro para nosotros, los altos magistrados constituían en su esencia un cuerpo completamente oligárquico, formado por una previsora aristocracia y elegido de su propio seno. Citemos un hecho característico: en Cartago, al lado del baño público destinado a los simples ciudadanos estaba el de los jueces. La principal misión de esta especie de jurado político era hacer que el general le rindiese cuentas de los asuntos de la guerra; pero, en caso de falta, también eran citados ante ellos los sufetes y los gerusiastas a la salida del cargo. Los jueces, despiadados y crueles en su derecho de sentencia arbitraria, enviaban con frecuencia al acusado al suplicio. Como sucede siempre allí donde el poder ejecutivo está colocado bajo una efectiva vigilancia, el centro del poder estaba fuera de su dominio, y del cuerpo comprobado pasó al comprobante. Por un efecto natural, iba mezclándose este cada vez más en los asuntos administrativos: la Gerusia llegó a entregarles los despachos de Estado más importantes antes de notificarlos al pueblo, y muy pronto los hombres de Estado y los generales quedaron como paralizados en los consejos de la ciudad y en los campos de batalla, ante la amenaza de un juicio sobre el buen o mal éxito de sus negocios.

LOS CIUDADANOS

Si bien en Cartago el pueblo no estaba reducido a asistir pasivamente a los actos públicos del gobierno —como sí ocurría en Esparta—, no ha gozado sin embargo de mucha más influencia. En las elecciones para el cargo de gerusiastas, lo hacía todo la corrupción electoral. Si se trataba de elegir un general, el pueblo era efectivamente consultado, pero en realidad la elección había sido hecha ya por la designación de los gerusiastas. Por lo demás, solo se lo consultaba cuando el Consejo de la Gerusia lo estimaba conveniente, o si había desacuerdo en su seno. No existían, por último, tribunales populares. Semejante insignificancia política por parte del pueblo tenía sin duda su origen en su organización misma. Incluso es posible que las asociaciones de comidas en común (como se las llamaba), muy parecidas a los phiditias lacedemonios,[8] no fuesen más que corporaciones exclusivas y oligárquicas. De cualquier modo, vemos que siempre se distinguía entre los ciudadanos propiamente dichos y los artesanos y jornaleros, de donde puede concluirse que a estos últimos se los consideraba como de baja condición, y sin ningún derecho.

CARÁCTER DE ESTA CONSTITUCIÓN

Reunamos estos rasgos dispersos. La constitución cartaginesa pone el gobierno en manos de los ricos, como sucede en toda ciudad donde no hay clase media y que se compone de una plebe urbana, pobre y viviendo al día, y de una clase de grandes traficantes, ricos plantadores y altos funcionarios. En Cartago se tenía la costumbre de devolver a los ricos sus bienes, cuando habían caído o se habían empobrecido, a expensas de sus súbditos. Se los enviaba a las ciudades del Imperio a título de recaudadores de tributos y prestaciones, signo infalible de corrupción en toda oligarquía. Es verdad que Aristóteles ve en esto la causa de la solidez probada de las instituciones cartaginesas. Convengo en que hasta el tiempo de este ilustre filósofo no hubiese ocurrido en Cartago ninguna revolución que mereciese este nombre. La muchedumbre carecía de jefes. La sabia oligarquía de los ricos tenía siempre ventajas materiales que ofrecer al que se mostrase inteligente, ambicioso y activo; y con respecto a la plebe, se le tapaba la boca con las migajas de pan arrojadas en recompensa de su voto en las elecciones, y que en realidad eran las sobras de la mesa de los ricos. Se concibe que bajo tal régimen naciese una oposición democrática; pero, cuando comenzaron las guerras con Roma, esta oposición era aún impotente. Más tarde, después de los desastres del ejército, su influencia política aumentó con mayor rapidez que en Roma, donde se agitaba un partido muy semejante. Fue entonces cuando las asambleas populares quisieron decidir todas las cuestiones importantes, y despojaron de su omnipotencia a la oligarquía. Al terminar las guerras de Aníbal, y gracias a la iniciativa de este gran capitán, veremos que se decide que ningún miembro del Consejo de los Ciento pueda conservar su puesto por más de dos años. La democracia avanza con gran rapidez: solo ella hubiera salvado a Cartago, si para esta ciudad hubiera habido salvación posible. Por lo demás, es necesario reconocer que la oposición tenía por móvil un ardiente patriotismo y un gran deseo de reformas; pero le faltaban sólidos puntos de apoyo, pues todo estaba gastado y podrido en aquella sociedad.

Según los griegos, este pueblo, al que comparan con el de Alejandría, estuvo siempre muy indisciplinado y se mostró incapaz de merecer y conquistar el poder. En verdad habría que preguntarse adónde podrían conducir y qué bienes podrían traer las revoluciones hechas solamente por jóvenes atolondrados y políticos callejeros.

LOS CAPITALES. PODER FINANCIERO DE CARTAGO

En materia de rentas, Cartago tiene derecho al primer puesto entre todos los Estados de la antigüedad. El historiador más grande de los griegos declara que, en la época de las guerras del Peloponeso, Cartago superaba en riquezas a todas las ciudades de la Hélade y compara sus ingresos con los del gran rey; Polibio también la llama «la ciudad más opulenta del universo». La agricultura estaba en un alto grado de florecimiento; los generales y los hombres de Estado se complacían, lo mismo que en Roma, en consagrarle sus ejemplos y enseñanzas. Así lo acredita el tratado especial escrito por Magón, que más tarde los romanos y los griegos consideraron como el Código de agronomía racional. Se tradujo al griego y el Senado romano dio orden de traducirlo también al latín, y lo recomendó oficialmente a los labradores italianos.[9] Lo que caracteriza la agricultura fenicia es su estrecha alianza con la ley del capital. El labrador de Cartago tiene por máxima no abarcar más terreno que el que los medios de que dispone le permiten cultivar bien; practica ante todo el cultivo intensivo. Las regiones libias producen gran número de caballos, bueyes, ovejas y cabras, lo que constituye la riqueza de sus pueblos nómadas, y de la que Cartago sabe sacar buen partido. Por otra parte, los cartagineses no solo enseñan a los romanos a utilizar sabiamente el suelo, sino que les muestran también la manera de explotar a las naciones sujetas. En efecto, hacen que entre en su ciudad la renta de la mejor parte de Europa y de los países del África septentrional favorecidos con los ricos dones de la naturaleza, esto es, de la Bizancena a la pequeña Sirtes, por ejemplo. El comercio fue siempre considerado entre ellos como una profesión honrosa: las fábricas y los armamentos, alimentados por el comercio, proporcionaban inmensas riquezas y bienestar a todos los habitantes de la ciudad. Ya hemos hecho notar su gran monopolio, que acapara todo el tráfico de importación y exportación en todas las costas del Mediterráneo occidental. Su puerto era, además, el centro de todo el comercio internacional entre el este y el oeste. Por otra parte, aquí, lo mismo que más tarde en Roma, y aun sujetándose a la influencia helénica, fueron cultivadas con cierto éxito las ciencias propiamente dichas y las artes. La literatura fenicia tenía cierta importancia; y cuando los romanos tomaron Cartago encontraron en ella ricas colecciones de objetos artísticos, no formadas con los productos indígenas, sino traídas de los templos conforme iban conquistando la Sicilia, y bibliotecas no menos preciosas. Pero incluso en esto se había puesto la inteligencia al servicio del capital. La literatura púnica, a juzgar por lo poco que de ella sabemos, se componía principalmente de tratados de agricultura y de geografía. Testigos de esto son la obra antes citada de Magón y el famoso Periplo de Hannon, cuya traducción griega ha llegado hasta nosotros. El Periplo, que había sido fijado públicamente en los muros de un templo, refería el viaje de circunnavegación de este almirante por todas las costas del África occidental.[10] También se estudiaban en Cartago los conocimientos útiles y las lenguas extranjeras, y vemos que en esta última materia estaba quizá tan adelantada como llegó a estarlo la Roma imperial en tiempos posteriores. Las enseñanzas de la cultura griega eran allí muy apreciadas, pero tenían un sentido eminentemente práctico.[11] Aunque es absolutamente imposible evaluar la inmensa suma de capitales que afluían a esta Londres de la antigüedad, podrá formarse sin embargo una idea de lo fecundo de las fuentes en que bebía por este único hecho: a pesar de su organización militar excesivamente costosa y de su administración infiel o mal dirigida, las contribuciones que pagaban sus súbditos y los ingresos de las aduanas bastaban para cubrir con exceso sus gastos, sin tener necesidad de exigir el más pequeño impuesto a los ciudadanos. Después de la segunda guerra púnica y cuando el Imperio de Cartago ya se había derrumbado, una pequeña reforma en el sistema financiero, y no la creación de nuevos impuestos, fue suficiente para atender inmediatamente los gastos corrientes y al pago de la anualidad de 340 000 taleros, que tenían que entregar a los romanos. Por último, catorce años después de la paz, Cartago ofreció pagarles de una vez los treinta y seis plazos que le faltaban. Pero no es solo en sus inmensas rentas en lo que se manifestaba la superioridad financiera de la ciudad fenicia. Hallamos también en ella, y únicamente en ella entre los grandes Estados del mundo antiguo, la observancia de principios económicos que solo se encuentran en los tiempos modernos, que son los más avanzados en la ciencia económica. Cartago contrata empréstitos (en pro y en contra) con las demás naciones. En su sistema de valores entran el oro y la plata en barras, la moneda de estos dos metales para su comercio con la Sicilia, y, por último, un signo convencional sin valor material, cuyo uso era aún desconocido por las demás naciones. Si un Estado pudiera reducirse a una vasta empresa de especulación comercial, habría que convenir en que ningún otro ha realizado este fin mejor ni más completamente que Cartago.

PARALELO ENTRE ROMA Y CARTAGO. ECONOMÍA POLÍTICA

Comparemos ahora estas dos potencias rivales: los romanos y los cartagineses eran ante todo dos pueblos agrícolas y comerciantes; y en ambos la situación de las artes y de la ciencia era la misma, esto es, una situación completamente subordinada y práctica. Sin embargo Cartago tenía sobre Roma una notable ventaja: los medios pecuniarios eran superiores a los que proporcionaba el suelo, y en Roma sucedía lo contrario. Por otra parte, mientras que en África los grandes propietarios y poseedores de esclavos acaparaban la agricultura, en Roma, la mayor parte de los ciudadanos labraban la tierra por sí mismos en esta época. Aquí, el pueblo era por lo común poseedor; en Cartago estaba excluido de la propiedad y pertenecía al oro de los ricos, o al primer grito de reforma de los demagogos. La opulencia y el lujo, cosas propias de las plazas comerciales, se habían ya generalizado en la ciudad fenicia; entre los romanos, en apariencia al menos, los hábitos y la policía conservaban bastante arraigadas la austeridad antigua y las costumbres frugales. Cuando los enviados de Cartago volvieron por primera vez de Italia, contaron a sus colegas que la sencillez en las relaciones íntimas y recíprocas entre los senadores romanos superaba cuanto pudiera imaginarse, que no había para todo el Senado más que una vajilla de plata, que se llevaba a la casa en que había convidados o huéspedes. Insisto sobre este rasgo, porque es el signo más característico del estado económico de ambas ciudades.

INSTITUCIONES

Las dos constituciones pertenecían al régimen aristocrático. El Senado romano y los jueces de Cartago ejercían el poder en condiciones absolutamente análogas. Ambos gobiernos obedecían al mismo pensamiento; prueba de esto es la dependencia en que estaban los diversos funcionarios, la prohibición impuesta a los ciudadanos de aprender el griego sin autorización especial, y de comunicarse con ellos solo mediante un intérprete oficial. Pero en Cartago la tutela del Estado se mancha con rigores crueles, por excesos de una arbitrariedad llevada al último límite; en Roma, en cambio, las penas de simple policía y la nota de censura parecen suaves e inteligentes a la vez. El Senado romano, accesible a todo aquel que brillaba por su talento, era la viva representación del pueblo; tenía confianza en él, y a su vez el pueblo no tenía nada que temer de los altos magistrados. En Cartago, el Senado era la comprobación de la rivalidad en lucha por el poder de administración, que era dueño en realidad del gobierno supremo; y solo representaba a algunas familias de las más notables. Arriba, abajo y en todas partes, la desconfianza era su ley, y no sabía nunca si el pueblo iría a donde él quisiese conducirlo, o si los magistrados aspirarían a alguna usurpación. ¡Véase en cambio la marcha firme y regular de la política romana! No la hace retroceder su mal éxito, ni adormecen su vigilancia los favores de la fortuna, jamás la detienen en mitad de su camino. Por el contrario, veremos a los cartagineses rehuir la lucha en el momento mismo en que un último esfuerzo hubiera podido salvarlo todo. Les disgustan los designios más vastos y nacionales, y dejan que se derrumbe el edificio medio construido; después, al cabo de algunos años, vuelven a la carga de repente, aunque ya sea demasiado tarde. Como consecuencia de esta situación, en Roma todo magistrado hábil marcha en perfecto acuerdo con el gobierno, mientras que en Cartago casi siempre está en guerra abierta con los senadores. Para resistirlos viola la constitución y hace causa común con los partidos revolucionarios.

GOBIERNO DE LOS SÚBDITOS

Cartago y Roma tenían que administrar pueblos de su misma nacionalidad y numerosos pueblos extranjeros. Pero Roma había admitido sucesivamente al derecho de ciudad a todas las tribus romanas, unas después de otras, y, en cuanto a las ciudades latinas, les había abierto el acceso legal a él. Cartago, por el contrario, se cierra y aísla, y ni siquiera deja a las provincias sometidas la esperanza de llegar a la igualdad civil. Por otra parte, los aliados de Roma tenían parte en las ventajas que proporcionaba su victoria, particularmente en los dominios conquistados. Y en los demás países sometidos, la República daba espontáneamente satisfacciones materiales a los notables y a los ricos, atrayéndose de este modo numerosos partidarios. Cartago, no contenta con apropiarse de todo el botín de la guerra, quita hasta la libertad de comercio a las ciudades que con más benignidad trataba. Roma nunca arrebató por completo a las ciudades sus derechos de autonomía interior, ni siquiera a las que trataba con más rigor; jamás les impuso un tributo regular. Cartago, por su parte, enviaba a todos lados sus intendentes, incluso recargaba las antiguas ciudades fenicias con impuestos periódicos y excesivos, y agobiaba con una especie de servidumbre política a las nacionalidades que caían bajo su poder. Así, pues, en todo el Imperio cartaginés-africano, a excepción quizá de Utica, no se encontraba una sola ciudad para quien la ruina de la metrópoli no fuese beneficio material y político. Por el contrario, en el Imperio romano-itálico no se hubiera hallado una ciudad que no hubiese perdido más que ganado con la caída de un régimen siempre atento a los intereses materiales de todos, y que se guardaba de irritar a los opositores con medidas extremas o de incitarlos al combate. Los hombres de Estado de Cartago creían tener sujetos a sus súbditos fenicios con el temor de una sublevación de los libios indígenas, y a los grandes propietarios, mediante el signo representativo monetario. En su equivocación, aplicaban el cálculo del comerciante a otros asuntos que le son completamente extraños. La experiencia de los hechos ha demostrado que, a despecho de la relajación aparente de su lazo federal, la sinmaquia romana supo rechazar los ataques de Pirro, inquebrantable cual muro de roca, mientras que la sinmaquia cartaginesa se rompía como una tela de araña el día mismo en que un ejército extranjero ponía el pie en el continente africano. No hay más que recordar los desembarcos de Agatocles y de Régulo, y la guerra de los mercenarios. La hostilidad de los africanos hacia Cartago es un hecho evidente: en este último acontecimiento se vio a las mujeres libias dar sus joyas para alimentar la sublevación. Sin embargo, como los cartagineses se habían mostrado más suaves en Sicilia, parece que allí fueron recompensados con un mejor resultado. Sus súbditos gozaban aquí de cierta libertad comercial con el exterior. El tráfico interior no se hacía con la moneda convencional de Cartago, sino con la moneda griega ordinaria; por último, los sicilianos se movían más libremente de lo que era permitido a los libios y a los sardos. Si Cartago hubiese podido tomar Siracusa, de seguro hubieran cambiado las cosas. Pero como la ciudad resistía y las posesiones cartaginesas continuaban bajo un régimen tolerable, mientras que las crueles disensiones destrozaban las ciudades greco-sicilianas, se formó en la isla un partido verdaderamente cartaginés, cuya persistente influencia ha marcado su huella en los escritos de Filipo de Agrigento. Es él quien, aun después de la conquista romana, refirió las grandes guerras púnicas inspirándose principalmente en fuentes africanas. Como quiera que fuese y considerados en conjunto, los sicilianos, en cuanto súbditos y helenos, han debido detestar a Cartago, por lo menos tanto como los sammitas y tarentinos han aborrecido a los romanos.

RENTAS. SISTEMA MILITAR

En lo que concierne a los recursos financieros, sin duda alguna Cartago era muy superior a Roma. Pero esta compensaba su desventaja, en tanto las fuentes de la riqueza africana, los tributos, aduanas y demás podían faltar en el momento más crítico, y mucho antes que en Roma. Además, la guerra costaba bastante más cara a los cartagineses. El sistema de guerras se diferenciaba esencialmente en ambos pueblos, aunque en muchos aspectos sus fuerzas estuviesen equilibradas. Cuando Cartago fue tomada, todavía contaba con setecientos mil habitantes, incluidos las mujeres y los niños.[12] No se le puede atribuir a fines del siglo V una población menor que la mencionada, cuando por sí sola podía poner en campaña cuarenta mil hoplitas. Al principio de este siglo, Roma, colocada en análogas condiciones, había levantado un ejército de ciudadanos que ascendía a dicho número (volumen I, libro segundo, nota 17 del cap. VII, pág. 580), y, con posterioridad al acrecentamiento del territorio que caracteriza esta época, hubiera podido suministrar el doble. Pero la superioridad de sus recursos militares no se debe medir solo por el número de ciudadanos propiamente dichos capaces de tomar las armas. Por más que se procurase en Cartago llamar a los ciudadanos al referido servicio, no se le podía dar al simple artesano o a los obreros de las fábricas la fuerza física del hombre del campo, y, sobre todo, no se podía vencer la repugnancia de los fenicios hacia el ejercicio de la guerra. En el siglo V todavía se ve combatir en las expediciones de Sicilia a un cuerpo sagrado de dos mil quinientos cartagineses; pero en el siglo VI, a excepción de los oficiales, en los ejércitos ya no se encuentra a ningún ciudadano de Cartago, particularmente en los cuerpos españoles. Por el contrario, el campesino romano no está solo inscrito en las milicias, se halla también en las filas en el campo de batalla. Los mismos resultados aparecen respecto de las naciones aliadas de una y otra República. Los latinos hacen el mismo servicio que los soldados ciudadanos de Roma; pero los libio-fenicios son tan ineptos para los asuntos de la guerra como los mismos cartagineses, y le tienen aún menos afición, razón por la cual las ciudades compran a precio de oro la exención de los contingentes que deben suministrar. En el primer ejército hispano-cartaginés que menciona la historia, entre los quince mil hombres que aproximadamente lo componían apenas había un escuadrón de doscientos cincuenta caballos, procedentes de África, y libio-fenicios en su mayor parte. En efecto, el núcleo de las fuerzas cartaginesas se reclutaba entre los libios. Instruidos por hábiles oficiales, podían suministrar una buena infantería; en ciertos aspectos, su caballería ligera no tenía igual. A esto hay que agregar las levas sacadas de los pueblos libios o españoles más o menos sometidos, y, sobre todo, los famosos honderos de las Baleares, que ocupaban un término medio entre un contingente confederado y un contingente mercenario. Por último, en los casos de urgencia, Cartago reclutaba la soldadesca a sueldo en los países extranjeros. Semejante ejército podía reunirse pronto, sin trabajo y en el número que se quisiese. Respecto del personal de sus oficiales, del hábito de las armas y del valor, podían medirlas también con las legiones romanas; sin embargo, para convertir en soldados aquellas masas confusas era necesario mucho tiempo, cuando las mayoría de las veces este y el peligro apremiaban. Las milicias romanas, por el contrario, estaban siempre dispuestas a ponerse en marcha. Además, es necesario notar principalmente que, mientras las tropas cartaginesas no tenían más lazo que el honor militar o la codicia, los soldados romanos se sentían unidos y asociados por todos los lazos e intereses de una patria común. A los ojos de sus oficiales, los soldados cartagineses valían lo que hoy las municiones de guerra y las balas de cañón. Aunque aquellos fuesen libios, no hacían por esto más caso de ellos. ¿Qué abominaciones no se permitirían los generales de Cartago? Testigo de esto es la traición de Himilcón hacia un cuerpo de ejército libio en el año 358 (396 a.C.), traición seguida de una sublevación formidable, y que valió a los cartagineses el proverbial, funesto e injurioso calificativo de Fides púnica.[13] Todo el mal que puede causar en el Estado un ejército reclutado entre los fellahs y los mercenarios fue el que experimentó Cartago, como efecto de su propio sistema. Por lo demás, muchas veces fueron para ella más peligrosas sus bandas de mercenarios veteranos que los ejércitos del enemigo.

Los vicios de su estado militar saltaban a la vista, y los jefes del poder intentaron todos los medios para remediarlo, pues las arcas del Tesoro repletas y los arsenales atestados de armas permitirían equipar inmediatamente a los soldados reclutados. Por un lado se cuidaba mucho la conservación de las catapultas y arietes, esa especie de artillería de los antiguos que los cartagineses construían aun con más perfección que los mismísimos sicilianos. Por otra parte tenían elefantes siempre dispuestos, luego de que estos animales ocuparon el lugar de los carros de guerra; en las casamatas de la ciudad había caballerizas para trescientos de estos animales. Sin embargo, como Cartago no se atrevió nunca a fortificar las ciudades sometidas, estas se entregaban sin resistencia al primer ejército que desembarcaba en África. No sucedía lo mismo en Italia, donde la mayor parte de las ciudades conquistadas habían conservado sus murallas, y donde los romanos, cubriendo la península con la vasta red de sus fortalezas, habían plantado en ella su indestructible dominación. En Cartago, por su parte, se veían acumulados todos los medios de defensa que el arte y la riqueza pueden proporcionar. Muchas veces solo debió su salvación a la fortaleza de sus muros, mientras que Roma, defendida principalmente por la situación política y por su sistema militar, no sufrió nunca un sitio en regla. El verdadero baluarte de Cartago fue su marina, así es que le prodigó todos sus cuidados. Las naves estaban mejor construidas y eran mejor mandadas que en la misma Grecia, y fueron los primeros que botaron al agua galeras de más de tres puentes. Los buques cartagineses, que ordinariamente tenían cinco puentes, eran más veloces que las naves griegas; los remeros, que eran todos esclavos del Estado, no salían de las galeras y estaban admirablemente ejercitados; los capitanes finalmente eran audaces e instruidos. Cartago tenía en esto verdadera superioridad, y los romanos, con sus pocos buques procedentes de los griegos aliados o de los arsenales de la República, no se hubieran atrevido ni siquiera a presentarse en alta mar delante de las escuadras de su rival, dueña absoluta de los mares del oeste.

Para resumir y terminar: después de este largo paralelo entre Roma y Cartago, suscribimos al juicio emitido por un griego contemporáneo, tan ilustrado como imparcial. Al principio de sus guerras las fuerzas en ambas Repúblicas eran casi iguales. Recordemos sobre todo que, si Cartago no había omitido nada de lo que pueden suministrar la inteligencia y la riqueza en cuanto a medios de ataque y de defensa, era sin embargo impotente para llenar el vacío de un ejército nacional, y levantar sobre sólidos cimientos el edificio de una sinmaquia verdaderamente fenicia. Roma solo podía ser atacada en Italia, y Cartago solamente podía serlo en África. El hecho es incuestionable. Para Cartago, además, era también cierto que no siempre podía evitar semejante ataque. La navegación estaba todavía en su infancia, y una armada no constituía entre los antiguos una especie de riqueza hereditaria; podía construirse en cualquier parte donde hubiera madera, hierro y agua. Por poderosa que fuese una ciudad no tenía medios para impedir un desembarco, ni aun de un enemigo más débil, y, en efecto, el África suministra de ello una evidente experiencia. Una vez que Agatocles enseñó el camino, se vio muy pronto a un general romano seguir sus huellas. Un día comenzó en Italia la guerra traída por un ejército invasor. Posteriormente, cuando esa guerra estaba concluyendo, fue a su vez transportada a la Libia y no tardó en transformarse en un largo asedio. A partir de esta fecha, y de no ocurrir por casualidad acontecimientos prósperos, Cartago estaba condenada a sucumbir a pesar de los esfuerzos más heroicos y tenaces.